miércoles, 14 de marzo de 2001

IUCUNDA SANA (12 DE MARZO DE 1904)


ENCICLICA

IUCUNDA SANA

DEL PAPA PÍO X

SOBRE EL PAPA GREGORIO MAGNO

A Nuestros Venerables Hermanos, los Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios en Paz y Comunión con la Sede Apostólica.

Venerables Hermanos, Salud y Bendición Apostólica.

En verdad es gozoso el recuerdo, Venerables Hermanos, de ese hombre grande e incomparable, el Pontífice Gregorio, primero del nombre, cuya solemnidad centenaria, al término del siglo XIII desde su muerte, estamos a punto de celebrar. Por ese Dios que mata y vivifica, que humilla y exalta, fue ordenado, no creemos, sin una especial providencia, que en medio de los casi innumerables cuidados de Nuestro ministerio apostólico, en medio de todas las inquietudes que el gobierno de la Iglesia Universal Nos impone, en medio de nuestra apremiante solicitud por satisfacer lo mejor posible vuestras demandas, Venerables Hermanos, llamados a participar de Nuestro Apostolado, y de todos los fieles confiados a Nuestro cuidado, Nuestra mirada al inicio de Nuestro Pontificado debe volverse de inmediato hacia aquel santísimo e ilustre Predecesor nuestro, el honor de la Iglesia y su gloria. Porque nuestro corazón está lleno de gran confianza en su potentísima intercesión ante Dios, y fortalecido por el recuerdo de las máximas sublimes que inculcó en su alto oficio y de las virtudes que devotamente practicó. Y puesto que por la fuerza del primero y la fecundidad del segundo ha dejado en la Iglesia de Dios una marca tan vasta, tan profunda, tan duradera, que sus contemporáneos y la posteridad le han dado con justicia el nombre de Grande, y hoy, después de todos estos siglos, aún se verifica el elogio de su epitafio: “Él vive eternamente en todo lugar por sus innumerables buenas obras” (Apud Joann. Diac., Vita Greg. iv. 68) seguramente se dará, con la ayuda de la gracia divina, a todos los seguidores de su maravilloso ejemplo, para cumplir con los deberes de sus propios oficios, en la medida en que lo permita la debilidad humana.

2. Hay poca necesidad de repetir aquí lo que los documentos públicos han hecho saber a todos. Cuando Gregorio asumió el Pontificado Supremo, el desorden en los asuntos públicos había llegado a su clímax; la antigua civilización casi había desaparecido y la barbarie se estaba extendiendo por los dominios del desmoronado Imperio Romano. Italia, abandonada por los emperadores de Bizancio, había sido presa de los aún inestables lombardos que vagaban por todo el país arrasando por todas partes a fuego y espada y trayendo desolación y muerte a su paso. Esta misma ciudad, amenazada desde fuera por sus enemigos, probada desde dentro por los azotes de la pestilencia, las inundaciones y el hambre, se vio reducida a una situación tan miserable que se había convertido en un problema cómo mantener el aliento de vida en los ciudadanos y en las inmensas multitudes acudían aquí en busca de refugio. Aquí se encontraban hombres y mujeres de todas las condiciones, obispos y sacerdotes que portaban los vasos sagrados que habían salvado del saqueo, monjes y esposas inocentes de Cristo que habían buscado seguridad en la huida de las espadas del enemigo o de los brutales insultos de los hombres abandonados. El mismo Gregorio llama a la Iglesia de Roma: “Un viejo barco lamentablemente destrozado; porque las aguas están entrando por todos lados, y las juntas, azotadas por el estrés diario de la tormenta, se pudren y anuncian el naufragio” (Registrum i., 4 ad Joannem episcop. Constantino). Pero el piloto levantado por Dios tenía mano fuerte, y cuando se ponía al timón lograba no sólo hacer puerto a pesar de los mares embravecidos, sino salvar la nave de futuras tormentas. 

3. Verdaderamente maravillosa es la obra que pudo realizar durante su reinado de poco más de trece años. Fue el restaurador de la vida cristiana en su totalidad, estimulando la devoción de los fieles, la observancia de los monjes, la disciplina del clero, la solicitud pastoral de los obispos. Prudente padre de la familia de Cristo que fue (Joann. Diac-, Vita Greg. ii. 51), preservó e incrementó el patrimonio de la Iglesia, y socorrió generosamente al pueblo empobrecido, a la sociedad cristiana y a las iglesias individuales, según a las necesidades de cada uno. Convirtiéndose verdaderamente en Cónsul de Dios (Epitafio), llevó su fructífera actividad mucho más allá de los muros de Roma, y ​​enteramente en beneficio de la sociedad civilizada. Se opuso enérgicamente a las injustas pretensiones de los emperadores bizantinos; controló la audacia y reprimió la desvergonzada avaricia de los exarcas y de los administradores imperiales, y se alzó en público como el defensor de la justicia social. Dominó la ferocidad de los lombardos y no dudó en encontrarse con Agulfo a las puertas de Roma para persuadirlo de levantar el sitio de la ciudad, tal como lo hizo el Pontífice León Magno en el caso de Atila; ni desistió en sus oraciones, en su dulce persuasión, en su hábil negociación, hasta que vio que pueblo temido se asentaba y adoptaba un gobierno más regular; hasta que supo que habían sido ganados para la fe católica, principalmente por influencia de la piadosa reina Teodolinda, su hija en Cristo. Por lo tanto, Gregorio puede ser llamado con justicia el salvador y libertador de Italia, su propia tierra, como él la llama con ternura. 

