miércoles, 23 de febrero de 2022

LA MUERTE NO ES UN DERECHO

El hombre moderno no está dispuesto a creer que la vida no sea exclusiva y totalmente suya. Decirle que es de Dios es completamente inútil

Por Roberto Pecchioli

"La muerte no es un derecho". ¿Alguna vez pensaste que leerías una frase así? Tenemos que agradecer a Jorge Mario Bergoglio por haberla pronunciado. Ante el furibundo ataque de la cultura de la muerte disfrazada de derechos universales, el hombre de Santa Marta habló como papa. "La vida es un derecho, no la muerte", tuvo que añadir, refiriéndose a una civilización agonizante y a la vez asesina. En concreto, se refería a la normativa a favor de la eutanasia, modestamente (o astutamente) llamada suicidio asistido, que se está debatiendo en el parlamento italiano. La muerte debe ser bienvenida, no administrada. Lo increíble es que estos principios se etiqueten como católicos, mientras que representan el sentido común de todo humanismo: primum vivere. Aquí es donde estamos.

La muerte es el último misterio de nuestra presencia en el mundo. No hay solución, humana o científica, sólo dos posibilidades: el materialismo resignado que atribuye el enigma de la vida al azar, al caos o a la evolución, o la esperanza trascendente, el proyecto insondable de una fuerza o entidad que llamamos Dios.

La experiencia del final de la vida es trágica y no puede abordarse ni describirse con certezas de granito. El sufrimiento acompañado de su inutilidad, impotencia y sensación de injusticia del mal no conoce explicación y menos aún solución. El hombre moderno quiere tomar en sus manos el control de todas las circunstancias y situaciones; no está dispuesto a creer que la vida no sea exclusiva y totalmente suya. Decirle que es de Dios es completamente inútil. Y, sin embargo, tiene sentido. Este escritor tuvo su primera reflexión "filosófica" (si se puede permitir un término tan exigente) cuando tenía unos diez u once años, cuando, tras quejarse de haber recibido un par de bofetadas bien merecidas, su madre le soltó: "Te he parido, puedo darte cuatro bofetadas". Por primera vez, me di cuenta de que la vida no es nuestra elección: fuimos concebidos -por amor o por casualidad- en nuestra ausencia, en el acto de voluntad de dos personas, que hoy la locura contemporánea designa como "padre uno" y "padre dos".

Por lo tanto, "mi" vida no es enteramente mía, ya que no fue querida por mí: nacemos -por así decirlo- en nuestra ausencia y la muerte es precisamente la ausencia. No sabemos si Dios está involucrado en todo esto, pero no se puede descartar la posibilidad. La vida se nos da y no podemos tirarla. Otra cosa es la dramática relación con el dolor, la enfermedad y el deterioro físico y mental. 


En otros tiempos se consideraba una suerte morir de viejo, rodeado de los rostros y cuidados de los seres queridos. ¿Es la actual pasión insana por la eutanasia uno de los efectos de la soledad existencial?

En el cuento "El hombre de la multitud", Edgar Allan Poe describe -en los albores de la urbanización y la revolución industrial- a un viejo desaliñado, cuyas ropas atestiguan tiempos mejores, que deambula sin cesar por la metrópoli en busca de la multitud. Asustado por la soledad, intentó por todos los medios mezclarse con las masas. Probablemente estaba exorcizando la muerte inminente y al mismo tiempo se engañaba a sí mismo para no pensar, para no estar cara a cara consigo mismo.

No, la muerte no es un derecho, es un drama. Por eso no puede convertirse en un servicio médico, en la solución final que debe pagar el sistema de salud para los que ya no pueden hacer frente, a veces porque el destino adverso ha descendido sobre ellos, otras veces porque están solos y consternados por el mal. En las sociedades tradicionales, la familia se ocupaba del familiar en el umbral de la despedida, y la presencia, la mirada, la mano tendida hacían más llevadero lo inevitable. Hoy, solos, distanciados, asustados, desesperados en el sentido etimológico (sin esperanza), llegamos a invocar la muerte, es decir, nuestra ausencia definitiva. Este es un resultado terrible para una sociedad orgullosa, orgullosa de los "derechos", empeñada en la búsqueda de la felicidad prescrita no por los filósofos hedonistas, sino por la constitución del Estado.

Es la sociedad de Lucifer, el bello y orgulloso ángel que cayó en las profundidades del infierno. Símbolos de ello son Frankenstein, la criatura de un científico que quiso hacerse Dios, y Mister Hyde (oculto, escondido, oscuro), el experimento prometeico del manso Dr. Jeckyll para separar el bien y el mal en el hombre. Todos los intentos de elevarse a los cielos, actos de orgullo, de esa hybris -arrogancia, exceso- que para el mundo clásico era el mayor pecado del ser humano. El hombre occidental moderno responde al mal apoyándose en la tecnología. Como la naturaleza es más fuerte, intenta modificarla, borrarla, negarla. Si no hay salida al sufrimiento, a la enfermedad, al mal de vivir, el último remedio es la muerte. "El bien" ya no en el sentido cristiano, la aceptación de lo inevitable acompañada de los sacramentos y la esperanza trascendente, sino el acto deliberado -propio o ajeno- de quien pone fin a su presencia en el mundo y se sumerge en la nada.


