martes, 13 de marzo de 2001

GRAVES DE COMMUNI RE (18 DE ENERO DE 1901)


ENCÍCLICA

GRAVES DE COMMUNI RE

del Papa León XIII 

sobre la Democracia Cristiana

A Nuestros Venerables Hermanos los Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios en Paz y Comunión con la Sede Apostólica.

1. Las graves discusiones sobre cuestiones económicas que, desde hace algún tiempo, perturban la paz de varios países del mundo, aumentan en frecuencia e intensidad hasta tal punto que las mentes de los hombres reflexivos se llenan, y con razón, de preocupación y alarma. Estas discusiones tienen su origen en las malas enseñanzas filosóficas y éticas que se han extendido entre la población. Los cambios que han introducido las invenciones mecánicas de la época, la rapidez de las comunicaciones entre los lugares, y los dispositivos de todo tipo para disminuir el trabajo y aumentar las ganancias, añaden amargura a la lucha; y, por último, los asuntos han llegado a tal punto por la lucha entre el capital y el trabajo, fomentada por los agitadores profesionales, que los países en los que estos disturbios ocurren con más frecuencia se encuentran ante la ruina y el desastre.

2. Ya al ​​comienzo de Nuestro pontificado señalamos claramente cuál era el peligro que enfrentaba la sociedad sobre este punto, y consideramos Nuestro deber advertir a los católicos, en un lenguaje inequívoco [1], cuán grande era el error que acechaba en las declaraciones del socialismo, y cuán grande era el peligro que amenazaba no sólo sus posesiones temporales, sino también su moralidad y religión. Ese fue el propósito de Nuestra carta encíclica Quod Apostolici Muneris que publicamos el 28 de diciembre del año 1878; pero, como estos peligros día tras día amenazaban con un desastre aún mayor, tanto para los individuos como para la comunidad, nos esforzamos con mayor energía para evitarlos. Este fue el objeto de Nuestra encíclica Rerum Novarum del 15 de mayo de 1891, en el que nos detenemos extensamente en los derechos y deberes que ambas clases de la sociedad, a saber, los que controlan el capital y los que contribuyen con el trabajo, están obligados entre sí; y al mismo tiempo, hicimos evidente que los remedios más útiles para proteger la causa de la religión y acabar con la contienda entre las diferentes clases de la sociedad, se encontraban en los preceptos del Evangelio.

3. Tampoco, con la gracia de Dios, se frustraron del todo nuestras esperanzas. Incluso aquellos que no son católicos, movidos por la fuerza de la verdad, declararon que la Iglesia debe ser acreditada con un cuidado vigilante sobre todas las clases de la sociedad, y especialmente sobre aquellas a las que la fortuna había favorecido menos. Los católicos, por supuesto, se beneficiaron abundantemente de estas cartas, pues no sólo recibieron aliento y fuerza para las excelentes empresas en las que estaban empeñados, sino que también obtuvieron la luz que necesitaban para estudiar este orden de problemas con gran seguridad y éxito. De este modo, las diferencias de opinión que prevalecían entre ellos fueron eliminadas o disminuidas. En el orden de la acción, se ha hecho mucho en favor del proletariado, sobre todo en aquellos lugares donde la pobreza era mayor. Se pusieron en marcha muchas instituciones nuevas, se incrementaron las que ya estaban establecidas y todas cosecharon el beneficio de una mayor estabilidad. Se trata, por ejemplo, de las oficinas populares que suministran información a los incultos; de los bancos rurales que conceden préstamos a los pequeños agricultores; de las sociedades de ayuda mutua o de socorro; de los sindicatos de trabajadores y de otras asociaciones o instituciones del mismo tipo. Así, bajo los auspicios de la Iglesia, se consiguió una medida de acción unida entre los católicos, así como una cierta planificación en la creación de organismos para la protección de las masas que, de hecho, están tan a menudo oprimidas por la astucia y la explotación de sus necesidades como por su propia indigencia y trabajo.