4. A través de su incesante cuidado pastoral, las brasas de la herejía en Italia y África se apagaron, la vida eclesiástica en las Galias se reorganizó, los visigodos de las Españas se unieron en la conversión que ya se había iniciado entre ellos, y la renombrada nación inglesa, que, "situada en un rincón del mundo, mientras que hasta ahora había permanecido obstinada en la adoración de la madera y la piedra" (Reg. viii. 29, 30, ad Eulog. Episcop. Alexandr.), ahora también recibía la verdadera fe de Cristo. El corazón de Gregorio se desbordó de alegría ante la noticia de esta preciosa conquista, pues el suyo era el corazón de un padre que abrazaba a su hijo más querido, y al atribuir todo el mérito de la misma a Jesús el Redentor, "por cuyo amor", como él mismo escribe, "buscamos a nuestros hermanos desconocidos en Bretaña, y por cuya gracia encontramos a los desconocidos que buscábamos" (Reg. xi. 36 (28), ad Augustin. Anglorum Episcopum). Y tan agradecida estaba la nación inglesa al Santo Pontífice, que le llamaban siempre: nuestro Maestro, nuestro Doctor, nuestro Apóstol, nuestro Papa, nuestro Gregorio, y se consideraban como el sello de su apostolado. En fin, tan saludable y tan eficaz fue su acción que el recuerdo de las obras por él realizadas quedó profundamente impreso en la mente de la posteridad, especialmente durante la Edad Media, que respiró, por así decirlo, la atmósfera por él infundida, se alimentó de sus palabras, conformó su vida y sus costumbres según el ejemplo por él inculcado, con el resultado de que la civilización social cristiana se introdujo felizmente en el mundo en oposición a la civilización romana de los siglos anteriores, que ya pasó para siempre.

5. ¡Este es el cambio de la diestra del Altísimo! Y bien puede decirse que en la mente de Gregorio sólo la mano de Dios operaba en estos grandes acontecimientos. Lo que escribió al santísimo monje Agustín sobre esta misma conversión de los ingleses puede aplicarse igualmente a todo el resto de su acción apostólica: “¿De quién es esta obra sino del que dijo: Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo trabajo?” (Juan v. 17). Para mostrar al mundo que deseaba convertirlo, no por la sabiduría de los hombres, sino por su propio poder, escogió a hombres iletrados para que fueran predicadores al mundo; y lo mismo ha hecho ahora, dándose la gracia de realizar grandes cosas entre la nación de los anglos por medio de hombres débiles” (Reg. xi. 36 (28)). En efecto, podemos discernir mucho que la profunda humildad del santo Pontífice escondió de su propia vista: su conocimiento de los asuntos, su talento para llevar a buen término sus empresas, la admirable prudencia que manifiesta en todas sus disposiciones, su asidua vigilancia, su perseverante solicitud. Pero es, sin embargo, verdad que nunca se presentó como investido de la fuerza y ​​el poder de los grandes de la tierra, pues en lugar de usar el alto prestigio de la dignidad pontificia, prefirió llamarse Siervo de la Siervos de Dios, título que él fue el primero en adoptar. No fue meramente por la ciencia profana o por las “palabras persuasivas de la sabiduría humana” (I Cor. ii. 4) que trazó su carrera, o por los dispositivos de la política civil, o por los sistemas de renovación social hábilmente estudiados, preparados y puestos en ejecución; ni tampoco, y esto es muy llamativo, planteándose un vasto programa de acción apostólica a realizar gradualmente; porque sabemos que, por el contrario, su mente estaba llena de la idea de que el fin del mundo se acercaba y que tendría poco tiempo para grandes hazañas. Aunque era muy delicado y frágil de cuerpo, y constantemente afligido por enfermedades que lo llevaron varias veces al borde de la muerte, poseía, sin embargo, una increíble energía de alma que siempre recibía un nuevo vigor de su fe viva en las palabras infalibles de Dios y en sus Divinas promesas. Por otra parte, contaba con confianza ilimitada en la fuerza sobrenatural dada por Dios a la Iglesia para el cumplimiento exitoso de su misión divina en el mundo. El objetivo constante de su vida, como se muestra en todas sus palabras y obras, fue, por lo tanto, este: conservar en sí mismo, y estimular en los demás esta misma fe y confianza vivas, haciendo todo el bien posible en el momento en espera del juicio divino.

6. Y esto produjo en él la firme resolución de adoptar para la salvación de todos la abundante riqueza de los medios sobrenaturales dados por Dios a su Iglesia, como la enseñanza infalible de la verdad revelada, la predicación de la misma enseñanza en todo el mundo y los sacramentos que tienen el poder de infundir o aumentar la vida del alma y ​​la gracia de la oración, en el nombre de Cristo que asegura la protección celestial.

