miércoles, 27 de diciembre de 2000

HOMILÍA DE PABLO VI: "EL HUMO DE SATANÁS HA ENTRADO EN EL PUEBLO DE DIOS" (29 DE JUNIO DE 1972)


IX ANIVERSARIO DE LA CORONACIÓN DE SU SANTIDAD

HOMILÍA DE PABLO VI

“RESISTITE FORTES IN FIDE” 

Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo

Jueves, 29 de junio de 1972

Al atardecer del jueves 29 de junio, Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, en presencia de una considerable multitud de fieles de todo el mundo, el Santo Padre celebró la Misa y el inicio de su décimo año de Pontificado como Sucesor de San Pedro.

Con el Decano del Sagrado Colegio, Su Eminencia el Cardenal Amleto Giovanni Cicognani y el Subdiácono, Su Eminencia el Cardenal Luigi Traglia, están presentes hoy en Roma treinta Cardenales, de la Curia, y algunos Pastores de diócesis.
Dos Señores Cardenales de cada Orden acompañan procesionalmente al Santo Padre hasta el altar.

El Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede está completo, con el Sustituto de la Secretaría de Estado, monseñor Giovanni Benelli, y el Secretario del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia, monseñor Agostino Casaroli.

Damos cuenta de la homilía de Su Santidad.

El Santo Padre comenzó afirmando que debía un sentidísimo agradecimiento a todos aquellos, hermanos e hijos, presentes en la Basílica y a los que, lejos pero espiritualmente asociados a ellos, asistieron al sagrado rito, que, a la intención celebratoria del Apóstol Pedro, a quien está dedicada la Basílica Vaticana, custodio privilegiado de su tumba y de sus reliquias, y del Apóstol Pablo, siempre unido a él en el designio y el culto apostólico, une otra intención, la de conmemorar el aniversario de su elección para suceder en el ministerio pastoral al pescador Simón, hijo de Jonás, a quien Cristo llamó Pedro, y por lo tanto, en la función de Obispo de Roma, Pontífice de la Iglesia universal y visible y humildísimo Vicario en la tierra de Cristo el Señor. El agradecimiento más vivo es por lo que la presencia de tantos fieles le muestra el amor al mismo Cristo en el signo de su pobre persona, y por lo tanto, le asegura su fidelidad e indulgencia hacia él, así como su intención consoladora de ayudarle con sus oraciones.

LA IGLESIA DE JESÚS, LA IGLESIA DE PEDRO

Pablo VI continúa diciendo que no quiere hablar, en su breve discurso, de él, de San Pedro, pues sería demasiado largo y quizá superfluo para quienes ya conocen su admirable historia; ni de él mismo, de quien la prensa y la radio ya hablan demasiado, a quien, además, expresa su debida gratitud. Queriendo más bien hablar de la Iglesia, que en ese momento y desde esa sede parece aparecer ante sus ojos como extendida en su vasto y complicadísimo panorama, se limita a repetir una palabra del propio apóstol Pedro, tal como fue pronunciada por él a la inmensa comunidad católica; por él, en su primera carta, recogida en el canon de los escritos del Nuevo Testamento. Este hermoso mensaje, dirigido desde Roma a los primeros cristianos de Asia Menor, de origen en parte judío y en parte pagano, como para demostrar ya entonces la universalidad del ministerio apostólico de Pedro, tiene un carácter parenético, es decir, exhortativo, pero no carece de enseñanzas doctrinales, y la palabra que cita el Papa es precisamente tal, hasta el punto de que el reciente Concilio se ha servido de ella para una de sus enseñanzas características. Pablo VI nos invita a escucharla tal y como la pronunció el propio San Pedro para aquellos a los que se dirige en ese momento.

Después de recordar el pasaje del Éxodo en el que se cuenta cómo Dios, hablando a Moisés antes de darle la Ley, dijo: "Haré de este pueblo un pueblo sacerdotal y real", Pablo VI declara que San Pedro recogió esta palabra exaltante, tan grande, y la aplicó al nuevo pueblo de Dios, heredero y continuador del Israel de la Biblia para formar un nuevo Israel, el Israel de Cristo. San Pedro dice: Será el pueblo sacerdotal y real el que glorifique al Dios de la misericordia, al Dios de la salvación.

Esta palabra, señala el Santo Padre, ha sido malinterpretada por algunos, como si el sacerdocio fuera sólo de un orden, es decir, se comunicara a los que están incluidos en el Cuerpo Místico de Cristo, a los que son cristianos. Esto es cierto en lo que se refiere al llamado sacerdocio común, pero el Concilio nos dice, y la Tradición ya nos había enseñado, que hay otro grado del sacerdocio, el sacerdocio ministerial, que tiene facultades, prerrogativas particulares y exclusivas.

