sábado, 2 de enero de 2021

DOMINUM ET VIVIFICANTEM (18 DE MAYO DE 1986)


CARTA ENCÍCLICA

DOMINUM ET VIVIFICANTEM

DEL SUMO PONTÍFICE

JUAN PABLO II

SOBRE EL ESPÍRITU SANTO

EN LA VIDA DE LA IGLESIA

Y DEL MUNDO

Venerables hermanos,

amadísimos hijos e hijas:

¡salud y bendición apostólica!


INTRODUCCIÓN

1. La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo que es «Señor y dador de vida». Así lo profesa el Símbolo de la Fe, llamado nicenoconstantinopolitano por el nombre de los dos Concilios —Nicea (a. 325) y Constantinopla (a. 381)—, en los que fue formulado o promulgado. En ellos se añade también que el Espíritu Santo «habló por los profetas». Son palabras que la Iglesia recibe de la fuente misma de su fe, Jesucristo. En efecto, según el Evangelio de Juan, el Espíritu Santo nos es dado con la nueva vida, como anuncia y promete Jesús el día grande de la fiesta de los Tabernáculos: «"Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que cree en mí", como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva» (1). Y el evangelista explica: «Esto decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él» (2). Es el mismo símil del agua usado por Jesús en su coloquio con la Samaritana, cuando habla de una «fuente de agua que brota para la vida eterna» (3) y en el coloquio con Nicodemo, cuando anuncia la necesidad de un nuevo nacimiento «de agua y de Espíritu» para «entrar en el Reino de Dios» (4).

La Iglesia, por tanto, instruida por la palabra de Cristo, partiendo de la experiencia de Pentecostés y de su historia apostólica, proclama desde el principio su fe en el Espíritu Santo, como aquél que es dador de vida, aquél en el que el inescrutable Dios uno y trino se comunica a los hombres, constituyendo en ellos la fuente de vida eterna.

2. Esta fe, profesada ininterrumpidamente por la Iglesia, debe ser siempre fortalecida y profundizada en la conciencia del Pueblo de Dios. Durante el último siglo esto ha sucedido varias veces; desde León XIII, que publicó la Encíclica Divinum illud munus (a. 1897) dedicada enteramente al Espíritu Santo, pasando por Pío XII, que en la Encíclica Mystici Corporis (a. 1943) se refirió al Espíritu Santo como principio vital de la Iglesia, en la cual actúa conjuntamente con Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico (5), hasta el Concilio Ecuménico Vaticano II, que ha hecho sentir la necesidad de una nueva profundización de la doctrina sobre el Espíritu Santo, como subrayaba Pablo VI: «A la cristología y especialmente a la eclesiología del Concilio debe suceder un estudio nuevo y un culto nuevo del Espíritu Santo, justamente como necesario complemento de la doctrina conciliar» (6).

En nuestra época, pues, estamos de nuevo llamados, por la fe siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia, a acercarnos al Espíritu Santo que es dador de vida. Nos ayuda a ello y nos estimula también la herencia común con las Iglesias orientales, las cuales han custodiado celosamente las riquezas extraordinarias de las enseñanzas de los Padres sobre el Espíritu Santo. También por esto podemos decir que uno de los acontecimientos eclesiales más importantes de los últimos años ha sido el XVI centenario del I Concilio de Constantinopla, celebrado contemporáneamente en Constantinopla y en Roma en la solemnidad de Pentecostés del 1981. El Espíritu Santo ha sido comprendido mejor en aquella ocasión, mientras se meditaba sobre el misterio de la Iglesia, como aquél que indica los caminos que llevan a la unión de los cristianos, más aún, como la fuente suprema de esta unidad, que proviene de Dios mismo y a la que San Pablo dio una expresión particular con las palabras con que frecuentemente se inicia la liturgia eucarística: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros» (7).

De esta exhortación han partido, en cierto modo, y en ella se han inspirado las precedentes Encíclicas Redemptor hominis y Dives in misericordia, las cuales celebran el hecho de nuestra salvación realizada en el Hijo, enviado por el Padre al mundo, «para que el mundo se salve por él» (8) y «toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (9). De esta misma exhortación arranca ahora la presente Encíclica sobre el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria: él es una Persona divina que está en el centro de la fe cristiana y es la fuente y fuerza dinámica de la renovación de la Iglesia (10). Esta Encíclica arranca de la herencia profunda del Concilio. En efecto, los textos conciliares, gracias a su enseñanza sobre la Iglesia en sí misma y sobre la Iglesia en el mundo, nos animan a penetrar cada vez más en el misterio trinitario de Dios, siguiendo el itinerario evangélico, patrístico y litúrgico: al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo.

De este modo la Iglesia responde también a ciertos deseos profundos, que trata de vislumbrar en el corazón de los hombres de hoy: un nuevo descubrimiento de Dios en su realidad trascendente de Espíritu infinito, como lo presenta Jesús a la Samaritana; la necesidad de adorarlo «en espíritu y verdad» (11), la esperanza de encontrar en él el secreto del amor y la fuerza de una «creación nueva» (12) sí, precisamente aquél que es dador de vida.

La Iglesia se siente llamada a esta misión de anunciar el Espíritu mientras, junto con la familia humana, se acerca al final del segundo milenio después de Cristo. En la perspectiva de un cielo y una tierra que «pasarán», la Iglesia sabe bien que adquieren especial elocuencia las «palabras que no pasarán» (13). Son las palabras de Cristo sobre el Espíritu Santo, fuente inagotable del «agua que brota para vida eterna» (14), que es verdad y gracia salvadora. Sobre estas palabras quiere reflexionar y hacia ellas quiere llamar la atención de los creyentes y de todos los hombres, mientras se prepara a celebrar —como se dirá más adelante— el gran Jubileo que señalará el paso del segundo al tercer milenio cristiano.

Naturalmente, las consideraciones que siguen no pretenden examinar de modo exhaustivo la riquísima doctrina sobre el Espíritu Santo, ni privilegiar alguna solución sobre cuestiones todavía abiertas. Tienen como objetivo principal desarrollar en la Iglesia la conciencia de que en ella «el Espíritu Santo la impulsa a cooperar para que se cumpla el designio de Dios, quien constituyó a Cristo principio de salvación para todo el mundo» (15).


I PARTE - EL ESPÍRITU DEL PADRE Y DEL HIJO, DADO A LA IGLESIA

1. Promesa y revelación de Jesús durante la Cena pascual


3. Cuando ya era inminente para Jesús el momento de dejar este mundo, anunció a los apóstoles «otro Paráclito» (16). El evangelista Juan, que estaba presente, escribe que Jesús, durante la Cena pascual anterior al día de su pasión y muerte, se dirigió a ellos con estas palabras: «Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo... y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad» (17).

Precisamente a este Espíritu de la verdad Jesús lo llama el Paráclito, y Parákletos quiere decir «consolador», y también «intercesor» o «abogado». Y dice que es «otro» Paráclito, el segundo, porque él mismo, Jesús, es el primer Paráclito (18), al ser el primero que trae y da la Buena Nueva. El Espíritu Santo viene después de él y gracias a él, para continuar en el mundo, por medio de la Iglesia, la obra de la Buena Nueva de salvación. De esta continuación de su obra por parte del Espíritu Santo Jesús habla más de una vez durante el mismo discurso de despedida, preparando a los apóstoles, reunidos en el Cenáculo, para su partida, es decir, su pasión y muerte en Cruz.

Las palabras, a las que aquí nos referimos, se encuentran en el Evangelio de Juan. Cada una de ellas añade algún contenido nuevo a aquel anuncio y a aquella promesa. Al mismo tiempo, están simultáneamente relacionadas entre sí no sólo por la perspectiva de los mismos acontecimientos, sino también por la perspectiva del misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que quizás en ningún otro pasaje de la Sagrada Escritura encuentran una expresión tan relevante como ésta.

4. Poco después del citado anuncio, añade Jesús: «Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo he dicho» (19). El Espíritu Santo será el Consolador de los apóstoles y de la Iglesia, siempre presente en medio de ellos—aunque invisible—como maestro de la misma Buena Nueva que Cristo anunció. Las palabras «enseñará» y «recordará» significan no sólo que el Espíritu, a su manera, seguirá inspirando la predicación del Evangelio de salvación, sino que también ayudará a comprender el justo significado del contenido del mensaje de Cristo, asegurando su continuidad e identidad de comprensión en medio de las condiciones y circunstancias mudables. El Espíritu Santo, pues, hará que en la Iglesia perdure siempre la misma verdad que los apóstoles oyeron de su Maestro.

5. Los apóstoles, al transmitir la Buena Nueva, se unirán particularmente al Espíritu Santo. Así sigue hablando Jesús: «Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio» (20).

Los apóstoles fueron testigos directos y oculares. «Oyeron» y «vieron con sus propios ojos», «miraron» e incluso «tocaron con sus propias manos» a Cristo, como se expresa en otro pasaje el mismo evangelista Juan (21). Este testimonio suyo humano, ocular e «histórico» sobre Cristo se une al testimonio del Espíritu Santo: «El dará testimonio de mí». En el testimonio del Espíritu de la verdad encontrará el supremo apoyo el testimonio humano de los apóstoles. Y luego encontrará también en ellos el fundamento interior de su continuidad entre las generaciones de los discípulos y de los confesores de Cristo, que se sucederán en los siglos posteriores.

Si la revelación suprema y más completa de Dios a la humanidad es Jesucristo mismo, el testimonio del Espíritu de la verdad inspira, garantiza y corrobora su fiel transmisión en la predicación y en los escritos apostólicos (22), mientras que el testimonio de los apóstoles asegura su expresión humana en la Iglesia y en la historia de la humanidad.

6. Esto se deduce también de la profunda correlación de contenido y de intención con el anuncio y la promesa mencionada, que se encuentra en las palabras sucesivas del texto de Juan: «Mucho podría deciros aún, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir» (23).

Con estas palabras Jesús presenta el Paráclito. el Espíritu de la verdad, como el que «enseñará» y «recordará», como el que «dará testimonio» de él; luego dice: «Os guiará hasta la verdad completa». Este «guiar hasta la verdad completa», con referencia a lo que dice a los apóstoles «pero ahora no podéis con ello», está necesariamente relacionado con el anonadamiento de Cristo por medio de la pasión y muerte de Cruz, que entonces, cuando pronunciaba estas palabras, era inminente.

Después, sin embargo, resulta claro que aquel «guiar hasta la verdad completa» se refiere también, además del escándalo de la cruz, a todo lo que Cristo «hizo y enseñó» (24). En efecto, el misterio de Cristo en su globalidad exige la fe ya que ésta introduce oportunamente al hombre en la realidad del misterio revelado. El «guiar hasta la verdad completa» se realiza, pues en la fe y mediante la fe, lo cual es obra del Espíritu de la verdad y fruto de su acción en el hombre. El Espíritu Santo debe ser en esto la guía suprema del hombre y la luz del espíritu humano. Esto sirve para los apóstoles, testigos oculares, que deben llevar ya a todos los hombres el anuncio de lo que Cristo «hizo y enseñó» y, especialmente, el anuncio de su Cruz y de su Resurrección. En una perspectiva más amplia esto sirve también para todas las generaciones de discípulos y confesores del Maestro, ya que deberán aceptar con fe y confesar con lealtad el misterio de Dios operante en la historia del hombre, el misterio revelado que explica el sentido definitivo de esa misma historia.

7. Entre el Espíritu Santo y Cristo subsiste, pues, en la economía de la salvación una relación íntima por la cual el Espíritu actúa en la historia del hombre como «otro Paráclito», asegurando de modo permanente la trasmisión y la irradiación de la Buena Nueva revelada por Jesús de Nazaret. Por esto, resplandece la gloria de Cristo en el Espíritu Santo-Paráclito, que en el misterio y en la actividad de la Iglesia continúa incesantemente la presencia histórica del Redentor sobre la tierra y su obra salvífica, como lo atestiguan las siguientes palabras de Juan: «El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros» (25). Con estas palabras se confirma una vez más todo lo que han dicho los enunciados anteriores. «Enseñará... recordará... dará testimonio». La suprema y completa autorrevelación de Dios, que se ha realizado en Cristo, atestiguada por la predicación de los Apóstoles, sigue manifestándose en la Iglesia mediante la misión del Paráclito invisible, el Espíritu de la verdad. Cuán íntimamente esta misión esté relacionada con la misión de Cristo y cuán plenamente se fundamente en ella misma, consolidando y desarrollando en la historia sus frutos salvíficos, está expresado con el verbo «recibir»: «recibirá de lo mío y os lo comunicará». Jesús para explicar la palabra «recibirá», poniendo en clara evidencia la unidad divina y trinitaria de la fuente, añade: «Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho: Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros» (26). Tomando de lo «mío», por eso mismo recibirá de «lo que es del Padre».

A la luz pues de aquel «recibirá» se pueden explicar todavía las otras palabras significativas sobre el Espíritu Santo, pronunciadas por Jesús en el Cenáculo antes de la Pascua: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré; y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio» (27). Convendrá dedicar todavía a estas palabras una reflexión aparte.

2. Padre, Hijo y Espíritu Santo

8. Una característica del texto joánico es que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son llamados claramente Personas; la primera es distinta de la segunda y de la tercera, y éstas también lo son entre sí. Jesús habla del Espíritu Paráclito usando varias veces el pronombre personal «él»; y al mismo tiempo, en todo el discurso de despedida, descubre los lazos que unen recíprocamente al Padre, al Hijo y al Paráclito. Por tanto, «el Espíritu ... procede del Padre» (28) y el Padre «dará» el Espíritu (29). El Padre «enviará» el Espíritu en nombre del Hijo (30), el Espíritu «dará testimonio» del Hijo (31). El Hijo pide al Padre que envíe el Espíritu Paráclito (32), pero afirma y promete, además, en relación con su «partida» a través de la Cruz: «Si me voy, os lo enviaré» (33). Así pues, el Padre envía el Espíritu Santo con el poder de su paternidad, igual que ha enviado al Hijo (34), y al mismo tiempo lo envía con la fuerza de la redención realizada por Cristo; en este sentido el Espíritu Santo es enviado también por el Hijo: «os lo enviaré».

Conviene notar aquí que si todas las demás promesas hechas en el Cenáculo anunciaban la venida del Espíritu Santo después de la partida de Cristo, la contenida en el texto de Juan comprende y subraya claramente también la relación de interdependencia, que se podría llamar causal, entre la manifestación de ambos: «Pero si me voy, os le enviaré». El Espíritu Santo vendrá cuando Cristo se haya ido por medio de la Cruz; vendrá no sólo después, sino como causa de la redención realizada por Cristo, por voluntad y obra del Padre.

9. Así, en el discurso pascual de despedida se llega —puede decirse— al culmen de la revelación trinitaria. Al mismo tiempo, nos encontramos ante unos acontecimientos definitivos y unas palabras supremas, que al final se traducirán en el gran mandato misional dirigido a los apóstoles y, por medio de ellos, a la Iglesia: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes», mandato que encierra, en cierto modo, la fórmula trinitaria del bautismo: «bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (35). Esta fórmula refleja el misterio íntimo de Dios y de su vida divina, que es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, divina unidad de la Trinidad. Se puede leer este discurso como una preparación especial a esta fórmula trinitaria, en la que se expresa la fuerza vivificadora del Sacramento que obra la participación en la vida de Dios uno y trino, porque da al hombre la gracia santificante como don sobrenatural. Por medio de ella éste es llamado y hecho «capaz» de participar en la inescrutable vida de Dios.

10. Dios, en su vida íntima, «es amor» (36), amor esencial, común a las tres Personas divinas. EL Espíritu Santo es amor personal como Espíritu del Padre y del Hijo. Por esto «sondea hasta las profundidades de Dios» (37), como Amor-don increado. Puede decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo Dios «existe» como don. El Espíritu Santo es pues la expresión personal de esta donación, de este ser-amor (38). Es Persona-amor. Es Persona-don. Tenemos aquí una riqueza insondable de la realidad y una profundización inefable del concepto de persona en Dios, que solamente conocemos por la Revelación.

Al mismo tiempo, el Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la divinidad, es amor y don (increado) del que deriva como de una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación. Como escribe el apóstol Pablo: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (39).

3. La donación salvífica de Dios por el Espíritu Santo

11. El discurso de despedida de Cristo durante la Cena pascual se refiere particularmente a este «dar» y «darse» del Espíritu Santo. En el Evangelio de Juan se descubre la «lógica» más profunda del misterio salvífico contenido en el designio eterno de Dios como expansión de la inefable comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es la «lógica» divina, que del misterio de la Trinidad lleva al misterio de la Redención del mundo por medio de Jesucristo. La Redención realizada por el Hijo en el ámbito de la historia terrena del hombre —realizada por su «partida» a través de la Cruz y Resurrección— es al mismo tiempo, en toda su fuerza salvífica, transmitida al Espíritu Santo: que «recibirá de lo mío» (40). Las palabras del texto joánico indican que, según el designio divino, la «partida» de Cristo es condición indispensable del «envío» y de la venida del Espíritu Santo, indican que entonces comienza la nueva comunicación salvífica por el Espíritu Santo.

12. Es un nuevo inicio en relación con el primero, —inicio originario de la donación salvífica de Dios— que se identifica con el misterio de la creación. Así leemos ya en las primeras páginas del libro del Génesis: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra ... y el Espíritu de Dios (ruah Elohim) aleteaba por encima de las aguas» (41). Este concepto bíblico de creación comporta no sólo la llamada del ser mismo del cosmos a la existencia, es decir, el dar la existencia, sino también la presencia del Espíritu de Dios en la creación, o sea, el inicio de la comunicación salvífica de Dios a las cosas que crea. Lo cual es válido ante todo para el hombre, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra» (42). «Hagamos», ¿se puede considerar que el plural, que el Creador usa aquí hablando de sí mismo, sugiera ya de alguna manera el misterio trinitario, la presencia de la Trinidad en la obra de la creación del hombre? El lector cristiano, que conoce ya la revelación de este misterio, puede también descubrir su reflejo en estas palabras. En cualquier caso, el contexto nos permite ver en la creación del hombre el primer inicio de la donación salvífica de Dios a la medida de su «imagen y semejanza», que ha concedido al hombre.

13. Parece, pues, que las palabras pronunciadas por Jesús en el discurso de despedida deben ser leídas también con referencia a aquel «inicio» tan lejano, pero fundamental, que conocemos por el Génesis. «Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré». Cristo, describiendo su «partida» como condición de la «venida» del Paráclito, une el nuevo inicio de la comunicación salvífica de Dios por el Espíritu Santo con el misterio de la Redención. Este es un nuevo inicio, ante todo porque entre el primer inicio y toda la historia del hombre, —empezando por la caída original—, se ha interpuesto el pecado, que es contrario a la presencia del Espíritu de Dios en la creación y es, sobre todo, contrario a la comunicación salvífica de Dios al hombre. Escribe San Pablo que, precisamente a causa del pecado, «la creación ... fue sometida a la vanidad... gimiendo hasta el presente y sufre dolores de parto» y «desea vivamente la revelación de los hijos de Dios» (43).

14. Por eso Jesucristo dice en el Cenáculo: «Os conviene que yo me vaya»; «Si me voy, os lo enviaré» (44). La «partida» de Cristo a través de la Cruz tiene la fuerza de la Redención; y esto significa también una nueva presencia del Espíritu de Dios en la creación: el nuevo inicio de la comunicación de Dios al hombre por el Espíritu Santo. «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá Padre!», escribe el apóstol Pablo en la Carta a los Gálatas (45). El Espíritu Santo es el Espíritu del Padre, como atestiguan las palabras del discurso de despedida en el Cenáculo. Es, al mismo tiempo, el Espíritu del Hijo: es el Espíritu de Jesucristo, como atestiguarán los apóstoles y especialmente Pablo de Tarso (46). Con el envío de este Espíritu «a nuestros corazones» comienza a cumplirse lo que «la creación desea vivamente», como leemos en la Carta a los Romanos.

El Espíritu viene a costa de la «partida» de Cristo. Si esta «partida» causó la tristeza de los apóstoles (47), y ésta debía llegar a su culmen en la pasión y muerte del Viernes Santo, a su vez esta «tristeza se convertirá en gozo» (48). En efecto, Cristo insertará en su «partida» redentora la gloria de la resurrección y de la ascensión al Padre. Por lo tanto la tristeza, a través de la cual aparece el gozo, es la parte que toca a los apóstoles en el marco de la «partida» de su Maestro, una partida «conveniente», porque gracias a ella vendría otro «Paráclito» (49). A costa de la Cruz redentora y por la fuerza de todo el misterio pascual de Jesucristo, el Espíritu Santo viene para quedarse desde el día de Pentecostés con los Apóstoles, para estar con la Iglesia y en la Iglesia y, por medio de ella, en el mundo. De este modo se realiza definitivamente aquel nuevo inicio de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo por obra de Jesucristo, Redentor del Hombre y del mundo.