7. Estos recuerdos, Venerables Hermanos, son para Nosotros una fuente de inefable consuelo. Cuando miramos a nuestro alrededor desde los muros del Vaticano, encontramos que, como Gregorio, y quizás incluso con más razón que él, tenemos motivos para temer, con tantas tormentas acercándose por todos lados, con tantas fuerzas hostiles reunidas y avanzando contra Nosotros y al mismo tiempo, tan completamente privados estamos de toda ayuda humana para protegernos de lo primero y ayudarnos a hacer frente a la conmoción de lo segundo. Pero cuando consideramos el lugar sobre el que reposan Nuestros pies y sobre el que se arraiga esta Sede Pontificia, Nos sentimos perfectamente seguros sobre la roca de la Santa Iglesia. “Porque quién no sabe”, escribió San Gregorio al Patriarca Eulogio de Alejandría, “que la Santa Iglesia se sostiene sobre la solidez del Príncipe de los Apóstoles, quien tomó su nombre de su firmeza, porque fue llamado Pedro de la palabra roca?” (Registro vii. 37 (40)). La fuerza sobrenatural nunca ha faltado en la Iglesia durante el transcurso de los siglos, ni han fallado las promesas de Cristo; éstos permanecen hoy tal como eran cuando trajeron el consuelo al corazón de Gregorio, es más, están dotados de una fuerza aún mayor para Nosotros después de haber resistido la prueba de los siglos y de tantos cambios de circunstancias y acontecimientos.

8. Los reinos y los imperios han pasado; pueblos alguna vez renombrados por su historia y civilización han desaparecido; una y otra vez las naciones, como abrumadas por el peso de los años, se han desmoronado; mientras que la Iglesia, indefectible en su esencia, unida por lazos indisolubles con su Esposo celestial, está aquí hoy radiante de eterna juventud, fuerte con el mismo vigor primitivo con que salió del Corazón de Cristo muerto en la Cruz. Hombres poderosos en el mundo se han levantado contra ella. Ellos han desaparecido y ella permanece. Innumerables sistemas filosóficos, de todas las formas y de todos los tipos, se levantaron contra ella, jactándose con arrogancia de sus maestros, como si por fin hubieran destruido la doctrina de la Iglesia, refutado los dogmas de su fe, probado el absurdo de sus enseñanzas. Pero esos sistemas, uno tras otro, han pasado a los libros de historia, olvidados, arruinados; mientras que de la Roca de Pedro resplandece la luz de la verdad tan brillante como el día en que Jesús la encendió por primera vez en Su aparición en el mundo, y la alimentó con Sus Divinas palabras: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mateo 24:35).

9. Nosotros, fortalecidos por esta fe, firmemente asentados sobre esta roca, comprendiendo plenamente todos los pesados deberes que Nos impone el Primado -pero también todo el vigor que Nos viene de la Divina Voluntad-, esperamos tranquilamente hasta que se dispersen a los vientos todas las voces que ahora gritan a Nuestro alrededor proclamando que la Iglesia ha sobrepasado su tiempo, que sus doctrinas han pasado para siempre, que se acerca el día en que será condenada a aceptar los postulados de una ciencia y una civilización impías o a desaparecer de la sociedad humana. Pero al mismo tiempo no podemos dejar de recordar a todos, grandes y pequeños, como hizo el Papa San Gregorio, la absoluta necesidad de recurrir a esta Iglesia para tener la salvación eterna, para seguir el camino correcto de la razón, para alimentarse de la verdad, para obtener la paz e incluso la felicidad en esta vida.

10. Por lo tanto, para usar las palabras del Santo Pontífice: “Dirigid vuestros pasos hacia esta roca inquebrantable sobre la que Nuestro Salvador fundó la Iglesia universal, para que el camino del sincero de corazón no se pierda en tortuosos torbellinos” (Reg. viii. 24, ad Sabin. episcop). Es sólo la caridad de la Iglesia y la unión con ella las que “unen lo que está dividido, restablecen el orden donde hay confusión, atemperan las desigualdades, colman las imperfecciones” (Registr. v. 58 (53) ad Virgil. episcop.). Debe sostenerse firmemente “que nadie puede gobernar correctamente en las cosas terrenales, a menos que sepa cómo tratar las cosas divinas, y que la paz de los Estados depende de la paz universal de la Iglesia” (Registro v. 37 (20) ad Mauric. Agosto). De ahí la absoluta necesidad de una perfecta armonía entre los dos poderes, eclesiástico y civil, cada ser por la voluntad de Dios llamado a sostener al otro. Porque, “el poder sobre todos los hombres fue dado desde el cielo para ayudar a aquellos que aspiran a hacer el bien, para que el camino al cielo se ensanche, y que la soberanía terrenal sea sierva de la soberanía celestial” (Registro iii. 61( 65) ad Mauric, aug.).

11. De estos principios se derivó aquella firmeza invencible mostrada por Gregorio, que Nosotros, con la ayuda de Dios, nos esforzaremos por imitar, resuelto a defender a toda costa los derechos y prerrogativas de los que el Romano Pontificado es guardián y defensor ante Dios y el hombre. Pero fue el mismo Gregorio quien escribió a los patriarcas de Alejandría y Antioquía: Cuando se cuestionan los derechos de la Iglesia, “debemos mostrar, incluso con nuestra muerte, que no queremos, por amor a algún interés privado propio, nada contrario al bien común (Registro v. 41). Y al Emperador Mauricio: “El que por vanagloria levante su cerviz contra Dios Todopoderoso y contra los estatutos de los Padres, no doblaré mi cerviz ante él, ni aun con espadas cortantes, ya que confío en el mismo Dios Todopoderoso” (Registro v. 37). Y al Diácono Sabinian: “Estoy dispuesto a morir antes que permitir que la Iglesia degenere en mis días. Y tú conoces bien mis caminos, que soy paciente; pero cuando decido no soportar más, afronto el peligro con el alma alegre” (Registro v. 6 (iv. 47)).

