domingo, 18 de febrero de 2001

BENIGNITAS ET HUMANITAS (24 DE DICIEMBRE DE 1944)


RADIOMENSAJE 

BENIGNITAS ET HUMANITAS

DE SU SANTIDAD PÍO XII

EN LA VÍSPERA DE NAVIDAD

24 de diciembre de 1944

Sexta Navidad de guerra


“Benignitas et humanitas apparuit Salvatoris nostri Dei” (Tt 3, 4). Por sexta vez, desde el comienzo de la horrible guerra, la santa liturgia de Navidad saluda con estas palabras, que exhalan serena paz, la venida entre nosotros del Dios Salvador. La humilde y pobre cuna de Belén atrae, con aliciente inefable, la atención de todos los creyentes.

Hasta lo más profundo de los corazones, entenebrecidos, afligidos y abatidos baja un torrente de luz y de alegría, invadiéndolos completamente. Vuelven a alzarse serenas las frentes inclinadas, porque Navidad es la fiesta de la dignidad humana, la fiesta del “admirable intercambio, por el cual el Creador del género humano, tornando un cuerpo vivo, se dignó nacer de la Virgen y con su venida nos donó su divinidad” (Ant. 1 in 1 Vesp. in Circumc. Dom.).

Pero nuestros ojos vuelan espontáneamente desde el esplendoroso Niño del portal al mundo que nos rodea, y la dolorida exclamación del Evangelista Juan sube a nuestros labios: Lux in tenebris lucet et tenebrae eam non comprehenderunt” (Jn 1, 5): la luz resplandece en medio de las tinieblas, y las tinieblas no la han recibido.

Porque desgraciadamente también esta sexta vez la aurora de la Navidad se alza sobre campos de batalla cada vez más dilatados, sobre cementerios en donde se acumulan cada día más numerosos los despojos de las victimas, sobre tierras desiertas en donde escasas torres vacilantes señalan con su silenciosa tristeza las ruinas de ciudades antes prósperas y florecientes y donde campanas derribadas o arrebatadas ya no despiertan a los habitantes con su alegre canto de Navidad. Son otros tantos testigos mudos, que denuncian esta mancha de la historia de la humanidad, que, voluntariamente ciega ante la claridad de Aquel que es esplendor y luz del Padre, voluntariamente alejada de Jesucristo, ha descendido y ha caído en la ruina y en la abdicación de su propia dignidad. Hasta la pequeña lámpara se ha apagado en muchos majestuosos templos, en muchas modestas capillas, donde, junto al Sagrario, había sido compañera en las vigilias del Huésped divino, mientras que el mundo dormía. ¡Qué desolación, que contraste! ¿No habría, pues, esperanza para la humanidad?


Aurora de esperanza

¡Bendito sea el Señor! Una aurora de esperanza se eleva de los lúgubres gemidos del dolor, del seno mismo de la angustia desgarradora de los individuos y de los pueblos oprimidos. Una idea, una voluntad cada día más clara y firme surge en una falange, cada vez mayor, de nobles espíritus: hacer de esta guerra mundial, de este universal desbarajuste el punto de partida de una era nueva, para la renovación profunda, la reordenación total del mundo. De esta manera, mientras siguen afanándose los ejércitos en luchas homicidas, con medios de combate cada día más crueles, los hombres de gobierno, representantes responsables de las naciones, se reúnen en coloquios y en conferencias, para determinar los derechos y los deberes fundamentales sobre los que se debería reedificar una unión de los Estados, para trazar el camino hacia un porvenir mejor, más seguro, más digno de la humanidad.

¡Extraña antítesis, la coincidencia de una guerra, cuya rudeza tiende a llegar al paroxismo, con el notable progreso de las aspiraciones y de los propósitos hacia el acuerdo para una paz sólida y duradera! Sin duda ninguna que se podrá discutir el valor, la posibilidad de aplicación, la eficacia de una o de otra propuesta; bien podría quedar en suspenso el juicio sobre ellas; pero siempre será verdad que el movimiento avanza.


