VIAJE A LA REPÚBLICA DOMINICANA,
MÉXICO Y BAHAMAS
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN LA INAUGURACIÓN DE LA III CONFERENCIA GENERAL
DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO
Puebla, México
Domingo 28 de enero de 1979
Amados hermanos en el Episcopado:
Esta hora que tengo la dicha de vivir con vosotros, es ciertamente histórica para la Iglesia en América Latina. De esto es consciente la opinión pública mundial, son conscientes los fieles de vuestras Iglesias locales, sois conscientes sobre todo vosotros que seréis protagonistas y responsables de esta hora.
Es también una hora de gracia, señalada por el paso del Señor, por una particularísima presencia y acción del Espíritu de Dios. Por eso hemos invocado con confianza a este Espíritu, al principio de los trabajos. Por esto también quiero ahora suplicaros como un hermano a hermanos muy queridos: todos los días de esta Conferencia y en cada uno de sus actos, dejaos conducir por el Espíritu, abríos a su inspiración y a su impulso; sea El y ningún otro espíritu el que os guíe y conforte.
Bajo este Espíritu, por tercera vez en los veinticinco últimos años, obispos de todos los países, representando al Episcopado de todo el continente latinoamericano, os congregáis para profundizar juntos el sentido de vuestra misión ante las exigencias nuevas de vuestros pueblos.
La Conferencia que ahora se abre, convocada por el venerado Pablo VI, confirmada por mi inolvidable predecesor Juan Pablo I y reconfirmada por mí como uno de los primeros actos de mi Pontificado, se conecta con aquella, ya lejana, de Río de Janeiro que tuvo como su fruto más notable el nacimiento del CELAM. Pero se conecta aún más estrechamente con la II Conferencia de Medellín, cuyo décimo aniversario conmemora.
En estos diez años, cuánto camino ha hecho la humanidad, y con la humanidad y a su servicio, cuánto camino ha hecho la Iglesia. Esta III Conferencia no puede desconocer esa realidad. Deberá, pues, tomar como punto de partida las conclusiones de Medellín, con todo lo que tienen de positivo, pero sin ignorar las incorrectas interpretaciones a veces hechas y que exigen sereno discernimiento, oportuna crítica y claras tomas de posición.
Os servirá de guía en vuestros debates el Documento de Trabajo, preparado con tanto cuidado para que constituya siempre el punto de referencia.
Pero tendréis también entre las manos la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI. Con qué complacidos sentimientos el gran Pontífice aprobó como tema de la Conferencia: “El presente y el futuro de la evangelización en América Latina”!
Lo pueden decir los que estuvieron cerca de él en los meses de preparación de la Asamblea. Ellos podrán dar testimonio también de la gratitud con la cual él supo que el telón de fondo de toda la Conferencia sería este texto, en el cual puso toda su alma de Pastor, en el ocaso de su vida. Ahora que él “cerró los ojos a la escena de este mundo” ese Documento se convierte en un testamento espiritual que la Conferencia habrá de escudriñar con amor y diligencia para hacer de él otro punto de referencia obligatoria y ver cómo ponerlo en práctica. Toda la Iglesia os está agradecida por el ejemplo que dais, por lo que hacéis, y que quizás otras Iglesias locales harán a su vez.
El Papa quiere estar con vosotros en el comienzo de vuestros trabajos, agradecido al “Padre de las luces de quien desciende todo don perfecto” (St 1,17), por haber podido acompañaros en la solemne Misa de ayer, bajo la mirada materna de la Virgen de Guadalupe, así como en la Misa de esta mañana. Muy a gusto me quedaría con vosotros en oración, reflexión y trabajo: permaneceré, estad seguros en espíritu, mientras me reclama en otra parte la “sollicitudo omnium Ecclesiarum: preocupación por todas las Iglesias” (2Co 11, 28). Quiero al menos, antes de proseguir mi visita pastoral por México y antes de regresar a Roma, dejaros como prenda de mi presencia espiritual algunas palabras, pronunciadas con ansias de Pastor y afecto de Padre, eco de las principales preocupaciones mías respecto al tema que habéis de tratar y respecto a la vida de la Iglesia en estos queridos países.
I. MAESTROS DE LA VERDAD
Es un gran consuelo para el Pastor universal constatar que os congregáis aquí, no como un simposio de expertos, no como un parlamento de políticos, no como un congrego de científicos o técnicos, por importantes que puedan ser esas reuniones, sino como un fraterno encuentro de Pastores de la Iglesia. Y como Pastores tenéis la viva conciencia de que vuestro deber principal es el de ser maestros de la verdad. No de una verdad humana y racional, sino de la Verdad que viene de Dios; que trae consigo el principio de la auténtica liberación del hombre: “conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 32); esa verdad que es la única en ofrecer una base sólida para una “praxis” adecuada.
I. 1. Vigilar por la pureza de la doctrina, base en la edificación de la comunidad cristiana, es pues, junto con el enuncio del Evangelio, el deber primero e insustituible del Pastor, del Maestro de la fe. Con cuánta frecuencia ponía esto de relieve San Pablo, convencido de la gravedad en el cumplimiento de este deber (cf 1Tim 1,3-7; 18-20; 11,16; 2Tim 1, 4-14). Además de la unidad en la caridad, nos urge siempre la unidad en la verdad. El amadísimo Papa Pablo VI, en la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, expresaba: “El evangelio que nos ha sido encomendado es también palabra de verdad. Una verdad que nos hace libres y que es la única que procura la paz del corazón: esto es lo que la gente va buscando cuando anunciamos la Buena Nueva. La verdad acerca de Dios, la verdad acerca del hombre y de su misterioso destino, la verdad acerca del mundo... El predicador del evangelio será aquel que, aun a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres, de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar... Pastores del Pueblo de Dios: nuestro servicio pastora! nos pide que guardemos, defendamos y comuniquemos la verdad, sin reparar en sacrificios” (Evangelii nuntiandi, 78).
