viernes, 13 de marzo de 2020

MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE: NOS ESTÁN CAMBIANDO LA RELIGIÓN (CAPITULO II)

Ante todo debo disipar un malentendido, para no tener luego que volver a él: no soy un jefe de movimiento y aún menos el jefe de una iglesia en particular. No soy, como no dejan de escribir, "el jefe de los tradicionalistas". Hasta se ha llegado a decir que ciertas personas son "lefebvristas", como si se tratara de un partido o de una escuela. Aquí hay un equívoco verbal.

No tengo doctrina personal en materia religiosa. Toda mi vida me atuve a lo que me enseñaron en el seminario francés de Roma, es decir, la doctrina católica según la transmisión que de ella hizo el magisterio de siglo en siglo desde la muerte del último apóstol, que marca el fin de la Revelación.

En esto no debería haber un alimento apropiado para satisfacer el apetito de lo sensacional que sienten los periodistas y a través de ellos, la actual opinión pública. Sin embargo, toda Francia se conmovió el 29 de agosto de 1976 al enterarse de que yo iba a decir misa en Lille. ¿Qué había de extraordinario en el hecho de que un obispo celebrara el Santo Sacrificio? Tuve que predicar ante una gran cantidad de micrófonos y cada una de mis palabras era saludada con estrépito. Pero, ¿decía yo algo que no hubiera podido decir cualquier otro obispo?

¡Ah! Aquí está la clave del enigma: desde hace varios años los otros obispos ya no dicen las mismas cosas.

¿Se los ha oído hablar acaso a menudo del reino social de Nuestro Señor Jesucristo, por ejemplo?

Mi aventura personal no cesa de asombrarme: esos obispos, en su mayor parte, fueron mis condiscípulos en Roma, se formaron de la misma manera. Y de pronto, yo me encontraba completamente solo. Ellos habían cambiado, ellos renunciaban a lo que habían aprendido. Yo no había inventado nada nuevo, continuaba en la línea de siempre.

El cardenal Garrone llegó a decirme un día: -"Nos han engañado en el seminario francés de Roma". Engañado, ¿en qué? ¿No hizo él mismo recitar millares de veces a los niños de su catecismo el acto de fe antes del concilio: "Dios mío, creo firmemente en todas las verdades que habéis revelado y que nos enseñáis por medio de vuestra Iglesia, porque vos no podéis engañaros ni engañamos"

¿Cómo pudieron metamorfosearse de semejante manera todos esos obispos? Encuentro una explicación: ellos se quedaron en Francia y se dejaron infectar lentamente. En África, yo estaba protegido. Regresé a Francia justamente en el año del concilio; el mal ya estaba hecho. El concilio Vaticano II no hizo sino abrir las compuertas que contenían la marea destructora.

En un santiamén y aun antes de que quedara clausurada la cuarta sesión, el desastre era evidente. Todo o casi todo iba a quedar eliminado y, en primer término, la oración.

El cristiano que tiene el sentido y el respeto de Dios se siente chocado por la manera en que se lo hace rezar hoy. Se ha tildado de "machaqueo" a las fórmulas aprendidas de memoria que ya no se enseñan a los niños y que ya no figuran en los catecismos con la excepción del Padre nuestro, en una nueva versión de inspiración protestante que obliga al tuteo. Tutear a Dios de una manera sistemática no es señal de gran reverencia ni procede del espíritu de nuestra lengua que nos ofrece un registro diferente según nos dirijamos a un superior, a un padre, a un camarada. En ese mismo Padrenuestro posconciliar, se le pide a Dios que no nos "deje caer en la tentación", expresión equívoca, puesto que nuestra traducción francesa tradicional representa un mejoramiento por comparación con la fórmula latina calcada bastante torpemente sobre el hebreo. ¿Qué progreso hay aquí? El tuteo invadió el conjunto de la liturgia vernácula: el Nuevo Misal de los domingos emplea el tuteo de manera exclusiva y obligatoria sin que se vean las razones de semejante cambio, tan contrario a las costumbres y a la cultura francesas.

En escuelas católicas se hicieron test a niños de doce y trece años. Sólo algunos conocían de memoria el padrenuestro, en francés naturalmente, algunos sabían el Avemaría.

Con una o dos excepciones, esos niños ignoraban el Símbolo de los Apóstoles, el Confíteor, los Actos de fe, de esperanza, de caridad y de contrición, el Ángelus. .. ¿Cómo habrían de saber estas cosas si la mayor parte de ellos nunca oyeron ni siquiera hablar de ellas? La oración debe ser "espontánea", hay que hablar a Dios "improvisando", se dice ahora, y no se hace ningún caso de la maravillosa pedagogía de la Iglesia que cinceló todas esas oraciones a las que hubieron de recurrir los mayores santos.