El problema de la democracia

Además —y es tal vez el punto más importante— los pueblos, al siniestro resplandor de la guerra que les rodea, en medio del ardoroso fuego de los hornos que les aprisionan, se han como despertado de un prolongado letargo. Ante el Estado, ante los gobernantes han adoptado una actitud nueva, interrogativa, crítica, desconfiada. Adoctrinados por una amarga experiencia se oponen con mayor ímpetu a los monopolios de un poder dictatorial, incontrolable e intangible, y exigen un sistema de gobierno, que sea más compatible con la dignidad y con la libertad de los ciudadanos.

Estas multitudes, inquietas, trastornadas por la guerra hasta las capas más profundas, están hoy día penetradas por la persuasión —al principio tal vez vaga y confusa, pero ahora ya incoercible— de que, si no hubiera faltado la posibilidad de sindicar y corregir la actividad de los poderes públicos, el mundo no habría sido arrastrado por el torbellino desastroso de la guerra y de que, para evitar en adelante la repetición de semejante catástrofe, es necesario crear en el pueblo mismo eficaces garantías.

Siendo tal la disposición de los ánimos, ¿hay acaso que maravillarse de que la tendencia democrática inunde los pueblos y obtenga fácilmente la aprobación y el asenso de los que aspiran a colaborar más eficazmente en los destinos de los individuos y de la sociedad?

Apenas es necesario recordar que, según las enseñanzas de la Iglesia, no está prohibido el preferir gobiernos moderados de forma popular, salva con todo la doctrina católica acerca del origen y el ejercicio del poder público”, y que “la Iglesia no reprueba ninguna de las varias formas de gobierno, con tal que se adapten por sí mismas a procurar el bien de los ciudadanos” (León XIII Encíclica Libertas, 20 de junio de 1888, in fin.).

Si, pues, en esta solemnidad, que conmemora al mismo tiempo la benignidad del Verbo encarnado y la dignidad del hombre (dignidad entendida no sólo bajo el aspecto personal, sino también en la vida social), Nos dirigimos Nuestra atención al problema de la democracia, para examinar según qué normas debe ser regulada para que se pueda llamar una verdadera y sana democracia, acomodada a las circunstancias de la hora presente; esto indica claramente que el cuidado y la solicitud de la Iglesia se dirige no tanto a su estructura y organización exterior —que dependen de las aspiraciones propias de cada pueblo—, cuanto al hombre como tal que, lejos de ser el objeto y como elemento pasivo de la vida social, es por el contrario, y debe ser y seguir siendo, su agente, su fundamento y su fin.

Supuesto que la democracia, entendida en sentido lato, admite diversidad de formas y puede tener lugar tanto en las monarquías coma en las repúblicas, dos cuestiones se presentan a Nuestro examen: 1º) ¿Qué caracteres deben distinguir a los hombres, que viven en la democracia y bajo un régimen democrático? 2º) ¿Qué caracteres deben distinguir a los hombres, que en la democracia ejercitan el poder público?


I - CARACTERES PROPIOS DE LOS CIUDADANOS

EN EL RÉGIMEN DEMOCRÁTICO

Manifestar su parecer sobre los deberes y los sacrificios que se le imponen; no verse obligado a obedecer sin haber sido oído: he ahí dos derechos del ciudadano que encuentran en la democracia, como lo indica su mismo nombre, su expresión. Por la solidez, armonía y buenos frutos de este contacto entre los ciudadanos y el gobierno del Estado se puede reconocer si una democracia es verdaderamente sana y equilibrada, y cual es su fuerza de vida y de desarrollo. Además, por lo que se refiere a la extensión y naturaleza de los sacrificios pedidos a todos los ciudadanos —en nuestra época, cuando es tan vasta y decisiva la actividad del Estado—, la forma democrática de gobierno se presenta a muchos como postulado natural impuesto por la razón misma. Pero cuando se reclama “más democracia y mejor democracia”, una tal exigencia no puede tener otra significación que la de poner al ciudadano cada vez más en condición de tener opinión personal propia, y de manifestarla y hacerla valer de manera conveniente para el bien común.


Pueblo y “masa”


De esto se deduce una primera conclusión necesaria con su consecuencia practica. El Estado no contiene en sí ni reúne mecánicamente en determinado territorio una aglomeración amorfa de individuos. Es y debe ser en realidad la unidad orgánica y organizadora de un verdadero pueblo.