12. Tales fueron las máximas fundamentales que el Pontífice Gregorio proclamó constantemente, y los hombres le escucharon. Y así, con Príncipes y pueblos dóciles a sus palabras, recobró el mundo la verdadera salvación, y se puso en el camino de una civilización noble y fecunda en bienes, en la medida en que se fundaba en los dictados incontrovertibles de la razón y de la disciplina moral, y derivó su fuerza de la verdad divinamente revelada y de las máximas del Evangelio.

13. Pero en aquellos días el pueblo, aunque rudo, ignorante y todavía privado de toda civilización, estaba ávido de vida, y nadie podía darla excepto Cristo, por medio de la Iglesia, que “vino para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Juan x. 10). Y verdaderamente tenían vida y la tenían en abundancia, precisamente porque como de la Iglesia no podía salir otra vida que la vida sobrenatural de las almas, ésta incluye en sí misma y da vigor adicional a todas las energías de la vida, incluso en el orden natural. “Si la raíz es santa, también lo son las ramas”, dijo San Pablo a los gentiles, “y tú, siendo un olivo silvestre, estás injertado en ellas, y eres hecho partícipe de la raíz y de la grosura del olivo” (Rom. XI 16, 17).

14. Hoy, por el contrario, aunque el mundo goza de una luz tan llena de civilización cristiana y en este aspecto no puede ni por un momento compararse con los tiempos de Gregorio, sin embargo, parece como si estuviera cansado de esa vida, que ha sido y sigue siendo la principal y, a menudo, la única fuente de tantas bendiciones, y no solo bendiciones pasadas sino presentes. Y esta rama inútil no sólo se corta del tronco, como sucedió en otros tiempos cuando surgían herejías y cismas, sino que primero pone el hacha en la raíz del árbol, que es la Iglesia, y se esfuerza por secar su savia vital para que su ruina sea más segura y no vuelva a florecer.

15. En este error, que es el principal de nuestro tiempo y fuente de donde brotan todos los demás, está el origen de tanta pérdida de la salvación eterna entre los hombres, y de todas las ruinas de la religión que seguimos lamentando, y de los muchos otros que todavía tememos que sucederán si no se remedia el mal. Porque se niega todo orden sobrenatural y, en consecuencia, la intervención divina en el orden de la creación y en el gobierno del mundo y en la posibilidad de los milagros; y cuando todo esto es quitado, los cimientos de la religión cristiana necesariamente se tambalean. Los hombres llegan incluso a impugnar los argumentos de la existencia de Dios, negando con una audacia sin parangón y contra los primeros principios de la razón la fuerza invencible de la prueba que desde los efectos asciende a su causa, es decir, a Dios, y a la noción de sus atributos infinitos. “Porque las cosas invisibles de él, desde la creación del mundo, se ven claramente, siendo entendidas por las cosas hechas: también su poder eterno y su divinidad” (Rom. i. 20). Se abre así el camino a otros errores gravísimos, igualmente repugnantes para la recta razón y perniciosos para las buenas costumbres.

16. La negación gratuita de los principios sobrenaturales, propia del conocimiento falsamente llamado así, se ha convertido en realidad en el postulado de una crítica histórica igualmente falsa. Todo lo que se relaciona de alguna manera con el orden sobrenatural, ya sea como perteneciendo a él, constituyéndolo, presuponiéndolo o simplemente encontrando su explicación en él, es borrado sin más investigación de las páginas de la historia. Tales son la divinidad de Jesucristo, su encarnación por la operación del Espíritu Santo, su resurrección por su propio poder, y en general todos los dogmas de nuestra fe. La ciencia, una vez colocada en este falso camino, no hay ley de la crítica que la detenga; y anula a su antojo de los libros sagrados todo lo que no le conviene o que cree opuesto a las tesis preestablecidas que quiere demostrar. Porque si se quita el orden sobrenatural, la historia del origen de la Iglesia debe construirse sobre una base muy distinta, y de ahí que los innovadores manejen a su antojo los monumentos de la historia, obligándolos a decir lo que ellos quieren que digan, y no lo que los autores de esos monumentos quisieron decir.

17. Muchos quedan cautivados por el gran espectáculo de erudición que se les ofrece, y por la fuerza aparentemente convincente de las pruebas aducidas, de modo que o pierden la fe o la sienten muy sacudida. Hay muchos también, firmes en la fe, que acusan a la ciencia crítica de ser destructiva, siendo en sí misma inocente y un elemento seguro de investigación cuando se aplica correctamente. Tanto los primeros como los segundos no ven que parten de una hipótesis falsa, es decir, de una ciencia falsamente llamada, que lógicamente les obliga a sacar conclusiones igualmente falsas. Porque dado un principio filosófico falso, todo lo que se deduce de él está viciado. Pero estos errores nunca serán refutados eficazmente, a no ser que se produzca un cambio de frente, es decir, que se obligue a los que están en el error a abandonar el campo de la crítica en el que se consideran firmemente atrincherados por el campo legítimo de la filosofía por cuyo abandono han caído en sus errores.