4. Esta obra de ayuda popular no tuvo, en un principio, nombre propio. El nombre de socialismo cristiano, con sus derivados, que fue adoptado por algunos, muy apropiadamente se dejó caer en desuso. Después, algunos pidieron que se llamara Movimiento Popular Cristiano. En los países más preocupados por este tema, hay algunos que se conocen como socialcristianos. En otros lugares, el movimiento se describe como Democracia Cristiana y sus partidarios como Demócratas Cristianos, en oposición a lo que los socialistas llaman Socialdemocracia. No se hace mucha excepción al primero de estos dos nombres, es decir, socialcristianos, pero muchos hombres excelentes encuentran objetable el término Democracia Cristiana. Sostienen que es muy ambiguo y por lo tanto abierto a dos objeciones. Por implicación, parece favorecer encubiertamente al gobierno popular y menospreciar otros métodos de administración política. En segundo lugar, parece menospreciar la religión restringiendo su alcance al cuidado de los pobres, como si los demás sectores de la sociedad no fueran de su incumbencia. Más que eso, bajo la sombra de su nombre fácilmente podría acechar un plan para atacar todo poder legítimo, ya sea civil o sagrado. Por lo cual, siendo esta discusión ahora tan difundida y tan amarga, la conciencia del deber nos advierte que pongamos freno a esta controversia y que definamos lo que los católicos deben pensar sobre este asunto. También proponemos describir cómo el movimiento puede ampliar su alcance y ser más útil para la comunidad. 

5. Lo que es la Socialdemocracia y lo que debe ser la Democracia Cristiana, seguramente nadie lo puede dudar. La primera, con la debida consideración a la mayor o menor intemperancia de su expresión, es llevada a tal exceso por muchos que sostienen que en realidad nada existe por encima del orden natural de las cosas, y que la adquisición y el disfrute de los bienes corporales y externos constituyen la felicidad del hombre. Su objetivo es poner todo el gobierno en manos de las masas, reducir todos los rangos al mismo nivel, abolir toda distinción de clase y finalmente introducir la comunidad de bienes. Por lo tanto, el derecho a poseer propiedad privada debe ser abrogado, y cualquier propiedad que posea un hombre, o cualquier medio de subsistencia que tenga, debe ser común para todos.

6. Por el contrario, la Democracia Cristiana, por el hecho de ser cristiana, se edifica, y necesariamente así, sobre los principios básicos de la fe divina, y debe procurar mejores condiciones a las masas, con el objeto ulterior de promover la perfección de las almas hechas para las cosas eternas. De ahí que para la Democracia Cristiana la justicia sea sagrada; debe sostener que el derecho de adquirir y poseer la propiedad es incuestionable, y debe salvaguardar las diversas distinciones y grados que son indispensables en toda comunidad bien ordenada. Finalmente, debe esforzarse por preservar en cada sociedad humana la forma y el carácter que Dios siempre imprimió en ella. Está claro, por lo tanto, que no hay nada en común entre la socialdemocracia y la democracia cristiana.

7. Además, sería un crimen desvirtuar este nombre de Democracia Cristiana a la política, porque, aunque la democracia, tanto en sus significados filológicos como filosóficos, implica un gobierno popular, sin embargo, en su aplicación actual debe emplearse sin ningún significado político, para no significar otra cosa que esta benéfica acción cristiana en favor del pueblo. Pues las leyes de la naturaleza y del Evangelio, que por derecho son superiores a todas las contingencias humanas, son necesariamente independientes de todas las formas particulares de gobierno civil, mientras que al mismo tiempo están en armonía con todo lo que no repugna a la moral y justicia. Son, por lo tanto, y deben permanecer absolutamente libres de las pasiones y vicisitudes de los partidos, de modo que, bajo cualquier constitución política, los ciudadanos pueden y deben acatar aquellas leyes que les ordenan amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismos. Esta ha sido siempre la política de la Iglesia. Los Romanos Pontífices actuaron sobre este principio, siempre que trataron con diferentes países, sin importar cuál pudiera ser el carácter de sus gobiernos. Por lo tanto, la mente y la acción de los católicos dedicados a promover el bienestar de las clases trabajadoras nunca pueden actuar con el propósito de favorecer e introducir un gobierno en lugar de otro.