Verdad sobre Jesucristo
I. 2. De vosotros, Pastores, los fieles de vuestros países esperan y reclaman ante todo una cuidadosa y celosa transmisión de la verdad sobre Jesucristo. Esta se encuentra en el centro de la evangelización y constituye su contenido esencial: “No hay evangelización verdadera mientras no se anuncie el nombre, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios” (ib., 22).
Del conocimiento vivo de esta verdad dependerá el vigor de la fe de millones de hombres. Dependerá también el valor de su adhesión a la Iglesia y de su presencia activa de cristianos en el mundo. De este conocimiento derivarán opciones, valores, actitudes y comportamientos capaces de orientar y definir nuestra vida cristiana y de crear hombres nuevos y luego una humanidad nueva por la conversión de la conciencia individual y social (cf. ib., 18).
De una sólida cristología tiene que venir la luz sobre tantos temas y cuestiones doctrinales y pastorales que os proponéis examinar en estos días.
I. 3. Hemos pues de confesar a Cristo ante la historia y ante el mundo con convicción profunda, sentida, vivida, como lo confesó Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16).
Esta es la Buena Noticia en un cierto sentido única: la Iglesia vive por ella y para ella, así como saca de ella todo lo que tiene para ofrecer a los hombres, sin distinción alguna de nación, cultura, raza, tiempo, edad o condición. Por eso “desde esa confesión (de Pedro), la historia de la Salvación sagrada y del Pueblo de Dios debía adquirir una nueva dimensión” (Homilía de Juan Pablo II en el comienzo solemne del Pontificado, 22 de octubre de 1978)
Este es el único Evangelio y “aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto... sea anatema!”, como escribía con palabras bien claras el Apóstol (Ga 1,6).
I. 4. Ahora bien, corren hoy por muchas partes –el fenómeno no es nuevo– “relecturas” del Evangelio, resultado de especulaciones teóricas más bien que de auténtica meditación de la Palabra de Dios y de un verdadero compromiso evangélico. Ellas causan confusión al apartarse de los criterios centrales de la fe de la Iglesia y se cae en la temeridad de comunicarlas, a manera de catequesis, a las comunidades cristianas.
En algunos casos o se silencia la divinidad de Cristo, o se incurre de hecho en formas de interpretación reñidas con la fe de la Iglesia. Cristo sería solamente un “profeta”, un anunciador del reino y del amor de Dios, pero no el verdadero Hijo de Dios, ni sería por tanto el centro y el objeto del mismo mensaje evangélico.
En otros casos se pretende mostrar a Jesús como comprometido políticamente, como un luchador contra la dominación romana y contra los poderes, e incluso implicado en la lucha de clases. Esta concepción de Cristo como político, revolucionario, como el subversivo de Nazaret, no se compagina con la catequesis de la Iglesia. Confundiendo el pretexto insidioso de los acusadores de Jesús con la actitud de Jesús mismo –bien diferente– se aduce como causa de su muerte el desenlace de un conflicto político y se calla la voluntad de entrega del Señor y aun la conciencia de su misión redentora. Los Evangelios muestran claramente cómo para Jesús era una tentación lo que alterara su misión de Servidor de Yavé (cf. Mt 4, 8; Lc 4,5). No acepta la posición de quienes mezclaban las cosas de Dios con actitudes meramente políticas (cf. Mt 22,21; Mc 12, 17; Jn 18, 36). Rechaza inequívocamente el recurso a la violencia. Abre su mensaje de conversión a todos, sin excluir a los mismos publicanos. La perspectiva de su misión es, mucho más profunda. Consiste en la salvación integral por un amor transformante, pacificador, de perdón y reconciliación. No cabe duda, por otra parte, que todo esto es muy exigente para la actitud del cristiano que quiere servir de verdad a los hermanos más pequeños, a los pobres, a los necesitados, a los marginados; en una palabra, a todos los que reflejan en sus vidas el rostro doliente del Señor (cf. Lumen gentium, 8).
I. 5. Contra tales “relecturas” pues, y contra sus hipótesis, brillantes quizás, pero frágiles e inconsistentes, que de ellas derivan, “la evangelización en el presente y en el futuro de América Latina” no puede cesar de afirmar la fe de la Iglesia: Jesucristo, Verbo e Hijo de Dios, se hace hombre para acercarse el hombre y brindarle, por la fuerza de su misterio, la salvación, gran don de Dios (cf. Evangelii nuntiandi, 19 y 17).
Es esta la fe que ha informado vuestra historia y ha plasmado lo mejor de los valores de vuestros pueblos y tendrá que seguir animando, con todas las energías, el dinamismo de su futuro. Es esta la fe que revela la vocación de concordia y unidad que ha de desterrar los peligros de guerras en este continente de esperanza, en el que la Iglesia ha sido tan potente factor de integración. Esta fe, en fin, que con tanta vitalidad y de tan variados modos expresan los fieles de América Latina a través de la religiosidad o piedad popular.
Desde esta fe en Cristo, desde el seno de la Iglesia, somos capaces de servir al hombre, a nuestros pueblos, de penetrar con el Evangelio su cultura, transformar los corazones, humanizar sistemas y estructuras.