Pueblo y multitud amorfa o, como se suele decir, “masa” son dos conceptos diversos. El pueblo vive y se mueve con vida propia; la masa es por sí misma inerte, y no puede recibir movimiento sino de fuera. El pueblo vive de la plenitud de la vida de los hombres que la componen, cada uno de los cuales —en su propio puesto y a su manera— es persona consciente de sus propias responsabilidades y de sus convicciones propias. La masa, por el contrario, espera el impulso de fuera, juguete fácil en las manos de un cualquiera que explota sus instintos o impresiones, dispuesta a seguir, cada vez una, hoy esta, mañana aquella otra bandera. De la exuberancia de vida de un pueblo verdadero, la vida se difunde abundante y rica en el Estado y en todos sus órganos, infundiendo en ellos con vigor, que se renueva incesantemente, la conciencia de la propia responsabilidad, el verdadero sentimiento del bien común. De la fuerza elemental de la masa, hábilmente manejada y usada, puede también servirse el Estado: en las manos ambiciosas de uno solo o de muchos agrupados artificialmente por tendencias egoístas, puede el mismo Estado, con el apoyo de la masa reducida a no ser más que una simple maquina, imponer su arbitrio a la parte mejor del verdadero pueblo: así el interés común queda gravemente herido y por mucho tiempo, y la herida es muchas veces difícilmente curable.

Con lo dicho aparece clara otra conclusión: la masa —como Nos la acabamos de definir— es la enemiga capital de la verdadera democracia y de su ideal de libertad y de igualdad.

En un pueblo digno de tal nombre, el ciudadano siente en sí mismo la conciencia de su personalidad, de sus deberes y de sus derechos, de su libertad unida al respeto de la libertad y de la dignidad de los demás. En un pueblo digno de tal nombre, todas las desigualdades que proceden no del arbitrio sino de la naturaleza misma de las cosas, desigualdades de cultura, de bienes, de posición social —sin menoscabo, por supuesto, de la justicia y de la caridad mutua—, no son de ninguna manera obstáculo a la existencia y al predominio de un auténtico espíritu de comunidad y de fraternidad. Más aún, esas desigualdades, lejos de lesionar en manera alguna la igualdad civil, le dan su significado legítimo, es decir, que ante el Estado cada uno tiene el derecho de vivir honradamente su existencia personal, en el puesto y en las condiciones en que los designios y la disposición de la Providencia lo han colocado.

Como antítesis de este cuadro del ideal democrático de libertad y de igualdad en un pueblo gobernado por manos honestas y próvidas, ¡que espectáculo presenta un Estado democrático dejado al arbitrio de la masa! La libertad, el deber moral de la persona se transforma en pretensión tiránica de desahogar libremente los impulsos y apetitos humanos con daño de los demás. La igualdad degenera en nivelación mecánica, en uniformidad monocroma: sentimiento del verdadero honor, actividad personal, respeto de la tradición, dignidad, en una palabra, todo lo que da a la vida su valor, poco a poco se hunde y desaparece. Y únicamente sobreviven. por una parte, las victimas engañadas por la fascinación aparatosa de la democracia, fascinación que se confunde ingenuamente con el espíritu mismo de la democracia, con la libertad e igualdad, y por otra, los explotadores más o menos numerosos que han sabido, mediante la fuerza del dinero o de la organización, asegurarse sobre los demás una posición privilegiada y aun el mismo poder.


II - CARACTERES DE LOS HOMBRES QUE EN LA DEMOCRACIA

EJERCEN EL PODER PÚBLICO

El Estado democrático, monárquico o republicano, como cualquier otra forma de gobierno, debe estar investido con el poder de mandar con autoridad verdadera y efectiva. El orden mismo absoluto de los seres y de los fines, que presenta al hombre como persona autónoma, es decir, como sujeto de deberes y de derechos inviolables, raíz y término de su vida social, abraza igualmente al Estado como sociedad necesaria, revestida de la autoridad, sin la cual no podría ni existir ni vivir. Porque si los hombres, valiéndose de su libertad personal, negasen toda dependencia de una autoridad superior provista del derecho de coacción, por el mismo hecho socavarían el fundamento de su propia dignidad y libertad, o lo que es lo mismo, aquel orden absoluto de los seres y de los fines.