¿Qué alienta todavía a los cristianos a decir la oración matinal y vespertina en familia, a recitar el Benedícite y la acción de gracias? Me he enterado de que en muchas escuelas católicas ya no se quiere decir la oración al comenzar las clases tomando como pretexto que hay alumnos no creyentes o miembros de otras religiones y que no hay que chocar su conciencia ni hacer uno alarde de sentimientos triunfalistas.

Las autoridades escolares se felicitan de admitir en esas escuelas a una gran mayoría de no católicos y hasta de no cristianos y de no hacer nada para conducirlos a Dios. Niños católicos de esas escuelas deben ocultar su credo bajo el pretexto de respetar las opiniones de sus camaradas.

La genuflexión ya no es practicada más que por un número muy restringido de fieles; se la reemplazó por una inclinación de cabeza o más frecuentemente por absolutamente nada. La gente entra en una iglesia y se sienta.

El mobiliario ha sido reemplazado, los bancos con reclinatorio se transformaron en leña para calefacción; en muchos lugares se han colocado en su lugar butacas idénticas a las de salas de espectáculos, lo cual por lo demás permite instalar más cómodamente al público cuando las iglesias se utilizan para dar conciertos.

Me han citado el caso de una capilla del Santo Sacramento en una gran parroquia parisiense a la que acudían a hacer una visita a la hora del almuerzo muchas personas que trabajaban en los alrededores; un día esa capilla se cerró a causa de los trabajos que debían realizarse; cuando reabrió sus puertas los reclinatorios habían desaparecido, sobre una gruesa y cómoda alfombra se habían instalado asientos acolchados y profundos, de un precio ciertamente elevado y comparables a los que se pueden encontrar en la sala de recepción de las grandes sociedades o de las compañías aéreas.

El comportamiento de los fieles cambió completamente; unos pocos se arrodillaban en la alfombra, pero la mayor parte se instalaba cómodamente y con las piernas cruzadas meditaba frente al tabernáculo. Es seguro que en el espíritu de esa parroquia había una intención; no se procede a realizar disposiciones tan costosas sin reflexionar en lo que se hace, se comprueba aquí una voluntad de modificar las relaciones del hombre con Dios en la dirección de la familiaridad, de la desenvoltura, como si se tratara con Dios de igual a igual.

Si se suprimen los gestos que materializan la "virtud de religión" ¿cómo puede uno estar persuadido de que se encuentra en presencia del Creador y soberano, Señor de todas las cosas? ¿No se corre así el riesgo de disminuir el sentimiento de Su Presencia real en el tabernáculo?

Los católicos están también desorientados por la trivialidad y hasta por la vulgaridad que se les impone en los lugares de culto de manera sistemática. Se tildó de "triunfalismo" todo aquello que contribuía a la belleza de los edificios y al esplendor de la ceremonia. Hoy, la decoración debe aproximarse a la decoración cotidiana, a lo "vivido".

En los siglos de fe, se ofrecía a Dios lo que el hombre poseía de más precioso-, en las iglesias de aldea se podía ver precisamente aquello que no pertenecía al universo cotidiano: piezas de orfebrería, obras de arte, ricos tejidos, encajes, bordados, estatuas de la Santa Virgen coronadas de joyas.

Los cristianos hacían sacrificios financieros para honrar lo mejor que podían al Altísimo. Todo eso contribuía a la oración, ayudaba al alma a elevarse, y éste es un fenómeno natural en el hombre: cuando los reyes magos acudieron al pobre pesebre de Belén, llevaban oro, incienso y mirra. Hoy se embrutece a los católicos haciéndolos rezar en un ambiente trivial, en "salas polivalentes" que no se distinguen de ningún otro lugar público y a veces son incluso peores que los lugares públicos. Aquí y allá se abandona una magnífica iglesia gótica o románica para construir al lado una especie de cobertizo pelado y triste, o bien se organizan 'eucaristías domesticas' en comedores y hasta en cocinas. Me han hablado de una de ellas celebrada en el domicilio de un difunto en presencia de su familia y de amigos; después de la ceremonia se retiró el cáliz y sobre la misma mesa cubierta por el mismo mantel se instaló el refrigerio. Durante todo ese tiempo y a algunos centenares de metros, los pájaros eran los únicos que cantaban al Señor alrededor de la iglesia del siglo XIII provista de magníficos vitrales.

Aquellos lectores que hayan conocido la época anterior a la guerra seguramente se acuerdan del fervor de las procesiones de Corpus Christi, con las múltiples estaciones, los cantos, los incensarios, la custodia resplandeciente a los rayos del sol, llevada por el sacerdote bajo el dosel bordado de oro, las banderas y las flores, las campanas.