8. De la misma manera, debemos eliminar de la Democracia Cristiana otro posible objeto de reproche, a saber, que al buscar el beneficio de los trabajadores parezca pasar por alto a las clases altas de la sociedad, pues ellas también son de la mayor utilidad para preservar y perfeccionar la mancomunidad. La ley cristiana de la caridad, que acabamos de mencionar, nos impedirá hacerlo. Porque abarca a todos los hombres, sin distinción de rangos, como miembros de una misma familia, hijos del mismo Padre benéfico, redimidos por el mismo Salvador y llamados a la misma herencia eterna. De ahí la doctrina del Apóstol, que nos advierte que "somos un solo cuerpo y un solo espíritu, llamados a una sola esperanza en nuestra vocación; un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo; un solo Dios y Padre de todos, que está por encima de todos, por todos y en todos nosotros" [2]. Por lo tanto, debido a la unión establecida por la naturaleza entre el pueblo y las demás clases de la sociedad, y que la fraternidad cristiana hace aún más estrecha, toda la diligencia que se dedique a ayudar al pueblo beneficiará ciertamente también a las demás clases, tanto más cuanto que, como se demostrará más adelante, su cooperación es propia y necesaria para el éxito de esta empresa.

9. Que no se trate de fomentar bajo este nombre de Democracia Cristiana cualquier intención de disminuir el espíritu de obediencia, o de alejar a las personas de sus gobernantes legítimos. Tanto la ley natural como la cristiana nos mandan a reverenciar a aquellos que en sus diversos grados se muestran por encima de nosotros en el Estado, y a someternos a sus justos mandatos. Está muy en consonancia con nuestra dignidad de hombres y de cristianos obedecer, no sólo exteriormente, sino de corazón, como lo expresa el Apóstol, "por causa de la conciencia", cuando nos manda sujetar nuestra alma a las potestades superiores [3]. Es abominable para la profesión del cristianismo que alguien se sienta reacio a someterse y obedecer a los que gobiernan en la Iglesia, y en primer lugar a los obispos a quienes (sin perjuicio de la potestad universal del Romano Pontífice) "el Espíritu Santo ha puesto para gobernar la Iglesia de Dios que Cristo ha comprado con su Sangre" [4]. Quien piense o actúe de otro modo es culpable de ignorar el grave precepto del Apóstol que nos manda obedecer a nuestros gobernantes y estar sometidos a ellos, pues vigilan como si tuvieran que dar cuenta de nuestras almas [5]. Que los fieles de todas partes implanten estos principios profundamente en sus almas y los pongan en práctica en su vida diaria, y que los ministros del Evangelio los mediten profundamente y trabajen incesantemente, no sólo con la exhortación sino especialmente con el ejemplo, para enseñarles a otros.

10. Hemos recordado estos principios, que en otras ocasiones ya habíamos dilucidado, con la esperanza de que cesará toda disputa sobre el nombre de la Democracia Cristiana y se disipará toda sospecha de algún peligro proveniente de lo que el nombre significa. Y con razón así lo esperamos; pues, despreciando las opiniones de ciertos hombres cuyas opiniones sobre la naturaleza y la eficacia de este tipo de Democracia Cristiana no están exentas de exageración y de error, nadie condene ese celo que, de acuerdo con las leyes naturales y divinas, apunta a hacer la condición de los que trabajan más tolerable; permitirles obtener, poco a poco, aquellos medios por los cuales puedan proveer para el futuro; ayudarlos a practicar en público y en privado los deberes que inculcan la moral y la religión; para ayudarlos a sentir que no son animales sino hombres, no paganos sino cristianos, y así capacitarlos para esforzarse más celosamente y con más entusiasmo por la única cosa que es necesaria; a saber, ese bien supremo por el cual nacemos en este mundo. Esta es la intención; esta es la obra de quienes desean que el pueblo esté animado por los sentimientos cristianos y sea protegido de la contaminación del socialismo que lo amenaza.

11. Hemos hecho mención intencionalmente aquí de la virtud y la religión. Pues es opinión de algunos, y el error es ya muy común, que la cuestión social es meramente económica, cuando en realidad es, ante todo, una cuestión moral y religiosa, y por ello debe ser establecido por los principios de la moralidad y de acuerdo con los dictados de la religión. Porque, aunque se dupliquen los salarios y se acorten las horas de trabajo y se abaraten los alimentos, si el trabajador escucha las doctrinas que se enseñan sobre este asunto, como es propenso a hacer, y es incitado por los ejemplos dados delante de él para despojarse del respeto a Dios y entrar en una vida de inmoralidad, sus trabajos y sus ganancias de nada le servirán.