Establecidos, sobre esta base común, la persona, el Estado y el poder público, con sus respectivos derechos, están tan unidos o conexos, que, o se sostienen, o se destruyen juntamente.

Y puesto que aquel orden absoluto, a la luz de la sana razón, y especialmente a la luz de la fe cristiana, no puede tener otro origen que un Dios personal, Criador nuestro, se sigue que la dignidad del hombre es la dignidad de la imagen de Dios, la dignidad del Estado es la dignidad de la comunidad moral que Dios ha querido, y que la dignidad de la autoridad política es la dignidad de su participación de la autoridad de Dios.

Ninguna forma de Estado puede dejar de tener en cuenta esta conexión intima e indisoluble; y mucho menos la democracia. Por consiguiente, si quien ejercita el poder público no la ve o más o menos la descuida, remueve en sus mismas bases su propia autoridad. Igualmente, si no da la debida importancia a esta relación y no ve en su cargo la misión de actuar el orden establecido por Dios, surgirá el peligro de que el egoísmo del dominio o de los intereses prevalezca sobre las exigencias esenciales de la moral política y social y de que las vanas apariencias de una democracia de pura fórmula sirvan no pocas veces para enmascarar lo que es en realidad lo menos democrático.

Únicamente la clara inteligencia de los fines señalados por Dios a todas las sociedades humanas, unida al sentimiento profundo de los deberes sublimes de la labor social, puede poner a los que se les ha confiado el poder, en condición de cumplir sus propias obligaciones de orden legislativo, judicial o ejecutivo, con aquella conciencia de la propia responsabilidad, con aquella generosidad, con aquella incorruptibilidad, sin las que un gobierno democrático difícilmente lograría obtener el respeto, la confianza y la adhesión de la parte mejor del pueblo.

El profundo sentimiento de los principios de un orden político y social sano y conforme a las normas del derecho y de la justicia, es de particular importancia en quienes, sea cual fuere la forma de régimen democrático, ejecutan, como representantes del pueblo, en todo o en parte, el poder legislativo. Y ya que el centro de gravedad de una democracia normalmente constituida reside en esta representación popular, de la que irradian las corrientes políticas a todos los campos de la vida pública —tanto para el bien como para el mal—, la cuestión de la elevación moral, de la idoneidad práctica, de la capacidad intelectual de los designados para el parlamento, es para cualquier pueblo de régimen democrático, cuestión de vida o muerte, de prosperidad o de decadencia, de saneamiento o de perpetuo malestar.

Para llevar a cabo una acción fecunda, para obtener la estima y la confianza, todo cuerpo legislativo —la experiencia lo demuestra indudablemente— debe recoger en su seno una selección de hombres espiritualmente eminentes y de carácter firme, que se consideren como los representantes de todo el pueblo y no ya como los mandatarios de una muchedumbre, a cuyos intereses particulares muchas veces, por desgracia, se sacrifican las reales necesidades y exigencias del bien común. Una selección de hombres no limitada a una profesión o a una condición determinada, sino imagen de la múltiple vida de todo el pueblo. Una selección de hombres de sólidas convicciones cristianas, de juicio justo y seguro, de sentido práctico y ecuánime, coherente consigo mismo en todas las circunstancias; hombres de doctrina clara y sana, de designios firmes y rectilíneos; hombres, sobre todo, capaces, en virtud de la autoridad que emana de su conciencia pura y ampliamente se irradia y se extiende en su derredor, de ser guías y dirigentes, sobre todo en tiempos en que urgentes necesidades sobreexcitan la impresionabilidad del pueblo, y lo hacen propenso a la desorientación y extravío; hombres que en los periodos de transición, atormentados generalmente y lacerados por las pasiones, por opiniones divergentes y por opuestos programas, se sienten doblemente obligados a hacer circular por las venas del pueblo y del Estado, quemadas por mil fiebres, el antídoto espiritual de las visiones claras, de la bondad solícita, de la justicia que favorece a todos igualmente, y la tendencia de la voluntad hacia la unión y la concordia nacional en un espíritu de sincera fraternidad.