El sentido de la adoración nacía así en el alma de los niños y les quedaba grabado para toda la vida. Este aspecto primordial de la oración parece muy descuidado. ¿Se podrá aducir el motivo de la evolución necesaria, de los nuevos hábitos de vida? Las complicaciones del tránsito de automóviles no impiden las manifestaciones callejeras, y los que participan de ellas no sienten ningún respeto humano para expresar sus opiniones políticas o sus reivindicaciones justas o injustas. ¿Por qué tendría que ser Dios el único en quedar descartado y por qué sólo los cristianos deberían abstenerse de rendirle el culto público que le corresponde?

La desaparición casi total de las procesiones no tiene por origen un desafecto de los fieles. La procesión está prescrita por la nueva pastoral que sin embargo insiste incesantemente en la busca de una "participación activa del pueblo de Dios". En 1969 un cura de Oise era destituido por su obispo después de haber recibido la prohibición de realizar la tradicional procesión de Corpus, pero esa procesión se realizó así y todo y atrajo a diez veces más personas que los propios habitantes de la aldea.

¿Se podrá decir que la nueva pastoral, por lo demás, en contradicción en este punto con la contribución conciliar sobre la Santa Liturgia, está de acuerdo con las aspiraciones profundas de los cristianos que permanecen aferrados a esas formas de piedad?

¿Qué les proponen en cambio? Muy poco, pues el servicio del culto se redujo muy rápidamente. Los sacerdotes ya no celebran todos los días el Santo Sacrificio y concelebran el resto del tiempo; el número de misas disminuyó en grandes proporciones.

En la campaña es prácticamente imposible asistir a misa en los días hábiles; los domingos es necesario usar algún vehículo para llegar a la localidad a la que le toca recibir al sacerdote del "sector". Numerosas iglesias de Francia han quedado definitivamente cerradas, otras se abren algunas veces en el año. Si se agrega a esto la crisis de las vocaciones, el resultado es que la práctica religiosa se hace año tras año más difícil. Las grandes ciudades están en general mejor servidas, pero la mayoría de las veces es imposible comulgar, por ejemplo, los primeros viernes o los primeros sábados del mes.

Naturalmente ya no hay que pensar en la misa cotidiana; en muchas parroquias de ciudades las misas se celebran por encargo, para un grupo dado de personas a una hora convenida y de manera tal que el que entra por casualidad donde se dice la misa se siente extraño a una celebración salpicada de alusiones a las actividades especiales y a la vida del grupo. Se ha tratado de desacreditar lo que se ha dado en llamar celebraciones individuales por oposición a las celebraciones comunitarias; en realidad, la comunidad se disgregó en pequeñas células; no es raro ver a sacerdotes celebrar misa en casa, de un cristiano entregado a actividades de la acción católica y en presencia de algunos militantes.

También se comprueba que el horario del domingo a la mañana está distribuido entre las diferentes comunidades lingüísticas y entonces hay misa en francés, misa en portugués, misa en español... En una época en la que los viajes al exterior se han difundido tanto, los católicos deben asistir a misas en las que no comprenden una palabra, aunque se les da a entender que no es posible orar sin "participar". ¿Cómo podrían participar?

Ya no hay misas o hay muy pocas, ya no hay procesiones, ya no hay bendiciones del Santo Sacramento, ya no hay vísperas... La oración en común ha quedado reducida a su expresión más simple. Pero cuando el fiel logró superar las dificultades de horarios y de traslado, ¿qué encuentra para apagar su sed espiritual?

Más adelante hablaré de la liturgia y de las graves alteraciones que sufre.

Por el momento observemos el exterior de la cuestión, observemos la forma de esta oración común. Con harta frecuencia el clima de las "celebraciones" resulta chocante para el sentido religioso de los católicos. Se ha producido la intrusión de ritmos profanos con toda clase de instrumentos de percusión, guitarras, saxofones. Un músico responsable de música sagrada de una diócesis del norte de Francia escribía con el apoyo de eminentes y numerosas personalidades del mundo musical: "A pesar de las designaciones corrientes, la música de esos cantos no es moderna: ese estilo musical no es nuevo, sino que se practicaba en lugares y medios muy profanos (cabarets, music-halls, a menudo para bailar danzas más o menos lascivas con nombres extranjeros)... y sus ritmos impulsan a menearse o al swing: todo el mundo tiene ganas de agitarse. Esta es ciertamente una expresión corporal extraña a nuestra cultura occidental, poco favorable al recogimiento y cuyos orígenes son bastante turbios...

La mayor parte del tiempo nuestros conjuntos a los que les cuesta ya tanto trabajo no igualar las negras y las corcheas en una medida de 6/8 no respetan el ritmo exacto y el conjunto falla: entonces uno ya no siente ganas de menearse pues el ritmo se hace informe y muestra tanto más la pobreza habitual de la línea melódica".

