Por John M. Grondelski
Damien Le Guay es un pensador católico francés contemporáneo y autor de dos importantes libros, desgraciadamente no traducidos. Qu'avons-nous perdu en perdant la mort? (¿Qué hemos perdido al perder la muerte?) cuestiona cómo las costumbres funerarias actuales han borrado la muerte de la conciencia humana.
La mort en cendres: la crémation aujourd'hui, que faut-il en penser? (La muerte en cenizas: la cremación hoy, ¿qué debemos pensar al respecto?) sostiene que la aceptación generalizada de la cremación como método legítimo de actuar con el cuerpo humano, incluso entre los cristianos, representa un cambio radical en la forma en que consideramos la encarnación y la personificación, y cuyas implicaciones no hemos reflexionado, aunque sigamos aceptándola.
Ahora que los católicos entran en noviembre y reflexionan sobre la muerte cristiana, recurro a la inspiración de Le Guay para cuestionar nuestros supuestos sobre el tratamiento adecuado del cuerpo humano fallecido.
Mi propósito aquí es centrarme en la cremación como acto de destrucción deliberada de un cuerpo humano.
La diferencia fundamental entre la inhumación en tierra y la cremación radica en el ejercicio de la acción humana sobre un cuerpo humano. Los cuerpos muertos de hombres y mujeres pecadores (salvo un milagro divino de incorruptibilidad) se descomponen y se pudren.
Pero ese proceso es fundamentalmente diferente en la inhumación en tierra y en la cremación. Un cuerpo enterrado se descompondrá por sí mismo a su propio ritmo "natural". La cremación, por el contrario, implica una acción humana afirmativa, un cierto grado de violencia directa, para eliminar los restos humanos no de una manera natural y no necesariamente para dejar algo atrás. Como en otras partes en la cultura de la muerte, incluso hemos acuñado un neologismo para enmascarar lo que estamos haciendo: los restos humanos son ahora "cenizas", una fusión de "cremado" y "restos", salvo que hay muchos menos "restos" que los que produce el entierro y esa reducción es el resultado de una acción humana deliberada.
Sí, muchas cenizas se sellan en urnas y se depositan en columbarios: los cementerios diocesanos han desarrollado toda una nueva línea de negocio (probablemente lucrativa), lo que sugiere otra razón por la que la Iglesia es cautelosa a la hora de criticar la cremación.
Pero el mero hecho de que alguien decida que no existe una obligación inherente de respetar la integridad de un cuerpo humano después de la muerte significa que el sellado y el entierro de las cenizas se ha convertido en una opción, no en un deber. Los miembros de la familia podrían ofrecer al difunto un "lugar de descanso final". O puede que no.
Puede que decidan que mamá debe estar sobre la chimenea. Podrían decidir que, dado que el coste del entierro sigue siendo "demasiado", es mejor dejar al tío Joe en la estantería del armario. Sucumbiendo a demasiadas películas de Hollywood, podrían decidir que el primo Mitch está mejor si es esparcido en su playa favorita o en un río al cual iba de pesca. O, como la familia quiere tener a mamá "cerca", convierten sus cenizas en un relicario, "joyería de recuerdo" que es la última adición en la "industria funeraria".
La cuestión es que la cremación no sólo socava la integridad física intrínseca del cuerpo, sino que pretende dar poder a otra persona para que lo haga. Aunque mucha gente alegará que es lo que el tío Joe o el primo Mitch o mamá "querían", la verdad es que a menudo es lo que el guardián de las cenizas quiere, prefiere o encuentra más conveniente en cuanto a sus costes, tiempo, interés y compromiso. En lugar de que el difunto tenga "derecho" a un funeral y a una tumba, el difunto depende ahora totalmente de la conveniencia de sus "dolientes" y de la evanescencia de la memoria.
Dado que las cenizas reducen significativamente lo que "queda" de una persona humana fallecida, también socava significativamente la idea de un "lugar de descanso". Sé dónde descansan mi padre, mi madre y mis abuelos. No sé dónde descansa mi primo Wayne. Sus cenizas desaparecieron hace tiempo en un campo de Connecticut donde fueron esparcidas: la cremación le ha reducido a un don nadie que no está en ningún sitio. La cremación refuerza el dualismo contemporáneo, tratando a la "persona" como una especie de idea o recuerdo, que es lo único que "permanece" o "importa" (aunque no quede materia).
Hago hincapié en la cremación como "solución" técnica al problema de qué hacer con un cadáver humano en descomposición porque nos deja algo con lo que tenemos que lidiar. Y no nos gustan los restos.
La cremación abrió una puerta. Si es legítimo que alguien destruya deliberada y violentamente -porque la incineración es violenta- la integridad de un cuerpo humano, incluso después de la muerte, entonces el hecho de que la cremación deje algo es sólo un contratiempo técnico.
En EE.UU. casi 20 estados ya permiten la hidrólisis alcalina como forma de deshacerse de los restos humanos. La hidrólisis alcalina es esencialmente una descomposición química del cuerpo bajo altas temperaturas, de modo que no queda nada más que unos pocos galones de líquido ("efluente"), a menos que se cristalice deliberadamente. El 20 de octubre, el arzobispo de Dubuque, Michael Jackels, incluso anunció su aprobación de este método, racionalizando que mientras mostremos "respeto" por lo que hemos hecho al cuerpo, no importa si el "cuerpo" (¿qué "cuerpo", Excelencia?) es "depositado en la tierra, el agua, el fuego, el aire, en un cementerio o no".
Hasta ahora, nadie ha sugerido que "embotellemos" a la tía Lucy licuada como ponemos las cenizas del tío Joe en una urna. La verdad es que el efluente suele tratarse simplemente como agua residual (aunque una empresa especializada en la técnica sugiere que podría ser un buen fertilizante). Nos hemos arrogado el derecho de pulverizar un cuerpo humano hasta convertirlo en nada. Pero deberíamos mostrar "respeto" mientras lo hacemos.
Deseret News plantea una pregunta demasiado tardía: ¿"La hidrólisis alcalina cruza "una línea ética"? La verdad es que esa línea ética se cruzó cuando, al aceptar la cremación, aceptamos la idea de que lo que había sido un "templo del Espíritu Santo" vivo pudiera ser deliberadamente destrozado por manos humanas. Quizá en una Iglesia que cierra y vende las parroquias al mejor postor, eso ya no sea tan chocante.
Pero nuestras soluciones "pragmáticas" y "rentables" del momento suelen tener un precio cultural a largo plazo. La reducción del cuerpo humano -en vida e incluso en la muerte- a una mercancía que ha de ser modificada por la tecnología para acomodarla a los deseos humanos representa un megacambio cultural del que son en parte responsables los optimistas ingenuos que abrieron la puerta a la cremación cristiana. "Enterrar a los muertos" es una obra de misericordia corporal, pero el entierro no es sólo una costumbre culturalmente condicionada. El modo en que tratamos un cuerpo humano dice algo sobre nuestra humanidad.
Crisis Magazine
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