4. El Mesías ungido con el Espíritu Santo

15. Se realiza así completamente la misión del Mesías, que recibió la plenitud del Espíritu Santo para el Pueblo elegido de Dios y para toda la humanidad. «Mesías» literalmente significa «Cristo», es decir «ungido»; y en la historia de la salvación significa «ungido con el Espíritu Santo». Esta era la tradición profética del Antiguo Testamento. Siguiéndola, Simón Pedro dirá en casa de Cornelio: «Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea ... después que Juan predicó el bautismo; como Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder» (50).

Desde estas palabras de Pedro y otras muchas parecidas (51) conviene remontarse ante todo a la profecía de Isaías, llamada a veces «el quinto evangelio» o bien el «evangelio del Antiguo Testamento». Aludiendo a la venida de un personaje misterioso, que la revelación neotestamentaria identificará con Jesús, Isaías relaciona la persona y su misión con una acción especial del Espíritu de Dios, Espíritu del Señor. Dice así el Profeta:

«Saldrá un vástago del tronco de Jesé
y un retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el espíritu del Señor:
espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y fortaleza,
espíritu de ciencia y de temor del Señor.
Y le inspirará en el temor del Señor» (52).

Este texto es importante para toda la pneumatología del Antiguo Testamento, porque constituye como un puente entre el antiguo concepto bíblico de «espíritu», entendido ante todo como «aliento carismático», y el «Espíritu» como persona y como don, don para la persona. El Mesías de la estirpe de David («del tronco de Jesé») es precisamente aquella persona sobre la que «se posará» el Espíritu del Señor. Es obvio que en este caso todavía no se puede hablar de la revelación del Paráclito; sin embargo, con aquella alusión velada a la figura del futuro Mesías se abre, por decirlo de algún modo, la vía sobre la que se prepara la plena revelación del Espíritu Santo en la unidad del misterio trinitario, que se manifestará finalmente en la Nueva Alianza.

16. El Mesías es precisamente esta vía. En la Antigua Alianza la unción era un símbolo externo del don del Espíritu. El Mesías (mucho más que cualquier otro personaje ungido en la Antigua Alianza) es el único gran Ungido por Dios mismo. Es el Ungido en el sentido de que posee la plenitud del Espíritu de Dios. El mismo será también el mediador al conceder este Espíritu a todo el Pueblo. En efecto, dice el Profeta con estas palabras:

«El Espíritu del Señor está sobre mí,
por cuanto que me ha ungido el Señor.
A anunciar la buena nueva a los pobres me ha a enviado,
a vendar los corazones rotos;
a pregonar a los cautivos la liberación,
y a los reclusos la libertad;
a pregonar año de gracia del Señor» (53).

El Ungido es también enviado «con el Espíritu del Señor».

«Ahora el Señor Dios me envía con su espíritu» (54).

Según el libro de Isaías, el Ungido y el Enviado junto con el Espíritu del Señor es también el Siervo elegido del Señor, sobre el que se posa el Espíritu de Dios:

«He aquí a mi siervo a quien sostengo,
mi elegido en quien se complace mi alma.
He puesto mi espíritu sobre él» (55).

Se sabe que el Siervo del Señor es presentado en el Libro de Isaías como el verdadero varón de dolores: el Mesías doliente por los pecados del mundo(56). Y a la vez es precisamente aquél cuya misión traerá verdaderos frutos de salvación para toda la humanidad:

«Dictará ley a las naciones...» (57) y será «alianza del pueblo y luz de las gentes...» (58), «para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra» (59).

Ya que:

«Mi espíritu que ha venido sobre ti
y mis palabras que he puesto en tus labios
no caerán de tu boca ni de la boca de tu descendencia
ni de la boca de la descendencia de tu descendencia,
dice el Señor, desde ahora y para siempre» (60).

Los textos proféticos expuestos aquí deben ser leídos por nosotros a la luz del Evangelio, como a su vez el Nuevo Testamento recibe una particular clarificación por la admirable luz contenida en estos textos veterotestamentarios. El profeta presenta al Mesías como aquél que viene por el Espíritu Santo, como aquél que posee la plenitud de este Espíritu en sí y, al mismo tiempo, para los demás, para Israel, para todas las naciones y para toda la humanidad. La plenitud del Espíritu de Dios está acompañada de múltiples dones, los de la salvación, destinados de modo particular a los pobres y a los que sufren, a todos los que abren su corazón a estos dones, a veces mediante las dolorosas experiencias de su propia existencia, pero ante todo con aquella disponibilidad interior que viene de la fe. Esto intuía el anciano Simeón, «hombre justo y piadoso» ya que «estaba en él el Espíritu Santo», en el momento de la presentación de Jesús en el Templo, cuando descubría en él la «salvación preparada a la vista de todos los pueblos» a costa del gran sufrimiento —la Cruz— que había de abrazar acompañado por su Madre (61). Esto intuía todavía mejor la Virgen María, que «había concebido del Espíritu Santo» (62), cuando meditaba en su corazón los «misterios» del Mesías al que estaba asociada (63).

17. Conviene subrayar aquí claramente que el «Espíritu del Señor», que «se posa» sobre el futuro Mesías, es ante todo un don de Dios para la persona de aquel Siervo del Señor. Pero éste no es una persona aislada e independiente, porque actúa por voluntad del Señor en virtud de su decisión u opción. Aunque a la luz de los textos de Isaías la actuación salvífica del Mesías, Siervo del Señor, encierra en sí la acción del Espíritu que se manifiesta a través de él mismo, sin embargo en el contexto veterotestamentario no está sugerida la distinción de los sujetos o de las personas divinas, tal como subsisten en el misterio trinitario y son reveladas luego en el Nuevo Testamento. Tanto en Isaías como en el resto del Antiguo Testamento la personalidad del Espíritu Santo está totalmente «escondida»: escondida en la revelación del único Dios, así como también en el anuncio del futuro Mesías.

18. Jesucristo se referirá a este anuncio, contenido en las palabras de Isaías, al comienzo de su actividad mesiánica. Esto acaecerá en Nazaret mismo donde había transcurrido treinta años de su vida en la casa de José, el carpintero junto a María, su Madre Virgen. Cuando se presentó la ocasión de tomar la palabra en la Sinagoga, abriendo el libro de Isaías encontró el pasaje en que estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto que me ha ungido el Señor» y después de haber leído este fragmento dijo a los presentes: «Esta Escritura que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (64). De este modo confesó y proclamó ser el que «fue ungido» por el Padre, ser el Mesías, es decir Cristo, en quien mora el Espíritu Santo como don de Dios mismo, aquél que posee la plenitud de este Espíritu, aquél que marca el «nuevo inicio» del don que Dios hace a la humanidad con el Espíritu.

5. Jesús de Nazaret «elevado» por el Espíritu Santo

19. Aunque en Nazaret, su patria, Jesús no es acogido como Mesías, sin embargo, al comienzo de su actividad pública, su misión mesiánica por el Espíritu Santo es revelada al pueblo por Juan el Bautista. Este, hijo de Zacarías y de Isabel, anuncia en el Jordán la venida del Mesías y administra el bautismo de penitencia. Dice al respecto: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y yo no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (65).

Juan Bautista anuncia al Mesías-Cristo no sólo como el que «viene» por el Espíritu Santo, sino también como el que «lleva» el Espíritu Santo, como Jesús revelará mejor en el Cenáculo. Juan es aquí el eco fiel de las palabras de Isaías, que en el antiguo Profeta miraban al futuro, mientras que en su enseñanza a orillas del Jordán constituyen la introducción inmediata en la nueva realidad mesiánica. Juan no es solamente un profeta sino también un mensajero, es el precursor de Cristo. Lo que Juan anuncia se realiza a la vista de todos. Jesús de Nazaret va al Jordán para recibir también el bautismo de penitencia. Al ver que llega, Juan proclama: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (66). Dice esto por inspiración del Espíritu Santo (67), atestiguando el cumplimiento de la profecía de Isaías. Al mismo tiempo confiesa la fe en la misión redentora de Jesús de Nazaret. «Cordero de Dios» en boca de Juan Bautista es una expresión de la verdad sobre el Redentor, no menos significativa de la usada por Isaías: «Siervo del Señor».

Así, por el testimonio de Juan en el Jordán, Jesús de Nazaret, rechazado por sus conciudadanos, es elevado ante Israel como Mesías, es decir «Ungido» con el Espíritu Santo. Y este testimonio es corroborado por otro testimonio de orden superior mencionado por los Sinópticos. En efecto, cuando todo el pueblo fue bautizado y mientras Jesús después de recibir el bautismo estaba en oración, «se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma» (68) y al mismo tiempo «vino una voz del cielo: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (69).

Es una teofanía trinitaria que atestigua la exaltación de Cristo con ocasión del bautismo en el Jordán, la cual no sólo confirma el testimonio de Juan Bautista, sino que descubre una dimensión todavía más profunda de la verdad sobre Jesús de Nazaret como Mesías. El Mesías es el Hijo predilecto del Padre. Su exaltación solemne no se reduce a la misión mesiánica del «Siervo del Señor». A la luz de la teofanía del Jordán, esta exaltación alcanza el misterio de la Persona misma del Mesías. El es exaltado porque es el Hijo de la divina complacencia. La voz de lo alto dice: «mi Hijo».

20. La teofanía del Jordán ilumina sólo fugazmente el misterio de Jesús de Nazaret cuya actividad entera se desarrollará bajo la presencia viva del Espíritu Santo (70). Este misterio habría sido manifestado por Jesús mismo y confirmado gradualmente a través de todo lo que «hizo y enseñó» (71). En la línea de esta enseñanza y de los signos mesiánicos que Jesús hizo antes de llegar al discurso de despedida en el Cenáculo, encontramos unos acontecimientos y palabras que constituyen momentos particularmente importantes de esta progresiva revelación. Así el evangelista Lucas, que ya ha presentado a Jesús «lleno de Espíritu Santo» y «conducido por el Espíritu en el desierto» (72), nos hace saber que, después del regreso de los setenta y dos discípulos de la misión confiada por el Maestro (73), mientras llenos de gozo narraban los frutos de su trabajo, «en aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito"» (74). Jesús se alegra por la paternidad divina, se alegra porque le ha sido posible revelar esta paternidad; se alegra, finalmente, por la especial irradiación de esta paternidad divina sobre los «pequeños». Y el evangelista califica todo esto como «gozo en el Espíritu Santo».

Este «gozo», en cierto modo, impulsa a Jesús a decir todavía: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quien es el Hijo sino el Padre; y quien es el Padre sino el Hijo, y aquél a quien se lo quiera revelar» (75).

21. Lo que durante la teofanía del Jordán vino en cierto modo «desde fuera», desde lo alto aquí proviene «desde dentro», es decir, desde la profundidad de lo que es Jesús. Es otra revelación del Padre y del Hijo, unidos en el Espíritu Santo. Jesús habla solamente de la paternidad de Dios y de su propia filiación; no habla directamente del Espíritu que es amor y, por tanto, unión del Padre y del Hijo. Sin embargo, lo que dice del Padre y de sí como Hijo brota de la plenitud del Espíritu que está en él y que se derrama en su corazón, penetra su mismo «yo», inspira y vivifica profundamente su acción. De ahí aquel «gozarse en el Espíritu Santo». La unión de Cristo con el Espíritu Santo, de la que tiene perfecta conciencia, se expresa en aquel «gozo», que en cierto modo hace «perceptible» su fuente arcana. Se da así una particular manifestación y exaltación, que es propia del Hijo del Hombre, de Cristo-Mesías, cuya humanidad pertenece a la persona del Hijo de Dios, substancialmente uno con el Espíritu Santo en la divinidad.

En la magnífica confesión de la paternidad de Dios, Jesús de Nazaret manifiesta también a sí mismo su «yo» divino; efectivamente, él es el Hijo «de la misma naturaleza», y por tanto «nadie conoce quien es el Hijo sino el Padre; y quien es el Padre sino el Hijo», aquel Hijo que «por nosotros los hombres y por nuestra salvación» se hizo hombre por obra del Espíritu Santo y nació de una virgen, cuyo nombre era María

6. Cristo resucitado dice: «Recibid el Espíritu Santo»

22. Gracias a su narración Lucas nos acerca a la verdad contenida en el discurso del Cenáculo. Jesús de Nazaret, «elevado» por el Espíritu Santo, durante este discurso-coloquio, se manifiesta como el que «trae» el Espíritu, como el que debe llevarlo y «darlo» a los apóstoles y a la Iglesia a costa de su «partida» a través de la cruz.

El verbo «traer» aquí quiere decir, ante todo, «revelar». En el Antiguo Testamento, desde el Libro del Génesis, el espíritu de Dios fue de alguna manera dado a conocer primero como «soplo» de Dios que da vida, como «soplo vital» sobrenatural. En el libro de Isaías es presentado como un «don» para la persona del Mesías, como el que se posa sobre él, para guiar interiormente toda su actividad salvífica. Junto al Jordán, el anuncio de Isaías ha tomado una forma concreta: Jesús de Nazaret es el que viene por el Espíritu Santo y lo trae como don propio de su misma persona, para comunicarlo a través de su humanidad: «El os bautizará en Espíritu Santo» (76). En el Evangelio de Lucas se encuentra confirmada y enriquecida esta revelación del Espíritu Santo, como fuente íntima de la vida y acción mesiánica de Jesucristo.

A la luz de lo que Jesús dice en el discurso del Cenáculo, el Espíritu Santo es revelado de una manera nueva y más plena. Es no sólo el don a la persona (a la persona del Mesías), sino que es una Persona-don. Jesús anuncia su venida como la de «otro Paráclito», el cual, siendo el Espíritu de la verdad, guiará a los apóstoles y a la Iglesia «hacia la verdad completa» (77). Esto se realizará en virtud de la especial comunión entre el Espíritu Santo y Cristo: «Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (78). Esta comunión tiene su fuente primaria en el Padre: «Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho: que recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (79). Procediendo del Padre, el Espíritu Santo es enviado por el Padre (80). El Espíritu Santo ha sido enviado antes como don para el Hijo que se ha hecho hombre, para cumplir las profecías mesiánicas. Según el texto joánico, después de la «partida» de Cristo-Hijo, el Espíritu Santo «vendrá» directamente —es su nueva misión— a completar la obra del Hijo. Así llevará a término la nueva era de la historia de la salvación.

23. Nos encontramos en el umbral de los acontecimientos pascuales. La revelación nueva y definitiva del Espíritu Santo como Persona, que es el don, se realiza precisamente en este momento Los acontecimientos pascuales —pasión, muerte y resurrección de Cristo— son también el tiempo de la nueva venida del Espíritu Santo, como Paráclito y Espíritu de la verdad. Son el tiempo del «nuevo inicio» de la comunicación de Dios uno y trino a la humanidad en el Espíritu Santo, por obra de Cristo Redentor. Este nuevo inicio es la redención del mundo: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (81). Ya en el «dar» el Hijo, en este don del Hijo, se expresa la esencia más profunda de Dios, el cual, como Amor, es la fuente inagotable de esta dádiva. En el don hecho por el Hijo se completan la revelación y la dádiva del amor eterno: el Espíritu Santo, que en la inescrutable profundidad de la divinidad es una Persona-don, por obra del Hijo, es decir, mediante el misterio pascual es dado de un modo nuevo a los apóstoles y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la humanidad y al mundo entero.

24. La expresión definitiva de este misterio tiene lugar el día de la Resurrección. Este día, Jesús de Nazaret, «nacido del linaje de David», como escribe el apóstol Pablo, es «constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (82). Puede decirse, por consiguiente, que la «elevación» mesiánica de Cristo por el Espíritu Santo alcanza su culmen en la Resurrección, en la cual se revela también como Hijo de Dios, «lleno de poder». Y este poder, cuyas fuentes brotan de la inescrutable comunión trinitaria, se manifiesta ante todo en el hecho de que Cristo resucitado, si por una parte realiza la promesa de Dios expresada ya por boca del Profeta: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, ... mi espíritu» (83), por otra cumple su misma promesa hecha a los apóstoles con las palabras: 
«Si me voy, os lo enviaré» (84). Es él: el Espíritu de la verdad, el Paráclito enviado por Cristo resucitado para transformarnos en su misma imagen de resucitado (85).

«Al atardecer de aquel primer día de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz con vosotros". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús repitió: "La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo"» (86).

Todos los detalles de este texto-clave del Evangelio de Juan tienen su elocuencia, especialmente si los releemos con referencia a las palabras pronunciadas en el mismo Cenáculo al comienzo de los acontecimientos pascuales. Tales acontecimientos —el triduo sacro de Jesús, que el Padre ha consagrado con la unción y enviado al mundo— alcanzan ya su cumplimiento. Cristo, que «había entregado el espíritu en la cruz» (87) como Hijo del hombre y Cordero de Dios, una vez resucitado va donde los apóstoles para «soplar sobre ellos» con el poder del que habla la Carta a los Romanos (88). La venida del Señor llena de gozo a los presentes: «Su tristeza se convierte en gozo» (89), como ya había prometido antes de su pasión. Y sobre todo se verifica el principal anuncio del discurso de despedida: Cristo resucitado, como si preparara una nueva creación, «trae» el Espíritu Santo a los apóstoles. Lo trae a costa de su «partida»; les da este Espíritu como a través de las heridas de su crucifixión: «les mostró las manos y el costado». En virtud de esta crucifixión les dice: «Recibid el Espíritu Santo».

Se establece así una relación profunda entre el envío del Hijo y el del Espíritu Santo. No se da el envío del Espíritu Santo (después del pecado original) sin la Cruz y la Resurrección: «Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito» (90). Se establece también una relación íntima entre la misión del Espíritu Santo y la del Hijo en la Redención. La misión del Hijo, en cierto modo, encuentra su «cumplimiento» en la Redención: «Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (91). La Redención es realizada totalmente por el Hijo, el Ungido, que ha venido y actuado con el poder del Espíritu Santo, ofreciéndose finalmente en sacrificio supremo sobre el madero de la Cruz. Y esta Redención, al mismo tiempo, es realizada constantemente en los corazones y en las conciencias humanas —en la historia del mundo— por el Espíritu Santo, que es el «otro Paráclito».

7. El Espíritu Santo y la era de la Iglesia

25. «Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cf. Jn 17, 4) fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18). El es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rom 8, 10-11 )» (92).

De este modo el Concilio Vaticano II habla del nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés. Tal acontecimiento constituye la manifestación definitiva de lo que se había realizado en el mismo Cenáculo el domingo de Pascua. Cristo resucitado vino y «trajo» a los apóstoles el Espíritu Santo. Se lo dio diciendo: «Recibid el Espíritu Santo». Lo que había sucedido entonces en el interior del Cenáculo, «estando las puertas cerradas», más tarde, el día de Pentecostés es manifestado también al exterior, ante los hombres. Se abren las puertas del Cenáculo y los apóstoles se dirigen a los habitantes y a los peregrinos venidos a Jerusalén con ocasión de la fiesta, para dar testimonio de Cristo por el poder del Espíritu Santo. De este modo se cumple el anuncio: «El dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio» (93).

Leemos en otro documento del Vaticano II: «El Espíritu Santo obraba ya, sin duda, en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de Pentecostés descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; comenzó la difusión del Evangelio por la predicación entre los paganos» (94).

La era de la Iglesia empezó con la «venida», es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor (95). Dicha era empezó en el momento en que las promesas y las profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los apóstoles, determinando así el nacimiento de la Iglesia. De esto hablan ampliamente y en muchos pasajes los Hechos de los Apóstoles de los cuáles resulta que, según la conciencia de la primera comunidad, cuyas convicciones expresa Lucas, el Espíritu Santo asumió la guía invisible —pero en cierto modo «perceptible»— de quienes, después de la partida del Señor Jesús, sentían profundamente que habían quedado huérfanos. Estos, con la venida del Espíritu Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el Espíritu Santo, y lo sigue obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores. Pues la gracia del Espíritu Santo, que los apóstoles dieron a sus colaboradores con la imposición de las manos, sigue siendo transmitida en la ordenación episcopal. Luego los Obispos, con el sacramento del Orden hacen partícipes de este don espiritual a los ministros sagrados y proveen a que, mediante el sacramento de la Confirmación, sean corroborados por él todos los renacidos por el agua y por el Espíritu; así, en cierto modo, se perpetúa en la Iglesia la gracia de Pentecostés.

Como escribe el Concilio, «el Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Cor 3, 16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Gál 4, 6; Rom 8, 15-16.26). Guía a la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y misterio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1 Cor 12, 4; Gál 5, 22) con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo» (96).

26. Los pasajes citados por la Constitución conciliar Lumen gentium nos indica que, con la venida del Espíritu Santo, empezó la era de la Iglesia. Nos indican también que esta era, la era de la Iglesia, perdura. Perdura a través de los siglos y las generaciones. En nuestro siglo en el que la humanidad se está acercando al final del segundo milenio después de Cristo, esta «era de la Iglesia», se ha manifestado de manera especial por medio del Concilio Vaticano II, como concilio de nuestro siglo. En efecto, se sabe que éste ha sido especialmente un concilio «eclesiológico», un concilio sobre el tema de la Iglesia. Al mismo tiempo, la enseñanza de este concilio es esencialmente «pneumatológica», impregnada por la verdad sobre el Espíritu Santo, como alma de la Iglesia. Podemos decir que el Concilio Vaticano II en su rico magisterio contiene propiamente todo lo «que el Espíritu dice a las Iglesias» (97) en la fase presente de la historia de la salvación.