12. Las pruebas y la experiencia han dejado muy claro que muchos trabajadores viven en espacios reducidos y miserables, a pesar de sus horarios más cortos y salarios más altos, simplemente porque han dejado de lado las restricciones de la moralidad y la religión. Quítele el instinto que la sabiduría cristiana ha sembrado y alimentado en el corazón de los hombres, quítele la previsión, la templanza, la frugalidad, la paciencia y otros hábitos naturales y legítimos, por mucho que se esfuerce, nunca alcanzará la prosperidad. Esa es la razón por la que hemos exhortado incesantemente a los católicos a entrar en estas asociaciones para mejorar la condición de las clases trabajadoras y organizar otras empresas con el mismo objetivo en vista; pero también les hemos advertido que todo esto debe hacerse bajo los auspicios de la religión, con su ayuda y bajo su guía.

13. El celo de los católicos en favor de las masas es especialmente loable porque se dedica precisamente al mismo campo en el que, bajo la benigna inspiración de la Iglesia, ha trabajado siempre la activa industria de la caridad, adaptándose en todos los casos a las diversas exigencias de los tiempos. Porque la ley de la caridad recíproca perfecciona, por así decirlo, la ley de la justicia, no sólo dando a cada uno lo que le corresponde y no impidiéndole el ejercicio de sus derechos, sino también haciéndole amigo, "no sólo con la palabra, o los labios, sino de hecho y en verdad" [6], teniendo en cuenta lo que Cristo dijo con tanto amor a los suyos: "Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros, como yo os he amado, que os améis también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros" [7]. Este celo en acudir al auxilio de nuestros semejantes debe ser, naturalmente, solícito, en primer lugar, por el bien eterno de las almas, pero no debe descuidar lo que es bueno y útil para esta vida.

14. Recordemos lo que dijo Cristo al discípulo del Bautista que le preguntó: "¿Eres tú el que ha de venir o buscamos a otro?"[8]. Invocaba, como prueba de la misión que le había sido confiada entre los hombres, su ejercicio de caridad, citando para ellos el texto de Isaías: "Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres se les anuncia el Evangelio" [9]. Y hablando también del juicio final y de las recompensas y castigos que Él asignará, declaró que tendría especial cuenta de la caridad que los hombres ejercieran entre sí. Y en ese discurso hay una cosa que suscita especialmente nuestra sorpresa, a saber, que Cristo omite las obras de misericordia que consuelan el alma y refiriéndose sólo a las que consuelan el cuerpo, las considera hechas a Sí mismo: "Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me acogisteis; desnudo y me cubristeis; enfermo y me visitasteis; estuve en la cárcel y vinisteis a Mí" [10].

15. A las enseñanzas que prescriben la doble caridad de las obras espirituales y corporales, Cristo añade su propio ejemplo, para que nadie deje de reconocer la importancia que le da. En el presente caso recordamos las dulces palabras que brotaron de su corazón paterno: "Tengo piedad de la multitud" [11], así como el deseo que tenía de socorrerlos aunque fuera necesario invocar su poder milagroso. De su tierna compasión tenemos la proclamación hecha en las Sagradas Escrituras, a saber, que "Él anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo" [12]. Esta ley de caridad que impuso a sus Apóstoles, ellos en el camino santísimo y celoso puesto en práctica; y después de ellos los que abrazaron el cristianismo originaron esa maravillosa variedad de instituciones para aliviar todas las miserias que afligen a la humanidad. Y esas instituciones continuaron y aumentaron continuamente sus poderes de alivio y fueron las glorias especiales del cristianismo y de la civilización de la que era la fuente, de modo que los hombres rectos nunca dejan de admirar esos cimientos, conscientes como están de la propensión de los hombres a preocuparse por los suyos y descuidar las necesidades de los demás.

16. Tampoco debemos eliminar de la lista de buenas obras el dar dinero para la caridad, en cumplimiento de lo que Cristo ha dicho: "Pero lo que os queda, dad limosna"[13]. En contra de esto, el socialista grita y exige su abolición por ser perjudicial para la dignidad nativa del hombre. Pero, si se hace de la manera que la Escritura ordena [14] y en conformidad con el verdadero espíritu cristiano, no connota orgullo en el que da ni inflige vergüenza en el que recibe. Lejos de ser deshonrosa para el hombre, estrecha los lazos de la sociedad humana al aumentar la fuerza de la obligación de los deberes que los hombres tienen entre sí. Nadie es tan rico como para no necesitar la ayuda de otro; nadie es tan pobre como para no ser útil de algún modo a sus semejantes; y la disposición a pedir ayuda a los demás con confianza y a concederla con bondad forma parte de nuestra propia naturaleza. Así, la justicia y la caridad están tan unidas entre sí, bajo la ecuánime y dulce ley de Cristo, que forman una admirable fuerza de cohesión en la sociedad humana y llevan a todos sus miembros a ejercer una especie de providencia en el cuidado de los suyos y en la búsqueda también del bien común.