Los pueblos cuyo temperamento espiritual y moral es suficientemente sano y fecundo, encuentran en si mismos y pueden dar al mundo los heraldos y los instrumentos de la democracia que viven con aquellas disposiciones y las saben de hecho llevar a la práctica. En cambio, donde faltan semejantes hombres, vienen otros a ocupar su puesto para convertir la actividad política en campo de su ambición y afán de aumentar sus propias ganancias, las de su casta y clase, mientras la búsqueda de los intereses particulares hace perder de vista y pone en peligro el verdadero bien común.


El absolutismo de Estado

Una sana democracia fundada sobre los principios inmutables de la ley natural y de la verdad revelada, será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin frenos y sin límites, y que hace también del régimen democrático, a pesar de las apariencias contrarias, pero vanas, puro y simple sistema de absolutismo.

El absolutismo de Estado (no hay que confundir este absolutismo con la monarquía absoluta de la que ahora no hablamos) consiste de hecho en el principio erróneo que la autoridad del Estado es ilimitada, y que frente a ella —aun cuando da rienda suelta a sus miras despóticas, traspasando los limites del bien y del mal— no cabe apelación alguna a una ley superior que obligue moralmente.

A un hombre posesionado de ideas rectas sobre el Estado y la autoridad y el poder de que está revestido, en cuanto que es custodio del orden social, jamás se le ocurrirá ofender la majestad de la ley positiva dentro de los límites de sus naturales atribuciones. Pero esta majestad del derecho positivo humano es inapelable únicamente cuando se conforma —o al menos no se opone— al orden absoluto, establecido por el Criador, y presentado con nueva luz por la revelación del Evangelio. Y esa majestad no puede subsistir sino en cuanto respeta el fundamento sobre el cual se apoya la persona humana, no menos que el Estado y el poder público. Este es el criterio fundamental de toda forma de gobierno sana y aun de la democracia, criterio con el cual se debe juzgar el valor moral de todas las leyes particulares.


III- NATURALEZA Y CONDICIONES DE UNA EFICAZ ORGANIZACIÓN

EN FAVOR DE LA PAZ


La unidad del género humano y la sociedad de los pueblos

Nos hemos querido, amados hijos e hijas, aprovechar la ocasión de la fiesta de Navidad, para indicar por qué caminos una democracia, que sea conforme a la dignidad humana, puede, en armonía con la ley natural y con los designios de Dios manifestados en la revelación, llegar a resultados benéficos. En efecto, Nos sentimos profundamente la importancia suma de este problema para el progreso pacífico de la familia humana; pero al mismo tiempo Nos damos cuenta de las grandes exigencias que esta forma de gobierno impone a la madurez moral de cada uno de los ciudadanos; madurez moral a la que en vano se podría tener la esperanza de llegar plena y seguramente, si la luz de la Cueva de Belén no iluminase el oscuro sendero por el que los hombres, desde el borrascoso presente, se encaminan hacia un porvenir que esperan más sereno.

Pero ¿hasta qué punto los representantes y los guías de la democracia estarán penetrados en sus deliberaciones por la convicción de que el orden absoluto de los seres y de los fines, que Nos hemos recordado repetidas veces, incluye también, como exigencia moral y como coronamiento del desarrollo social, la unidad del género humano y de la familia de los pueblos? Del reconocimiento de este principio depende el porvenir de la paz. Ninguna reforma mundial, ninguna garantía de paz puede hacer abstracción de él sin debilitarse ni renegar de sí misma. Si por el contrario, esa misma exigencia moral hallase su actuación en una sociedad de los pueblos, que supiese evitar los defectos de estructura y las imperfecciones de soluciones precedentes, entonces la majestad de aquel orden regularía y dominaría igualmente las deliberaciones de esta sociedad y las aplicaciones de sus medios de sanción.

Por el mismo motivo se entiende de qué manera la autoridad de una tal sociedad de los pueblos tendrá que ser verdadera y efectiva sobre los Estados que son miembros de ella, pero de modo que cada uno de ellos conserve igual derecho a su relativa soberanía. Únicamente así el espíritu de sana democracia podrá también entrar en el vasto y escabroso campo de la política exterior.