Siguiendo la guía del Espíritu de la verdad y dando testimonio junto con él, el Concilio ha dado una especial ratificación de la presencia del Espíritu Santo Paráclito. En cierto modo, lo ha hecho nuevamente «presente» en nuestra difícil época. A la luz de esta convicción se comprende mejor la gran importancia de todas las iniciativas que miran a la realización del Vaticano II, de su magisterio y de su orientación pastoral y ecuménica. En este sentido deben ser también consideradas y valoradas las sucesivas Asambleas del Sínodo de los Obispos, que tratan de hacer que los frutos de la verdad y del amor —auténticos frutos del Espíritu Santo— sean un bien duradero del Pueblo de Dios en su peregrinación terrena en el curso de los siglos. Es indispensable este trabajo de la Iglesia orientado a la verificación y consolidación de los frutos salvíficos del Espíritu, otorgados en el Concilio. A este respecto conviene saber «discernirlos» atentamente de todo lo que contrariamente puede provenir sobre todo del «príncipe de este mundo» (98). Este discernimiento es tanto más necesario en la realización de la obra del Concilio ya que se ha abierto ampliamente al mundo actual, como aparece claramente en las importantes Constituciones conciliares Gaudium et spes
Lumen gentium.

Leemos en la Constitución pastoral: «La comunidad cristiana (de los discípulos de Cristo) está integrada por hombres que, reunidos en Cristo son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» (99). «Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los elementos terrenos» (100). «El Espíritu de Dios... con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra» (101).


II PARTE - EL ESPÍRITU QUE CONVENCE AL MUNDO

EN LO REFERENTE AL PECADO

1. Pecado, justicia y juicio

27. Cuando Jesús, durante el discurso del Cenáculo, anuncia la venida del Espíritu Santo «a costa» de su partida y promete: «Si me voy, os lo enviaré», precisamente en el mismo contexto añade: «Y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio» (102). El mismo Paráclito y Espíritu de la verdad, —que ha sido prometido como el que «enseñará» y «recordará», que «dará testimonio», que «guiará hasta la verdad completa»—, con las palabras citadas ahora es anunciado como el que «convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio
».

Significativo parece también el contexto Jesús relaciona este anuncio del Espíritu Santo con las palabras que indican su propia «partida» a través de la Cruz, e incluso subraya su necesidad: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito» (103).

Pero lo más interesante es la explicación que Jesús añade a estas palabras: pecado, justicia, juicio. Dice en efecto: «El convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la justicia, porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado» (104).

En el pensamiento de Jesús el pecado, la justicia y el juicio tienen un sentido muy preciso, distinto del que quizás alguno sería propenso a atribuir a estas palabras, independientemente de la explicación de quien habla. Esta explicación indica también cómo conviene entender aquel «convencer al mundo», que es propio de la acción del Espíritu Santo. Aquí es importante tanto el significado de cada palabra, como el hecho de que Jesús las haya unido entre sí en la misma frase.

En este pasaje «el pecado», significa la incredulidad que Jesús encontró entre los «suyos», empezando por sus conciudadanos de Nazaret. Significa el rechazo de su misión que llevará a los hombres a condenarlo a muerte. Cuando seguidamente habla de «la justicia», Jesús parece que piensa en la justicia definitiva, que el Padre le dará rodeándolo con la gloria de la resurrección y de la ascensión al cielo: «Voy al Padre». A su vez, en el contexto del «pecado» y de la «justicia» entendidos así, «el juicio» significa que el Espíritu de la verdad demostrará la culpa del «mundo» en la condena de Jesús a la muerte en Cruz. Sin embargo, Cristo no vino al mundo sólo para juzgarlo y condenarlo: él vino para salvarlo (105). El convencer en lo referente al pecado y a la justicia tiene como finalidad la salvación del mundo y la salvación de los hombres. Precisamente esta verdad parece estar subrayada por la afirmación de que «el juicio» se refiere solamente al «Príncipe de este mundo», es decir, Satanás, el cual desde el principio explota la obra de la creación contra la salvación, contra la alianza y la unión del hombre con Dios: él está «ya juzgado» desde el principio. Si el Espíritu Paráclito debe convencer al mundo precisamente en lo referente al juicio, es para continuar en él la obra salvífica de Cristo.

28. Queremos concentrar ahora nuestra atención principalmente sobre esta misión del Espíritu Santo, que consiste en «convencer al mundo en lo referente al pecado», pero respetando al mismo tiempo el contexto de las palabras de Jesús en el Cenáculo. El Espíritu Santo, que recibe del Hijo la obra de la Redención del mundo, recibe con ello mismo la tarea del salvífico «convencer en lo referente al pecado». Este convencer se refiere constantemente a la «justicia», es decir, a la salvación definitiva en Dios, al cumplimiento de la economía que tiene como centro a Cristo crucificado y glorificado. Y esta economía salvífica de Dios sustrae, en cierto modo, al hombre del «juicio, o sea de la condenación», con la que ha sido castigado el pecado de Satanás, «Príncipe de este mundo», quien por razón de su pecado se ha convertido en «dominador de este mundo tenebroso» (106) y he aquí que, mediante esta referencia al «juicio», se abren amplios horizontes para la comprensión del «pecado» así como de la «justicia». El Espíritu Santo, al mostrar en el marco de la Cruz de Cristo «el pecado» en la economía de la salvación (podría decirse «el pecado salvado»), hace comprender que su misión es la de «convencer» también en lo referente al pecado que ya ha sido juzgado definitivamente («el pecado condenado»).

29. Todas las palabras, pronunciadas por el Redentor en el Cenáculo la víspera de su pasión, se inscriben en la era de la Iglesia: ante todo, las dichas sobre el Espíritu Santo como Paráclito y Espíritu de la verdad. Estas se inscriben en ella de un modo siempre nuevo a lo largo de cada generación y de cada época. Esto ha sido confirmado, respecto a nuestro siglo, por el conjunto de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, especialmente en la Constitución pastoral «
Gaudium et spes». Muchos pasajes de este documento señalan con claridad que el Concilio, abriéndose a la luz del Espíritu de la verdad, se presenta como el auténtico depositario de los anuncios y de las promesas hechas por Cristo a los apóstoles y a la Iglesia en el discurso de despedida; de modo particular, del anuncio, según el cual el Espíritu Santo debe «convencer al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio».

Esto lo señala ya el texto en el que el Concilio explica cómo entiende el «mundo»: «Tiene, pues, ante sí la Iglesia (el Concilio mismo) al mundo, esto es la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación» (107). Respecto a este texto tan sintético es necesario leer en la misma Constitución otros pasajes, que tratan de mostrar con todo el realismo de la fe la situación del pecado en el mundo contemporáneo y explicar también su esencia partiendo de diversos puntos de vista (108).

Cuando Jesús, la víspera de Pascua, habla del Espíritu Santo, que «convencerá al mundo en lo referente al pecado», por un lado se debe dar a esta afirmación el alcance más amplio posible, porque comprende el conjunto de los pecados en la historia de la humanidad. Por otro lado, sin embargo, cuando Jesús explica que este pecado consiste en el hecho de que «no creen en él», este alcance parece reducirse a los que rechazaron la misión mesiánica del Hijo del Hombre, condenándole a la muerte de Cruz. Pero es difícil no advertir que este aspecto más «reducido» e históricamente preciso del significado del pecado se extienda hasta asumir un alcance universal por la universalidad de la Redención, que se ha realizado por medio de la Cruz. La revelación del misterio de la Redención abre el camino a una comprensión en la que cada pecado, realizado en cualquier lugar y momento, hace referencia a la Cruz de Cristo y por tanto, indirectamente también al pecado de quienes «no han creído en él», condenando a Jesucristo a la muerte de Cruz.

Desde este punto de vista es conveniente volver al acontecimiento de Pentecostés.

2. El testimonio del día de Pentecostés

30. El día de Pentecostés encontraron su más exacta y directa confirmación los anuncios de Cristo en el discurso de despedida y, en particular, el anuncio del que estamos tratando: «El Paráclito... convencerá al mundo en la referente al pecado». Aquel día, sobre los apóstoles recogidos en oración junto a María, Madre de Jesús, bajó el Espíritu Santo prometido, como leemos en los Hechos de los Apóstoles: «Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (109), «volviendo a conducir de este modo a la unidad las razas dispersas, ofreciendo al Padre las primicias de todas las naciones» (110).

Es evidente la relación entre este acontecimiento y el anuncio de Cristo. En él descubrimos el primero y fundamental cumplimiento de la promesa del Paráclito. Este viene, enviado por el Padre, «después» de la partida de Cristo, como «precio» de ella. Esta es primero una partida a través de la muerte de Cruz, y luego, cuarenta días después de la resurrección, con su ascensión al Cielo. Aún en el momento de la Ascensión Jesús mandó a los apóstoles «que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre»; «seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días»; «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (111).

Estas palabras últimas encierran un eco o un recuerdo del anuncio hecho en el Cenáculo. Y el día de Pentecostés este anuncio se cumple fielmente. Actuando bajo el influjo del Espíritu Santo, recibido por los apóstoles durante la oración en el Cenáculo ante una muchedumbre de diversas lenguas congregada para la fiesta, Pedro se presenta y habla. Proclama lo que ciertamente no habría tenido el valor de decir anteriormente: «Israelitas ... Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros... a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros lo matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios lo resucitó librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio» (112).

Jesús había anunciado y prometido: «El dará testimonio de mí... pero también vosotros daréis testimonio». En el primer discurso de Pedro en Jerusalén este «testimonio» encuentra su claro comienzo: es el testimonio sobre Cristo crucificado y resucitado. El testimonio del Espíritu Paráclito y de los apóstoles. Y en el contenido mismo de aquel primer testimonio, el Espíritu de la verdad por boca de Pedro «convence al mundo en lo referente al pecado»: ante todo, respecto al pecado que supone el rechazo de Cristo hasta la condena a muerte y hasta la Cruz en el Gólgota. Proclamaciones de contenido similar se repetirán, según el libro de los Hechos de los Apóstoles, en otras ocasiones y en distintos lugares (113).

31. Desde este testimonio inicial de Pentecostés, la acción del Espíritu de la verdad, que «convence al mundo en lo referente al pecado» del rechazo de Cristo, está vinculada de manera inseparable al testimonio del misterio pascual: misterio del Crucificado y Resucitado. En esta vinculación el mismo «convencer en lo referente al pecado» manifiesta la propia dimensión salvífica. En efecto, es un «convencimiento» que no tiene como finalidad la mera acusación del mundo, ni mucho menos su condena. Jesucristo no ha venido al mundo para juzgarlo y condenarlo, sino para salvarlo (114). Esto está ya subrayado en este primer discurso cuando Pedro exclama: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (115). Y a continuación, cuando los presentes preguntan a Pedro y a los demás apóstoles: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» él les responde: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (116).

De este modo el «convencer en lo referente al pecado» llega a ser a la vez un convencer sobre la remisión de los pecados, por virtud del Espíritu Santo. Pedro en su discurso de Jerusalén exhorta a la conversión, como Jesús exhortaba a sus oyentes al comienzo de su actividad mesiánica (117). La conversión exige la convicción del pecado, contiene en sí el juicio interior de la conciencia, y éste, siendo una verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: 
«Recibid el Espíritu Santo» (118). Así pues en este «convencer en lo referente al pecado» descubrimos una doble dádiva: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito. El convencer en lo referente al pecado, mediante el ministerio de la predicación apostólica en la Iglesia naciente, es relacionado —bajo el impulso del Espíritu derramado en Pentecostés— con el poder redentor de Cristo crucificado y resucitado. De este modo se cumple la promesa referente al Espíritu Santo hecha antes de Pascua: «recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros». Por tanto, cuando Pedro, durante el acontecimiento de Pentecostés, habla del pecado de aquellos que «no creyeron» (119) y entregaron a una muerte ignominiosa a Jesús de Nazaret, da testimonio de la victoria sobre el pecado; victoria que se ha alcanzado, en cierto modo, mediante el pecado más grande que el hombre podía cometer: la muerte de Jesús, Hijo de Dios, consubstancial al Padre. De modo parecido, la muerte del Hijo de Dios vence la muerte humana: «Seré tu muerte, oh muerte» (120). Como el pecado de haber crucificado al Hijo de Dios «vence» el pecado humano. Aquel pecado que se consumó el día de Viernes Santo en Jerusalén y también cada pecado del hombre. Pues, al pecado más grande del hombre corresponde, en el corazón del Redentor, la oblación del amor supremo, que supera el mal de todos los pecados de los hombres. En base a esta creencia, la Iglesia en la liturgia romana no duda en repetir cada año, en el transcurso de la vigilia Pascual, «Oh feliz culpa», en el anuncio de la resurrección hecho por el diácono con el canto del «Exsultet».

32. Sin embargo, de esta verdad inefable nadie puede «convencer al mundo», al hombre y a la conciencia humana , sino es el Espíritu de la verdad. El es el Espíritu que «sondea hasta las profundidades de Dios» (121). Ante el misterio del pecado se deben sondear totalmente «las profundidades de Dios». No basta sondear la conciencia humana, como misterio íntimo del hombre, sino que se debe penetrar en el misterio íntimo de Dios, en aquellas «profundidades de Dios» que se resumen en la síntesis: al Padre, en el Hijo, por medio del Espíritu Santo. Es precisamente el Espíritu Santo que las «sondea» y de ellas saca la respuesta de Dios al pecado del hombre. Con esta respuesta se cierra el procedimiento de «convencer en lo referente al pecado», como pone en evidencia el acontecimiento de Pentecostés.

Al convencer al «mundo» del pecado del Gólgota —la muerte del Cordero inocente—, como sucede el día de Pentecostés, el Espíritu Santo convence también de todo pecado cometido en cualquier lugar y momento de la historia del hombre, pues demuestra su relación con la cruz de Cristo. El «convencer» es la demostración del mal del pecado, de todo pecado en relación con la Cruz de Cristo. El pecado, presentado en esta relación, es reconocido en la dimensión completa del mal, que le es característica por el «misterio de la impiedad» (122) que contiene y encierra en sí. El hombre no conoce esta dimensión, —no la conoce absolutamente— fuera de la Cruz de Cristo. Por consiguiente, no puede ser «convencido» de ello sino es por el Espíritu Santo: Espíritu de la verdad y, a la vez, Paráclito.

En efecto, el pecado, puesto en relación con la Cruz de Cristo, al mismo tiempo es identificado por la plena dimensión del «misterio de la piedad» (123), como ha señalado la Exhortación Apostólica postsinodal «Reconciliatio et paenitentia» (124). El hombre tampoco conoce absolutamente esta dimensión del pecado fuera de la Cruz de Cristo. Y tampoco puede ser «convencido» de ella sino es por el Espíritu Santo: por el cual sondea las profundidades de Dios.

3. El testimonio del principio: la realidad originaria del pecado

33. Es la dimensión del pecado que encontramos en el testimonio del principio, recogido en el Libro del Génesis (125). Es el pecado que, según la palabra de Dios revelada, constituye el principio y la raíz de todos los demás. Nos encontramos ante la realidad originaria del pecado en la historia del hombre y, a la vez, en el conjunto de la economía de la salvación. Se puede decir que en este pecado comienza el misterio de la impiedad, pero que también este es el pecado, respecto al cual el poder redentor del misterio de la piedad llega a ser particularmente transparente y eficaz. Esto lo expresa San Pablo, cuando a la «desobediencia» del primer Adán contrapone la «obediencia» de Cristo, segundo Adán: «La obediencia hasta la muerte» (126).

Según el testimonio de del principio, el pecado en su realidad originaria se dio en la voluntad —y en la conciencia— del hombre, ante todo, como «desobediencia», es decir, como oposición de la voluntad del hombre a la voluntad de Dios. Esta desobediencia originaria presupone el rechazo o, por lo menos, el alejamiento de la verdad contenida en la Palabra de Dios, que crea el mundo. Esta Palabra es el mismo Verbo, que «en el principio estaba en Dios» y que «era Dios» y sin él 
«no se hizo nada de cuanto existe», porque «el mundo fue hecho por él» (127). El Verbo es también ley eterna, fuente de toda ley, que regula el mundo y, de modo especial, los actos humanos. Pues, cuando Jesús, la víspera de su pasión, habla del pecado de los que «no creen en él», en estas palabras suyas llenas de dolor encontramos como un eco lejano de aquel pecado, que en su forma originaria se inserta oscuramente en el misterio mismo de la creación. El que habla, pues, es no sólo el Hijo del hombre, sino que es también el «Primogénito de toda la creación», «en él fueron creadas todas las cosas ... todo fue creado por él y para él» (128). A la luz de esta verdad se comprende que la «desobediencia», en el misterio del principio, presupone en cierto modo la misma «no-fe», aquel mismo «no creyeron» que volverá a repetirse ante el misterio pascual. Como hemos dicho ya, se trata del rechazo o, por lo menos, del alejamiento de la verdad contenida en la Palabra del Padre. El rechazo se expresa prácticamente como «desobediencia», en un acto realizado como efecto de la tentación, que proviene del «padre de la mentira» (129). Por lo tanto, en la raíz del pecado humano está la mentira como radical rechazo de la verdad contenida en el Verbo del Padre, mediante el cual se expresa la amorosa omnipotencia del Creador: la omnipotencia y a la vez el amor de Dios Padre, «creador de cielo y tierra».

34. El «espíritu de Dios», que según la descripción bíblica de la creación «aleteaba por encima de las aguas» (130), indica el mismo «Espíritu que sondea hasta las profundidades de Dios», sondea las profundidades del Padre y del Verbo-Hijo en el misterio de la creación. No sólo es el testigo directo de su mutuo amor, del que deriva la creación, sino que él mismo es este amor. El mismo, como amor, es el eterno don increado. En él se encuentra la fuente y el principio de toda dádiva a las criaturas. El testimonio del principio, que encontramos en toda la revelación comenzando por el Libro del Génesis, es unívoco al respecto. Crear quiere decir llamar a la existencia desde la nada; por tanto, crear quiere decir dar la existencia. Y si el mundo visible es creado para el hombre, por consiguiente el mundo es dado al hombre (131). Y contemporáneamente el mismo hombre en su propia humanidad recibe como don una especial «imagen y semejanza» de Dios. Esto significa no sólo racionalidad y libertad como propiedades constitutivas de la naturaleza humana, sino además, desde el principio, capacidad de una relación personal con Dios, como «yo» y «tú» y, por consiguiente, capacidad de alianza que tendrá lugar con la comunicación salvífica de Dios al hombre. En el marco de la «imagen y semejanza» de Dios, «el don del Espíritu» significa, finalmente, una llamada a la amistad, en la que las trascendentales «profundidades de Dios» están abiertas, en cierto modo, a la participación del hombre. El Concilio Vaticano II enseña: «Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tim 1, 17) movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía» (132).

35. Por consiguiente, el Espíritu, que «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios», conoce desde el principio «lo íntimo del hombre
» (133). Precisamente por esto sólo él puede plenamente «convencer en lo referente al pecado» que se dio en el principio, pecado que es la raíz de todos los demás y el foco de la pecaminosidad del hombre en la tierra, que no se apaga jamás. El Espíritu de la verdad conoce la realidad originaria del pecado, causado en la voluntad del hombre por obra del «padre de la mentira» —de aquél que ya «está juzgado»— (134). El Espíritu Santo convence, por tanto, al mundo en lo referente al pecado en relación a este «juicio», pero constantemente guiando hacia la «justicia» que ha sido revelada al hombre junto con la Cruz de Cristo, mediante «la obediencia hasta la muerte» (135).

Sólo el Espíritu Santo puede convencer en lo referente al pecado del principio humano, precisamente el que es amor del Padre y del Hijo, el que es don, mientras el pecado del principio humano consiste en la mentira y en el rechazo del don y del amor que influyen definitivamente sobre el principio del mundo y del hombre.

36. Según el testimonio del principio, que encontramos en la Escritura y en la Tradición, después de la primera (y a la vez más completa) descripción del Génesis, el pecado en su forma originaria es entendido como «desobediencia», lo que significa simple y directamente trasgresión de una prohibición puesta por Dios (136). Pero a la vista de todo el contexto es también evidente que las raíces de esta desobediencia deben buscarse profundamente en toda la situación real del hombre. Llamado a la existencia, el ser humano —hombre o mujer— es una criatura. La «imagen de Dios», que consiste en la racionalidad y en la libertad, demuestra la grandeza y la dignidad del sujeto humano, que es persona. Pero este sujeto personal es también una criatura: en su existencia y esencia depende del Creador. Según el Génesis, «el árbol de la ciencia del bien y del mal» debía expresar y constantemente recordar al hombre el «límite» insuperable para un ser creado. En este sentido debe entenderse la prohibición de Dios: el Creador prohíbe al hombre y a la mujer que coman los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal. Las palabras de la instigación, es decir de la tentación, como está formulada en el texto sagrado, inducen a transgredir esta prohibición, o sea a superar aquel «límite»: «el día en que comiereis de él se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (137).