Cualquier silencio, olvido, mutilación o inadecuada acentuación de la integridad del misterio de Jesucristo que se aparte de la fe de la Iglesia no puede ser contenido válido de la evangelización. “Hoy, bajo el pretexto de una piedad que es falsa, bajo la apariencia engañosa de una predicación evangélica, se intenta negar al Señor Jesús”, escribía un gran obispo en medio de las duras crisis del siglo IV. Y agregaba: “Yo digo la verdad, para que sea conocido de todos la causa de la desorientación que sufrimos. No puedo callarme” (San Hilario de Poitiers, Ad Ausentium, 1-4). Tampoco vosotros, obispos de hoy, cuando estas confusiones se dieren, podéis callar.
Es la recomendación que el Papa Pablo VI hacía en el discurso de apertura de la Conferencia de Medellín: “Hablad, hablad, predicad, escribid, tomad posiciones, como se dice, en armonía de planes y de intenciones, acerca de las verdades de la fe, defendiéndolas e ilustrándolas, de la actualidad del Evangelio, de las cuestiones que interesan la vida de los fieles y la tutela de las costumbres cristianas...” (Inauguración de la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano, I).
No me cansaré yo mismo de repetir, en cumplimiento de mi deber de evangelizador, a la humanidad entera: ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora, las puertas de los Estados, los sistemas económicos y políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y el desarrollo.
Verdad sobre la misión de la Iglesia
I. 6. Maestros de la verdad, se espera de vosotros que proclaméis sin cesar, y con especial vigor en esta circunstancia, la verdad sobre la misión de la Iglesia, objeto del Credo que profesamos, y campo imprescindible y fundamental de nuestra fidelidad. El Señor la instituyó como comunidad de vida, de caridad, de verdad (cf. Lumen gentium, 9) y como cuerpo, pléroma y sacramento de Cristo en quien habita toda la plenitud de la divinidad (cf. ib., 7).
La Iglesia nace de la respuesta de fe que nosotros damos a Cristo. En efecto, es por la acogida sincera a la Buena Nueva, que nos reunimos los creyentes en el nombre de Jesús para buscar juntos el Reino, construirlo, vivirlo (cf. Evangelii nuntiandi, 13). La Iglesia es “congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz” (Lumen gentium, 9).
Pero por otra parte nosotros nacemos de la Iglesia: ella nos comunica la riqueza de vida y de gracia de que es depositaria, nos engendra por el bautismo, nos alimenta con los sacramentos y la Palabra de Dios, nos prepara para la misión, nos conduce al designio de Dios, razón de nuestra existencia como cristianos. Somos sus hijos. La llamamos con legítimo orgullo nuestra Madre, repitiendo un título que viene de los primeros tiempos y atraviesa los siglos (cf. Henri de Lubac, Meditation sur l'Eglise).
Hay pues que llamarla, respetarla, servirla, porque “no puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre” (San Cipriano, De la unidad, 6, 8), “no es posible amar a Cristo sin amar a la Iglesia a quien Cristo ama” (Evangelii nuntiandi, 16), y “en la medica en que uno ama a la Iglesia de Cristo, posee el Espíritu Santo” (San Agustín, In Ioanenem tract., 32, 8).
El amor a la Iglesia tiene que estar hecho de fidelidad y de confianza. En el primer discurso de mi pontificado, subrayando el propósito de fidelidad al Concilio Vaticano II y la voluntad de volcar mis mejores cuidados en el sector de la eclesiología, invité a tomar de nuevo en mano la Constitución Dogmática Lumen gentium para meditar “con renovado afán sobre la naturaleza y misión de la Iglesia. Sobre su modo de existir y actuar... No sólo para lograr aquella comunión de vida en Cristo de todos los que en él creen y esperan, sino para contribuir a hacer más amplia y estrecha la unidad de toda la familia humana” (Primer mensaje a la Iglesia y al mundo, 17 de octubre de 1978; L'Osservatore Romano Edición en Lengua Española, 22 de octubre de 1978, pág. 3).
Repito ahora la invitación, en este momento trascendental de la evangelización en América Latina: “la adhesión a este documento del Concilio, tal como resulta iluminado por la Tradición y que contiene las fórmulas dogmáticas dadas hace un siglo por el Concilio Vaticano I, será para nosotros, Pastores y fieles, el camino cierto y el estímulo constante –digámoslo de nuevo– en orden a caminar por las sendas de la vida y de la historia” (ib.).
I. 7. No hay garantía de una acción evangelizadora seria y vigorosa, sin una eclesiología bien cimentada.
Primero, porque evangelizar es la misión esencial, la vocación propia, la identidad más profunda de la Iglesia, a su vez evangelizada (cf. Evangelii nuntiandi, 14-15; Lumen gentium, 5). Enviada por el Señor, ella envía a su vez a los evangelizadores a predicar, “no a sí mismos, sus ideas personales, sino un evangelio del que ni ella, ni ellos son dueños y propietarios absolutos para disponer de él a su gusto” (Evangelii nuntiandi, 15). Segundo, porque “evangelizar no es para nadie un acto individual y aislado, sino profundamente eclesial, un acto de la Iglesia” (ib., 60) que está sujeta no al “poder discrecional de criterios y perspectivas individualistas, sino de la comunión con la Iglesia y sus Pastores” (ib., 60).Por eso una visión correcta de la Iglesia es fase indispensable para una justa visión de la evangelización.