Contra la guerra de agresión como solución de las controversias internacionales

Por lo demás, un deber obliga a todos, un deber que no sufre demora alguna, ni dilación, ni zozobra, ni tergiversación: el de hacer todo cuanto sea posible para proscribir y desterrar de una vez para siempre la guerra de agresión como solución legítima de las controversias internacionales y como instrumento de nacionales aspiraciones. Se han visto en lo pasado muchas tentativas emprendidas con este fin. Todas han fracasado, y todas fracasarán siempre, mientras la parte más sana del género humano no tenga la voluntad firme, santamente obstinada, como obligación de conciencia, de cumplir la misión que los tiempos pasados habían iniciado con deficiente seriedad y resolución.

Si jamás una generación ha tenido que sentir en el fondo de la conciencia el grito: “Guerra a la guerra”, esa es, sin duda alguna, la actual. Pasando, como ha pasado, a través de un océano de sangre y de lágrimas, cual, tal vez, nunca conocieron los tiempos pretéritos, ha vivido sus indecibles atrocidades tan intensamente, que el recuerdo de tantos horrores tendrá que quedársele estampado en la memoria y hasta en lo más profundo del alma, como la imagen de un infierno, del que, quienquiera que nutre en su corazón sentimientos de humanidad, no podrá jamás tener ansia más ardiente que la de cerrar sus puertas para siempre.


Formación de un órgano común para el mantenimiento de la paz

Las decisiones hasta ahora conocidas de las Comisiones internacionales permiten deducir que un punto esencial de cualquier futuro arreglo del mundo seria la formación de un órgano para el mantenimiento de la paz, órgano investido de autoridad suprema por común asentimiento y a cuyo oficio correspondería también el ahogar en germen cualquier amenaza de agresión aislada o colectiva. Ninguno podría saludar con mayor gozo esta evolución que quien, ya desde hace mucho tiempo, ha defendido el principio que la teoría de la guerra, como medio apto y proporcionado para resolver los conflictos internacionales, ha sido ya superada. Ninguno podría desear con mayor ardor éxito pleno y feliz a esta común colaboración, que debe emprenderse con una seriedad de propósitos no conocida hasta ahora, que quien concienzudamente se ha dedicado a conducir la mentalidad cristiana y religiosa a la reprobación de la guerra moderna con todos sus medios monstruosos de lucha.

¡Monstruosos medios de lucha! Sin duda el progreso de las invenciones humanas, que debería conseguir la realización de un bienestar mayor para toda la humanidad, se ha revuelto, por el contrario, para destruir lo que los siglos habían edificado. Pero con eso mismo se ha puesto cada vez más en evidencia la inmoralidad de la guerra de agresión. Y si ahora se añade al reconocimiento de esta inmoralidad la amenaza de una intervención jurídica de las naciones y de un castigo, que la sociedad de los Estados imponga al agresor, de manera que la guerra se sienta siempre bajo la condena de la proscripción y siempre vigilada por una acción preventiva, entonces sí que la humanidad, al salir de la oscura noche en que ha estado tanto tiempo sumergida, podrá saludar la aurora de una época nueva y mejor de su historia.


Su estatuto, que excluye toda injusta imposición

Pero esto con una condición: que la organización de la paz, a la que las mutuas garantías y, donde sea necesario, las sanciones económicas y aun la intervención armada deberían dar vigor y estabilidad, no consagre definitivamente ninguna injusticia, ni tolere la lesión de ningún derecho con detrimento de algún pueblo (sea que pertenezca al grupo de los vencedores o de los vencidos o de los neutrales), ni perpetúe ninguna imposición o carga, tolerable sólo temporalmente, como reparación de los daños de guerra.