17. Por lo que respecta no sólo a la ayuda temporal prestada a las clases trabajadoras, sino al establecimiento de instituciones permanentes en su favor, es muy encomiable que la caridad las emprenda. De este modo, se procurará proporcionar a los necesitados medios de asistencia más seguros y fiables. Esta clase de ayuda es especialmente digna de reconocimiento, ya que forma las mentes de los mecánicos y de los trabajadores para el ahorro y la previsión, de modo que con el tiempo puedan, al menos en parte, cuidar de sí mismos. Aspirar a eso no sólo es dignificar el deber de los ricos hacia los pobres, sino elevar a los propios pobres, pues, al mismo tiempo que los impulsa a trabajar para mejorar su condición, los preserva mientras tanto de los peligros, refrena la desmesura en sus deseos y actúa como acicate en la práctica de la virtud. Siendo, pues, de tan gran utilidad y tan acorde con el espíritu de los tiempos, es un objeto digno de ser emprendido con prudencia y celo por la caridad de los hombres justos.

18. Entiéndase, pues, que esta devoción de los católicos por consolar y elevar a la masa del pueblo está en consonancia con el espíritu de la Iglesia y es muy conforme a los ejemplos que la Iglesia siempre ha propuesto imitar. Poco importa que se llame Movimiento Popular Cristiano o Democracia Cristiana, si las instrucciones que Nosotros hemos dado se cumplen cabalmente con la debida obediencia. Pero es de la mayor importancia que los católicos sean uno en mente, voluntad y acción en un asunto de tan gran trascendencia. Y también es importante que la influencia de estas empresas se extienda por la multiplicación de hombres y medios dedicados al mismo objeto.

19. Debe hacerse especialmente un llamamiento a la amable ayuda de aquellos cuyo rango, riqueza y cultura intelectual y espiritual les dan una cierta posición en la comunidad. Si su ayuda no se extiende, casi nada se puede hacer que ayude a promover el bienestar de la gente. Seguramente, cuanto más fervientemente muchos de los que son ciudadanos prominentes apoyen efectivamente para lograr ese objetivo, más rápido y más seguro se alcanzará el fin. Sin embargo, queremos que entiendan que no tienen la libertad de cuidar o desatender a los que están debajo de ellos, sino que es un deber estricto el que los ata. Porque nadie vive sólo para su beneficio personal en una comunidad; vive también para el bien común, de modo que, cuando los demás no pueden aportar su parte para el bien general, los que pueden hacerlo están obligados a suplir la deficiencia. La magnitud misma de los beneficios que han recibido aumenta la carga de su responsabilidad, y se tendrá que rendir una cuenta más estricta a Dios, quien les otorgó esas bendiciones. Lo que también debe urgir a todos al cumplimiento de su deber en este sentido es el desastre generalizado que terminará por caer sobre todas las clases de la sociedad si su auxilio no llega a tiempo; y por lo tanto, el que descuida la causa de las masas afligidas está despreciando tanto su propio interés como el de la comunidad. 

20. Si esta acción, que es social en el sentido cristiano del término, se desarrolla y crece según su propia naturaleza, no habrá peligro, como se teme, de que aquellas otras instituciones que la piedad de nuestros antepasados ​​han establecido y que ahora están floreciendo, decaerán o serán absorbidas por nuevas fundaciones. Ambas brotan de la misma raíz de la caridad y la religión, y no sólo no están en conflicto entre sí, sino que fácilmente se pueden unir y combinar tan perfectamente como para proporcionar, tanto mejor por la unión de sus benéficos esfuerzos, para las necesidades de las masas y los peligros cada vez mayores a los que están expuestas.

