viernes, 15 de junio de 2001

JUAN PABLO II, ÁNGELUS CON PERSONAS CON DISCAPACIDAD EN LA IGLESIA CATEDRAL DE OSNABRÜCK


VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA

JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Osnabrück

Domingo 16 de noviembre de 1980

Queridos hermanos y hermanas:

Es para mí una gran alegría poder comenzar dirigiéndome a vosotros con este hermoso nombre: hermanos, hermanas. Pues todos nosotros somos hijos de un Padre común, amados y redimidos por Dios en Cristo. Por eso no nos debemos considerar desconocidos o extraños los unos para los otros, a pesar de que éste sea nuestro primer encuentro. Os saludo de todo corazón a todos vosotros, que os habéis congregado en esta catedral para recitar conmigo la antigua y familiar oración del Ángelus.

Nuestra comunidad de oración en este mediodía os abraza no sólo a vosotros, sino a otros muchos hombres en toda Alemania que se ven obligados a llevar en sus vidas el peso de cualquier impedimento físico y que también en espíritu de fe quieren unirse con nosotros en la oración a través de la televisión o de la radio. También a éstos quiero llamarlos hermanos y hermanas, a vosotros que desde vuestras casas ―solos o en compañía de vuestros familiares y amigos― o desde la comunidad de un asilo os habéis puesto en comunicación con nosotros aquí, en Osnabrück, a través de los medios de comunicación. En unión con todos vosotros alabaremos a Dios y le daremos gracias por el gran regalo de su amor.

Este amor es el fundamento de nuestra esperanza y el aliento de nuestra vida. Dios nos ha mostrado de un modo insuperable en Jesucristo cuánto ama a cada hombre y cuán inmensa es la dignidad que a través de Él le ha conferido. Precisamente aquellos que deben padecer algún impedimento físico o espiritual, deben reconocerse como amigos de Jesús, como amados especialmente por Él. Él mismo dice: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando y mi carga ligera" (Mt 11, 28-30). Pues lo que parece a los hombres debilidad y flaqueza, es para Dios motivo de especial amor y cuidado. Y este criterio divino se convierte para la Iglesia y para cada uno de los cristianos en tarea y en obligación. A nosotros los cristianos no nos importa mucho si alguien está enfermo o sano; lo que en último término nos importa es lo siguiente: ¿Estás dispuesto a realizar en todas las circunstancias de tu vida y en tu comportamiento como verdadero cristiano con plena conciencia de fe, la dignidad que Dios te ha concedido, o prefieres desperdiciarla delante de Dios en una vida de superficialidad y de falta de responsabilidad, de culpa y de pecado? También como impedidos podéis vosotros haceros santos, podéis todos vosotros alcanzar la alta meta que Dios tiene reservada para cada hombre, la criatura de su amor.

Cada hombre recibe de Dios una vocación personal, su especial tarea salvífica. Como se nos ha demostrado siempre, la voluntad de Dios es para nosotros en última instancia un mensaje de alegría, un mensaje para nuestra salvación eterna. Esto es también válido para vosotros que, como hombres físicamente impedidos, habéis sido llamados a un modo especial de seguimiento de Cristo, el seguimiento de la cruz. Cristo os invita, a través de las palabras que antes hemos citado, a aceptar vuestras debilidades como su yugo, como la senda que sigue sus huellas. Sólo de este modo conseguiréis no sentiros abrumados por esa penosa carga. La única respuesta adecuada a la llamada de Dios a seguir a Cristo, como siempre Él concretamente lo ha demostrado, es la respuesta de la Beata Virgen María: "Hágase en mi según tu palabra" (Lc 1, 38). Sólo vuestro pronto "sí" a la voluntad de Dios, que a menudo se escapa a nuestro modo natural de ver las cosas, puede haceros felices y regalaros ya desde ahora una íntima alegría que no puede ser anulada por ninguna necesidad externa.