La «desobediencia» significa precisamente pasar aquel límite que permanece insuperable a la voluntad y a la libertad del hombre como ser creado. Dios creador es, en efecto, la fuente única y definitiva del orden moral en el mundo creado por él. El hombre no puede decidir por sí mismo lo que es bueno y malo, no puede «conocer el bien y el mal como dioses». Sí, en el mundo creado Dios es la fuente primera y suprema para decidir sobre el bien y el mal, mediante la íntima verdad del ser, que es reflejo del Verbo, el eterno Hijo, consubstancial al Padre. Al hombre, creado a imagen de Dios, el Espíritu Santo da como don la conciencia, para que la imagen pueda reflejar fielmente en ella su modelo, que es sabiduría y ley eterna, fuente del orden moral en el hombre y en el mundo. La «desobediencia», como dimensión originaria del pecado, significa rechazo de esta fuente por la pretensión del hombre de llegar a ser fuente autónoma y exclusiva en decidir sobre el bien y el mal. El Espíritu que «sondea las profundidades de Dios» y que, a la vez, es para el hombre la luz de la conciencia y la fuente del orden moral, conoce en toda su plenitud esta dimensión del pecado, que se inserta en el misterio del principio humano. Y no cesa de «convencer de ello al mundo» en relación con la cruz de Cristo en el Gólgota.

37. Según el testimonio del principio, Dios en la creación se ha revelado a sí mismo como omnipotencia que es amor. Al mismo tiempo ha revelado al hombre que, como «imagen y semejanza» de su creador, es llamado a participar de la verdad y del amor. Esta participación significa una vida en unión con Dios, que es la «vida eterna» (138). Pero el hombre, bajo la influencia del «padre de la mentira», se ha separado de esta participación. ¿En qué medida? Ciertamente no en la medida del pecado de un espíritu puro, en la medida del pecado de Satanás. El espíritu humano es incapaz de alcanzar tal medida (139). En la misma descripción del Génesis es fácil señalar la diferencia de grado existente entre «el soplo del mal» del que es pecador (o sea permanece en el pecado) desde el principio (140) y que ya «está juzgado» (141) y el mal de la desobediencia del hombre. Esta desobediencia, sin embargo, significa también dar la espalda a Dios y, en cierto modo, el cerrarse de la libertad humana ante él. Significa también una determinada apertura de esta libertad —del conocimiento y de la voluntad humana— hacia el que es el «padre de la mentira». Este acto de elección responsable no es sólo una «desobediencia», sino que lleva consigo también una cierta adhesión al motivo contenido en la primera instigación al pecado y renovada constantemente a lo largo de la historia del hombre en la tierra: «es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal». Aquí nos encontramos en el centro mismo de lo que se podría llamar el «anti-Verbo», es decir la «anti-verdad». En efecto, es falseada la verdad del hombre: quién es el hombre y cuáles son los límites insuperables de su ser y de su libertad. Esta 
«anti-verdad» es posible, porque al mismo tiempo es falseada completamente la verdad sobre quien es Dios. Dios Creador es puesto en estado de sospecha, más aún incluso en estado de acusación ante la conciencia de la criatura. Por vez primera en la historia del hombre aparece el perverso «genio de la sospecha». Este trata de «falsear» el Bien mismo, el Bien absoluto, que en la obra de la creación se ha manifestado precisamente como el bien que da de modo inefable: como bonum diffusivum sui, como amor creador. ¿Quién puede plenamente «convencer en lo referente al pecado», es decir de esta motivación de la desobediencia originaria del hombre sino aquél que sólo él es el don y la fuente de toda dádiva, sino el Espíritu que, «sondea las profundidades de Dios» y es amor del Padre y del Hijo?

38. Pues, a pesar de todo el testimonio de la creación y de la economía salvífica inherente a ella, el espíritu de las tinieblas (142) es capaz de mostrar a Dios como enemigo de la propia criatura y, ante todo, como enemigo del hombre, como fuente de peligro y de amenaza para el hombre. De esta manera Satanás injerta en el ánimo del hombre el germen de la oposición a aquél que «desde el principio» debe ser considerado como enemigo del hombre y no como Padre. El hombre es retado a convertirse en el adversario de Dios.

El análisis del pecado en su dimensión originaria indica que, por parte del «padre de la mentira», se dará a lo largo de la historia de la humanidad una constante presión al rechazo de Dios por parte del hombre, hasta llegar al odio: «Amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios», como se expresa San Agustín (143). El hombre será propenso a ver en Dios ante todo una propia limitación y no la fuente de su liberación y la plenitud del bien. Esto lo vemos confirmado en nuestros días, en los que las ideologías ateas intentan desarraigar la religión en base al presupuesto de que determina la radical «alienación» del hombre, como si el hombre fuera expropiado de su humanidad cuando, al aceptar la idea de Dios, le atribuye lo que pertenece al hombre y exclusivamente al hombre. Surge de aquí una forma de pensamiento y de praxis histórico-sociológica donde el rechazo de Dios ha llegado hasta la declaración de su «muerte». Esto es un absurdo conceptual y verbal. Pero la ideología de la «muerte de Dios» amenaza más bien al hombre, como indica el Vaticano II, cuando, sometiendo a análisis la cuestión de la «autonomía de la realidad terrena», afirma: «La criatura sin el Creador se esfuma ... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida» (144). La ideología de la «muerte de Dios» en sus efectos demuestra fácilmente que es, a nivel teórico y práctico, la ideología de la «muerte del hombre».

4. El Espíritu que transforma el sufrimiento en amor salvífico

39. El Espíritu, que sondea las profundidades de Dios, ha sido llamado por Jesús en el discurso del Cenáculo el Paráclito. En efecto, desde el comienzo «es invocado» (145) para «convencer al mundo en lo referente al pecado». Es invocado de modo definitivo a través de la Cruz de Cristo. Convencer en lo referente al pecado quiere decir demostrar el mal contenido en él. Lo que equivale a revelar el misterio de la impiedad. No es posible comprender el mal del pecado en toda su realidad dolorosa sin sondear las profundidades de Dios. Desde el principio el misterio oscuro del pecado se ha manifestado en el mundo con una clara referencia al Creador de la libertad humana. Ha aparecido como un acto voluntario de la criatura-hombre contrario a la voluntad de Dios: la voluntad salvífica de Dios; es más, ha aparecido como oposición a la verdad, sobre la base de la mentira ya definitivamente «juzgada»: mentira que ha puesto en estado de acusación, en estado de sospecha permanente, al mismo amor creador y salvífico. El hombre ha seguido al «padre de la mentira», poniéndose contra el Padre de la vida y el Espíritu de la verdad.

El «convencer en lo referente al pecado» ¿no deberá, por tanto, significar también el revelar el sufrimiento? ¿No deberá revelar el dolor, inconcebible e indecible, que, como consecuencia del pecado, el Libro Sagrado parece entrever en su visión antropomórfica en las profundidades de Dios y, en cierto modo, en el corazón mismo de la inefable Trinidad? La Iglesia, inspirándose en la revelación, cree y profesa que el pecado es una ofensa a Dios. ¿Qué corresponde a esta «ofensa», a este rechazo del Espíritu que es amor y don en la intimidad inexcrutable del Padre, del Verbo y del Espíritu Santo? La concepción de Dios, como ser necesariamente perfectísimo, excluye ciertamente de Dios todo dolor derivado de limitaciones o heridas; pero, en las profundidades de Dios, se da un amor de Padre que, ante el pecado del hombre, según el lenguaje bíblico, reacciona hasta el punto de exclamar: «Estoy arrepentido de haber hecho al hombre» (146). «Viendo el Señor que la maldad del hombre cundía en la tierra... le pesó de haber hecho al hombre en la tierra... y dijo el Señor: «me pesa de haberlos hecho» (147). Pero a menudo el Libro Sagrado nos habla de un Padre, que siente compasión por el hombre, como compartiendo su dolor. En definitiva, este inescrutable e indecible «dolor» de padre engendrará sobre todo la admirable economía del amor redentor en Jesucristo, para que, por medio del misterio de la piedad, en la historia del hombre el amor pueda revelarse más fuerte que el pecado Para que prevalezca el «don».

El Espíritu Santo, que según las palabras de Jesús «convence en lo referente al pecado», es el amor del Padre y del Hijo y, como tal, es el don trinitario y, a la vez, la fuente eterna de toda dádiva divina a lo creado. Precisamente en él podemos concebir como personificada y realizada de modo trascendente la misericordia, que la tradición patrística y teológica, de acuerdo con el Antiguo y el Nuevo Testamento, atribuye a Dios. En el hombre la misericordia implica dolor y compasión por las miserias del prójimo. En Dios, el Espíritu-amor cambia la dimensión del pecado humano en una nueva dádiva de amor salvífico. De él, en unidad con el Padre y el Hijo, nace la economía de la salvación, que llena la historia del hombre con los dones de la Redención. Si el pecado, al rechazar el amor, ha engendrado el «sufrimiento» del hombre que en cierta manera se ha volcado sobre toda la creación (148), el Espíritu Santo entrará en el sufrimiento humano y cósmico con una nueva dádiva de amor, que redimirá al mundo. En boca de Jesús Redentor, en cuya humanidad se verifica el «sufrimiento» de Dios, resonará una palabra en la que se manifiesta el amor eterno, lleno de misericordia: «Siento compasión» (149). Así pues, por parte del Espíritu Santo, el «convencer en lo referente al pecado» se convierte en una manifestación ante la creación «sometida a la vanidad» y, sobre todo, en lo íntimo de las conciencias humanas, como el pecado es vencido por el sacrificio del Cordero de Dios que se ha hecho hasta la muerte «el siervo obediente» que, reparando la desobediencia del hombre, realiza la redención del mundo. De esta manera, el Espíritu de la verdad, el Paráclito, «convence en lo referente al pecado».

40. El valor redentor del sacrificio de Cristo ha sido expresado con palabras muy significativas por parte del autor de la Carta a los Hebreos, que, después de haber recordado los sacrificios de la Antigua Alianza, en que «si la sangre de machos cabríos y de toros... santifica en orden a la purificación», añade: «cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo» (150). Aun conscientes de otras interpretaciones posibles, nuestra consideración sobre la presencia del Espíritu Santo a lo largo de toda la vida de Cristo nos lleva a reconocer en este texto como una invitación a reflexionar también sobre la presencia del mismo Espíritu en el sacrificio redentor del Verbo Encarnado.

Reflexionemos primero sobre el contenido de las palabras iniciales de este sacrificio y, a continuación, separadamente sobre la «purificación de la conciencia» llevada a cabo por él. En efecto, es un sacrificio ofrecido con [ = por obra de ] un Espíritu Eterno, que «saca» de él la fuerza de «convencer en lo referente al pecado» en orden a la salvación. Es el mismo Espíritu Santo que, según la promesa del Cenáculo, Jesucristo «traerá» a los apóstoles el día de su resurrección, presentándose a ellos con las heridas de la crucifixión, y que les «dará» para la remisión de los pecados: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (151).

Sabemos que Dios «a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder», como afirmaba Simón Pedro en la casa del centurión Cornelio (152). Conocemos el misterio pascual de su «partida» según el Evangelio de Juan. Las palabras de la Carta a los Hebreos nos explican ahora de que modo Cristo «se ofreció sin mancha a Dios» y como hizo esto «con un Espíritu Eterno». En el sacrificio del Hijo del hombre el Espíritu Santo está presente y actúa del mismo modo con que actuaba en su concepción, en su entrada al mundo, en su vida oculta y en su ministerio público. Según la Carta a los Hebreos, en el camino de su «partida» a través de Getsemaní y del Gólgota, el mismo Jesucristo en su humanidad se ha abierto totalmente a esta acción del Espíritu Paráclito, que del sufrimiento hace brotar el eterno amor salvífico. Ha sido, por lo tanto, «escuchado por su actitud reverente y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia» (153). De esta manera dicha Carta demuestra como la humanidad, sometida al pecado en los descendientes del primer Adán, en Jesucristo ha sido sometida perfectamente a Dios y unida a él y, al mismo tiempo, está llena de misericordia hacia los hombres. Se tiene así una nueva humanidad, que en Jesucristo por medio del sufrimiento de la cruz ha vuelto al amor, traicionado por Adán con su pecado. Se ha encontrado en la misma fuente de la dádiva originaria: en el Espíritu que «sondea las profundidades de Dios» y es amor y don.

El Hijo de Dios, Jesucristo, como hombre, en la ferviente oración de su pasión, permitió al Espíritu Santo, que ya había impregnado íntimamente su humanidad, transformarla en sacrificio perfecto mediante el acto de su muerte, como víctima de amor en la Cruz. El solo ofreció este sacrificio. Como único sacerdote «se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios» (154). En su humanidad era digno de convertirse en este sacrificio, ya que él solo era «sin tacha». Pero lo ofreció «por el Espíritu Eterno»: lo que quiere decir que el Espíritu Santo actuó de manera especial en esta autodonación absoluta del Hijo del hombre para transformar el sufrimiento en amor redentor.

41. En el Antiguo Testamento se habla varias veces del «fuego del cielo», que quemaba los sacrificios presentados por los hombres (155). Por analogía se puede decir que el Espíritu Santo es el «fuego del cielo» que actúa en lo más profundo del misterio de la Cruz. Proveniendo del Padre, ofrece al Padre el sacrificio del Hijo, introduciéndolo en la divina realidad de la comunión trinitaria. Si el pecado ha engendrado el sufrimiento, ahora el dolor de Dios en Cristo crucificado recibe su plena expresión humana por medio del Espíritu Santo. Se da así un paradójico misterio de amor: en Cristo sufre Dios rechazado por la propia criatura: «No creen en mí»; pero, a la vez, desde lo más hondo de este sufrimiento —e indirectamente desde lo hondo del mismo pecado «de no haber creído»— el Espíritu saca una nueva dimensión del don hecho al hombre y a la creación desde el principio. En lo más hondo del misterio de la Cruz actúa el amor, que lleva de nuevo al hombre a participar de la vida, que está en Dios mismo.

El Espíritu Santo, como amor y don, desciende, en cierto modo, al centro mismo del sacrificio que se ofrece en la Cruz. Refiriéndonos a la tradición bíblica podemos decir: él consuma este sacrificio con el fuego del amor, que une al Hijo con el Padre en la comunión trinitaria. Y dado que el sacrificio de la Cruz es un acto propio de Cristo, también en este sacrificio él «recibe» el Espíritu Santo. Lo recibe de tal manera que después —él solo con Dios Padre— puede «darlo» a los apóstoles, a la Iglesia y a la humanidad. El solo lo «envía» desde el Padre (156). El solo se presenta ante los apóstoles reunidos en el Cenáculo, «sopló sobre ellos» y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (157). como había anunciado antes Juan Bautista: «El os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (158). Con aquellas palabras de Jesús el Espíritu Santo es revelado y a la vez es presentado como amor que actúa en lo profundo del misterio pascual, como fuente del poder salvífico de la Cruz de Cristo y como don de la vida nueva y eterna.

Esta verdad sobre el Espíritu Santo encuentra cada día su expresión en la liturgia romana, cuando el sacerdote, antes de la comunión, pronuncia aquellas significativas palabras: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre y cooperación del Espíritu Santo, diste con tu muerte vida al mundo». Y en la III Plegaria Eucarística, refiriéndose a la misma economía salvífica, el sacerdote ruega a Dios que el Espíritu Santo «nos transforme en ofrenda permanente».

5. «La sangre que purifica la conciencia»

42. Hemos dicho que, en el culmen del misterio pascual, el Espíritu Santo es revelado definitivamente y hecho presente de un modo nuevo. Cristo resucitado dice a los apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo». De esta manera es revelado el Espíritu Santo, pues las palabras de Cristo constituyen la confirmación de las promesas y de los anuncios del discurso en el Cenáculo. Y con esto el Paráclito es hecho presente también de un modo nuevo. En realidad ya actuaba desde el principio en el misterio de la creación y a lo largo de toda la historia de la antigua Alianza de Dios con el hombre. Su acción ha sido confirmada plenamente por la misión del Hijo del hombre como Mesías, que ha venido con el poder del Espíritu Santo. En el momento culminante de la misión mesiánica de Jesús, el Espíritu Santo se hace presente en el misterio pascual con toda su subjetividad divina: como el que debe continuar la obra salvífica, basada en el sacrificio de la Cruz. Sin duda esta obra es encomendada por Jesús a los hombres: a los apóstoles y a la Iglesia. Sin embargo, en estos hombres y por medio de ellos, el Espíritu Santo sigue siendo el protagonista trascendente de la realización de esta obra en el espíritu del hombre y en la historia del mundo: el invisible y, a la vez, omnipresente Paráclito. El Espíritu que «sopla donde quiere» (159).

Las palabras pronunciadas por Cristo resucitado «el primer día de la semana», ponen especialmente de relieve la presencia del Paráclito consolador, como el que «convence al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio». En efecto, sólo tomadas así se explican las palabras que Jesús pone en relación directa con el «don» del Espíritu Santo a los apóstoles. Jesús dice: «Recibid el Espíritu Santo: A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (160). Jesús confiere a los apóstoles el poder de perdonar los pecados, para que lo transmitan a sus sucesores en la Iglesia. Sin embargo, este poder concedido a los hombres presupone e implica la acción salvífica del Espíritu Santo. Convirtiéndose en «luz de los corazones» (161), es decir de las conciencias, el Espíritu Santo «convence en lo referente al pecado», o sea hace conocer al hombre su mal y, al mismo tiempo, lo orienta hacia el bien. Merced a la multiplicidad de sus dones por lo que es invocado como el portador «de los siete dones», todo tipo de pecado del hombre puede ser vencido por el poder salvífico de Dios. En realidad —como dice San Buenaventura— «en virtud de los siete dones del Espíritu Santo todos los males han sido destruidos y todos los bienes han sido producidos» (162).

Bajo el influjo del Paráclito se realiza, por lo tanto, la conversión del corazón humano, que es condición indispensable para el perdón de los pecados. Sin una verdadera conversión, que implica una contrición interior y sin un propósito sincero y firme de enmienda, los pecados quedan «retenidos», como afirma Jesús, y con El toda la Tradición del Antiguo y del Nuevo Testamento. En efecto, las primeras palabras pronunciadas por Jesús al comienzo de su ministerio, según el Evangelio de Marcos, son éstas: «Convertíos y creed en la Buena Nueva» (163). La confirmación de esta exhortación es el «convencer en lo referente al pecado» que el Espíritu Santo emprende de una manera nueva en virtud de la Redención, realizada por la Sangre del Hijo del hombre. Por esto, la Carta a los Hebreos dice que esta «sangre purifica nuestra conciencia» (164). Esta sangre, pues, abre al Espíritu Santo, por decirlo de algún modo, el camino hacia la intimidad del hombre, es decir hacia el santuario de las conciencias humanas.

43. El Concilio Vaticano II ha recordado la enseñanza católica sobre la conciencia, al hablar de la vocación del hombre y, en particular, de la dignidad de la persona humana. Precisamente la conciencia decide de manera específica sobre esta dignidad. En efecto, la conciencia es «el núcleo más secreto y el sagrario del hombre», en el que ésta se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo. Esta voz dice claramente a «los oídos de su corazón advirtiéndole... haz esto, evita aquello». Tal capacidad de mandar el bien y prohibir el mal, puesta por el Creador en el corazón del hombre, es la propiedad clave del sujeto personal. Pero, al mismo tiempo, «en lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a si mismo, pero a la cual debe obedecer» (165). La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano, como se entrevé ya en la citada página del Libro del Génesis (166). Precisamente, en este sentido, la conciencia es el «sagrario íntimo» donde «resuena la voz de Dios». Es «la voz de Dios» aun cuando el hombre reconoce exclusivamente en ella el principio del orden moral del que humanamente no se puede dudar, incluso sin una referencia directa al Creador: precisamente la conciencia encuentra siempre en esta referencia su fundamento y su justificación.

El evangélico «convencer en lo referente al pecado» bajo el influjo del Espíritu de la verdad no puede verificarse en el hombre más que por el camino de la conciencia. Si la conciencia es recta, ayuda entonces a «resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad». Entonces «mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad» (167).

Fruto de la recta conciencia es, ante todo, el llamar por su nombre al bien y al mal, como hace por ejemplo la misma Constitución pastoral: «Cuanto atenta contra la vida —homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado—; cuanto viola la integridad de la persona, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana»; y después de haber llamado por su nombre a los numerosos pecados, tan frecuentes y difundidos en nuestros días, la misma Constitución añade: «Todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, que degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador» (168).

Al llamar por su nombre a los pecados que más deshonran al hombre, y demostrar que ésos son un mal moral que pesa negativamente en cualquier balance sobre el progreso de la humanidad, el Concilio describe a la vez todo esto como etapa «de una lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas» (169). La Asamblea del Sínodo de los Obispos de 1983 sobre la reconciliación y la penitencia ha precisado todavía mejor el significado personal y social del pecado del hombre (170).