18. Mientras tanto, sin embargo, es doloroso tener que aplicar a hombres no faltos de perspicacia y aplicación la reprensión dirigida por San Pablo a los que no logran elevarse de las cosas terrenales a las cosas invisibles: “Se envanecieron en su pensamientos y su necio corazón fue entenebrecido; porque profesando ser sabios se hicieron necios” (Rom. i. 21, 22). Y ciertamente necio es el único nombre para aquel que consume todas sus fuerzas intelectuales en construir sobre la arena.

19. No menos deplorables son los perjuicios que de esta negación se derivan para la vida moral de los individuos y de la sociedad civil. Si se quita el principio de que hay algo divino fuera de este mundo visible, se quita todo control sobre las pasiones desenfrenadas, incluso las más bajas y vergonzosas, y las mentes que se vuelven esclavas de ellas se rebelan en los desórdenes de todas las especies. “Dios los entregó a los deseos de su corazón, a la inmundicia, para deshonrar entre sí sus propios cuerpos” (Rom. i. 24). Vosotros bien sabéis, Venerables Hermanos, cuán verdaderamente la plaga de la depravación triunfa por todos lados, y cómo la autoridad civil, dondequiera que no recurre a los medios de ayuda que ofrece el orden sobrenatural, se encuentra bastante ineficaz para la tarea de controlar eso. No, la autoridad nunca podrá curar otros males mientras olvide o niegue que todo poder proviene de Dios. El único control que un gobierno puede ordenar en este caso es el de la fuerza; pero la fuerza no puede emplearse constantemente, ni está siempre disponible; sin embargo, el pueblo sigue socavado como por una enfermedad secreta, se descontenta con todo, proclama el derecho a hacer lo que le plazca, suscita rebeliones, provoca revoluciones, a menudo de extrema violencia, en el Estado; derrocan todos los derechos humanos y divinos. Quitad a Dios, y desaparece todo respeto por las leyes civiles, todo respeto hasta por las instituciones más necesarias; se busca la justicia; la misma libertad que pertenece a la ley de la naturaleza es pisoteada; y los hombres llegan a destruir la estructura misma de la familia, que es el primer y más firme fundamento de la estructura social. El resultado es que en estos días hostiles a Cristo, se ha hecho más difícil aplicar los poderosos remedios que el Redentor ha puesto en manos de la Iglesia para mantener a los pueblos en el cumplimiento del deber.

20. Sin embargo, no hay salvación para el mundo sino en Cristo: “Porque no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12). A Cristo entonces debemos volver. A sus pies debemos postrarnos para escuchar de su boca divina las palabras de vida eterna, porque solo él puede mostrarnos el camino de la regeneración, solo él nos enseña la verdad, solo él nos devuelve la vida. Es Él quien ha dicho: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Juan xiv. 16). Una vez más los hombres han intentado trabajar aquí abajo sin Él, han comenzado a edificar el edificio después de desechar la piedra angular, como reprendió el apóstol Pedro a los verdugos de Jesús. ¡Y he aquí! el montón que ha sido levantado de nuevo se desmorona y cae sobre las cabezas de los constructores, aplastándolos. Pero Jesús sigue siendo para siempre la piedra angular de la sociedad humana, y de nuevo se hace evidente la verdad de que sin Él no hay salvación: “Esta es la piedra rechazada por vosotros, los constructores, y que ha llegado a ser la cabeza del ángulo, y no hay salvación en ninguna otra” (Hechos iv. 11, 12).

21. Por todo esto veréis fácilmente, Venerables Hermanos, la absoluta necesidad que se nos impone a cada uno de nosotros de recibir con toda la energía de nuestra alma y con todos los medios a nuestro alcance, esta vida sobrenatural en todas las ramas de la sociedad, en el pobre obrero que gana su bocado de pan con el sudor de su frente, de la mañana a la noche, y en los grandes de la tierra que presiden el destino de las naciones. Ante todo debemos recurrir a la oración, tanto pública como privada, para implorar las misericordias del Señor y su poderosa ayuda. “Señor, sálvanos, perecemos” (Mateo viii. 25), debemos repetir como los Apóstoles cuando eran azotados por la tormenta.

22. Pero esto no es suficiente. Gregorio reprende al obispo que, por amor a la soledad espiritual y a la oración, no sale al campo de batalla para combatir enérgicamente por la causa del Señor: “El nombre de obispo que lleva es vacío”. Y con razón, porque el intelecto de los hombres debe ser iluminado por la predicación continua de la verdad, y los errores deben ser refutados eficazmente por los principios de la filosofía y la teología verdaderas y sólidas, y por todos los medios provistos por el progreso genuino de la investigación histórica. Más aún es necesario inculcar debidamente en la mente todas las máximas morales enseñadas por Jesucristo, para que cada uno aprenda a vencerse a sí mismo, a refrenar las pasiones de la mente, a sofocar el orgullo, a vivir en obediencia a la autoridad, a amar la justicia, mostrar caridad hacia todos, templar con amor cristiano la amargura de las desigualdades sociales, separar el corazón de los bienes del mundo, vivir contentos con el estado en que la Providencia nos ha puesto, esforzándonos por mejorarlo mediante el cumplimiento de nuestros deberes, tener sed de la vida futura con la esperanza de la recompensa eterna. Pero, sobre todo, es necesario que estos principios sean inculcados y hechos penetrar en el corazón, para que arraigue en él la verdadera y sólida piedad, y todos, tanto hombres como cristianos, reconozcan con sus actos, así como como por sus palabras, los deberes de su estado y recurren con confianza filial a la Iglesia y a sus ministros para obtener de ellos el perdón de sus pecados, para recibir la gracia fortalecedora de los Sacramentos, y para regular su vida según las leyes de Cristiandad. 