Cómo podría haber una auténtica evangelización, si faltase un acatamiento pronto y sincero al sagrado Magisterio, con la clara conciencia de que sometiéndose a él el Pueblo de Dios no acepta una palabra de hombres, sino la verdadera Palabra de Dios? (cf. 1Tes 2,13; Lumen gentium, 12) “Hay que tener en cuenta la importancia 'objetiva' de este Magisterio y también defenderlo de las insidias que en estos tiempos, aquí y allá, se tienden contra algunas verdades firmes de nuestra fe católica” (Primer mensaje a la Iglesia y al mundo, 17 de octubre de 1978).
Conozco bien vuestra adhesión y disponibilidad a la Cátedra de Pedro y el amor que siempre le habéis demostrado. Os agradezco de corazón, en el nombre del Señor, la profunda actitud eclesial que esto implica y os deseo el consuelo de que también vosotros contéis con la adhesión leal de vuestros fieles.
I. 8. En la amplia documentación, con la que habéis preparado esta Conferencia, particularmente en las aportaciones de numerosas Iglesias, se advierte a veces un cierto malestar respecto de la interpretación misma de la naturaleza y misión de la Iglesia. Se elude por ejemplo a la separación que algunos establecen entre Iglesia y Reino de Dios. Este, vaciado de su contenido total, es entendido en sentido más bien secularista: al Reino no se llegaría por la fe y la pertenencia a la Iglesia, sino por el mero cambio estructural y el compromiso socio-político. Donde hay un cierto tipo de compromiso y de praxis por la justicia, allí estaría ya presente el Reino. Se olvida de este modo que: “la Iglesia... recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos y constituye en la tierra el germen y el principio de ese Reino” (Lumen gentium, 5).
En una de sus hermosas catequesis, el Papa Juan Pablo I, hablando de la virtud de la esperanza, advertía: “es un error afirmar que la liberación política, económica y social coincide con la salvación en Jesucristo; que el Regnum Dei se identifica con el Regnum hominis”.
Se genera en algunos caves una actitud de desconfianza hacia la Iglesia “institucional” u “oficial”, calificada como alienante, a la que se opondría otra Iglesia popular “que nace del pueblo” y se concreta en los pobres. Estas posiciones podrían tener grados diferentes, no siempre fáciles de precisar, de conocidos condicionamientos ideológicos. El Concilio ha hecho presente cuál es la naturaleza y misión de la Iglesia. Y como se contribuye a su unidad profunda y a su permanente construcción por parte de quienes tienen a su cargo los ministerios de la comunidad, y han de contar con la colaboración de todo el Pueblo de Dios. En efecto, “si el evangelio que proclamamos aparece desgarrado, por querellas doctrinales, polarizaciones ideológicas o por condenas recíprocas entre cristianos, al antojo de sus diferentes teorías sobre Cristo y sobre la Iglesia e incluso a causa de distintas concepciones de la sociedad y de las instituciones humanas, cómo pretender que aquellos a los que se dirige nuestra predicación no se muestren perturbados, desorientados, si no escandalizados?” (Evangelii nuntiandi, 77).
Verdad sobre el hombre
I. 9. La verdad que debemos al hombre es, ante todo, una verdad sobre él mismo. Como testigos de Jesucristo somos heraldos, portavoces, siervos de esta verdad que no podemos reducir a los principios de un sistema filosófico o a pura actividad política; que no podemos olvidar ni traicionar.
Quizás una de las más vistosas debilidades de la civilización actual esté en una inadecuada visión del hombre. La nuestra es, sin duda, la época en que más se ha escrito y hablado sobre el hombre, la época de los humanismos y del antropocentrismo. Sin embargo, paradójicamente, es también la época de las hondas angustias del hombre respecto de su identidad y destino, del rebajamiento del hombre a niveles antes insospechados, época de valores humanos conculcados como jamás lo fueron antes.
¿Cómo se explica esa paradoja? Podemos decir que es la paradoja inexorable del humanismo ateo. Es el drama del hombre amputado de una dimensión esencial de su ser –el absoluto– y puesto así frente a la peor reducción del mismo ser. La Constitución Pastoral Gaudium et spes toca el fondo del problema cuando dice: “El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado” (núm. 22).
La Iglesia posee, gracias al Evangelio, la verdad sobre el hombre. Esta se encuentra en una antropología que la Iglesia no cesa de profundizar y de comunicar. La afirmación primordial de esta antropología es la del hombre como imagen de Dios, irreductible a una simple parcela de la naturaleza, o a un elemento anónimo de la ciudad humana (cf. ib., 12, 3 y 14, 2). En este sentido, escribía San Ireneo: “La gloria del hombre es Dios, pero el receptáculo de toda acción de Dios, de su sabiduría, de su poder es el hombre” (Tratado contra las herejías, libro III, 20, 2-3).
A este fundamento insustituible de la concepción cristiana del hombre, me he referido en particular en mi Mensaje de Navidad: “Navidad es la gesta del hombre... El hombre, objeto de cálculo, considerado bajo la categoría de la cantidad... y al mismo tiempo, uno, único e irrepetible... alguien eternamente ideado y eternamente elegido: alguien llamado y denominado por su nombre” (Mensaje de Navidad, I).
Frente a otros tantos humanismos, frecuentemente cerrados en una visión del hombre estrictamente económica, biológica o síquica, la Iglesia tiene el derecho y el deber de proclamar la verdad sobre el hombre, que ella recibió de su maestro Jesucristo. Ojalá ninguna coacción externa le impida hacerlo. Pero, sobre todo, ojalá no deje ella de hacerlo por temores, o dudas, por haberse dejado contaminar por otros humanismos, por falta de confianza en su mensaje original.