44. Pues bien, en el Cenáculo la víspera de su Pasión, y después la tarde del día de Pascua, Jesucristo se refirió al Espíritu Santo como el que atestigua que en la historia de la humanidad perdura el pecado. Sin embargo, el pecado está sometido al poder salvífico de la Redención. El «convencer al mundo en lo referente al pecado» no se acaba en el hecho de que venga llamado por su nombre e identificado por lo que es en toda su dimensión característica. En el convencer al mundo en lo referente al pecado, el Espíritu de la verdad se encuentra con la voz de las conciencias humanas.

De este modo se llega a la demostración de las raíces del pecado que están en el interior del hombre, como pone en evidencia la misma Constitución pastoral: «En realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de creatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo» (171). El texto conciliar se refiere aquí a las conocidas palabras de San Pablo (172).

El «convencer en lo referente al pecado» que acompaña a la conciencia humana en toda reflexión profunda sobre sí misma, lleva por tanto al descubrimiento de sus raíces en el hombre, así como de sus influencias en la misma conciencia en el transcurso de la historia. Encontramos de este modo aquella realidad originaria del pecado, de la que ya se ha hablado. El Espíritu Santo «convence en lo referente al pecado» respecto al misterio del principio, indicando el hecho de que el hombre es ser-creado y, por consiguiente, está en total dependencia ontológica y ética de su Creador y recordando, a la vez, la pecaminosidad hereditaria de la naturaleza humana. Pero el Espíritu Santo Paráclito «convence en lo referente al pecado» siempre en relación con la Cruz de Cristo. Por esto el cristianismo rechaza toda «fatalidad» del pecado. «Una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el final» —enseña el Concilio— (173). «Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre» (174). El hombre, pues, lejos de dejarse «enredar» en su condición de pecado, apoyándose en la voz de la propia conciencia, «ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo» (175). El Concilio ve justamente el pecado como factor de la ruptura que pesa tanto sobre la vida personal como sobre la vida social del hombre; pero, al mismo tiempo, recuerda incansablemente la posibilidad de la victoria.

45. El Espíritu de la verdad, que «convence al mundo en lo referente al pecado», se encuentra con aquella fatiga de la conciencia humana, de la que los textos conciliares hablan de manera tan sugestiva. Esta fatiga de la conciencia determina también los caminos de las conversiones humanas: el dar la espalda al pecado para reconstruir la verdad y el amor en el corazón mismo del hombre. Se sabe que reconocer el mal en uno mismo a menudo cuesta mucho. Se sabe que la conciencia no sólo manda o prohíbe, sino que juzga a la luz de las órdenes y de las prohibiciones interiores. Es también fuente de remordimiento: el hombre sufre interiormente por el mal cometido. ¿No es este sufrimiento como un eco lejano de aquel «arrepentimiento por haber creado al hombre», que con lenguaje antropomórfico el Libro sagrado atribuye a Dios; de aquella «reprobación» que, inscribiéndose en el «corazón» de la Trinidad, en virtud del amor eterno se realiza en el dolor de la Cruz y en la obediencia de Cristo hasta la muerte? Cuando el Espíritu de la verdad permite a la conciencia humana la participación en aquel dolor, entonces el sufrimiento de la conciencia es particularmente profundo y también salvífico. Pues, por medio de un acto de contrición perfecta, se realiza la auténtica conversión del corazón: es la «metanoia» evangélica.

La fatiga del corazón humano y la fatiga de la conciencia, donde se realiza esta «metanoia» o conversión, es el reflejo de aquel proceso mediante el cual la reprobación se transforma en amor salvífico, que sabe sufrir. El dispensador oculto de esa fuerza salvadora es el Espíritu Santo, que es llamado por la Iglesia «luz de las conciencias», el cual penetra y llena «lo más íntimo de los corazones» humanos (176). Mediante esta conversión en el Espíritu Santo, el hombre se abre al perdón y a la remisión de los pecados. Y en todo este admirable dinamismo de la conversión-remisión se confirma la verdad de lo escrito por San Agustín sobre el misterio del hombre, al comentar las palabras del Salmo: «Abismo que llama al abismo» (177). Precisamente en esta «abismal profundidad» del hombre y de la conciencia humana se realiza la misión del Hijo y del Espíritu Santo. El Espíritu Santo «viene» en cada caso concreto de la conversión-remisión, en virtud del sacrificio de la Cruz, pues, por él, «la sangre de Cristo... purifica nuestra conciencia de las obras muertas para rendir culto a Dios vivo» (178). Se cumplen así las palabras sobre el Espíritu Santo como «otro Paráclito», palabras dirigidas a los apóstoles en el Cenáculo e indirectamente a todos: «Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros» (179).

6. El pecado contra el Espíritu Santo

46. En el marco de lo dicho hasta ahora, resultan más comprensibles otras palabras, impresionantes y desconcertantes, de Jesús. Las podríamos llamar las palabras del «no-perdón». Nos las refieren los Sinópticos respecto a un pecado particular que es llamado «blasfemia contra el Espíritu Santo». Así han sido referidas en su triple redacción:

Mateo: «Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro» (180).

Marcos: «Se perdonará todo a los hijos de los hombres, los pecados y las blasfemias, por muchas que éstas sean. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de pecado eterno» (181).

Lucas: «A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará» (182).

¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable? ¿Cómo se entiende esta blasfemia? Responde Santo Tomás de Aquino que se trata de un pecado «irremisible según su naturaleza, en cuanto excluye aquellos elementos, gracias a los cuales se da la remisión de los pecados» (183).

Según esta exégesis la «blasfemia» no consiste en el hecho de ofender con palabras al Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz. Si el hombre rechaza aquel «convencer sobre el pecado», que proviene del Espíritu Santo y tiene un carácter salvífico, rechaza a la vez la «venida» del Paráclito aquella «venida» que se ha realizado en el misterio pascual, en la unidad mediante la fuerza redentora de la Sangre de Cristo. La Sangre que «purifica de las obras muertas nuestra conciencia».

Sabemos que un fruto de esta purificación es la remisión de los pecados. Por tanto, el que rechaza el Espíritu y la Sangre permanece en las «obras muertas», o sea en el pecado. Y la blasfemia contra el Espíritu Santo consiste precisamente en el rechazo radical de aceptar esta remisión, de la que el mismo Espíritu es el íntimo dispensador y que presupone la verdadera conversión obrada por él en la conciencia. Si Jesús afirma que la blasfemia contra el Espíritu Santo no puede ser perdonada ni en esta vida ni en la futura, es porque esta «no-remisión» está unida, como causa suya, a la «no-penitencia», es decir al rechazo radical del convertirse. Lo que significa el rechazo de acudir a las fuentes de la Redención, las cuales, sin embargo, quedan «siempre» abiertas en la economía de la salvación, en la que se realiza la misión del Espíritu Santo. El Paráclito tiene el poder infinito de sacar de estas fuentes: «recibirá de lo mío», dijo Jesús. De este modo el Espíritu completa en las almas la obra de la Redención realizada por Cristo, distribuyendo sus frutos. Ahora bien la blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre, que reivindica un pretendido «derecho de perseverar en el mal» —en cualquier pecado— y rechaza así la Redención El hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la conversión y, por consiguiente, también la remisión de sus pecados, que considera no esencial o sin importancia para su vida. Esta es una condición de ruina espiritual, dado que la blasfemia contra el Espíritu Santo no permite al hombre salir de su autoprisión y abrirse a las fuentes divinas de la purificación de las conciencias y remisión de los pecados.

47. La acción del Espíritu de la verdad, que tiende al salvífico «convencer en lo referente al pecado», encuentra en el hombre que se halla en esta condición una resistencia interior, como una impermeabilidad de la conciencia, un estado de ánimo que podría decirse consolidado en razón de una libre elección: es lo que la Sagrada Escritura suele llamar «dureza de corazón» (184). En nuestro tiempo a esta actitud de mente y corazón corresponde quizás la pérdida del sentido del pecado, a la que dedica muchas páginas la Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia (185). Anteriormente el Papa Pío XII había afirmado que «el pecado de nuestro siglo es la pérdida del sentido del pecado» (186) y esta pérdida está acompañada por la «pérdida del sentido de Dios». En la citada Exhortación leemos: «En realidad, Dios es la raíz y el fin supremo del hombre y éste lleva en sí un germen divino. Por ello, es la realidad de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por lo tanto, esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado» (187). La Iglesia, por consiguiente, no cesa de implorar a Dios la gracia de que no disminuya la rectitud en las conciencias humanas, que no se atenúe su sana sensibilidad ante el bien y el mal. Esta rectitud y sensibilidad están profundamente unidas a la acción íntima del Espíritu de la verdad. Con esta luz adquieren un significado particular las exhortaciones del Apóstol: «No extingáis el Espíritu», «no entristezcáis al Espíritu Santo» (188). Pero la Iglesia, sobre todo, no cesa de suplicar con gran fervor que no aumente en el mundo aquel pecado llamado por el Evangelio blasfemia contra el Espíritu Santo; antes bien que retroceda en las almas de los hombres y también en los mismos ambientes y en las distintas formas de la sociedad, dando lugar a la apertura de las conciencias, necesaria para la acción salvífica del Espíritu Santo. La Iglesia ruega que el peligroso pecado contra el Espíritu deje lugar a una santa disponibilidad a aceptar su misión de Paráclito, cuando viene para «convencer al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio».

48. Jesús en su discurso de despedida ha unido estos tres ámbitos del «convencer» como componentes de la misión del Paráclito: el pecado, la justicia y el juicio. Ellos señalan la dimensión de aquel misterio de la piedad, que en la historia del hombre se opone al pecado, es decir al misterio de la impiedad (189). Por un lado, como se expresa San Agustín, existe el «amor de uno mismo hasta el desprecio de Dios»; por el otro, existe el «amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo» (190). La Iglesia eleva sin cesar su oración y ejerce su ministerio para que la historia de las conciencias y la historia de las sociedades en la gran familia humana no se abajen al polo del pecado con el rechazo de los mandamientos de Dios «hasta el desprecio de Dios», sino que, por el contrario, se eleven hacia el amor en el que se manifiesta el Espíritu que da la vida.

Los que se dejan «convencer en lo referente al pecado» por el Espíritu Santo, se dejan convencer también en lo referente a «la justicia y al juicio». El Espíritu de la verdad que ayuda a los hombres, a las conciencias humanas, a conocer la verdad del pecado, a la vez hace que conozcan la verdad de aquella justicia que entró en la historia del hombre con Jesucristo. De este modo, los que «convencidos en lo referente al pecado» se convierten bajo la acción del Paráclito, son conducidos, en cierto modo, fuera del ámbito del «juicio»: de aquel «juicio» mediante el cual «el Príncipe de este mundo está juzgado» (191). La conversión, en la profundidad de su misterio divino-humano, significa la ruptura de todo vínculo mediante el cual el pecado ata al hombre en el conjunto del misterio de la impiedad. Los que se convierten, pues, son conducidos por el Espíritu Santo fuera del ámbito del «juicio» e introducidos en aquella justicia, que está en Cristo Jesús, porque la «recibe» del Padre (192), como un reflejo de la santidad trinitaria. Esta es la justicia del Evangelio y de la Redención, la justicia del Sermón de la montaña y de la Cruz, que realiza la purificación de la conciencia por medio de la Sangre del Cordero. Es la justicia que el Padre da al Hijo y a todos aquellos, que se han unido a él en la verdad y en el amor.

En esta justicia el Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, que «convence al mundo en lo referente al pecado» se manifiesta y se hace presente al hombre como Espíritu de vida eterna.

 
III PARTE - EL ESPÍRITU QUE DA LA VIDA

1. Motivo del Jubileo del año dos mil: Cristo que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo

49. El pensamiento y el corazón de la Iglesia se dirigen al Espíritu Santo al final del siglo veinte y en la perspectiva del tercer milenio de la venida de Jesucristo al mundo, mientras miramos al gran Jubileo con el que la Iglesia celebrará este acontecimiento. En efecto, dicha venida se mide, según el cómputo del tiempo, como un acontecimiento que pertenece a la historia del hombre en la tierra. La medida del tiempo, usada comúnmente, determina los años, siglos y milenios según trascurran antes o después del nacimiento de Cristo. Pero hay que tener también presente que, para nosotros los cristianos este acontecimiento significa, según el Apóstol, la «plenitud de los tiempos» (193) porque a través de ellos Dios mismo, con su «medida», penetró completamente en la historia del hombre: es una presencia trascendente en el «ahora» («nunc») eterno. «Aquél que es, que era y que va a venir»; aquél que es «el Alfa y la Omega, el Primero y el Ultimo, el Principio y el Fin» (194). «Porque tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (195). «Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer... para que recibiéramos la filiación» (196) y esta encarnación del Hijo-Verbo tuvo lugar «por obra del Espíritu Santo».

Los dos evangelistas, a quienes debemos la narración del nacimiento y de la infancia de Jesús de Nazaret, se pronuncian del mismo modo sobre esta cuestión. Según Lucas, en la anunciación del nacimiento de Jesús María pregunta: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» y recibe esta respuesta: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (197).

Mateo narra directamente: «El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo» (198). José turbado por esta situación, recibe en sueños la siguiente explicación: «No temas tomar contigo a María tu esposa, porque lo concebido en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz a un hijo a quien pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (199).

Por esto, la Iglesia desde el principio profesa el misterio de la encarnación, misterio-clave de la fe, refiriéndose al Espíritu Santo. Dice el Símbolo Apostólico: «que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; nació de Santa María Virgen». Y no se diferencia del Símbolo nicenoconstantinopolitano cuando afirma: «Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre».

«Por obra del Espíritu Santo» se hizo hombre aquél que la Iglesia, con las palabras del mismo Símbolo, confiesa que es el Hijo consubstancial al Padre: «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado». Se hizo hombre «encarnándose en el seno de la Virgen María». Esto es lo que se realizó «al llegar la plenitud de los tiempos».

50. El gran Jubileo, que concluirá el segundo milenio al que la Iglesia ya se prepara, tiene directamente una dimensión cristológica; en efecto, se trata de celebrar el nacimiento de Jesucristo. Al mismo tiempo, tiene una dimensión pneumatológica, ya que el misterio de la Encarnación se realizó «por obra del Espíritu Santo». Lo «realizó aquel Espíritu que —consubstancial al Padre y al Hijo— es, en el misterio absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia». El misterio de la Encarnación de Dios constituye el culmen de esta dádiva y de esta autocomunicación divina.

En efecto, la concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra más grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la salvación: la suprema gracia —«la gracia de la unión»—fuente de todas las demás gracias, como explica Santo Tomás (200). A esta obra se refiere el gran Jubileo y se refiere también —si penetramos en su profundidad— al artífice de esta obra: la persona del Espíritu Santo.

A «la plenitud de los tiempos» corresponde, en efecto, una especial plenitud de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo. «Por obra del Espíritu Santo» se realiza el misterio de la «unión hipostática», esto es, la unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana, de la divinidad con la humanidad en la única Persona del Verbo-Hijo. Cuando María en el momento de la anunciación pronuncia su «fiat»: «Hágase en mí según tu palabra» (201) concibe de modo virginal un hombre, el Hijo del hombre, que es el Hijo de Dios. Mediante este «humanarse» del Verbo-Hijo, la autocomunicación de Dios alcanza su plenitud definitiva en la historia de la creación y de la salvación. Esta plenitud adquiere una especial densidad y elocuencia expresiva en el texto del evangelio de San Juan. «La Palabra se hizo carne» (202). La Encarnación de Dios-Hijo significa asumir la unidad con Dios no sólo de la naturaleza humana sino asumir también en ella, en cierto modo, todo lo que es «carne» toda la humanidad, todo el mundo visible y material. La Encarnación, por tanto, tiene también su significado cósmico y su dimensión cósmica. El «Primogénito de toda la creación» (203), al encarnarse en la humanidad individual de Cristo, se une en cierto modo a toda la realidad del hombre, el cual es también «carne» (204) y en ella a toda «carne» y a toda la creación.

51. Todo esto se realiza por obra del Espíritu Santo y, por consiguiente, pertenece al contenido del gran Jubileo futuro. La Iglesia no puede prepararse a ello de otro modo, sino es por el Espíritu Santo. Lo que en «la plenitud de los tiempos» se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia. Por obra suya puede hacerse presente en la nueva fase de la historia del hombre sobre la tierra: el año dos mil del nacimiento de Cristo.

El Espíritu Santo, que cubrió con su sombra el cuerpo virginal de María, dando comienzo en ella a la maternidad divina, al mismo tiempo hizo que su corazón fuera perfectamente obediente a aquella autocomunicación de Dios que superaba todo concepto y toda facultad humana. «¡Feliz la que ha creído!» (205), así es saludada María por su parienta Isabel, que también estaba «llena de Espíritu Santo» (206). En las palabras de saludo a la que «ha creído», parece vislumbrarse un lejano (pero en realidad muy cercano) contraste con todos aquellos de los que Cristo dirá que «no creyeron» (207). María entró en la historia de la salvación del mundo mediante la obediencia de la fe. Y la fe, en su esencia más profunda, es la apertura del corazón humano ante el don: ante la autocomunicación de Dios por el Espíritu Santo. Escribe San Pablo: «El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (208). Cuando Dios Uno y Trino se abre al hombre por el Espíritu Santo, esta «apertura» suya revela y, a la vez, da a la creatura-hombre la plenitud de la libertad. Esta plenitud, de modo sublime, se ha manifestado precisamente mediante la fe de María, mediante «la obediencia a la fe» (209). Sí, «¡feliz la que ha creído!».

2. Motivo del Jubileo: se ha manifestado la gracia

52. La obra del Espíritu «que da la vida» alcanza su culmen en el misterio de la Encarnación. No es posible dar la vida, que está en Dios de modo pleno, sino es haciendo de ella la vida de un Hombre, como lo es Cristo en su humanidad personalizada por el Verbo en la unión hipostática. Y al mismo tiempo, con el misterio de la Encarnación se abre de un modo nuevo la fuente de esta vida divina en la historia de la humanidad: el Espíritu Santo. El Verbo, «Primogénito de toda la creación», se convierte en «el primogénito entre muchos hermanos» (210) y así llega a ser también la cabeza del cuerpo que es la Iglesia, que nacerá en la Cruz y se manifestará el día de Pentecostés; y es en la Iglesia la cabeza de la humanidad: de los hombres de toda nación, raza, región y cultura, lengua y continente, que han sido llamados a la salvación. «La Palabra se hizo carne; (aquella Palabra en la que) estaba la vida, y la vida era la Luz de los hombres ... A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (211). Pero todo esto se realizó y sigue realizándose incesantemente «por obra del Espíritu Santo».

«Hijos de Dios» son, en efecto, como enseña el Apóstol, «los que son guiados por el Espíritu de Dios» (212). La filiación de la adopción divina nace en los hombres sobre la base del misterio de la Encarnación, o sea, gracias a Cristo, el eterno Hijo. Pero el nacimiento, o el nacer de nuevo, tiene lugar cuando Dios Padre «ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (213). Entonces, realmente «recibimos un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: «¡Abbá, Padre!» (214). Por lo tanto, aquella filiación divina, insertada en el alma humana con la gracia santificante, es obra del Espíritu Santo. «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo» (215). La gracia santificante es en el hombre el principio y la fuente de la nueva vida: vida divina y sobrenatural.

El don de esta nueva vida es como una respuesta definitiva de Dios a las palabras del Salmista en las que, en cierto modo, resuena la voz de todas las criaturas: «Envías tu soplo y son creadas, y renuevas la faz de la tierra» 216. Aquél que en el misterio de la creación da al hombre y al cosmos la vida en sus múltiples formas visibles e invisibles, la renueva mediante el misterio de la Encarnación. De esta manera, la creación es completada con la Encarnación e impregnada desde entonces por las fuerzas de la redención que abarcan la humanidad y todo lo creado. Nos lo dice San Pablo, cuya visión cósmico-teológica parece evocar la voz del antiguo Salmo: «la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios» (217), esto es, de aquellos que Dios, habiéndoles «conocido desde siempre», «los predestinó a reproducir «la imagen de su Hijo» (218). Se da así una «adopción sobrenatural» de los hombres, de la que es origen el Espíritu Santo, amor y don. Como tal es dado a los hombres. Y en la sobreabundancia del don increado, por medio del cual los hombres «se hacen partícipes de la naturaleza divina» (219). Así la vida humana es penetrada por la participación de la vida divina y recibe también una dimensión divina y sobrenatural. Se tiene así la nueva vida en la que, como partícipes del misterio de la Encarnación, «con el Espíritu Santo pueden los hombres llegar hasta el Padre» (220). Hay, por tanto, una íntima dependencia causal entre el Espíritu que da la vida, la gracia santificante y aquella múltiple vitalidad sobrenatural que surge en el hombre: entre el Espíritu increado y el espíritu humano creado.