Temas absolutos, omnicomprensivos, que soy incapaz de tocar sin inclinar la cabeza y respetar todas las sensibilidades, a los que, por una vez, la autoridad espiritual de la cabeza visible de la Iglesia católica nos ha recordado. Si no se le hace caso, la sociedad del borrado, la morgue alegre, avanzará a grandes pasos hacia la disolución. Podremos suicidarnos con la asistencia de médicos y enfermeras, a costa del mal llamado “sistema sanitario”. La vida se detendrá con indiferencia antes de nacer, el cúmulo de células extirpado del cuerpo materno a costa de todos, mientras que el aborto se define como “un derecho fundamental” en los países que lo han legalizado, o más bien de las mujeres que viven en ellos.

No es sólo el mérito de lo que ocurre, percibido por la mayoría como “progreso” y “normalidad” (¿otra cara de la banalidad del mal?), lo que aterra, sino el tenaz deseo de dar por buena y lícita, cualquier derogación del principio de la civilización de ayer, la primacía de la vida

San Francisco de Asís es admirado por su bondad y su supuesto ecologismo. Nunca recordamos entre sus Laudes, el de la “Hermana Muerte Corporal”, preludio del tránsito más allá del tiempo y de la visión de Dios. Demasiado difícil de digerir, mejor ridiculizar, hablar de fábulas del oscuro pasado. 

Gran luz, la de una civilización que se mata a sí misma de todas las maneras posibles y llega a considerar la muerte como un “derecho”. Además de la soledad existencial y el terror a la tribulación, ¿podría tener algo que ver la carrera por la productividad, el mito de la eficacia y el rendimiento, la ansiedad por el rendimiento, la categoría equívoca de la calidad de vida, que expulsa la dignidad esencial del ser humano?

Es casi imposible convencer al hombre moderno de que sus ideas no son definitivas, únicas y mejores, y que todo lo que vino "antes", en su ausencia, no fue el balbuceo de una humanidad infantil. El consenso a favor de la eutanasia ha sido provocado por alguien; hay quien ha financiado e impuesto campañas políticas, mediáticas y culturales. No le sorprenderá saber que se trata principalmente de compañías de seguros, fondos de pensiones y poderes económicos. A casi nadie le toca la duda de que simplemente quieren quitarnos de en medio por interés propio y como obstáculos de carne y hueso a sus planes. Nicolás Gòmez Dàvila escribió que es fácil convencer a los que sostienen sus propias opiniones, pero nadie convence a los que sostienen las opiniones de los demás repetidas hasta el cansancio. El papa ha dado un golpe, pero el eco de sus palabras se lo lleva el viento helado de la cultura dominante, la compañía posmoderna de la buena muerte con sede en la Rue Morgue, la calle de la morgue de los cuentos de Poe.

La única esperanza de supervivencia reside en la “Diosa Ciencia”, en el avance del transhumanismo, la creencia de que será posible desarrollar facultades capaces de trascender la condición humana. A medida que reducen las filas de la vieja humanidad, construyen el hombre que se trasciende a sí mismo a través de la tecnología, la cibernética y la hibridación con la máquina, con vistas a prolongar la vida y modificar el acervo genético. La promesa es incluso la inmortalidad, en nombre del almacenamiento en frío y la "carga mental", el archivo digital de las funciones cerebrales.

Este es el destino final del hombre, la mente colmena. ¿Seguiré siendo "yo", reconoceré mi "yo"? Tremendas preguntas sin respuesta, de las que solemos huir con angustia. Es mejor dejarse llevar por la corriente y aceptar las ideas predominantes. ¿Estoy viejo, enfermo, deprimido, ya no rindo? Hay una solución: la inyección que me anula, previa solicitud a la autoridad competente (¡respecto a "mi" existencia!), la asistencia de un psicólogo en la ASL -sustituto del consuelo religioso-, un testamento económico y biológico debidamente registrado y la extracción de órganos reutilizables. Lo que queda del fugaz tránsito por la tierra del soberbio Homo sapiens, Dios de sí mismo.

También ganarán la batalla de la eutanasia, la calificarán de “avance de la civilización”; cada vez será más difícil oponer argumentos alternativos, molestas regurgitaciones del pasado bárbaro, indignas del magnífico destino y del progreso de la calle Morgue. La revista jesuita Civiltà Cattolica ha expresado la resignación de los perdedores al aceptar la eutanasia legal -o más bien el suicidio asistido- con algunas correcciones. Quizá por eso Bergoglio, que también es jesuita, tuvo que reiterar la doctrina de siempre. En un tema tan profundo, que afecta a las fibras más íntimas, es muy difícil adoptar una posición apodíctica y absoluta. Sin embargo, la aspiración del hombre, de todo hombre, es la vida, no la muerte. Para Hannah Arendt, resignarse al mal menor -una sociedad "moderadamente" suicida- sigue siendo elegir el mal. Palabras fuertes para conciencias desgarradas, como la nuestra.

Sin embargo, la vida primero, la esperanza primero, una idea elevada del hombre primero. Sobre todo, ninguna renuncia a dar testimonio de la verdad, ya que ésta no tiene ninguna posibilidad -hoy por hoy- de triunfar. Etiam si omnes, ego non. Aunque todos, yo no.


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