Pero lo que interesa a todos es el sacerdocio real y el Papa se detiene en el significado de esta expresión. El sacerdocio significa la capacidad de adorar a Dios, de comunicarse con Él, de ofrecerle dignamente algo en su honor, de conversar con Él, de buscarlo siempre en una nueva profundidad, en un nuevo descubrimiento, en un nuevo amor. Este impulso de la humanidad hacia Dios, que nunca es suficientemente alcanzado, ni suficientemente conocido, es el sacerdocio de uno que está incluido en el único Sacerdote, que es Cristo, después de la inauguración del Nuevo Testamento. Quien es cristiano está dotado, por eso mismo, de esta cualidad, de esta prerrogativa de poder hablar con el Señor en términos verdaderos, como el hijo con el padre.

LA NECESARIA CONVERSACIÓN CON DIOS

"Audemus dicere": sí podemos celebrar, ante el Señor, un rito, una liturgia de oración común, una santificación incluso de la vida profana que distingue al cristiano de los que no lo son. Este pueblo es distinto, aunque se confunda en medio de la gran marea de la humanidad. Tiene su propia distinción, su propia característica inconfundible. San Pablo se llamó a sí mismo 'segregatus', desligado, distinto del resto de la humanidad, precisamente porque está investido de prerrogativas y funciones que no tienen quienes no poseen la extrema fortuna y excelencia de ser miembros de Cristo.

Pablo VI añade, por lo tanto, que los fieles, llamados a la filiación de Dios, a la participación en el Cuerpo Místico de Cristo, animados por el Espíritu Santo y hechos templo de la presencia de Dios, deben ejercitar este diálogo, este coloquio, esta conversación con Dios en la religión, en el culto litúrgico, en el culto privado, y extender el sentido de lo sagrado incluso a las acciones profanas. "Tanto si comes como si bebes -dice San Pablo-, hazlo por la gloria de Dios". Y lo dice varias veces, en sus cartas, como para reclamar para el cristiano la capacidad de infundir algo nuevo, de iluminar, de sacralizar incluso las cosas temporales, externas, pasajeras, profanas.

Se nos invita a dar al pueblo cristiano, que se llama Iglesia, un sentido verdaderamente sagrado. Y sentimos que debemos contener la ola de profanación, de desacralización, de secularización que se levanta y quiere confundir y arrollar el sentido religioso en lo secreto del corazón, en la vida privada o incluso en las afirmaciones de la vida exterior. Hoy se tiende a afirmar que no es necesario distinguir a un hombre de otro, que no hay nada que pueda hacer esta distinción. Por el contrario, se tiende a devolver al hombre su autenticidad, su ser como los demás. Pero la Iglesia, y hoy San Pedro, llamando al pueblo cristiano a tomar conciencia de sí mismo, le dicen que es el pueblo elegido, distinto, "comprado" por Cristo, un pueblo que debe ejercer una relación especial con Dios, un sacerdocio con Dios. Esta sacralización de la vida no debe ser hoy borrada, expurgada de la costumbre y de la realidad cotidiana como si ya no tuviera que figurar.

LA SACRALIDAD DEL PUEBLO CRISTIANO

Hemos perdido, señala Pablo VI, el hábito religioso, y tantas otras manifestaciones externas de la vida religiosa. Sobre esto hay mucho que discutir y mucho que conceder, pero debemos mantener el concepto, y con el concepto también algunos signos, de la sacralidad del pueblo cristiano, de los que están insertos en Cristo, el Sumo y Eterno Sacerdote.

Hoy, ciertas corrientes sociológicas tienden a estudiar a la humanidad al margen de este contacto con Dios. La sociología de San Pedro, en cambio, la sociología de la Iglesia, al estudiar al hombre, pone el acento precisamente en este aspecto sacral, de conversación con lo inefable, con Dios, con el mundo divino. Esto debe afirmarse en el estudio de toda diferenciación humana. Por muy heterogéneo que sea el género humano, no debemos olvidar esta unidad fundamental que el Señor nos concede cuando nos da la gracia: todos somos hermanos en el mismo Cristo. Ya no hay judío, griego, escita, bárbaro, hombre o mujer. Todos somos uno en Cristo. Todos estamos santificados, todos compartimos esta elevación sobrenatural que Cristo nos ha otorgado. San Pedro nos lo recuerda: es la sociología de la Iglesia la que no debemos borrar ni olvidar.

LA SOLICITUD Y EL AFECTO POR LOS DÉBILES Y DESCONCERTADOS

Pablo VI se pregunta entonces si la Iglesia de hoy puede afrontar con serenidad las palabras que Pedro legó y ofrecerlas para su meditación. "Pensemos en este momento con inmensa caridad -dijo el Santo Padre- en todos los hermanos y hermanas que nos dejan, en tantos fugitivos y olvidados, en tantos que tal vez nunca llegaron a tomar conciencia de su vocación cristiana, aunque recibieron el Bautismo. Cómo quisiéramos realmente tenderles la mano y decirles que el corazón está siempre abierto, que la puerta es fácil, y cómo quisiéramos hacerles partícipes de la gran e inefable fortuna de nuestra felicidad, la de estar en comunicación con Dios, que no quita nada a la visión temporal y al realismo positivo del mundo exterior".