23. A estos deberes principales del ministerio espiritual es necesario unir la caridad de Cristo, y cuando ésta nos mueva no habrá aflicción que no sea consolada por nosotros, ni lágrima que no sea enjugada por nuestras manos, no hay necesidad que no sea aliviada por nosotros. Al ejercicio de esta caridad dediquémonos enteramente; cedan todos nuestros propios asuntos ante ella, dejen a un lado nuestros intereses y conveniencias personales, haciéndonos “todas las cosas para todos” (I Cor. ix. 22), para ganar a todos los hombres para el Señor, renunciando nuestra misma vida, a ejemplo de Cristo: “El buen pastor da la vida por sus ovejas” (Juan x. 11).

24. Estas preciosas admoniciones abundan en las páginas que ha dejado escritas el Pontífice san Gregorio, y se expresan con mucha mayor fuerza en los múltiples ejemplos de su admirable vida.

25. Ahora bien, como todo esto brota necesariamente tanto de la naturaleza de los principios de la revelación cristiana, como de las propiedades intrínsecas que debe tener nuestro apostolado, veis bien, Venerables Hermanos, cuán equivocados están los que creen estar al servicio de la Iglesia, y dando fruto para la salvación de las almas, cuando por una especie de prudencia de la carne se muestran liberales en concesiones a la falsamente llamada ciencia, bajo la fatal ilusión de que así pueden ganar más fácilmente a los que están en el error, pero realmente con el peligro continuo de perderse ellos mismos. La verdad es una, y no se puede reducir a la mitad; dura para siempre y no está sujeta a las vicisitudes de los tiempos. “Jesucristo, hoy y ayer, y el mismo por los siglos” (Hebr. xiii. 8).

26. Y así también se equivocan gravemente todos los que, ocupándose del bien del pueblo, y defendiendo especialmente la causa de las clases inferiores, buscan promover sobre todo el bienestar material del cuerpo y de la vida, pero guardan absoluto silencio acerca de su bienestar espiritual y de los gravísimos deberes que les impone su profesión de cristianos. No se avergüenzan de ocultar a veces, como con un velo, ciertas máximas fundamentales del Evangelio, por temor a que el pueblo se niegue a escucharlas y seguirlas. Seguramente será parte de la prudencia proceder gradualmente a establecer la verdad, cuando se trata de hombres completamente extraños para nosotros y completamente separados de Dios. “Antes de usar el acero, que las heridas se palpen con mano ligera”, como dijo Gregorio (Registr. v. 44 (18) ad Joannem episcop.). Pero incluso este cuidado se reduciría a mera prudencia de la carne, si se propusiera como regla de la acción constante y cotidiana, tanto más cuanto que tal método parecería no tener en cuenta la Gracia divina que sostiene el ministerio sacerdotal y que se da no sólo a los que ejercen este ministerio, sino a todos los fieles de Cristo para que nuestras palabras y nuestra acción encuentren entrada en su corazón. Gregorio no comprendió en absoluto esta prudencia, ni en la predicación del Evangelio, ni en las muchas obras maravillosas que emprendió para aliviar la miseria. Hizo constantemente lo que habían hecho los Apóstoles, porque ellos, cuando salieron por primera vez al mundo para llevar a él el nombre de Cristo, repetían el dicho: “Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles” (I Cor. i. 23). Si alguna vez hubo un tiempo en que la prudencia humana parecía ofrecer el único recurso para obtener algo en un mundo del todo desprevenido para recibir doctrinas tan nuevas, tan repugnantes a las pasiones humanas, tan opuestas a la civilización, entonces en su época más floreciente, de los griegos y los romanos, ese tiempo fue ciertamente la época de la predicación de la fe. Pero los Apóstoles desdeñaron tal prudencia, porque entendieron bien el precepto de Dios: “Agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de nuestra predicación” (I Cor. i. 21). Y como siempre fue, así es hoy, esta locura “para los que se salvan, esto es, para nosotros, es el poder de Dios” (I Cor. i. 18). El escándalo del Crucificado nos proporcionará siempre en el futuro, como lo ha hecho en el pasado, la más potente de todas las armas; ahora como antaño en ese signo encontraremos la victoria.

27. Pero, Venerables Hermanos, esta arma perderá mucha de su eficacia o será del todo inútil en manos de hombres no acostumbrados a la vida interior con Cristo, no educados en la escuela de la verdadera y sólida piedad, no profundamente inflamados de celo por la gloria de Dios y para la propagación de su reino. Gregorio sintió tan vivamente esta necesidad que puso el mayor cuidado en crear obispos y sacerdotes animados por un gran deseo de la gloria divina y del verdadero bienestar de las almas. Y esta fue la intención que tenía ante sí en su libro sobre la Regla Pastoral, en el que se reúnen las leyes que regulan la formación del clero y el gobierno de los obispos, leyes muy adecuadas no solo a su tiempo sino al nuestro. Como un “Argus lleno de luz”, dice su biógrafo, “Movió los ojos de su solicitud pastoral por toda la extensión del mundo” (Joann. Diac., lib ii. c. 55), para descubrir y corregir las faltas y la negligencia del clero. Es más, temblaba ante la sola idea de que la barbarie y la inmortalidad pudieran tomar pie en la vida del clero, y se conmovía profundamente y no se tranquilizaba cada vez que se enteraba de alguna infracción de las leyes disciplinarias de la Iglesia, e inmediatamente administraba amonestación y corrección, amenazando con penas canónicas a los transgresores, a veces aplicando inmediatamente estas penas él mismo, y de nuevo destituyendo a los indignos de sus cargos sin demora y sin respeto humano.