¿En qué se convierte la oración en medio de todo esto? Felizmente parece que en más de un lugar la gente ha retornado a costumbres menos bárbaras. Entonces, si uno quiere cantar, está sujeto a las producciones de los organismos oficiales especializados en la música de iglesia, pues ya a nadie se le ocurre utilizar la maravillosa herencia de los siglos pasados.

Las melodías habituales, siempre las mismas, son de una inspiración muy mediocre. Los trozos más elaborados, ejecutados por coros, se resienten por la influencia profana y excitan la sensibilidad en lugar de penetrar en el alma como el canto llano; la letra inventada con un vocabulario nuevo, como si un diluvio hubiera destruido unos veinte años atrás todos los libros antifonarios en los cuales se podría haber buscado inspiración aun queriendo hacer algo nuevo, adopta el estilo del momento y pasa rápidamente de moda; al cabo de muy breve tiempo ya no es comprensible.

Innumerables discos destinados a la "animación" de las parroquias difunden paráfrasis de salmos que se dan como si fueran salmos y que suplantan el texto sagrado de inspiración divina. ¿Por qué no cantar los salmos mismos?

No hace mucho tiempo apareció una novedad; en la entrada de las iglesias podían leerse unos letreros que decían: "Para alabar a Dios, batid palmas". Así, durante la celebración y a una señal del animador los concurrentes levantan los brazos por encima de la cabeza y golpean las manos cadenciosamente con entusiasmo, de suerte que producen un insólito estrépito en el recinto del santuario.

Este tipo de innovaciones, que ni siquiera tiene relación con nuestros hábitos profanos, intenta implantar una actitud artificial en la liturgia y sin duda no tendrá gran futuro; sin embargo contribuye a desalentar a los católicos y a aumentar su perplejidad. Uno puede abstenerse de frecuentar las Gospel Nights pero ¿qué hace cuando las raras misas del domingo están invadidas por estas desoladoras prácticas?

La pastoral de conjunto, según la expresión adoptada, obliga al fiel a hacer nuevos gestos, cuya utilidad él no comprende y van contra su naturaleza. Ante todo es menester que las cosas ocurran de una manera colectiva, con intercambios de palabras, intercambios de evangelio, intercambios de miradas, apretones de manos. El pueblo sigue estas prácticas refunfuñando y a regañadientes, como lo demuestran las cifras estadísticas: las últimas estadísticas registran entre 1977 y 1983 una nueva disminución en la frecuentación de la Eucaristía en tanto que la oración personal registra un ligero aumento (2).

La pastoral de conjunto no logró pues conquistar a la población católica. Véase lo que puede leerse en un boletín parroquial de la región parisiense:

"Desde hace dos años la misa de las nueve y media tenía de vez en cuando un estilo un poco particular por cuanto a la proclamación del Evangelio seguía un intercambio en el cual los fieles se reunían por grupos de a diez. En realidad, la primera vez que se intentó semejante celebración, sólo sesenta y nueve personas constituyeron grupos de intercambio y ciento treinta y ocho permanecieron al margen de la ceremonia. Se podía pensar que corriendo el tiempo se modificaría ese estado de cosas, pero nada de eso ha ocurrido".

Entonces el equipo parroquial organizó una reunión para establecer si continuarían o no las "misas con intercambios". Se comprende que las dos terceras partes de los asistentes que se resistieron hasta entonces a las novedades posconciliares no se hayan sentido encantados con esas chácharas improvisadas en plena misa. ¡Que difícil es hoy ser católico!

La liturgia francesa, aun sin "intercambios", aturde a los asistentes con oleadas de palabras, de suerte que muchos se quejan de que ya no pueden rezar durante la misa. Entonces,¿cuándo rezarán?

Los cristianos desconcertados comprueban que se les proponen recetas admitidas por la jerarquía siempre que se alejen de la espiritualidad católica. El yoga y el zen son las más extrañas. ¡Desastroso orientalismo que conduce a la piedad por falsos caminos al pretender realizar una "higiene del alma"! ¿Quién podrá exagerar, por otro lado, los efectos nefastos de la expresión corporal, degradación de la persona y al mismo tiempo exaltación del cuerpo que es contraria a la elevación hacia Dios? Estas nuevas prácticas introducidas hasta en los monasterios de monjes contemplativos, como muchas otras, son extremadamente peligrosas y dan la razón a aquellos a quienes oímos decir: "Nos están cambiando nuestra religión".


(2) Sondeo Madame Figaro-Sofres, septiembre de 1983. La primera pregunta formulada era: ¿Comulga usted una vez por semana o mas; alrededor de una vez por mes? Lo cual corresponde más o menos a la asistencia a misa, puesto que hoy todo el mundo comulga. Las respuestas afirmativas pasaron de un dieciséis a un nueve por ciento.

Monseñor Marcel Lefebvre- Carta abierta a los católicos perplejos



CONTINUARÁ...


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