53. Puede decirse que todo esto se enmarca en el ámbito del gran Jubileo mencionado antes. En efecto, es necesario ir mas allá de la dimensión histórica del hecho, considerado exteriormente. Es necesario insertar, en el mismo contenido cristológico del hecho, la dimensión pneumatológica, abarcando con la mirada de la fe los dos milenios de la acción del Espíritu de la verdad, el cual, a través de los siglos, ha recibido del tesoro de la Redención de Cristo, dando a los hombres la nueva vida, realizando en ellos la adopción en el Hijo unigénito, santificándolos, de tal modo que puedan repetir con San Pablo: «hemos recibido el Espíritu que viene de Dios» (221). Pero siguiendo el tema del Jubileo, no es posible limitarse a los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Cristo. Hay que mirar atrás, comprender toda la acción del Espíritu Santo aún antes de Cristo: desde el principio, en todo el mundo y, especialmente, en la economía de la Antigua Alianza. En efecto, esta acción en todo lugar y tiempo, más aún, en cada hombre, se ha desarrollado según el plan eterno de salvación, por el cual está íntimamente unida al misterio de la Encarnación y de la Redención, que a su vez ejerció su influjo en los creyentes en Cristo que había de venir. Esto lo atestigua de modo particular la Carta a los Efesios (222) por tanto, la gracia lleva consigo una característica cristológica y a la vez pneumatológica que se verifica sobre todo en quienes explícitamente se adhieren a Cristo: «En él (en Cristo) ... fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia para redención del Pueblo de su posesión» (223).

Pero siempre en la perspectiva del gran Jubileo, debemos mirar más abiertamente y caminar «hacia el mar abierto», conscientes de que «el viento sopla donde quiere», según la imagen empleada por Jesús en el coloquio con Nicodemo (224). El Concilio Vaticano II, centrado sobre todo en el tema de la Iglesia, nos recuerda la acción del Espíritu Santo incluso «fuera» del cuerpo visible de la Iglesia. Nos habla justamente de «todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo visible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» (225).

54. «Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu y verdad» (226). Estas palabras las pronunció Jesús en otro de sus coloquios: aquél con la Samaritana. El gran Jubileo, que se celebrará al final de este milenio y al comienzo del que viene, ha de constituir una fuerte llamada dirigida a todos los que «adoran a Dios en espíritu y verdad». Ha de ser para todos una ocasión especial para meditar el misterio de Dios uno y trino, que en sí mismo es completamente trascendente respecto al mundo, especialmente el mundo visible. En efecto, es Espíritu absoluto: «Dios es espíritu» (227); y a la vez, y de manera admirable no sólo está cercano a este mundo, sino que está presente en él y, en cierto modo, inmanente, lo penetra y vivifica desde dentro. Esto sirve especialmente para el hombre: Dios está en lo íntimo de su ser como pensamiento, conciencia, corazón; es realidad psicológica y ontológica ante la cual San Agustín decía: «es más íntimo de mi intimidad» (228). Estas palabras nos ayudan a entender mejor las que Jesús dirigió a la Samaritana: «Dios es espíritu». Solamente el Espíritu puede ser «más íntimo de mi intimidad» tanto en el ser como en la experiencia espiritual; solamente el Espíritu puede ser tan inmanente al hombre y al mundo, al permanecer inviolable e inmutable en su absoluta trascendencia

Pero la presencia divina en el mundo y en el hombre se ha manifestado de modo nuevo y de forma visible en Jesucristo. Verdaderamente en él «se ha manifestado la gracia» (229). El amor de Dios Padre, don, gracia infinita, principio de vida, se ha hecho visible en Cristo, y en su humanidad se ha hecho «parte» del universo, del género humano y de la historia. La «manifestación de la gracia» en la historia del hombre, mediante Jesucristo, se ha realizado por obra del Espíritu Santo, que es el principio de toda acción salvífica de Dios en el mundo: es el «Dios oculto» 230 que como amor y don «llena la tierra» (231). Toda la vida de la Iglesia, como se manifestará en el gran Jubileo, significa ir al encuentro de Dios oculto, al encuentro del Espíritu que da la vida.

3. El Espíritu Santo en el drama interno del hombre: la carne tiene apetencias contrarias al espíritu y el espíritu contrarias a la carne

55. Por desgracia, a través de la historia de la salvación resulta que la cercanía y presencia de Dios en el hombre y en el mundo, aquella admirable condescendencia del Espíritu, encuentra resistencia y oposición en nuestra realidad humana. Desde este punto de vista son muy elocuentes las palabras proféticas del anciano Simeón que «movido por el Espíritu», vino al Templo de Jerusalén para anunciar ante el recién nacido de Belén que éste «está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción» (232). La oposición a Dios, que es Espíritu invisible, nace ya en cierto modo en el terreno de la diversidad radical del mundo respecto a él, esto es, de su «visibilidad» y «materialidad» con relación a él, Espíritu «invisible» y «absoluto»; nace de su esencial e inevitable imperfección respecto a él, ser perfectísimo. Pero la oposición se convierte en drama y rebelión en el terreno ético, por aquel pecado que toma posesión del corazón humano, en el que «la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne» (233). Como ya hemos dicho, el Espíritu debe «convencer al mundo» en lo referente a este pecado.

San Pablo es quien de manera particularmente elocuente describe la tensión y la lucha que turba el corazón humano. Leemos en la Carta a los Gálatas: «Por mi parte os digo: Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como son entre si antagónicos, de forma que no hacéis lo que quisierais» (234). Ya en el hombre en cuanto ser compuesto, espiritual y corporal, existe una cierta tensión, tiene lugar una cierta lucha entre el «espíritu» y la «carne». Pero esta lucha pertenece de hecho a la herencia del pecado, del que es una consecuencia y, a la: vez, una confirmación. Forma parte de la experiencia cotidiana. Como escribe el Apóstol: «Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje ... embriaguez, orgías y cosas semejantes». Son los pecados que se podrían llamar «carnales». Pero el Apóstol añade también otros: «odios, discordias, celos, iras, rencillas, divisiones, envidias» (235) Todo esto son «las obras de la carne».

Pero a estas obras, que son indudablemente malas, Pablo contrapone «el fruto del Espíritu»: «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (236). Por el contexto parece claro que para el Apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal; sino que trata de las obras, —mejor dicho, de las disposiciones estables— virtudes y vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión (en el primer caso) o bien de resistencia (en el segundo) a la acción salvífica del Espíritu Santo. Por ello, el Apóstol escribe: «Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu» (237). Y en otros pasajes dice: «Los que viven según la carne, desean lo carnal; más los que viven según el Espíritu, lo espiritual»; «mas nosotros no estamos en la carne, sino en el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en nosotros» (238). La contraposición que San Pablo establece entre la vida «según el espíritu» y la vida «según la carne», genera una contraposición ulterior: la de la «vida» y la «muerte». «Las tendencias de la carne son muerte; mas las del espíritu, vida y paz»; de aquí su exhortación: «Si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis» (239).

Por lo cual ésta es una exhortación a vivir en la verdad, esto es, según los imperativos de la recta conciencia y, al mismo tiempo, es una profesión de fe en el Espíritu de la verdad, que da la vida. En efecto, «Aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia»; «Así que... no somos deudores de la carne para vivir según la carne» (240); somos mas bien, deudores de Cristo, que en el misterio pascual ha realizado nuestra justificación consiguiéndonos el Espíritu Santo: «¡Hemos sido bien comprados!» (241).

En los textos de San Pablo se superponen —y se compenetran recíprocamente— la dimensión ontológica (la carne y el espíritu), la ética (el bien y el mal) y la pneumatológica (la acción del Espíritu Santo en el orden de la gracia). Sus palabras (especialmente en las Cartas a los Romanos y a los Gálatas) nos permiten conocer y sentir vivamente la fuerza de aquella tensión y lucha que tiene lugar en el hombre entre la apertura a la acción del Espíritu Santo, y la resistencia y oposición a él, a su don salvífico. Los términos o polos contrapuestos son, por parte del hombre, su limitación y pecaminosidad, puntos neurálgicos de su realidad psicológica y ética; y, por parte de Dios, el misterio del don, aquella incesante donación de la vida divina por el Espíritu Santo. ¿De quien será la victoria? De quien haya sabido acoger el don.

56. Por desgracia, la resistencia al Espíritu Santo, que San Pablo subraya en la dimensión interior y subjetiva como tensión, lucha y rebelión que tiene lugar en el corazón humano, encuentra en las diversas épocas históricas y, especialmente, en la época moderna su dimensión externa, concentrándose como contenido de la cultura y de la civilización, como sistema filosófico, como ideología, como programa de acción y formación de los comportamientos humanos. Encuentra su máxima expresión en el materialismo, ya sea en su forma teórica —como sistema de pensamiento— ya sea en su forma práctica —como método de lectura y de valoración de los hechos— y además como programa de conducta correspondiente. El sistema que ha dado el máximo desarrollo y ha llevado a sus extremas consecuencias prácticas esta forma de pensamiento, de ideología y de praxis, es el materialismo dialéctico e histórico, reconocido hoy como núcleo vital del marxismo.

Por principio y de hecho el materialismo excluye radicalmente la presencia y la acción de Dios, que es Espíritu, en el mundo y, sobre todo, en el hombre por la razón fundamental de que no acepta su existencia, al ser un sistema esencial y programáticamente ateo. Es el fenómeno impresionante de nuestro tiempo al que el Concilio Vaticano II ha dedicado algunas páginas significativas: el ateísmo (242). Aunque no se puede hablar del ateísmo de modo unívoco, ni se le puede reducir exclusivamente a la filosofía materialista dado que existen varias especies de ateísmo y quizás puede decirse que a menudo se usa esta palabra de modo equívoco, sin embargo es cierto que un materialismo verdadero y propio entendido como teoría explica la realidad y tomado como principio clave de la acción personal y social, tiene carácter ateo. El horizonte de los valores y de los fines de la praxis, que él delimita, está íntimamente unido a la interpretación de toda la realidad como «materia». Si a veces habla también del «espíritu» y de las «cuestiones del espíritu», por ejemplo en el campo de la cultura o de la moral, lo hace solamente porque considera algunos hechos como derivados (epifenómenos) de la materia, la cual según este sistema es la forma única y exclusiva del ser. De aquí se sigue que, según esta interpretación, la religión puede ser entendida solamente como una especie de «ilusión idealista» que ha de ser combatida con los modos y métodos más oportunos según los lugares y circunstancias históricas, para eliminarlas de la sociedad y del corazón mismo del hombre.

Se puede decir, por tanto, que el materialismo es el desarrollo sistemático y coherente de aquella «resistencia» y oposición denunciados por San Pablo con estas palabras: «La carne tiene apetencias contrarias al espíritu». Este conflicto es, sin embargo, recíproco como lo pone de relieve el Apóstol en la segunda parte de su máxima: «El espíritu tiene apetencias contrarias a la carne». El que quiere vivir según el Espíritu, aceptando y correspondiendo a su acción salvífica, no puede dejar de rechazar las tendencias y pretensiones internas y externas de la «carne», incluso en su expresión ideológica e histórica de «materialismo» antirreligioso. En esta perspectiva tan característica de nuestro tiempo se deben subrayar las «apetencias del espíritu» en los preparativos del gran Jubileo, como llamadas que resuenan en la noche de un nuevo tiempo de adviento, donde al final, como hace dos mil años, «todos verán la salvación de Dios» (243). Esta es una posibilidad y una esperanza que la Iglesia confía a los hombres de hoy. Ella sabe que el encuentro-choque entre las «apetencias contrarias al espíritu» —que caracterizan tantos aspectos de la civilización contemporánea, especialmente en algunos de sus ámbitos— y las «apetencias contrarias a la carne», con el acercamiento de Dios, con su encarnación, con su comunicación siempre nueva del Espíritu Santo, puede representar en muchos casos un carácter dramático y terminar en nuevas derrotas humanas. Pero ella cree firmemente que, por parte de Dios, existe siempre una comunicación salvífica, una venida salvífica y, si acaso, un salvífico «convencer en lo referente al pecado» por obra del Espíritu.

57. En la contraposición paulina entre el «espíritu» y la «carne» está incluida también la contraposición entre la «vida» y la «muerte». Este es un grave problema sobre el que se debe decir ahora que el materialismo, como sistema de pensamiento en cualquiera de sus versiones, significa la aceptación de la muerte como final definitivo de la existencia humana. Todo lo que es material es corruptible y, por lo tanto, el cuerpo humano (en cuanto «animal») es mortal. Si el hombre en su esencia es sólo «carne», la muerte es para él una frontera y un término insalvable. Entonces se entiende el que pueda decirse que la vida humana es exclusivamente un «existir para morir».

Es necesario añadir que en el horizonte de la civilización contemporánea —especialmente la más avanzada en sentido técnico-científico— los signos y señales de muerte han llegado a ser particularmente presentes y frecuentes. Baste pensar en la carrera armamentista y en el peligro, a que la misma conlleva, de una autodestrucción nuclear. Por otra parte, se hace cada vez más patente a todos la grave situación de extensas regiones del planeta, marcadas por la indigencia y el hambre que llevan a la muerte. Se trata de problemas que no son sólo económicos, sino también y ante todo éticos. Pero en el horizonte de nuestra época se vislumbran «signos de muerte» aún más sombríos; se ha difundido el uso —que en algunos lugares corre el riesgo de convertirse en institución— de quitar la vida a los seres humanos aún antes de su nacimiento, o también antes de que lleguen a la meta natural de la muerte. Y más aún, a pesar de tan nobles esfuerzos en favor de la paz, se han desencadenado y se dan todavía nuevas guerras que privan de la vida o de la salud a centenares de miles de hombres. Y ¿cómo no recordar los atentados a la vida humana por parte del terrorismo, organizado incluso a escala internacional?

Por desgracia, esto es solamente un esbozo parcial e incompleto del cuadro de muerte que se está perfilando en nuestra época, mientras nos acercamos cada vez más al final del segundo milenio cristiano. Desde el sombrío panorama de la civilización materialista y, en particular, desde aquellos signos de muerte que se multiplican en el marco sociológico-histórico en que se mueve ¿no surge acaso una nueva invocación, más o menos consciente, al Espíritu que da la vida? En cualquier caso, incluso independientemente del grado de esperanza o de desesperación humana, así como de las ilusiones o de los desengaños que se derivan del desarrollo de los sistemas materialistas de pensamiento y de vida, queda la certeza cristiana de que el viento sopla donde quiere, de que nosotros poseemos «las primicias del Espíritu» y que, por tanto, podemos estar también sujetos a los sufrimientos del tiempo que pasa, pero «gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (244), esto es, de nuestro ser humano, corporal y espiritual. Gemimos, sí, pero en una espera llena de indefectible esperanza, porque precisamente a este ser humano se ha acercado Dios, que es Espíritu. «Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne» (245). En el culmen del misterio pascual, el Hijo de Dios, hecho hombre y crucificado por los pecados del mundo, se presentó en medio de sus discípulos después de la resurrección, sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo». Este «soplo» permanece para siempre. He aquí que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza» (246).

4. El Espíritu Santo fortalece el «hombre interior»

58. El misterio de la Resurrección y de Pentecostés es anunciado y vivido por la Iglesia, que es la heredera y continuadora del testimonio de los Apóstoles sobre la resurrección de Jesucristo. Es el testigo perenne de la victoria sobre la muerte, que reveló la fuerza del Espíritu Santo y determinó su nueva venida, su nueva presencia en los hombres y en el mundo. En efecto, en la resurreción de Cristo, el Espíritu Santo Paráclito se reveló sobre todo como el que da la vida: «Aquél que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (247). En nombre de la resurrección de Cristo la Iglesia anuncia la vida, que se ha manifestado más allá del límite de la muerte, la vida que es más fuerte que la muerte. Al mismo tiempo, anuncia al que da la vida: el Espíritu vivificante; lo anuncia y coopera con él en dar la vida. En efecto, «aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia» 248 realizada por Cristo crucificado y resucitado. Y en nombre de la resurrección de Cristo, la Iglesia sirve a la vida que proviene de Dios mismo, en íntima unión y humilde servicio al Espíritu. Precisamente por medio de este servicio el hombre se convierte de modo siempre nuevo en «el camino de la Iglesia», como dije ya en la Encíclica sobre Cristo Redentor (249) y ahora repito en ésta sobre el Espíritu Santo. La Iglesia unida al Espíritu, es consciente más que nadie de la realidad del hombre interior, de lo que en el hombre hay de más profundo y esencial, porque es espiritual e incorruptible. A este nivel el Espíritu injerta la «raíz de la inmortalidad» (250), de la que brota la nueva vida, esto es, la vida del hombre en Dios que, como fruto de su comunicación salvífica por el Espíritu Santo, puede desarrollarse y consolidarse solamente bajo su acción. Por ello, el Apóstol se dirige a Dios en favor de los creyentes, a los que dice: «Doblo mis rodillas ante el Padre... para que os conceda que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior» (251).

Bajo el influjo del Espíritu Santo madura y se refuerza este hombre interior, esto es, «espiritual». Gracias a la comunicación divina el espíritu humano que «conoce los secretos del hombre», se encuentra con el Espíritu que «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (252). Por este Espíritu, que es el don eterno, Dios uno y trino se abre al hombre, al espíritu humano. El soplo oculto del Espíritu divino hace que el espíritu humano se abra, a su vez, a la acción de Dios salvífica y santificante. Mediante el don de la gracia que viene del Espíritu el hombre entra en «una nueva vida», es introducido en la realidad sobrenatural de la misma vida divina y llega a ser «santuario del Espíritu Santo», «templo vivo de Dios» (253). En efecto, por el Espíritu Santo, el Padre y el Hijo vienen al hombre y ponen en él su morada (254). En la comunión de gracia con la Trinidad se dilata el «área vital» del hombre, elevada a nivel sobrenatural por la vida divina. El hombre vive en Dios y de Dios: vive «según el Espíritu» y «desea lo espiritual».

59. La relación íntima con Dios por el Espíritu Santo hace que el hombre se comprenda, de un modo nuevo, también a sí mismo y a su propia humanidad. De esta manera, se realiza plenamente aquella imagen y semejanza de Dios que es el hombre desde el principio (255). Esta verdad íntima sobre el ser humano ha de ser descubierta constantemente a la luz de Cristo que es el prototipo de la relación con Dios y, en él, debe ser descubierta también la razón de «la entrega sincera de sí mismo a los demás», como escribe el Concilio Vaticano II; precisamente en razón de esta semejanza divina se demuestra que el hombre «es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma», en su dignidad de persona, pero abierta a la integración y comunión social (256). El conocimiento eficaz y la realización plena de esta verdad del ser se dan solamente por obra del Espíritu Santo. El hombre llega al conocimiento de esta verdad por Jesucristo y la pone en práctica en su vida por obra del Espíritu, que el mismo Jesús nos ha dado.

En este camino, «camino de madurez interior» que supone el pleno descubrimiento del sentido de la humanidad, Dios se acerca al hombre, penetra cada vez más a fondo en todo el mundo humano. Dios uno y trino, que en sí mismo «existe» como realidad trascendente de don interpersonal al comunicarse por el Espíritu Santo como don al hombre, transforma el mundo humano desde dentro, desde el interior de los corazones y de las conciencias. De este modo el mundo, partícipe del don divino, se hace como enseña el Concilio, «cada vez más humano, cada vez más profundamente humano» (257), mientras madura en él, a través de los corazones y de las conciencias de los hombres, el Reino en el que Dios será definitivamente «todo en todos» (258): como don y amor. Don y amor: éste es el eterno poder de la apertura de Dios uno y trino al hombre y al mundo, por el Espíritu Santo.

En la perspectiva del año dos mil desde el nacimiento de Cristo se trata de conseguir que un número cada vez mayor de hombres «puedan encontrar su propia plenitud... en la entrega sincera de sí mismo a los demás» según la citada frase del Concilio. Que bajo la acción del Espíritu Paráclito se realice en nuestro mundo el proceso de verdadera maduración en la humanidad, en la vida individual y comunitaria por el cual Jesús mismo «cuando ruega al Padre que "todos sean uno, como nosotros también somos uno" (Jn 17, 21-22), sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad» (259). El Concilio reafirma esta verdad sobre el hombre, y la Iglesia ve en ella una indicación particularmente fuerte y determinante de sus propias tareas apostólicas. En efecto, si el hombre es «el camino de la Iglesia», este camino pasa a través de todo el misterio de Cristo, como modelo divino del hombre. Sobre este camino el Espíritu Santo, reforzando en cada uno de nosotros «al hombre interior» hace que el hombre, cada vez mejor, pueda «encontrarse en la entrega sincera de sí mismo a los demás». Puede decirse que en estas palabras de la Constitución pastoral del Concilio se compendia toda la antropología cristiana: la teoría y la praxis, fundada en el Evangelio, en la cual el hombre, descubriendo en sí mismo su pertenencia a Cristo, y en a la elevación a «hijo de Dios», comprende mejor también su dignidad de hombre, precisamente porque es el sujeto del acercamiento y de la presencia de Dios, sujeto de la condescendencia divina en la que está contenida la perspectiva e incluso la raíz misma de la glorificación definitiva. Entonces se puede repetir verdaderamente que la «gloria de Dios es el hombre viviente, pero la vida del hombre es la visión de Dios» (260): el hombre, viviendo una vida divina, es la gloria de Dios, y el Espíritu Santo es el dispensador oculto de esta vida y de esta gloria. El —dice Basilio el Grande— «simple en su esencia y variado en sus dones ... se reparte sin sufrir división ... está presente en cada hombre capaz de recibirlo, como si sólo él existiera y, no obstante, distribuye a todos gracia abundante y completa» (261).