Tal vez este estar en comunicación con Dios nos obligue a hacer renuncias, a hacer sacrificios, pero a la vez que nos priva de algo nos multiplica sus dones. Sí, impone renuncias pero nos hace rebosar de otras riquezas. No somos pobres, somos ricos, porque tenemos la riqueza del Señor. Pues bien -añadió el Papa-, quisiéramos decir a estos hermanos, cuyas lágrimas casi sentimos en las entrañas de nuestra alma sacerdotal, cuánto están presentes para nosotros, cuánto los amamos ahora y siempre y cuánto rezamos por ellos y cuánto intentamos con este esfuerzo que los persigue, los rodea, suplir la interrupción que ellos mismos interponen a nuestra comunión con Cristo.

Refiriéndose a la situación de la Iglesia en la actualidad, el Santo Padre dice que tiene la sensación de que a través de alguna grieta el humo de Satanás ha entrado en el templo de Dios. Hay duda, incertidumbre, inquietud, insatisfacción, confrontación. Ya no nos fiamos de la Iglesia, nos fiamos del primer profeta profano que venga a hablarnos desde algún periódico o algún movimiento social para perseguirle y preguntarle si tiene la fórmula de la vida verdadera. Y no nos sentimos ya sus dueños y señores. La duda ha entrado en nuestras conciencias, y lo ha hecho a través de ventanas que deberían haberse abierto a la luz. De la ciencia, que está hecha para darnos verdades que no nos alejen de Dios, sino que nos hagan buscarlo aún más y celebrarlo con mayor intensidad, ha venido en cambio la crítica, la duda. Los científicos son los que más reflexionan y más dolorosamente doblan la frente. Y acaban enseñando: 'No lo sé, no lo sabemos, no podemos saberlo'. La escuela se convierte en un campo de entrenamiento para la confusión y las contradicciones a veces absurdas. Se celebra el progreso para luego demolerlo con las revoluciones más extrañas y radicales, para negar todo lo conquistado, para volver a lo primitivo después de haber ensalzado tanto el progreso del mundo moderno.

Este estado de incertidumbre también reina en la Iglesia. Se creía que después del Concilio llegaría un día soleado para la historia de la Iglesia. En cambio, ha llegado un día de nubes, de tormenta, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre. Predicamos el ecumenismo y nos distanciamos cada vez más de los demás. Hemos logrado cavar abismos en vez de allanarlos

POR UN "CREDO" VIVIFICANTE Y REDENTOR

¿Cómo ha ocurrido esto? El Papa confió a los presentes su pensamiento: que existía la intervención de un poder adverso. Su nombre es el diablo, este misterioso ser al que también se alude en la Carta de San Pedro. Muchas veces, en cambio, en el Evangelio, en los mismos labios de Cristo, vuelve a mencionarse a este enemigo de los hombres. Creemos -observa el Santo Padre- en algo preternatural que vino al mundo precisamente para perturbar, para sofocar los frutos del Concilio Ecuménico, y para impedir que la Iglesia estalle en el himno de la alegría por haber recuperado la plena conciencia de sí misma. Precisamente por eso quisiéramos ser capaces, más que nunca en este momento, de ejercer la función asignada por Dios a Pedro, de confirmar a nuestros hermanos en la Fe. Nos gustaría comunicaros este carisma de certeza que el Señor da a quien le representa incluso indignamente en esta tierra. La fe nos da certeza, seguridad, cuando se basa en la Palabra de Dios aceptada y encontrada de acuerdo con nuestra propia razón y alma humana. Quien cree con sencillez, con humildad, siente que está en el camino correcto, que tiene un testimonio interior que le reconforta en la difícil conquista de la verdad.

El Señor, concluye el Papa, se muestra luz y verdad a los que lo acogen en su Palabra, y su Palabra ya no se convierte en un obstáculo para la verdad y el camino del ser, sino en un peldaño por el que podemos subir y ser verdaderamente vencedores del Señor que se muestra a través del camino de la fe, esta anticipación y garantía de la visión definitiva.

Destacando otro aspecto de la humanidad contemporánea, Pablo VI recuerda la existencia de un gran número de almas humildes, sencillas, puras, rectas y fuertes que siguen la invitación de San Pedro a ser "fortes in fide". Y deseamos -así lo dice- que esta fuerza de la fe, esta seguridad, esta paz, triunfen sobre todos los obstáculos. Por último, el Papa invita a los fieles a un acto de fe humilde y sincero, a un esfuerzo psicológico para encontrar dentro de sí el impulso hacia un acto consciente de adhesión: "Señor, creo en tu palabra, creo en tu revelación, creo en aquellos que me has dado como testigo y garante de esta tu revelación para sentir y experimentar, con la fuerza de la fe, la anticipación de la dicha de la vida que con la fe se nos promete".


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