28. Además, inculcó las máximas que encontramos con frecuencia en sus escritos en forma como ésta: “¿Con qué disposición de ánimo se entra en el oficio de mediador entre Dios y el hombre si no se es consciente de estar familiarizado con la gracia a través de una vida meritoria?” (Reg. Past. i. 10). “¿Con qué presunción se apresura a curar una herida, cuando lleva una cicatriz en su cara misma?” (Reg. Past. i. 9). ¿Qué fruto se puede esperar para la salvación de las almas si los apóstoles “combaten en su vida lo que predican con sus palabras”? (Reg. Past. i. 2). “Verdaderamente no puede quitar las delincuencias de otros quien es él mismo asolado por las mismas” (Reg. Past. i. 11).

29. La imagen del verdadero sacerdote, como lo entiende y describe Gregorio, es el hombre “que, muriendo a todas las pasiones de la carne, vive ya espiritualmente; que no piensa en la prosperidad del mundo; que no teme la adversidad; que sólo desea las cosas internas; que no se permite desear lo ajeno, sino que es liberal con lo propio; que es todo compasión e inclinación al perdón, pero que en el perdón nunca se aparta indebidamente de la perfección de la justicia; que nunca comete acciones ilícitas, sino que deplora como propias las acciones ilícitas de los demás; que con todo el afecto del corazón se compadece de la debilidad de los demás, y se alegra de la prosperidad de su prójimo como de su propio beneficio; que en todas sus acciones se convierte en un modelo para los demás como para no tener nada de lo que avergonzarse, al menos, en lo que respecta a sus acciones externas; que estudia cómo vivir para poder regar los corazones resecos de sus vecinos con las aguas de la doctrina; que sabe por el uso de la oración y por su propia experiencia que puede obtener del Señor lo que pide” (Reg. Past. i. 10).

30. ¡Cuánto, pues, Venerables Hermanos, debe reflexionar el Obispo consigo mismo y en presencia de Dios antes de imponer las manos a los jóvenes levitas! “Que nunca se atreva, ya sea como un acto de favor a alguien o en respuesta a las peticiones que se le hagan, a promover a nadie a las Órdenes Sagradas cuya vida y acciones no proporcionen una garantía de dignidad” (Registr. v 63 (58) ad universos episcopos per Hellad). ¡Con qué deliberación debe reflexionar antes de confiar el trabajo del apostolado a los sacerdotes recién ordenados! Si no son debidamente juzgados bajo la tutela vigilante de sacerdotes más prudentes, si no hay abundantes pruebas de su moralidad, de su inclinación a los ejercicios espirituales, de su pronta obediencia a todas las normas de acción sugeridas por la costumbre eclesiástica o probadas por larga experiencia, o impuestos por aquellos a quienes “el Espíritu Santo ha puesto como obispos para gobernar la Iglesia de Dios” (Hch 20, 28), ejercerán el ministerio sacerdotal no para la salvación sino para la ruina del pueblo cristiano. Pues provocarán la discordia y excitarán la rebelión, más o menos tácita, ofreciendo así al mundo el triste espectáculo de algo así como una división entre nosotros, cuando en verdad estos deplorables incidentes no son más que el orgullo y la indisciplina de unos pocos. ¡Vaya! que los que provocan discordia sean completamente quitados de todos los oficios. De tales apóstoles, la Iglesia no tiene necesidad; no son apóstoles de Jesucristo Crucificado sino de sí mismos. 

31. Nos parece ver todavía presente ante Nuestros ojos al Santo Pontífice Gregorio en el Concilio de Letrán, rodeado de gran número de obispos de todas partes del mundo. ¡Oh, cuán fecunda es la exhortación que sale de sus labios sobre los deberes del clero! ¡Cómo se consume su corazón con celo! Sus palabras son como relámpagos que desgarran a los perversos, como flagelos que hieren a los indolentes, como llamas de amor divino que envuelven dulcemente a los más fervientes. Lean esa maravillosa homilía de Gregorio, Venerables Hermanos, y háganla leer y meditar por su clero, especialmente durante el retiro anual (Hom. in Evang. i. 17).

32. Entre otras cosas, con indecible dolor exclama: “He aquí que el mundo está lleno de sacerdotes, pero es raro encontrar un obrero en las manos de Dios; ciertamente asumimos el oficio sacerdotal, pero la obligación del oficio no la cumplimos” (Hom. in Evang. n. 3). ¡Qué fuerza tendría la Iglesia hoy si pudiera contar un obrero en cada sacerdote! ¡Qué abundante fruto produciría en las almas la vida sobrenatural de la Iglesia si todos la promovieran eficazmente! Gregorio tuvo éxito en su propio tiempo en estimular enérgicamente este espíritu de acción enérgica, y tal fue el impulso dado por él que el mismo espíritu se mantuvo vivo durante las edades sucesivas. Toda la época medieval lleva lo que puede llamarse la impronta gregoriana; casi todo lo que tuvo le vino de hecho del Pontífice: la regla del gobierno eclesiástico, las múltiples fases de la caridad y la filantropía en sus instituciones sociales, los principios del más perfecto ascetismo cristiano y de la vida monástica, la disposición de la liturgia y el arte de la música sagrada.