21. La condición de las cosas en la actualidad proclama, y proclama con vehemencia, que es necesaria la unión de mentes valientes con todos los recursos que puedan ordenar. La cosecha de la miseria está ante nuestros ojos, y los espantosos proyectos de los más desastrosos trastornos nacionales nos amenazan desde el creciente poder del movimiento socialista. Se han introducido insidiosamente en el corazón mismo de la comunidad, y en la oscuridad de sus reuniones secretas, y a la luz del día, en sus escritos y en sus arengas, están instando a las masas a la sedición; desechan la disciplina religiosa; desprecian los deberes; claman sólo por los derechos; están trabajando incesantemente sobre las multitudes de los necesitados que cada día aumentan, y que, debido a su pobreza, son fácilmente engañados y conducidos al error. Es un asunto que concierne por igual al Estado y a la religión, y todos los hombres de bien deberían considerar como un deber sagrado el preservar y custodiar ambos en el honor que les corresponde.

22. Para que se mantenga este tan deseable acuerdo de voluntades, es esencial que todos se abstengan de dar cualquier motivo de disensión que hiera y divida los ánimos. Por lo tanto, en los periódicos y en los discursos a la gente, que eviten cuestiones sutiles y prácticamente inútiles que no son fáciles de resolver ni fáciles de entender excepto por mentes de habilidad inusual y después del estudio más serio. Es bastante natural que la gente dude sobre temas dudosos, y que diferentes hombres tengan opiniones diferentes, pero aquellos que buscan sinceramente la verdad preservarán la ecuanimidad, la modestia y la cortesía en los asuntos en disputa. No permitirán que las diferencias de opinión se conviertan en conflictos de voluntades. Además, cualquiera que sea la opinión de un hombre, si la cuestión está todavía abierta a la discusión, que la mantenga, siempre que esté dispuesto a escuchar con obediencia religiosa lo que la Santa Sede decida sobre la cuestión.

23. La acción de los católicos, cualquiera que sea su naturaleza, obrará con mayor eficacia si todas las diversas asociaciones, preservando sus derechos individuales, se mueven juntas bajo una fuerza primaria y directiva. En Italia, deseamos que esta fuerza directiva emane del Instituto de Congresos y Reuniones Católicas tantas veces elogiado por Nosotros, al que Nuestro predecesor y Nosotros mismos hemos encomendado el cargo de controlar la acción común de los católicos bajo la autoridad y dirección de los obispos del país. Que así sea para otras naciones, en caso de que haya alguna organización líder de esta descripción a la que se le haya confiado legítimamente este asunto.

24. Ahora bien, en todas las cuestiones de esta índole en que los intereses de la Iglesia y del pueblo cristiano están tan íntimamente aliados, es evidente lo que deben hacer los que están en el sagrado ministerio, y es claro cuán diligentes deben ser en inculcar la recta doctrina y en la enseñanza de los deberes de prudencia y caridad. Salir y circular entre el pueblo, ejercer en él una sana influencia adaptándose al presente estado de cosas, es lo que más de una vez al dirigirnos al clero hemos aconsejado. Más frecuentemente, también, al escribir a los obispos y otros dignatarios de la Iglesia, y especialmente en los últimos tiempos [15], hemos alabado esta afectuosa solicitud por el pueblo y declarado que es el deber especial tanto del clero secular como del regular. Pero en el cumplimiento de este deber se ejerza la mayor cautela y prudencia, y se haga a la manera de los santos. Francisco, que fue pobre y humilde, Vicente de Pablo, el padre de las clases afligidas, y tantos otros que la Iglesia conserva siempre en su memoria, solían prodigar sus cuidados sobre el pueblo, pero de tal manera que no se enfrascaran demasiado o ser despreocupados de sí mismos o dejar que les impida trabajar con la misma asiduidad en la perfección de su propia alma y el cultivo de la virtud.

25. Queda una cosa sobre la que queremos insistir con mucha fuerza, en la que no sólo los ministros del Evangelio, sino también todos los que se dedican a la causa del pueblo, pueden con muy poca dificultad realizar un muy loable resultado. Es decir, inculcar en la mente de la gente, de manera fraternal y cada vez que se presente la oportunidad, los siguientes principios; a saber: mantenerse apartado en todas las ocasiones de actos sediciosos y hombres sediciosos; mantener inviolables los derechos de los demás; mostrar un debido respeto a los superiores; realizar voluntariamente el trabajo en el que están empleados; no cansarse de la restricción de la vida familiar que en muchos aspectos es tan ventajosa; a mantener sobre todo sus prácticas religiosas, y en sus penalidades y pruebas, recurrir a la Iglesia en busca de consuelo.