Naturalmente necesitáis para ello la ayuda activa de muchos hombres sanos. Pienso ahora de modo especial en aquellos que os han ayudado o acompañado a venir aquí y que están, dondequiera que sea, dispuestos a ayudar a los impedidos. En virtud de vuestro parentesco o de vuestra profesión ponéis vuestra capacidad, vuestro tiempo y vuestras fuerzas al servicio del prójimo. En el nombre de Jesucristo, que se encuentra de modo misterioso en cada hombre necesitado, quisiera expresaros mi agradecimiento por este servicio tan lleno de sacrificios, y quisiera asimismo animaros a seguir por este camino. A tan generosos servidores va destinada la promesa contenida en las palabras del Señor: "Venid, benditos de mi Padre...; estaba enfermo y me visitasteis, impedido, y me habéis asistido. Tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo" (cf. Mt 25, 31-46).

También querría dirigir unas palabras de agradecimiento y de estímulo a todos los sacerdotes que, como capellanes de impedidos, realizan una importante tarea de la Iglesia. Vosotros sois de un modo especial servidores de su alegría interior y espiritual. No os canséis, a pesar de la apremiante falta de sacerdotes, de anunciar la Buena Noticia, con celo sacerdotal y con la competencia profesional, a los impedidos que os han sido encomendados. Ayudadles a contemplar su suerte a la luz de la fe, pues sólo ella puede enseñarles a descubrirla como una llamada a participar en el sufrimiento redentor de Cristo. Sed fuertes en Cristo, que es quien os envía y quien a través vuestro realiza su salvación entre los hombres.

Finalmente, todos los hombres y la sociedad entera están llamados a prestar su ayuda a los impedidos, pues tienen una especial obligación en esta. Entre ellos y los hombres sanos no debe haber ninguna barrera o muro de separación. Quien hoy parece estar sano, puede tener ya en su interior alguna enfermedad oculta, también él puede tener mañana una desgracia o experimentar a la larga sus consecuencias. Todos nosotros somos peregrinos en una carrera muy corta, y en uno u otro momento finaliza el camino para cada uno de nosotros con la muerte. Aun en los momentos de salud experimentamos la mayor parte de nosotros los signos de la limitación y de la debilidad, de la fragilidad y de las dificultades. Permanezcamos, por tanto, en común y fraternal solidaridad los que tenemos más o menos salud y los que estamos más o menos impedidos, pues sólo de este modo se puede desarrollar de una manera eficaz una convivencia familiar y social que sea digna del hombre.

Por eso a este encuentro con nuestros hermanos y hermanas impedidos, todos los hombres, que en este lugar o en el resto del país nos están viendo o escuchando, están invitados a unirse en nuestra oración del mediodía. Ante Dios desaparecen todas las diferencias terrenas sólo permanece como decisiva la medida de la esperanza creyente y del amor generoso que cada uno lleve en su corazón.

En la oración del Ángelus contemplamos con las tres familiares Avemarías el Misterio nuclear de nuestra fe la Encarnación de Dios en el seno de la Virgen María. Del mismo modo como María manifestó su "sí" a este plan de Dios, también nosotros confesamos nuestro "fiat" nuestro "sí" a nuestra vocación. Respondamos confiadamente con un sí, sea a la vocación del sufrimiento, sea a la vocación de la ayuda y del servicio. Y así como de María se hizo carne la Palabra de Dios y nuestro hermano, así también nuestro camino será fructífero con la fuerza de Dios. Un sufrimiento aceptado en confianza, un servicio asumido en el amor: éste es el camino por el que el Señor quiere venir hoy al mundo.

Con estos sentimientos juntemos las manos y oremos:

El ángel del Señor anunció a María, y concibió por obra del Espíritu Santo.

Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

Dios te salve, María...

Santa María...

Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros

Dios te salve, María...

Santa María...

Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Jesucristo.

Oremos: infunde, Señor, tu gracia en nuestras almas para que, habiendo conocido por el anuncio del ángel la encarnación de Jesucristo, tu Hijo, por su Pasión y su cruz seamos llevados a la gloria de la resurrección. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.


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