Cuando pues un Pastor de la Iglesia anuncia con claridad y sin ambigüedades la verdad sobre el hombre, revelada por aquél mismo que “sabía lo que había en el hombre” (Jn 2, 25), debe animarlo la seguridad de estar prestando el mejor servicio al ser humano.
Esta verdad completa sobre el ser humano constituye el fundamento de la enseñanza social de la Iglesia, así como es la base de la verdadera liberación. A la luz de esta verdad, no es el hombre un ser sometido a los procesos económicos o políticos, sino que esos procesos están ordenados al hombre y sometidos a él.
De este encuentro de Pastores saldrá, sin duda, fortificada esta verdad sobre el hombre que enseña la Iglesia.
II. SIGNOS Y CONSTRUCTORES DE LA UNIDAD
Vuestro servicio pastoral a la verdad se completa por un igual servicio a la unidad.
Unidad entre los obispos
II. 1 Esta será ante todo unidad entre vosotros mismos, los obispos. “Debemos guardar y mantener esta unidad –escribía el obispo San Cipriano en un momento de graves amenazas a la comunión entre los obispos de su país– sobre todo nosotros, los obispos que presidimos en la Iglesia, a fin de testimoniar que el Episcopado es uno e indivisible. Que nadie engañe a los fieles ni altere la verdad. El Episcopado es uno...” (De la unidad de la Iglesia, 6-8).
Esta unidad episcopal viene no de cálculos y maniobras humanas sino de lo alto: del servicio a un único Señor, de la animación de un único Espíritu, del amor a una única y misma Iglesia. Es la unidad que resulta de la misión que Cristo nos ha confiado, que en el continente latinoamericano se desarrolla desde hace casi medio milenio y que vosotros lleváis adelante con ánimo fuerte en tiempos de profundas transformaciones, mientras nos acercamos al final del segundo milenio de la redención y de la acción de la Iglesia. Es la unidad en torno al Evangelio, del Cuerpo y de la Sangre del Cordero, de Pedro vivo en sus Sucesores, señales todas diversas entre sí, pero todas tan importantes, de la presencia de Jesús entre nosotros.
¡Cómo habéis de vivir, amados hermanos, esta unidad de Pastores, en esta Conferencia que es por sí misma señal y fruto de una unidad que ya existe, pero también anticipo y principio de una unidad que debe ser aún más estrecha y sólida! Comenzáis estos trabajos en clima de unidad fraterna: sea ya esta unidad un elemento de evangelización.
Unidad con los sacerdotes, religiosos, pueblo fiel
II. 2. La unidad de los obispos entre sí se prolonga en la unidad con los presbíteros, religiosos y fieles. Los sacerdotes son los colaboradores inmediatos de los obispos en la misión pastora!, que quedaría comprometida si no reinase entre ellos y los obispos esa estrecha unidad.
Sujetos especialmente importantes de esa unidad, serán asimismo los religiosos y religiosas. Sé bien cómo ha sido y sigue siendo importante la contribución de los mismos a la evangelización en América Latina. Aquí llegaron en los albores del descubrimiento y de los primeros pesos de casi todos los países. Aquí trabajaron continuamente al lado del clero diocesano. En diversos países más de la mitad, en otros, la gran mayoría del presbiterio está formado por religiosos. Bastaría esto para comprender cuanto importa, aquí más que en otras partes del mundo, que los religiosos no sólo acepten, sino busquen lealmente una indisoluble unidad de miras y de acción con los obispos. A éstos confió el Señor la misión de apacentar el rebaño. A ellos corresponde bazar los caminos para la evangelización. No les puede, no les debe faltar la colaboración, a la vez responsable y activa, pero también dócil y confiada de los religiosos, cuyo carisma hace de ellos agentes tanto más disponibles al servicio del Evangelio. En esa línea grava sobre todos, en la comunidad eclesial, el deber de evitar magisterios paralelos, eclesialmente inaceptables y pastoralmente estériles.
Sujetos asimismo de esa unidad son los seglares, comprometidos individualmente o asociados en organismos de apostolado para en la difusión del reino de Dios. Son ellos quienes han de consagrar el mundo a Cristo en medio de las tareas cotidianas y en las diversas funciones familiares y profesionales, en íntima unión y obediencia a los legítimos Pastores.
Ese don precioso de la unidad eclesial debe ser salvaguardado entre todos los que forman parte del Pueblo peregrino de Dios, en la línea de la Lumen gentium.
III. DEFENSORES Y PROMOTORES D ELA DIGNIDAD
III. 1. Quienes están familiarizados con la historia de la Iglesia, saben que en todos los tiempos ha habido admirables figuras de obispos profundamente empeñados en la promoción y en la valiente defensa de la dignidad humana de aquellos que el Señor les había confiado. Lo han hecho siempre bajo el imperativo de su misión episcopal, porque para ellos la dignidad humana es un valor evangélico que no puede ser despreciado sin grande ofensa al Creador.
Esta dignidad es conculcada, a nivel individual, cuando no son debidamente tenidos en cuenta valores como la libertad, el derecho a profesar la religión, la integridad física y síquica, el derecho a los bienes esenciales, a la vida... Es conculcada, a nivel social y político, cuando el hombre no puede ejercer su derecho de participación o es sujeto a injustas e ilegítimas coerciones, o sometido a torturas físicas o síquicas, etc.
No ignoro cuántos problemas se plantean hoy en esta materia en América Latina. Como obispos no podéis desinteresaros de ellos. Sé que os proponéis llevar a cabo una seria reflexión sobre las relaciones e implicaciones existentes entre evangelización y promoción humana o liberación, considerando, en campo tan amplio e importante, lo específico de la presencia de la Iglesia.