Es cosa humanamente explicable y, con toda probabilidad, será prácticamente inevitable que algunos pueblos, a cuyos gobiernos, —o quizás también en parte a ellos mismos— se atribuye la responsabilidad de la guerra, tengan que sufrir por algún tiempo los rigores de las medidas de seguridad, hasta que los vínculos de confianza mutua, rotos violentamente, no vuelvan a reanudarse poco a poco. Y sin embargo, estos mismos pueblos tendrán que tener también esperanzas bien fundadas —según la medida de su cooperación leal y efectiva a los esfuerzos para la restauración futura— de poder estar asociados, juntamente con los demás Estados y con igual consideración y con los mismos derechos, a la grande comunidad de las naciones. Negarles esta esperanza sería lo opuesto a una previsora cordura, sería cargar con la grave responsabilidad de cerrar el camino a una liberación general de todas las desastrosas consecuencias materiales, morales y políticas del gigantesco cataclismo, que ha sacudido hasta las profundidades más recónditas la pobre familia humana, pero que al mismo tiempo le ha señalado la vía hacia nuevas metas.


Las austeras lecciones del dolor

No queremos renunciar a la esperanza de que los pueblos, pasados todos ellos por la escuela del dolor, habrán sabido aprender sus austeras lecciones. Y en esta esperanza Nos alientan las palabras de hombres que han experimentado en mayor medida los sufrimientos de la guerra y han hallado acentos generosos para expresar, juntamente con la afirmación de las propias exigencias de seguridad contra cualquier agresión futura, su respeto a los derechos vitales de los demás pueblos y su aversión contra cualquiera usurpación de los mismos derechos. Sería vano esperar que este juicio prudente, dictado por la experiencia de la historia y por un profundo sentido político, sea, o generalmente aceptado por la opinión pública, o aun únicamente por la mayoría, mientras los ánimos están incandescentes. El odio, la incapacidad de entenderse mutuamente, ha hecho surgir entre los pueblos, que han combatido unos contra otros, una niebla demasiado densa para poder esperar que haya ya llegado la hora en que un haz de luz asome, para aclarar el panorama trágico a ambos lados de la oscura muralla. Pero sabemos una cosa: y es que llegará el momento, antes, quizás, de lo que se cree, en que unos y otros reconocerán cómo, después de considerado todo, no hay otro camino para salir de la maraña en que la lucha y el odio han envuelto al mundo, sino la vuelta a la solidaridad, olvidada desde hace demasiado tiempo, solidaridad no limitada a estos o a aquellos pueblos, sino universal, fundada en la íntima conexión de sus destinos y en los derechos que de igual modo les atañen.


El castigo de los delitos

A ninguno ciertamente pasa por las mentes desarmar la justicia para con el que se ha aprovechado de la guerra a fin de cometer delitos de derecho común, a los que las supuestas necesidades militares podían, a lo más, brindar un pretexto, jamás una justificación. Pero si presumiese juzgar y castigar no ya a los individuos particulares, sino colectivamente a la entera comunidad, ¿quién no vería en ese procedimiento una violación de las normas que guían a cualquier juicio humano?


IV - LA IGLESIA DEFENSORA DE LA VERDADERA DIGNIDAD

Y LIBERTAD HUMANA

En un tiempo en que los pueblos se encuentran frente a empeños, cuales nunca tal vez han hallado en ninguna encrucijada de su historia, sienten hervir en sus corazones atormentados el impaciente e innato deseo de empuñar las riendas del propio destino con mayor autonomía que en el pasado, con la esperanza de que, obrando así, les será más fácil la empresa de defenderse contra las irrupciones periódicas del espíritu de violencia, que como torrente de ardiente lava, nada perdona a su paso de cuanto les es caro y sagrado.

Gracias a Dios se puede pensar que ha pasado ya el tiempo, en que el recuerdo de los principios morales y evangélicos, como vitales para los Estados y para los pueblos, era excluido desdeñosamente como una fantasía. Los sucesos de estos años de guerra se han encargado de refutar con la mayor dureza imaginable a los propagadores de tales doctrinas. Su ostentoso desdén contra aquel supuesto irrealismo, se ha transformado en una espantosa realidad: brutalidad, iniquidad, destrucción, aniquilamiento.

Si el porvenir está reservado a la democracia, una parte esencial de su realización deberá corresponder a la religión de Cristo y a la Iglesia, mensajera de la palabra del Redentor y continuadora de su misión salvadora. Ella de hecho enseña y defiende la verdad, comunica las fuerzas sobrenaturales de la gracia, para actuar sobre el orden de los seres y de su finalidad, establecido por Dios, último fundamento y norma directiva de toda democracia.