26. Finalmente, recurrimos de nuevo a lo que ya hemos declarado e insistimos en ello con la mayor solemnidad; a saber, que cualquier proyecto que se formulen individuos o asociaciones en esta materia debe formarse bajo la autoridad episcopal. Que no se dejen desviar por un celo excesivo en la causa de la caridad. Si les lleva a faltar a la debida sumisión, no es un celo sincero; no tendrá ningún resultado útil y no puede ser aceptable para Dios. Dios se deleita en las almas de aquellos que dejan de lado sus propios designios y obedecen a los gobernantes de Su Iglesia como si lo estuvieran obedeciendo a Él; Él los ayuda incluso cuando intentan cosas difíciles y benignamente los conduce al fin deseado. Que muestren, también, ejemplos de virtud, para probar que el cristiano odia la ociosidad y la autoindulgencia, que se mantiene firme e invicto en medio de la adversidad.

27. Os exhortamos, Venerables Hermanos, a proveer para todo esto, según lo exijan las necesidades de los hombres y de los lugares, según vuestra prudencia y vuestro celo, reunidos como de costumbre en consejo para uniros unos a otros en vuestros planes para el progreso de estos proyectos. Que vuestra solicitud vigile y que vuestra autoridad sea eficaz en controlar, obligar y también en prevenir, para que nadie, con el pretexto del bien, haga perder el vigor de la sagrada disciplina o el orden que Cristo ha establecido en su Iglesia. De este modo, por la justa, armoniosa y siempre creciente labor de todos los católicos, hágase cada vez más evidente que la tranquilidad del orden y la verdadera prosperidad florecen especialmente entre los pueblos que la Iglesia controla e influye; y que ella considera como su sagrado deber amonestar a cada uno de lo que la ley de Dios manda, unir a los ricos y a los pobres en los lazos de la caridad fraterna, y elevar y fortalecer las almas de los hombres en los tiempos en que la adversidad les presiona fuertemente.

28. Sean confirmados Nuestros mandamientos y Nuestros deseos por las palabras tan llenas de caridad apostólica que el bienaventurado Pablo dirigió a los romanos: ""Os ruego, pues, hermanos, que os reforméis en la novedad de vuestra mente; el que da, con sencillez; el que gobierna, con cuidado; el que hace misericordia, con alegría. Que el amor sea sin disimulo. Aborreciendo lo malo; apegándose a lo bueno; amándose con la caridad de la fraternidad; con honor previniendo a los demás; con cuidado, no con pereza; alegrándose en la esperanza; con paciencia en la tribulación; con prontitud en la oración. Contribuyendo a las necesidades de los santos. Procurando la hospitalidad. Alegrándose con los que se alegran; llorando con los que lloran; siendo de un mismo sentir los unos con los otros; no dando a nadie mal por mal; procurando lo bueno no sólo a los ojos de Dios, sino también a los de los hombres" [16].

29. En prenda de estos beneficios recibid la bendición apostólica que, Venerables Hermanos, os concedemos en el Señor con mucho amor a vosotros ya vuestro clero y pueblo.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día dieciocho de enero de 1901, año decimotercero de Nuestro pontificado.


Notas finales:

1. Quod Apostolici Muneris, no. 79: Rerum novarum, n. 115.

2. Efe. 4:4-6.

3. Rom. 13:1, 5.

4. Hechos 20:28.

5. Heb. 13:11.

6. 1 Juan 3:18.

7. Juan 13:34-35.

8. Mat. 11:3.

9. Mat. 11:4 5.

10. Mat. 25:35-36.

11. Marcos 8:2.

12. Hechos 10:38.

13. Lucas 11:41.

14. Mat. 6:2-4.

15. Carta al Ministro general de los Minoritas, 25 de noviembre de 1898. En esta carta, el Papa recordaba las instrucciones dadas en Aeterni Patris sobre el camino a seguir en los estudios superiores; la doctrina de Tomás de Aquino debe ser seguida por todos los religiosos que deseen verdaderamente filosofar (qui vere philosophari volunt); suprema importancia del estudio de la Sagrada Escritura; cómo predicar la palabra de Dios; exhortación contundente dirigida a los franciscanos para que salgan de sus monasterios y, siguiendo el ejemplo de San Francisco, se dediquen a la salvación de las masas; importancia de la Tercera Orden de San Francisco con respecto a esta obra.

16. Rom. 12:1, 2, 8-13, 15-17.

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