Aquí es donde encontramos, llevados a la práctica concretamente, los temas que hemos abordado al hablar de la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre.
III. 2. Si la Iglesia se hace presente en la defensa o en la promoción de la dignidad del hombre, lo hace en la línea de su misión, que aun siendo de carácter religioso y no social o político, no puede menos de considerar al hombre en la integridad de su ser. El Señor delineó en la parábola del buen samaritano el modelo de atención a todas las necesidades humanas (cf. Lc 10, 29ss.), y declaró que en último término se identificará con los desheredados –enfermos, encarcelados, hambrientos, solitarios– a quienes se haya tendido la mano (cf. Mt 25, 31ss.). La Iglesia ha aprendido en esta y otras páginas del Evangelio (cf. Mc 6, 35-44) que su misión evangelizadora tiene como parte indispensable la acción por la justicia y las tareas de promoción del hombre (cf. Documento final del Sínodo de los Obispos, octubre de 1971; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 12 de diciembre de 1971, págs. 6-9), y que entre evangelización y promoción humana hay lazos muy fuertes de orden antropológico, teológico y de caridad (cf. Evangelii nuntiandi, 31);de manera que “la evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta personal y social del hombre” (ib., 29).
Tengamos presente, por otra parte, que la acción de la Iglesia en terrenos como los de la promoción humana, del desarrollo, de la justicia, de los derechos de la persona, quiere estar siempre al servicio del hombre; y al hombre tal como ella lo ve en la visión cristiana de la antropología que adopta. Ella no necesita pues recurrir a sistemas e ideologías para amar, defender y colaborar en la liberación del hombre: en el centro del mensaje del cual es depositaria y pregonera, ella encuentra inspiración para actuar en favor de la fraternidad, de la justicia, de la paz, contra todas las dominaciones, esclavitudes, discriminaciones, violencias, atentados a la libertad religiosa, agresiones contra el hombre y cuanto atenta a la vida (cf Gaudium et spes, 26, 27 y 29)
III. 3. No es pues por oportunismo ni por afán de novedad que la Iglesia, “experta en humanidad” (Pablo VI, Discurso a la ONU, 4 de octubre de 1965), es defensora de los derechos humanos. Es por un auténtico compromiso evangélico, el cual, como sucedió con Cristo, es compromiso con los más necesitados.
Fiel a este compromiso, la Iglesia quiere mantenerse libre frente a los opuestos sistemas, para optar sólo por el hombre. Cualesquiera sean las miserias o sufrimientos que aflijan al hombre; no a través de la violencia, de los juegos de poder, de los sistemas políticos, sino por medio de la verdad sobre el hombre camino hacia un futuro mejor.
III. 4. Nace de ahí la constante preocupación de la Iglesia por la delicada cuestión de la propiedad. Una prueba de ello son los escritos de los Padres de la Iglesia a través del primer milenio del cristianismo (San Ambrosio, De Nabuthae, cap. 12, núm. 53; PL 14, 747). Lo demuestra claramente la doctrina vigorosa de Santo Tomás de Aquino, repetida tantas veces. En nuestros tiempos, la Iglesia ha hecho apelación a los mismos principios en documentos de tan largo alcance como son las Encíclicas sociales de los últimos Papas. Con una fuerza y profundidad particular, habló de este tema el Papa Pablo VI en su Encíclica Populorum progressio (23-24; cf. también Mater et Magistra, 106).
Esta voz de la Iglesia, eco de la voz de la conciencia humana que no cesó de resonar a través de los siglos en medio de los más variados sistemas y condiciones socio-culturales, merece y necesita ser escuchada también en nuestra época, cuando la riqueza creciente de unos pocos sigue paralela a la creciente miseria de las masas.
Es entonces cuando adquiere carácter urgente la enseñanza de la Iglesia, según la cual sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social. Con respecto a esta enseñanza, la Iglesia tiene una misión que cumplir: debe predicar, educar a las personas y a las colectividades, formar la opinión pública, orientar a los responsables de los pueblos. De este modo estará trabajando en favor de la sociedad, dentro de la cual este principio cristiano y evangélico terminará dando frutos de una distribución más justa y equitativa de los bienes, no sólo al interior de cada nación, sino también en el mundo internacional en general, evitando que los países más fuertes usen su poder en detrimento de los más débiles.
Aquellos sobre los cuales recae la responsabilidad de la vida pública de los Estados y naciones deberán comprender que la paz interna y la paz internacional sólo estará asegurada, si tiene vigencia un sistema social y económico basado sobre la justicia.
Cristo no permaneció indiferente frente a este vasto y exigente imperativo de la moral social. Tampoco podría hacerlo la Iglesia. En el espíritu de la Iglesia, que es el espíritu de Cristo, y apoyados en su doctrina amplia y sólida, volvamos al trabajo en este campo.
Hay que subrayar aquí nuevamente que la solicitud de la Iglesia mira al hombre en su integridad.
Por esta razón, es condición indispensable para que un sistema económico sea justo, que propicie el desarrollo y la difusión de la instrucción pública y de la cultura. Cuanto más justa sea la economía, tanto más profunda será la conciencia de la cultura. Esto está muy en línea con lo que afirmaba el Concilio: que para alcanzar una vida digna del hombre, no es posible limitarse a tener más, hay que aspirar a ser más (Gaudium et spes, 35).