33. En efecto, los tiempos han cambiado mucho. Pero, como hemos repetido más de una vez, nada ha cambiado en la vida de la Iglesia. De su Divino Fundador ha heredado la virtud de poder suministrar en todos los tiempos, por muy diferentes que sean, todo lo que se requiere no sólo para el bienestar espiritual de las almas, que es el objeto directo de su misión, sino también todo lo que ayuda al progreso de la verdadera civilización, pues esto se sigue como una consecuencia natural de esa misma misión.

34. Porque no puede ser sino que las verdades de orden sobrenatural, de las que la Iglesia es depositaria, promuevan también todo lo que es verdadero, bueno y bello en el orden de la naturaleza, y esto tanto más eficazmente en la proporción en que estas verdades se remontan al principio supremo de toda verdad, bondad y belleza, que es Dios.

35. La ciencia humana gana mucho con la revelación, porque abre nuevos horizontes y hace conocer antes otras verdades del orden natural, y porque abre el camino verdadero a la investigación y la mantiene a salvo de errores de aplicación y de método. Así, el faro muestra muchas cosas que de otro modo no se verían, mientras señala las rocas en las que el barco naufragaría.

36. Y puesto que, para nuestra disciplina moral, el Divino Redentor propone como modelo supremo de perfección a su Padre celestial (Mateo v. 48), es decir, a la propia bondad divina, ¿quién puede dejar de ver el poderoso impulso que se deriva de ello para la observancia cada vez más perfecta de la ley natural inscrita en nuestros corazones y, por consiguiente, para el mayor bienestar del individuo, de la familia y de la sociedad universal? La ferocidad de los bárbaros se transformó así en mansedumbre, la mujer fue liberada de la sujeción, la esclavitud fue reprimida, el orden fue restaurado en la debida y recíproca independencia de las diversas clases de la sociedad, la justicia fue reconocida, la verdadera libertad de las almas fue proclamada, y la paz social y doméstica fue asegurada.

37. Por último, las artes modeladas sobre el ejemplar supremo de toda belleza que es Dios mismo, de quien se deriva toda la belleza que se encuentra en la naturaleza, se apartan con mayor seguridad de los conceptos vulgares y se elevan con mayor eficacia hacia el ideal, que es la vida de todo arte. Y cuán fructífero para el bien ha sido el principio de emplearlos en el servicio del culto divino y de ofrecer al Señor todo lo que se considera digno de él, por su riqueza, su bondad, su elegancia de forma. Este principio ha creado el arte sagrado, que se convirtió y sigue siendo el fundamento de todo el arte profano. Lo hemos tratado recientemente en un motu proprio especial, al hablar de la restauración del Canto Romano según la antigua tradición y de la música sagrada. Y las mismas reglas son aplicables a las demás artes, cada una en su propia esfera, de modo que lo que se ha dicho del Canto puede decirse también de la pintura, la escultura, la arquitectura; y hacia todas estas nobilísimas creaciones del genio la Iglesia ha sido pródiga en inspiración y estímulo. Todo el género humano, alimentado por este sublime ideal, levanta magníficos templos, y aquí, en la Casa de Dios, como en su propia casa, eleva su corazón a las cosas celestiales en medio de los tesoros de todas las bellas artes, con la majestuosidad de la ceremonia litúrgica, y con el acompañamiento del más dulce canto.

38. Todos estos beneficios, repetimos, los logró alcanzar la acción del Pontífice San Gregorio en su tiempo y en los siglos que siguieron; y éstos también serán posibles de alcanzar hoy, en virtud de la eficacia intrínseca de los principios que deben guiarnos y de los medios que tenemos a nuestra disposición, conservando con todo celo el bien que por la gracia de Dios todavía nos ha dejado y “restaurando en Cristo” (Efesios 1:10) todo lo que lamentablemente ha caducado de la regla correcta.

39. Nos alegramos de poder cerrar estas Cartas Nuestras con las mismas palabras con las que San Gregorio concluyó su memorable exhortación en el Concilio de Letrán: “Estas cosas, hermanos, debéis meditarlas con toda solicitud vosotros mismos y al mismo tiempo proponerlas para la meditación de vuestro prójimo. Preparaos para devolver a Dios el fruto del ministerio que habéis recibido. Pero todo lo que os hemos indicado lo obtendremos mucho mejor con la oración que con nuestro discurso. Oremos: Oh Dios, por cuya voluntad hemos sido llamados como pastores en medio del pueblo, concédenos, te rogamos, que seamos capaces de ser a tus ojos lo que se dice que somos por boca de los hombres (Hom. cit., ii. 18).

40. Y mientras confiamos por la intercesión del santo Pontífice Gregorio en que Dios pueda graciosamente escuchar Nuestra oración, a todos vosotros, Venerables Hermanos, y a vuestro clero y pueblo os impartimos la bendición apostólica con todo el afecto de Nuestro corazón, como en prenda de favores celestiales y en señal de Nuestra paternal buena voluntad.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 12 de marzo del año 1904, fiesta de San Gregorio I, Papa y Doctor de la Iglesia, en el primer año de Nuestro Pontificado.

Pío X

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