60. Cuando, bajo el influjo del Paráclito, los hombres descubren esta dimensión divina de su ser y de su vida, ya sea como personas ya sea como comunidad, son capaces de liberarse de los diversos determinismos derivados principalmente de las bases materialistas del pensamiento, de la praxis y de su respectiva metodología. En nuestra época estos factores han logrado penetrar hasta lo más íntimo del hombre, en el santuario de la conciencia, donde el Espíritu Santo infunde constantemente la luz y la fuerza de la vida nueva según la libertad de los hijos de Dios. La madurez del hombre en esta vida está impedida por los condicionamientos y las presiones que ejercen sobre él las estructuras y los mecanismos dominantes en los diversos sectores de la sociedad. Se puede decir que en muchos casos los factores sociales, en vez de favorecer el desarrollo y la expansión del espíritu humano, terminan por arrancarlo de la verdad genuina de su ser y de su vida, —sobre la que vela el Espíritu Santo— para someterlo así al «Príncipe de este mundo».

El gran Jubileo del año dos mil contiene, por tanto, un mensaje de liberación por obra del Espíritu, que es el único que puede ayudar a las personas y a las comunidades a liberarse de los viejos y nuevos determinismos, guiándolos con la «ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (262), descubriendo y realizando la plena dimensión de la verdadera libertad del hombre. En efecto —como escribe San Pablo— «donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (263). Esta revelación de la libertad y, por consiguiente, de la verdadera dignidad del hombre adquiere un significado particular para los cristianos y para la Iglesia en estado de persecución —ya sea en los tiempos antiguos, ya sea en la actualidad—, porque los testigos de la verdad divina son entonces una verificación viva de la acción del Espíritu de la verdad, presente en el corazón y en la conciencia de los fieles, y a menudo sellan con su martirio la glorificación suprema de la dignidad humana.

También en las situaciones normales de la sociedad los cristianos, como testigos de la auténtica dignidad del hombre, por su obediencia al Espíritu Santo, contribuyen a la múltiple «renovación de la faz de la tierra», colaborando con sus hermanos a realizar y valorar todo lo que el progreso actual de la civilización, de la cultura, de la ciencia, de la técnica y de los demás sectores del pensamiento y de la actividad humana, tiene de bueno, noble y bello (264). Esto lo hacen como discípulos de Cristo, —como escribe el Concilio— «constituido Señor por su resurrección ... obra ya por virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin» (265). De esta manera, afirman aún más la grandeza del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios; grandeza que es iluminada por el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, el cual, «en la plenitud de los tiempos», por obra del Espíritu Santo, ha entrado en la historia y se ha manifestado como verdadero hombre, primogénito de toda criatura, «del cual proceden todas las cosas y para el cual somos» (266).

5. La Iglesia sacramento de la unión intima con Dios

61. Acercándose el final del segundo milenio, que a todos debe recordar y casi hacer presente de nuevo la venida del Verbo en la plenitud de los tiempos, la Iglesia, una vez más, trata de penetrar en la esencia misma de su constitución divino-humana y de aquella misión que la hace participar en la misión mesiánica de Cristo, según la enseñanza y el plan siempre válido del Concilio Vaticano II. Siguiendo esta línea, podemos remontarnos al Cenáculo donde Jesucristo revela el Espíritu Santo como Paráclito, como Espíritu de la verdad, y habla de su propia «partida» mediante la Cruz como condición necesaria de su «venida»: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (267). Hemos visto que este anuncio ha tenido ya su primera realización la tarde del día de Pascua y luego durante la celebración de Pentecostés en Jerusalén, y que desde entonces se verifica en la historia de la humanidad a través de la Iglesia.

A la luz de este anuncio adquiere igualmente pleno significado lo que Jesús, durante la última Cena, dice a propósito de su nueva «venida». En efecto, es significativo que en el mismo discurso de despedida, anuncie no sólo su «partida», sino también su nueva «venida». Dice textualmente: «No os dejaré huérfanos; volveré a vosotros» (268). Y en el momento de la despedida definitiva, antes de subir al cielo, repetirá aun más explícitamente: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» 269. Esta nueva «venida» de Cristo, este continuo venir para estar con los apóstoles y con la Iglesia, este «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo», ciertamente no cambia el hecho de su «partida»; le sigue a ésa tras la conclusión de la actividad mesiánica de Cristo en la tierra, y tiene lugar en el marco del preanunciado envío del Espíritu Santo y, por así decir, se encuadra dentro de su misma misión. Y sin embargo se cumple por obra del Espíritu Santo, el cual hace que Cristo, que se ha ido, venga ahora y siempre de un modo nuevo. Esta nueva venida de Cristo por obra del Espíritu Santo y su constante presencia y acción en la vida espiritual, se realizan en la realidad sacramental. En ella Cristo, que se ha ido en su humanidad visible, viene, está presente y actúa en la Iglesia de una manera tan íntima que la constituye como Cuerpo suyo. En cuanto tal, la Iglesia vive, actúa y crece «hasta el fin del mundo». Todo esto acontece por obra del Espíritu Santo.

62. La expresión sacramental más completa de la partida de Cristo por medio del misterio de la Cruz y de la Resurrección es la Eucaristía. En ella se realiza sacramentalmente cada vez su venida y su presencia salvífica: en el Sacrificio y en la Comunión. Se realiza por obra del Espíritu Santo, dentro de su propia misión (270). Mediante la Eucaristía el Espíritu Santo realiza aquel «fortalecimiento del hombre interior» del que habla la Carta a los Efesios (271). Mediante la Eucaristía, las personas y comunidades, bajo la acción del Paráclito consolador, aprenden a descubrir el sentido divino de la vida humana, aludido por el Concilio: el sentido por el que Jesucristo «revela plenamente el hombre al hombre», sugiriendo «una cierta semejanza entre la unión de las Personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad» (272). Esta unión se expresa y se realiza especialmente mediante la Eucaristía en la que el hombre, participando del sacrificio de Cristo, que tal celebración actualiza, aprende también a «encontrarse... en la entrega sincera de sí mismo» (273) en la comunión con Dios y con los otros hombres, sus hermanos.

Por esto los primeros cristianos, ya desde los días que siguieron a la venida del Espíritu Santo, «acudían asiduamente a la fracción del pan y a la oración», formando así una comunidad unida en las enseñanzas de los apóstoles.274 De esta manera «reconocían» que su Señor resucitado y ya ascendido al cielo, venía nuevamente, en medio de ellos, en la comunidad eucarística de la Iglesia y por medio de ésta. Guiada por el Espíritu Santo, la Iglesia desde el principio se manifestó y se confirmó a sí misma a través de la Eucaristía. Y así ha sido siempre en todas las generaciones cristianas hasta nuestros días, hasta esta vigilia del cumplimiento del segundo milenio cristiano. Ciertamente, debemos constatar, por desgracia, que el milenio ya transcurrido ha sido el de las grandes divisiones entre los cristianos. Por consiguiente, todos los creyentes en Cristo, a ejemplo de los Apóstoles, deberán poner todo su empeño en conformar su pensamiento y acción a la voluntad del Espíritu Santo, «principio de unidad de la Iglesia» (275), para que todos los bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo, se encuentren unidos como hermanos en la celebración de la misma Eucaristía «sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad» (276).

63. La presencia eucarística de Cristo, su sacramental «estoy con vosotros», permite a la Iglesia descubrir cada vez más profundamente su propio misterio, como atestigua toda la eclesiología del Concilio Vaticano II, para el cual «la Iglesia es en Cristo un sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima con Dios y de unidad de todo el género humano» (277). Como sacramento, la Iglesia se desarrolla desde el misterio pascual de la «partida» de Cristo, viviendo de su «venida» siempre nueva por obra del Espíritu Santo, dentro de la misma misión del Paráclito-Espíritu de la verdad. Este es precisamente el misterio esencial de la Iglesia como proclama el Concilio.

Si en virtud de la creación Dios es aquél en el que todos «vivimos, nos movemos y existimos» (278), a su vez la fuerza de la Redención perdura y se desarrolla en la historia del hombre y del mundo como en un doble «ritmo», cuya fuente se encuentra en el eterno Padre. Por un lado, es el ritmo de la misión del Hijo, que ha venido al mundo, naciendo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo; y por el otro, es también el ritmo de la misión del Espíritu Santo, como ha sido revelado definitivamente por Cristo. Por medio de la «partida» del Hijo, el Espíritu ha venido y viene constantemente como Paráclito y Espíritu de la verdad. Y en el ámbito de su misión, casi como en la intimidad de la presencia invisible del Espíritu, el Hijo, que «se había ido» a través del misterio pascual, «viene» y está continuamente presente en el misterio de la Iglesia, ocultándose o manifestándose en su historia y dirigiendo siempre su curso. Todo esto tiene lugar sacramentalmente por obra del Espíritu Santo, el cual, tomando de las riquezas de la Redención de Cristo, da la vida continuamente. La Iglesia, al tomar conciencia cada vez más viva de este misterio, se ve mejor a sí misma sobre todo como sacramento. Esto sucede también porque, por voluntad de su Señor, mediante los diversos sacramentos la Iglesia realiza su ministerio salvífico para el hombre. El ministerio sacramental, cada vez que se realiza, lleva consigo el misterio de la «partida» de Cristo mediante la Cruz y la Resurrección, por medio de la cual viene el Espíritu Santo. Viene y actúa: «da la vida». En efecto, los Sacramentos significan la gracia y confieren la gracia; significan la vida y dan la vida. La Iglesia es la dispensadora visible de los signos sagrados, mientras el Espíritu Santo actúa en ellos como dispensador invisible de la vida que significan. Junto con el Espíritu está y actúa en ellos Cristo Jesús.

64. Si la Iglesia es el sacramento de la unión íntima con Dios, lo es en Jesucristo, en quien esta misma unión se verifica como realidad salvífica. Lo es en Jesucristo, por obra del Espíritu Santo. La plenitud de la realidad salvífica, que es Cristo en la historia, se difunde de modo sacramental por el poder del Espíritu Paráclito. De este modo, el Espíritu Santo es «el otro Paráclito» o «nuevo consolador» porque, mediante su acción, la Buena Nueva toma cuerpo en las conciencias y en los corazones humanos y se difunde en la historia. En todo está el Espíritu Santo que da la vida.

Cuando usamos la palabra «sacramento» referido a la Iglesia, hemos de tener presente que en el texto conciliar la sacramentalidad de la Iglesia aparece distinta de aquella que, en sentido estricto, es propia de los Sacramentos. Leemos al respecto: «La Iglesia es ... como un sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima con Dios». Pero lo que cuenta y emerge del sentido analógico, con el que la palabra es empleada en los dos casos, es la relación que la Iglesia tiene con el poder del Espíritu Santo, que él solo da la vida; la Iglesia es signo e instrumento de la presencia y de la acción del Espíritu vivificante.

El Vaticano II añade que la Iglesia es «un sacramento de la unidad de todo el género humano». Se trata evidentemente de la unidad que el género humano, diferenciado en sí mismo de muchas maneras, tiene de Dios y en Dios. Ella tiene sus raíces en el misterio de la creación y adquiere una nueva dimensión en el misterio de la Redención, en orden a la salvación universal. Puesto que Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (279), la Redención comprende todos los hombres y, en cierto modo, toda la creación. En la misma dimensión universal de la Redención actúa, en virtud de la «partida» de Cristo, el Espíritu Santo. Por ello la Iglesia, fundamentada mediante su propio misterio en la economía trinitaria de la salvación, con razón se ve a sí misma como «sacramento de la unidad de todo el género humano». Sabe que lo es por el poder del Espíritu Santo, de cuyo poder es signo e instrumento en la actuación del plan salvífico de Dios.

De este modo, se realiza la «condescendencia» del infinito Amor trinitario: el acercamiento de Dios, Espíritu invisible, al mundo visible. Dios uno y trino se comunica al hombre por el Espíritu Santo desde el principio mediante su «imagen y semejanza». Bajo la acción del mismo Espíritu el hombre y, por medio de él, el mundo creado redimido por Cristo, se acercan a su destino definitivo en Dios. De este acercamiento de los dos polos de la creación y de la redención, Dios y el hombre, la Iglesia se convierte en «sacramento, o sea signo e instrumento». Ella actúa para restablecer y reforzar la unidad en las raíces mismas del género humano: en la relación de comunión que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Redentor. Es una verdad que, en base a las enseñanzas del Concilio, podemos meditar, desarrollar y aplicar en toda la extensión de su significado en esta fase del paso del segundo al tercer milenio cristiano. Y nos resulta entrañable tener conciencia cada vez más viva del hecho de que dentro de la acción desarrollada por la Iglesia en la historia de la salvación —que está inscrita en la historia de la humanidad— está presente y operante el Espíritu Santo, aquél que con el soplo de la vida divina impregna la peregrinación terrena del hombre y hace confluir toda la creación —toda la historia—hacia su último término en el océano infinito de Dios.

6. El Espíritu y la Esposa dicen: «¡Ven!»

65. El soplo de la vida divina, el Espíritu Santo, en su manera más simple y común, se manifiesta y se hace sentir en la oración. Es hermoso y saludable pensar que, en cualquier lugar del mundo donde se ora, allí está el Espíritu Santo, soplo vital de la oración. Es hermoso y saludable reconocer que si la oración está difundida en todo el orbe, en el pasado, en el presente y en el futuro, de igual modo está extendida la presencia y la acción del Espíritu Santo, que «alienta» la oración en el corazón del hombre en toda la inmensa gama de las mas diversas situaciones y de las condiciones, ya favorables, ya adversas a la vida espiritual y religiosa. Muchas veces, bajo la acción del Espíritu, la oración brota del corazón del hombre no obstante las prohibiciones y persecuciones, e incluso las proclamaciones oficiales sobre el carácter arreligioso o incluso ateo de la vida pública. La oración es siempre la voz de todos aquellos que aparentemente no tienen voz, y en esta voz resuena siempre aquel «poderoso clamor», que la Carta a los Hebreos atribuye a Cristo (280). La oración es también la revelación de aquel abismo que es el corazón del hombre: una profundidad que es de Dios y que sólo Dios puede colmar, precisamente con el Espíritu Santo. Leemos en San Lucas: «Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan» (281).

El Espíritu Santo es el don, que viene al corazón del hombre junto con la oración. En ella se manifiesta ante todo y sobre todo como el don que «viene en auxilio de nuestra debilidad». Es el rico pensamiento desarrollado por San Pablo en la Carta a los Romanos cuando escribe: «Nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables» (282). Por consiguiente, el Espíritu Santo no sólo hace que oremos, sino que nos guía «interiormente» en la oración, supliendo nuestra insuficiencia y remediando nuestra incapacidad de orar. Está presente en nuestra oración y le da una dimensión divina.283 De esta manera, «el que escruta los corazones conoce cual es la aspiración del Espíritu y que su intercesión a favor de los santos es según Dios» (284). La oración por obra del Espíritu Santo llega a ser la expresión cada vez más madura del hombre nuevo, que por medio de ella participa de la vida divina.

Nuestra difícil época tiene especial necesidad de la oración. Si en el transcurso de la historia —ayer como hoy— muchos hombres y mujeres han dado testimonio de la importancia de la oración, consagrándose a la alabanza a Dios y a la vida de oración, sobre todo en los Monasterios, con gran beneficio para la Iglesia, en estos años va aumentando también el número de personas que, en movimientos o grupos cada vez más extendidos, dan la primacía a la oración y en ella buscan la renovación de la vida espiritual. Este es un síntoma significativo y consolador, ya que esta experiencia ha favorecido realmente la renovación de la oración entre los fieles que han sido ayudados a considerar mejor el Espíritu Santo, que suscita en los corazones un profundo anhelo de santidad.

En muchos individuos y en muchas comunidades madura la conciencia de que, a pesar del vertiginoso progreso de la civilización técnico-científica y no obstante las conquistas reales y las metas alcanzadas, el hombre y la humanidad están amenazados. Frente a este peligro, y habiendo ya experimentado antes la espantosa realidad de la decadencia espiritual del hombre, personas y comunidades enteras —como guiados por un sentido interior de la fe— buscan la fuerza que sea capaz de levantar al hombre, salvarlo de sí mismo, de su propios errores y desorientaciones, que con frecuencia convierten en nocivas sus propias conquistas. Y de esta manera descubren la oración, en la que se manifiesta «el Espíritu que viene en ayuda de nuestra flaqueza». De este modo, los tiempos en que vivimos acercan al Espíritu Santo muchas personas que vuelven a la oración. Y confío en que todas ellas encuentren en la enseñanza de esta Encíclica una ayuda para su vida interior y consigan fortalecer, bajo la acción del Espíritu, su compromiso de oración, de acuerdo con la Iglesia y su Magisterio.

66. En medio de los problemas, de las desilusiones y esperanzas, de las deserciones y retornos de nuestra época, la Iglesia permanece fiel al misterio de su nacimiento. Si es un hecho histórico que la Iglesia salió del Cenáculo el día de Pentecostés, se puede decir en cierto modo que nunca lo ha dejado. Espiritualmente el acontecimiento de Pentecostés no pertenece sólo al pasado: la Iglesia está siempre en el Cenáculo que lleva en su corazón. La Iglesia persevera en la oración, como los Apóstoles junto a María, Madre de Cristo, y junto a aquellos que constituían en Jerusalén el primer germen de la comunidad cristiana y aguardaban , en oración, la venida del Espíritu Santo.

La Iglesia persevera en oración con María. Esta unión de la Iglesia orante con la Madre de Cristo forma parte del misterio de la Iglesia desde el principio: la vemos presente en este misterio como está presente en el misterio de su Hijo. Nos lo dice el Concilio: «La Virgen Santísima... cubierta con la sombra del Espíritu Santo... dio a la luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno»; ella, «por sus gracias y dones singulares, ... unida con la Iglesia ... es tipo de la Iglesia» (285). «La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad ... se hace también madre» y «a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera». Ella (la Iglesia) «es igualmente virgen, que guarda... la fe prometida al Esposo» (286).

De este modo se comprende el profundo sentido del motivo por el que la Iglesia, unida a la Virgen Madre, se dirige incesantemente como Esposa a su divino Esposo, como lo atestiguan las palabras del Apocalipsis que cita el Concilio: «El Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: «¡Ven!» (287). La oración de la Iglesia es esta invocación incesante en la que a el Espíritu mismo intercede por nosotros»; en cierta manera él mismo la pronuncia con la Iglesia y en la Iglesia. En efecto, el Espíritu ha sido dado a la Iglesia para que, por su poder, toda la comunidad del pueblo de Dios, a pesar de sus múltiples ramificaciones y diversidades, persevere en la esperanza: aquella esperanza en la que «hemos sido salvados» (288). Es la esperanza escatológica, la esperanza del cumplimiento definitivo en Dios, la esperanza del Reino eterno, que se realiza por la participación en la vida trinitaria. El Espíritu Santo, dado a los Apóstoles como Paráclito, es el custodio y el animador de esta esperanza en el corazón de la Iglesia.

En la perspectiva del tercer milenio después de Cristo, mientras «el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús; "¡Ven!", esta oración suya conlleva, como siempre, una dimensión escatológica destinada también a dar pleno significado a la celebración del gran Jubileo. Es una oración encaminada a los destinos salvíficos hacia los cuales el Espíritu Santo abre los corazones con su acción a través de toda la historia del hombre en la tierra. Pero al mismo tiempo, esta oración se orienta hacia un momento concreto de la historia, en el que se pone de relieve la « plenitud de los tiempos», marcada por el año dos mil. La Iglesia desea prepararse a este Jubileo por medio del Espíritu Santo, así como por el Espíritu Santo fue preparada la Virgen de Nazaret, en la que el Verbo se hizo carne.


CONCLUSIÓN

67. Deseamos concluir estas consideraciones en el corazón de la Iglesia y en el corazón del hombre. El camino de la Iglesia pasa a través del corazón del hombre porque está aquí el lugar recóndito del encuentro salvífico con el Espíritu Santo, con el Dios oculto y, precisamente aquí el Espíritu Santo se convierte en «fuente de agua que brota para vida eterna» (289). El llega aquí como Espíritu de la verdad y como Paráclito, del mismo modo que había sido prometido por Cristo. Desde aquí él actúa como Consolador, Intercesor y Abogado, especialmente cuando el hombre, o la humanidad, se encuentra ante el juicio de condena de aquel «acusador», del que el Apocalipsis dice que «acusa» a nuestros hermanos día y noche delante de nuestro Dios (290). El Espíritu Santo no deja de ser el custodio de la esperanza en el corazón del hombre: la esperanza de todas las criaturas humanas y, especialmente, de aquellas que «poseen las primicias del Espíritu» y «esperan la redención de su cuerpo» (291).

El Espíritu Santo, en su misterioso vínculo de comunión divina con el Redentor del hombre, continua su obra; recibe de Cristo y lo transmite a todos, entrando incesantemente en la historia del mundo a través del corazón del hombre. En este viene a ser —como proclama la Secuencia de la solemnidad de Pentecostés— verdadero «padre de los pobres, dador de sus dones, luz de los corazones»; se convierte en «dulce huésped del alma», que la Iglesia saluda incesantemente en el umbral de la intimidad de cada hombre. En efecto, él trae «descanso» y «refrigerio» en medio de las fatigas del trabajo físico e intelectual; trae «descanso» y «brisa» en pleno calor del día, en medio de las inquietudes, luchas y peligros de cada época; trae por último, el «consuelo» cuando el corazón humano llora y está tentado por la desesperación.