Por el mero hecho de su existencia, la Iglesia se yergue frente al mundo, como faro resplandeciente, que recuerda constantemente este orden divino. Su historia es un claro reflejo de su misión providencial. Las luchas, que, constreñida por el abuso de la fuerza, ha debido combatir en defensa de la libertad recibida de Dios, fueron, al mismo tiempo, batallas por la verdadera libertad del hombre.

La Iglesia tiene la misión de proclamar al mundo, ansioso de mejores y más perfectas formas de democracia, el mensaje más alto y más necesario que pueda existir: la dignidad del hombre y la vocación a la filiación divina. Es el grito potente que desde la cuna de Belén resuena hasta los últimos confines de la tierra en los oídos de los hombres, en un tiempo, en que esta dignidad ha sufrido las mayores humillaciones.

El misterio de la Santa Navidad proclama esta inviolable dignidad humana con un vigor y una autoridad inapelable, que sobrepasa infinitamente a la que podrían conseguir todas las posibles declaraciones de los derechos del hombre. Navidad, la gran fiesta del Hijo de Dios, que ha aparecido en nuestra carne, la fiesta en que el cielo se abaja basta la tierra con una inefable gracia y benevolencia, es también el día en que la cristiandad y la humanidad, ante el Pesebre, contemplando “la benignidad y humanidad de Dios nuestro Salvador” adquieren conciencia íntima de la estrecha unión que Dios ha establecido entre ellas. La cuna del Salvador del mundo, del Restaurador de la dignidad humana en toda su plenitud, es el punto que se distingue por la alianza entre todos los hombres de buena voluntad. Allí el mundo infeliz, lacerado por la discordia, dividido por el egoísmo, envenenado por el odio, recibirá luz y amor y le será dado encaminarse, en cordial armonía, hacia un destino común, para hallar finalmente la curación de sus heridas en la paz de Cristo.


V - CRUZADA DE CARIDAD

No queremos poner término a este nuestro Mensaje natalicio sin antes dirigir una sentida palabra de gratitud a todos aquellos —Estados, Gobiernos, Obispos, pueblos—, que en estos tiempos de indecibles desventuras Nos han procurado valiosa ayuda para poder prestar oídos al grito de dolor que de tantas partes del mundo Nos llega y para poder alargar Nuestra mano benéfica a tantos amados hijos e hijas, a quienes las alternativas de la guerra han reducido a la extrema pobreza y miseria.

Y en primer lugar es justo recordar la extensa obra de asistencia desarrollada, a pesar de las extraordinarias dificultades de los transportes, por los Estados Unidos de América y, en cuanto se refiere particularmente a Italia, por el Excmo. Sr. Representante personal del Sr. Presidente de aquella Unión.

Ni menor alabanza y agradecimiento Nos place tributar a la generosidad del Jefe del Estado, del Gobierno y del pueblo Español, del Gobierno Irlandés, de la Argentina, de Australia, de Bolivia, de Brasil, de Canadá, de Chile, de Italia, de Lituania, del Perú, de Polonia, de Rumania, de Hungría, del Uruguay, que han competido en noble sentimiento de fraternidad y de caridad, cuyo eco no resonará inútilmente en el mundo.

Mientras los hombres de buena voluntad se afanan por echar un puente espiritual de unión entre los pueblos, esta acción de bien, pura y desinteresada, reviste un aspecto y un valor de singular importancia.

Cuando —como todos lo deseamos— las disonancias de odio y de la discordia que dominan la hora presente, no sean más que un triste recuerdo, madurarán con abundancia aún más copiosa los frutos de esta victoria del amor activo y magnánimo, sobre el veneno del egoísmo y de las enemistades.

A cuantos han participado en esta cruzada de caridad sírvales de estimulo y recompensa Nuestra Bendición Apostólica y la idea de que, en la fiesta del amor, sube al cielo en su favor, desde innumerables corazones angustiados, pero no olvidadizos en su angustia, la agradecida plegaria: Retribuere dignare, Domine, omnibus nobis bona facientibus propter nomen tuum, vitam aeternam!



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