Bebed pues, hermanos, en estas fuentes auténticas. Hablad con el lenguaje del Concilio, de Juan XXIII, de Pablo VI: es el lenguaje de la experiencia, del dolor, de la esperanza de la humanidad contemporánea.
Cuando Pablo VI declaraba que “el desarrollo es el nuevo nombre de la paz” (Populorum progressio, 76), tenía presentes todos los lazos de interdependencia que existen no sólo dentro de las naciones, sino también fuera de ellas, a nivel mundial. El tomaba en consideración los mecanismos que, por encontrarse impregnados no de auténtico humanismo sino de materialismo, producen a nivel internacional ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres.
No hay regla económica capaz de cambiar por sí misma estos mecanismos. Hay que apelar en la vida internacional a los principios de la ética, a las exigencias de la justicia, al mandamiento primero que es el del amor. Hay que dar la primacía a lo moral, a lo espiritual, a lo que nace de la verdad plena sobre el hombre.
He querido manifestaros estas reflexiones, que creo muy importantes, aunque no deben distraeros del tema central de la Conferencia: al hombre, a la justicia, llegaremos mediante la evangelización.
III. 5. Ante los dicho hasta aquí, la Iglesia ve con profundo dolor “el aumento masivo, a veces, de violaciones de derechos humanos en muchas partes del mundo... ¿Quién puede negar que hoy día hay personas individuales y poderes civiles que violan impunemente derechos fundamentales de la persona humana, tales como el derecho a nacer, el derecho a la vida, el derecho a la procreación responsable, al trabajo, a la paz, a la libertad y a la justicia social; el derecho a participar en las decisiones que conciernen al pueblo y a las naciones? ¿Y qué decir cuando nos encontramos ante formas variadas de violencia colectiva, como la discriminación racial de individuos y grupos, la tortura física y sicológica de prisioneros y disidentes políticos? Crece el elenco cuando miramos los ejemplos de secuestros de personas, los raptos motivados por afán de lucro material que embisten con tanto dramatismo contra la vida familiar y trama social” (Mensaje del Papa Juan Pablo II a la ONU; L'Osservatore Romano, Edición en lengua Española, 24 de diciembre de 1978, pág. 13).Clamamos nuevamente: ¡Respetad al hombre! ¡El es imagen de Dios! ¡Evangelizad para que esto sea una realidad! Para que el Señor transforme los corazones y humanice los sistemas políticos y económicos, partiendo del empeño responsable del hombre.
III. 6. Hay que alentar los compromisos pastorales en este campo con una recta concepción cristiana de la liberación. La Iglesia siente el deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos, el deber de ayudar a que se consolide esta liberación (cf. Evangelii nuntiandi, 30); pero siente también el deber correspondiente de proclamar la liberación en su sentido integral, profundo, como lo anunció y realizó Jesús (cf. ib., 31). “Liberación de todo lo que oprime al hombre, pero que es, ante todo, salvación del pecado y del maligno, dentro de la alegría de conocer a Dios y de ser conocido por El” (ib., 9). Liberación hecha de reconciliación y perdón. Liberación que arranca de la realidad de ser hijos de Dios, a quien somos capaces de llamar Abba, ¡Padre! (cf. Rm 8, 15), y por la cual reconocemos en todo hombre a nuestro hermano, capaz de ser transformado en su corazón por la misericordia de Dios. Liberación que nos empuja, con la energía de la caridad, a la comunión, cuya cumbre y plenitud encontramos en el Señor. Liberación como superación de las diversas servidumbres e ídolos que el hombre se forja y como crecimiento del hombre nuevo.
Liberación que dentro de la misión propia de la Iglesia no se reduzca a la simple y estrecha dimensión económica, política, social o cultural, que no se sacrifique a las exigencias de una estrategia cualquiera, de una praxis o de un éxito a corto plazo (cf. Evangelii nuntiandi, 33)
Para salvaguardar la originalidad de la liberación cristiana a las energías que es capaz de desplegar, es necesario a toda costa, como lo pedía el Papa Pablo VI, evitar reduccionismos y ambigüedades: “La Iglesia perdería su significación más profunda. Su mensaje de liberación no tendría ninguna originalidad y se prestaría a ser acaparado y manipulado por los sistemas ideológicos y los partidos políticos” (ib., 32). Hay muchos signos que ayudan a discernir cuándo se trata de una liberación cristiana y cuándo, en cambio, se nutre más bien de ideologías que le sustraen la coherencia con una visión evangélica del hombre, de las cosas, de los acontecimientos (cf. ib., 35). Son signos que derivan ya de los contenidos que anuncian o de las actitudes concretas que asumen los evangelizadores. Es preciso observar, a nivel de contenidos, cuál es la fidelidad a la Palabra de Dios, a la Tradición viva de la Iglesia, a su Magisterio. En cuanto a las actitudes, hay que ponderar cuál es su sentido de comunión con los obispos, en primer lugar, y con los demás sectores del Pueblo de Dios; cuál es el aporte que se da a la construcción efectiva de la comunidad y cuál la forma de volcar con amor su solicitud hacia los pobres, los enfermos, los desposeídos, los desamparados, los agobiados y cómo descubriendo en ellos la imagen de Jesús “pobre y paciente se esfuerza en remediar sus necesidades y servir en ellos a Cristo” (Lumen gentium, 8). No nos engañemos: los fieles humildes y sencillos, como por instinto evangélico, captan espontáneamente cuándo se sirve en la Iglesia al Evangelio y cuándo se lo vacía y asfixia con otros intereses.