Por esto la misma Secuencia exclama: «Sin tu ayuda nada hay en el hombre, nada que sea bueno». En efecto, sólo el Espíritu Santo «convence en lo referente al pecado» y al mal, con el fin de instaurar el bien en el hombre y en el mundo: para «renovar la faz de la tierra». Por eso realiza la purificación de todo lo que «desfigura» al hombre, de todo «lo que está manchado»; cura las heridas incluso las más profundas de la existencia humana; cambia la aridez interior de las almas transformándolas en fértiles campos de gracia y santidad. «Doblega lo que está rígido», «calienta lo que está frío», «endereza lo que está extraviado» a través de los caminos de la salvación (292).

Orando de esta manera, la Iglesia profesa incesantemente su fe: existe en nuestro mundo creado un Espíritu, que es un don increado. Es el Espíritu del Padre y del Hijo; como el Padre y el Hijo es increado, inmenso, eterno, omnipotente, Dios y Señor (293). Este Espíritu de Dios «llena la tierra» y todo lo creado reconoce en él la fuente de su propia identidad, en él encuentra su propia expresión trascendente, a él se dirige y lo espera, lo invoca con su mismo ser. A él, como Paráclito, como Espíritu de la verdad y del amor, se dirige el hombre que vive de la verdad y del amor y que sin la fuente de la verdad y del amor no puede vivir. A él se dirige la Iglesia, que es el corazón de la humanidad, para pedir para todos y dispensar a todos aquellos dones del amor, que por su medio «ha sido derramado en nuestros corazones» (294). A él se dirige la Iglesia a lo largo de los intrincados caminos de la peregrinación del hombre sobre la tierra; y pide, de modo incesante la rectitud de los actos humanos como obra suya; pide el gozo y el consuelo que solamente él, verdadero consolador, puede traer abajándose a la intimidad de los corazones humanos (295); pide la gracia de las virtudes, que merecen la gloria celeste; pide la salvación eterna en la plena comunicación divina a la que el Padre ha «predestinado» eternamente a los hombres creados por amor a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad.

La Iglesia con su corazón, que abarca todos los corazones humanos, pide al Espíritu Santo la felicidad que sólo en Dios tiene su realización plena: la alegría «que nadie podrá quitar» 296, la alegría que es fruto del amor y, por consiguiente, de Dios que es amor; pide «justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo» en el que, según San Pablo, consiste el Reino de Dios (297).

También la paz es fruto del amor: esa paz interior que el hombre cansado busca en la intimidad de su ser; esa paz que piden la humanidad, la familia humana, los pueblos, las naciones, los continentes, con la ansiosa esperanza de obtenerla en la perspectiva del paso del segundo milenio cristiano. Ya que el camino de la paz pasa en definitiva a través del amor y tiende a crear la civilización del amor, la Iglesia fija su mirada en aquél que es el amor del Padre y del Hijo y, a pesar de las crecientes amenazas, no deja de tener confianza, no deja de invocar y de servir a la paz del hombre sobre la tierra. Su confianza se funda en aquél que siendo Espíritu-amor, es también el Espíritu de la paz y no deja de estar presente en nuestro mundo, en el horizonte de las conciencias y de los corazones, para «llenar la tierra» de amor y de paz.

Ante él me arrodillo al terminar estas consideraciones implorando que, como Espíritu del Padre y del Hijo, nos conceda a todos la bendición y la gracia, que deseo transmitir en el nombre de la Santísima Trinidad, a los hijos y a las hijas de la Iglesia y a toda la familia humana.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 18 de mayo, solemnidad de Pentecostés del año 1986, octavo de mi Pontificado.

IOANNES PAULUS PP. II

 
1 Jn 7, 37 s.

2 Jn 7, 39.

3 Jn 4, 14; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4.

4 Cf. Jn 3, 5.

5 Cf. León XIII, Ep. Encicl. Divinum illud munus (9 mayo 1897): Acta Leonis, 17 (1898), pp. 125-148; Pío XII, Carta Encicl. Mystici Corporis (29 de junio 1943): AAS 35 (1943), pp. 183-248.

6 Audiencia general del 6 de junio de 1973: Pablo VI. Enseñanzas al Pueblo de Dios, XI (1973), 74.

7 Misal Romano; cf. 2 Cor 13, 13.

8 Jn 3, 17.

9 Flp 2, 11.

10 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4; Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Congreso internacional de Pneumatología (26 de marzo de 1982): «L'Osservatore Romano» en lengua española, 30 de mayo, 1982, p. 2.

11 Cf. Jn 4, 24.

12 Cf. Rom 8,22; Gál 6,15.

13 Cf. Mt 24, 35

14 Jn 4, 14.

15 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 17.

16 Allon parakleton: Jn 14, 16.

17 Jn 14, 13. 16 s.

18 Cf. 1 Jn 2, 1.

19 Jn 14, 26.

20 Jn 15, 26 s.

21 Cf. 1 Jn 1, 1-3; 4,14.

22 «La revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece ha sido puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo», por lo tanto la misma sagrada Escritura «se ha de leer con el mismo Espíritu con que fue escrita»: Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 11. 12.

23 Jn 16, 12 s.

24 Act 1, 1.

25 Jn 16,14.

26 Jn 16, 15.

27 Jn 16, 7s.

28 Jn 15, 26.

29 Jn 14, 16.

30 Jn 14, 26.

31 Jn 15, 26

32 Jn 14, 16.

33 Jn 16, 7.

34 Cf. Jn 3, 16 s., 34; 6, 57; 17, 3. 18. 23.

35 Mt 28, 19.

36 Cf. 1 Jn 4, 8. 16.

37 1 Cor 2, 10.

38 Cf. S. Tomás De Aquino, Summa Theol. Ia, qq. 37-38.

39 Rm 5, 5.

40 Jn 16, 14.

41 Gén 1, 1 s.

42 Gén 1, 26.

43 Rm 8, 19-22.

44 Jn 16-7.

45 Gál 4, 6; cf. Rm 8, 15.

46 Cf. Gál 4, 6; Flp 1, 19; Rm 8, 11.

47 Cf. Jn 16, 6.

48 Cf. Jn 16, 20.

49 Cf. Jn 16, 7.

50 Act 10, 37 s.

51 Cf. Lc 4, 16-21; 3, 16; 4, 14; Mc 1, 10.

52 Is 11, 1-3.

53 Is 61, 1 s.

54 Is 48, 16.

55 Is 42, 1.

56 Cf. Is 53, 5-6. 8.

57 Is 42, 1.

58 Is 42, 6.

59 Is 49, 6.

60 Is 59, 21.

61 Cf. Lc 2, 25-35.

62 Cf. Lc 1, 35.

63 Cf. Lc 2, 19. 51.

64 Cf. Lc 4, 16-21; Is 61, 1 s.

65 Lc 3, 16, cf. Mt 3, 11, Mc 1, 7s.; Jn 1, 33.

66 Jn 1,29.

67 Cf. Jn 1,33 s.

68 Lc 3, 31 s.; Cf. Mt 3, 16; Mc 1, 10.

69 Mt 3, 17.

70 Cf. S. Basilio, De Spiritu Sancto, XVI, 39: PG 32, 139.

71 Act 1, 1.

72 Cf. Lc 4, 1.

73 Cf. Lc 10, 17-20

74 Lc 10, 21; cf. Mt 11, 25 s.

75 Lc 10, 22; cf. Mt 11, 27.

76 Mt 3, 11; Lc 3, 16.

77 Jn 16, 13.

78 Jn 16, 14.

79 Jn 16, 15.

80 Cf. Jn 14, 26; 15, 26.

81 Jn 3, 16.

82 Rm 1, 3 s.

83 Ez 36, 26 s.; cf. Jn 7, 37-39; 19, 34

84 Jn 16, 7.

85 Cf. S. Cirilo de Alejandría, In Johannis Evangelium, lib. V, cap. II: PG 73, 755.

86 Jn 20, 19-22.

87 Cf. Jn 19, 30

88 Cf. Rom 1, 4.

89 Cf. Jn 16, 20.

90 Jn 16, 7.

91 Jn 16, 15.

92 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4.

93 Jn 15, 26 s.

94 Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 4.

95 Cf. Act l, 14.

96 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4. Existe toda una tradición patrística y teológica sobre la unión íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia, unión presentada a veces de modo análogo a la relación entre el alma y cuerpo en el hombre: cf. S. Ireneo, Adversus haereses, III, 24, 1: SC 211, pp. 470-474; S. Agustín, Sermo 267, 4, 4; PL 38, 1231; Sermo 268, 2: PL 38, 1232; In Iohannis evangelium tractatus, XXV, 13; XXVII, 6: CCL 36, 266, 272 s.; S. Gregorio Magno, In septem psalmos poenitentiales expositio, psal. V, 1: PL 79, 602; Dídimo Alejandrino, De Trinitate, II, 1: PG 39, 449 s.; S. Atanasio, Oratio III contra Arianos, 22, 23, 24: PG 26, 368 s., 372; S. Juan Crisóstomo. In Epistolam ad Ephesios, Homil. IX, 3: PG 62, 72 s. Santo Tomás de Aquino ha sintetizado la precedente tradición patrística y teológica, al presentar al Espíritu Santo como el «corazón» y el «alma» de la Iglesia: cf. Summa Theol., III, q. 8, a. 1, ad 3; In symbolum Apostolorum Expositio, a. IX; In Tertium Librum Sententiarum, Dist. XIIIfi q. 2, a. 2, quaestiuncula 3.

97 Cf. Ap 2, 29; 3, 6. 13. 22.

98 Cf. Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11.


100 Ibid., 41.

101 Ibid., 26.

102 Jn 16, 7.

103 Jn 16, 7.

104 Jn 16, 8-11

105 Cf. Jn 3, 17; 12, 47

106 Cf. Ef 6, 12.

107 Const past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 2

108 Cf. Ibid., 10, 13, 27, 37, 63, 73, 79, 80.

109 Act 2, 4.

110 Cf. S. Ireneo, Adversus haereses, III, 17, 2: SC 211, p. 330-332.

111 Act 1, 4. 5. 8.

112 Act 2, 22-24.

113 Cf. Act 3, 14 s.; 4, 10. 27 s.; 7, 52; 10, 39; 13, 28 s. etc.

114 Cf. Jn 3, 17; 12, 47.

115 Act 2, 36.

116 Act 2, 37 s.

117 Cf. Mc 1,15.

118 Jn 20, 22.

119 Cf. Jn 16, 9.

120 Os 13, 14 Vg; cf. 1 Cor 15, 55.

121 Cf. 1 Cor 2, 10.

122 Cf. 2 Tes 2, 7.

123 Cf. 1 Tim 3, 16.

124 Cf. Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 19-22: AAS 77 (1985), pp. 229-233.

125 Cf. Gén 1-3.

126 Cf. Rm 5, 19; Flp 2, 8.

127 Cf. Jn 1, 1. 2. 3. 10.

128 Cf. Col 1, 15-18.

129 Cf. Jn 8, 44.

130 Cf. Gén 1, 2.

131 Cf. Gén 1, 26. 28. 29.

132 Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 2.

133 Cf. 1 Cor 2, 10 s.

134 Cf. Jn 16, 11.

135 Cf. Flp 2, 8.

136 Gén 2, 16 s.

137 Gén 3, 5.

138 Cf. Gén 3, 22 sobre el «árbol de la vida»; cf. también Jn 3, 36; 4, 14; 5, 24; 6, 40. 47; 10, 28; 12, 50; 14, 6; Act 13, 48; Rm 6, 23; Gál 6, 8; 1 Tim 1, 16; Tit 1, 2; 3, 7; 1 Pe 3, 22; 1 Jn 1, 2; 2, 25; 5, 11. 13; Ap 2, 7.

139 Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theol., Ia-IIa, q. 80, a. 4 ad 3.

140 1 Jn 3, 8.

141 Jn 16, 11.

142 Cf. Ef 6, 12; Lc 22, 53.

143 Cf. De Civitate Dei XIV, 28: CCL 48, p. 451.

144 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en e1 mundo actual, 36.

145 En griego el verbo es parakalein = invocar, llamar hacia sí.

146 Cf. Gén 6, 7.

147 Gén 6, 5-7.

148 Cf. Rm 8, 20-22.

149 Cf. Mt 15, 32; Mc 8, 2.

150 Heb 9, 13 s.

151 Jn 20, 22 s.

152 Act 10, 38.

153 Heb 5, 7 s.

154 Heb 9,14.

155 Cf. Lev 9, 24; 1 Re 18, 38; 2 Cro 7, 1.

156 Cf. Jn 15, 26.

157 Jn 20, 22 s.

158 Mt 3, 11.

159 Cf. Jn 3, 8.

160 Jn 20, 22 s.

161 Cf. Secuencia Veni, Sancte Spiritus.

162 S. Buenaventura, De septem donis Spiritus Sancti, Colatio II, 3: Ad Claras Aquas, V, 463.

163 Mc 1, 15.

164 Cf. Heb 9, 14.

165 Const past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 16.

166 Cf. Gén 2, 9. 17.

167 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 16.

168 Ibid., 27.

169 Ibid., 13.

170 Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984),16: AAS 77 (1985), pp. 213-217.

171 Const. past. Gaudium et spes, 10.

172 Cf. Rom 7, 14-15. 19.

173 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 37.

174 Ibid., 13.

175 Ibid., 37.

176 Cf. Secuencia de Pentecostés: Reple cordis intima.

177 Cf. S. Agustín, Enarr. in Ps. XLI, 13: CCL 38, 470: «¿Qué abismo es, pues, y a qué abismo llama? Si abismo significa profundidad, ¿pensamos acaso que el corazón del hombre no sea un abismo? ¿Hay algo, pues, más profundo que este abismo? Los hombres pueden hablar, pueden ser vistos a través de las acciones que hacen con sus miembros, pueden ser escuchados en sus conversaciones; pero, ¿de quién se puede penetrar el pensamiento? ¿de quién se puede leer en su corazón?»

178 Cf. Heb 9, 14.

179 Jn 14, 17.

180 Mt 12. 31 s.

181 Mc 3, 28 s.

182 Lc 12, 10.

183 S. Tomás De Aquino, Summa Theol. IIa-IIae, q. 14, a. 3; cf. S. Agustín, Epist. 185, 11, 48-49: PL 33, 814 s.; S. Buenaventura, Comment. in Evang. S. Lucae cap. XIV, 15-16: Ad Claras Aquas, VII, pp. 314 s.

184 Cf. Sal 81 [80], 13; Jer 7, 24, Mc 3, 5.

185 Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 18: AAS 77 (1985), pp. 224-228.

186 Pío XII, Radiomensaje al Congreso Catequístico Nacional de los Estados Unidos de América en Boston (26 de octubre de 1946): Discursos y radiomensajes, VIII (1946), 288.

187 Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 18: AAS 77 (1985), pp. 225 s.

188 1 Tes 5, 19; Ef 4, 30.

189 Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 de didembre de 1984), 14-22: AAS 77 (1985), pp. 211-233.

190 Cf. S. Agustín, De Civitate Dei, XIV, 28: CCL 48, 451.

191 Cf. Jn 16, 11.

192 Cf. Jn 16,15.

193 Cf. Gál 4, 4.

194 Ap 1, 8; 22, 13.

195 Jn 3, 16.

196 Gál 4, 4 s.

197 Lc 1, 34 s.

198 Mt 1, 18.

199 Mt 1, 20 s.

200 S. Tomás De Aquino, Summa Theol. IIIa, q. 2, aa. 10-12; q. 6, a. 6; q. 7, a. 13.

201 Lc 1, 38.

202 Jn 1, 14.

203 Col 1, 15.

204 Cf. Por ejemplo, Gén 9, 11; Dt 5, 26; Job 34, 15; Is 40, 6; 52, 10; Sal 145 [144], 21; Lc 3, 6; 1 Pe 1, 24.

205 Lc 1, 45.

206 Cf. Lc 1, 41.

207 Cf. Jn 16, 9.

208 2 Cor 3, 17.

209 Cf. Rom 1, 5.

210 Rom 8, 29.

211 Cf. Jn 1, 14. 4. 12 s.

212 Cf. Rom 8, 14.

213 Cf. Gál 4, 6; Rom 5, 5; 2 Cor 1, 22.

214 Rom 8, 15.

215 Rom 8, 16 s.

216 Cfr. Sal 104 (103), 30.

217 Rom 8, 19.

218 Rom 8, 29.

219 Cf. 2 Pe 1, 4.

220 Cf. Ef 2, 18; Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 2.

221 Cf. 1 Cor 2, 12.

222 Cf. Ef 1, 3-14.

223 Ef 1, 13 s.

224 Cf. Jn 3, 8.

225 Const past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22; cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 16.

226 Jn 4, 24.

227 Ibid.

228 Cf. S. Agustín, Confess. III, 6, 11: CCL 27, 33.

229 Cf. Tit 2, 11.

230 Cf. Is 45, 15.

231 Cf. Sab 1, 7.

232 Lc 2, 27. 34.

233 Gál 5,17.

234 Gál 5, 16 s.

235 Cf. Gál 5, 19-21.

236 Gal 5, 22 s.

237 Gál 5, 25.

238 Cf. Rom 8, 5. 9.

239 Rm. 8, 6. 13.

240 Rm 8, 10. 12.

241 Cf. 1 Cor 6, 20.

242 Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 19. 20. 21.

243 Lc 3, 6; cf. Is 40, 5.

244 Cf. Rom 8, 23.

245 Rom 8, 3.

246 Rom 8, 26.

247 Rom 8, 11.

248 Rom 8, 10.

249 Cf. Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 14: AAS 71 (1979), pp. 284 s.

250 Cf. Sab 15, 3.

251 Cf. Ef 3, 14-16.

252 Cf. 1 Cor 2, 10 s.

253 Cf. Rom 8, 9; 1 Cor 6, 19.

254 Cf. Jn 14, 23; S. Ireneo, Adversus haereses, V, 6, 1: SC 153, pp. 72-80; S. Hilario, De Trinitate, VIII, 19. 21: PL 16, 752 s.; S. Agustín, Enarr. in Ps. XLIX, 2: CCL 38, pp. 575 s.; S. Cirilo de Alejandría, In Ioannis Evangelium, lib. I; II: PG 73, 154-158; 246; lib. IX: PG 74, 262; S. Atanasio, Oratio III contra Arianos, 24: PG 26, 374 s.; Epist. I ad Serapionem, 24: PG 26, 586 s.; Dídimo Alejandrino, De Trinitate, II, 6-7: PG 39, 523-530; S. Juan Crisóstomo, In epist. ad Romanos homilia XIII, 8: PG 60, 519; S. Tomás de Aquino, Summa Theol. Ia, q. 43, aa. 1, 3-6.

255 Cf. Gén 1, 26 s.; S. Tomás de Aquino, Summa Theol. Ia, q. 93; aa. 4. 5. 8.

256 Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24; cf. también 25.

257 Cf. Ibid., 38, 40.

258 Cf. 1 Cor 15, 28.

259 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24.

260 Cf. S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 20, 7: SC 100/2 p. 648.

261 S. Basilio, De Spirito Sancto, IX, 22: PG 32, 110.

262 Rom 8, 2.

263 2 Cor 3, 17.

264 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 53-59.

265 Ibid., 38.

266 1 Cor 8, 6.

267 Jn 16, 7.

268 Jn 14, 18.

269 Mt 28, 20.

270 Es lo que expresa la «Epiclesis» antes de la Consagración: «Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor» (Plegaria eucarística II).

271 Cf. Ef 3, 16.

272 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24.

273 Ibid.

274 Cf. Act 2, 42.

275 Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 2.

276 S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus XXVI, 13: CCL 36, p. 266; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 47.

277 Const. dogrn. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.

278 Act 17, 28.

279 1 Tim 2, 4.

280 Cf. Heb 5, 7.

281 Lc 11, 13.

282 Rm 8, 26.

283 Cf. Orígenes, De oratione, 2: PG 11, 419-423.

284 Rom 8, 27.

285 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 63.

286 Ibid., 64.

287 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4; cf. Ap 22, 17.

288 Cf. Rom 8, 24.

289 Cf. Jn 4, 14; Const dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4.

290 Cf. Ap 12, 10.

291 Cf. Rom 8, 23.

292 Cf. Secuencia Veni, Sancte Spiritus.

293 Cf. Símbolo Quicumque: DS 75.

294 Cf. Rom 5, 5.

295 Conviene recordar aquí la importante Exhort. Apost. Gaudete in Domino, del Sumo Pontífice Pablo VI, publicada el 9 de mayo del Año Santo 1975. En efecto, es siempre válida la invitación expresa da en ella a «pedir al Espíritu Santo el don de la alegría» y también a «saborear la alegría propiamente espiritual, que es un fruto del Espíritu Santo»: AAS 67 (1975), pp. 289; 302.

296 Cf. Jn 16, 22.

297 Cf. Rom 14, 17; Gál 5, 22.

 

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