Como veis, conserva toda su validez el conjunto de observaciones que sobre el tema de la liberación ha hecho la Evangelii nuntiandi.
III. 7. Cuanto hemos recordado antes constituye un rico y complejo patrimonio, que la Evangelii nuntiandi denomina doctrina social o enseñanza social de la Iglesia (cf. ib., 38). Esta nace a la luz de la Palabra de Dios y del Magisterio auténtico, de la presencia de los cristianos en el seno de las situaciones cambiantes del mundo, a contacto con los desafíos que de ésas provienen. Tal doctrina social comporta por lo tanto principios de reflexión, pero también normas de juicio y directrices de acción (cf. Octogesima adveniens, 4.
Confiar responsablemente en esta doctrina social, aunque algunos traten de sembrar dudas y desconfianzas sobre ella, estudiarla con seriedad, procurar aplicarla, enseñarla, ser fiel a ella es, en un hijo de la Iglesia, garantía de la autenticidad de su compromiso en las delicadas y exigentes tareas sociales, y de sus esfuerzos en favor de la liberación o de la promoción de sus hermanos.
Permitid, pues, que recomiende a vuestra especial atención pastoral la urgencia de sensibilizar a vuestros fieles acerca de esta doctrina social de la Iglesia.
Hay que poner particular cuidado en la formación de una conciencia social a todos los niveles y en todos los sectores. Cuando arrecian las injusticias y crece dolorosamente la distancia entre pobres y ricos, la doctrina social, en forma creativa y abierta a los amplios campos de la presencia de la Iglesia, debe ser precioso instrumento de formación y de acción. Esto vale particularmente en relación con los laicos: “Competen a los laicos propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y el dinamismo seculares”(Gaudium et spes, 43). Es necesario evitar suplantaciones y estudiar seriamente cuándo ciertas formas de suplencia mantienen su razón de ser. ¿No son los laicos los llamados, en virtud de su vocación en la Iglesia, a dar su aporte en las dimensiones políticas, económicas, y a estar eficazmente presentes en la tutela y promoción de los derechos humanos?
IV. ALGUNAS TAREAS PRIORITARIAS
Muchos temas pastorales, de gran significación, vais a considerar. El tiempo me impide aludir a ellos. A algunos me he referido o me referiré en los encuentros con los sacerdotes, los religiosos, los seminaristas, los laicos.
IV. 1. Los temas que aquí os señalo tienen, por diferentes motivos, una gran importancia. No dejaréis de considerarlos, entre tantos otros que vuestra clarividencia pastoral os indicará.
a) La familia: Haced todos los esfuerzos para que haya una pastoral familiar. Atended a campo tan prioritario con la certeza de que la evangelización en el futuro depende en gran parte de la “Iglesia doméstica”. Es la escuela del amor, del conocimiento de Dios, del respeto a la vida, a la dignidad del hombre. Es esta pastoral tanto más importante cuanto la familia es objeto de tantas amenazas. Pensad en las campañas favorables al divorcio, al uso de prácticas anticoncepcionales, al aborto, que destruyen la sociedad.
b) Las vocaciones sacerdotales y religiosas. En la mayoría de vuestros países, no obstante un esperanzador despertar de vocaciones, es un problema grave y crónico la falta de las mismas. La desproporción es inmensa entre el número creciente de habitantes y el de agentes de la evangelización. Importa esto sobremanera a la comunidad cristiana. Toda comunidad ha de procurar sus vocaciones, como señal incluso de su vitalidad y madurez. Hay que reactivar una intensa acción pastoral que, partiendo de la vocación cristiana en general, de una pastoral juvenil entusiasta, dé a la Iglesia los servidores que necesita. Las vocaciones laicales, tan indispensables, no pueden ser una compensación. Más aún, una de las pruebas del compromiso del laico es la fecundidad en las vocaciones a la vida consagrada.
c) La juventud: ¡Cuánta esperanza pone en ella la Iglesia! ¡Cuántas energías circulan en la juventud, en América Latina, que necesita la Iglesia! Cómo hemos de estar cerca de ella los Pastores, para que Cristo y la Iglesia, para que el amor del hermano calen profundamente en su corazón.
Conclusión
IV. 2. Al término de este mensaje no puedo dejar de invocar una vez más la protección de la Madre de Dios sobre vuestras personas y vuestro trabajo en estos días. El hecho de que este nuestro encuentro tenga lugar a la presencia espiritual de Nuestra Señora de Guadalupe, venerada en México y en todos los otros países como Madre de la Iglesia en América Latina, es para mí un motivo de alegría y una fuente de esperanza. “Estrella de la evangelización”, sea ella vuestra guía en las reflexiones que haréis y en las decisiones que tomaréis. Que ella alcance de su divino Hijo para vosotros: audacia de profetas y prudencia evangélica de Pastores; clarividencia de maestros y seguridad de guías y orientadores; fuerza de ánimo como testigos, y serenidad, paciencia y mansedumbre de padres.
IV. 3. El Señor bendiga vuestros trabajos. Estáis acompañados por representantes selectos: presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas, laicos, expertos, observadores, cuya colaboración os será muy útil. Toda la Iglesia tiene puestos los ojos en vosotros, con confianza y esperanza. Queréis responder a tales expectativas con plena fidelidad a Cristo, a la Iglesia, al hombre. El futuro está en las manos de Dios, pero, en cierta manera, ese futuro de un nuevo impulso evangelizador, Dios lo pone también en las vuestras. “Id, pues, enseñad a todas las gentes”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Usted puede opinar pero siempre haciéndolo con respeto, de lo contrario el comentario será eliminado.