martes, 26 de diciembre de 2000

EPISTOLA TUA (17 DE JUNIO DE 1885)


EPISTOLA 

TUA

SOBRE LA SUMISIÓN AL PAPA 

EN MATERIA RELIGIOSA

LEÓN, OBISPO, 

SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS, 

PARA PERPETUA MEMORIA

Vuestra filial carta dirigida a Nosotros, carta llena de los más refinados sentimientos de amor y de sincera devoción, ha aliviado con dulce consuelo nuestros espíritus, afligidos por una reciente y pesada tristeza. Bien sabéis que nada puede preocuparnos más gravemente que ver turbado el espíritu de concordia entre los católicos, sacudida la paz de las almas, vaciada la confianza y desechada la sumisión propia de los hijos a la autoridad paterna que los gobierna. En consecuencia, a la primera señal de este desastre, no podemos evitar sentirnos muy molestos y tener cuidado de prevenir el peligro de inmediato.

Por lo tanto, la reciente publicación de cierto escrito, de una fuente menos esperada y que Vos también deploráis, el revuelo que suscitó y los comentarios que suscitó, me obligan a no callar en modo alguno sobre un asunto cuya consideración, aunque tal vez resulte desagradable, no por ello será menos útil tanto en Francia como en otros lugares.

Por ciertos indicios no es difícil concluir que entre los católicos -sin duda a causa de los males actuales- hay algunos que, lejos de estar satisfechos con la condición de “súbdito” que tienen en la Iglesia, se creen capaces de tomar alguna parte en su gobierno, o por lo menos, creen que pueden examinar y juzgar a su manera los actos de autoridad. Una opinión fuera de lugar, sin duda. Si prevaleciera, haría gravísimo daño a la Iglesia de Dios, en la cual, por voluntad manifiesta de su Divino Fundador, unos deben enseñar y otros obedecer; que hay rebaño y hay pastores; y que entre los mismos pastores existe uno que es el supremo y el principal de todos ellos. 

Sólo a los pastores se les dio todo el poder de enseñar, de juzgar, de dirigir; a los fieles se les impuso el deber de seguir su enseñanza, de someterse con docilidad a su juicio y de dejarse gobernar, corregir y guiar por ellos en el camino de la salvación. Por lo tanto, es una necesidad absoluta para los fieles simples someterse en mente y corazón a sus propios pastores, y que éstos se sometan con ellos al Pastor Principal y Supremo. En esta subordinación y dependencia radica el orden y la vida de la Iglesia; en ella se encuentra la condición indispensable del bienestar y del buen gobierno. Por el contrario, si se atribuye autoridad los que carecen de ella, si pretenden ser maestros y jueces al mismo tiempo, si los inferiores en el gobierno de la vida cristiana pretenden seguir un camino distinto del señalado por la legítima autoridad, entonces el orden se rompe, el juicio de la mayoría se perturba y quedan todos desviados del camino.

Y para faltar a este santísimo deber no es necesario realizar una acción en abierta oposición a los Obispos o a la Cabeza de la Iglesia; basta que esta oposición opere indirectamente, tanto más peligrosa cuanto más oculta está. Incurren en el mismo pecado los que defienden la autoridad y los derechos del Romano Pontífice, pero no obedecen a sus respectivos obispos, o no aprecian su autoridad en la medida debida, o interpretan sus decretos o decisiones de mala manera, anticipándose así al juicio de la Sede Apostólica.

Denota igualmente cierta insinceridad en la obediencia comparar a un Pontífice con otro. Quienes, ante dos distintas maneras de proceder, rechazan la actual y alaban la pasada, muestran poca obediencia a aquel a quien por derecho deben obedecer para ser gobernados; y tienen, además, cierta semejanza con aquellos que al verse condenados apelan a un futuro concilio o al Romano Pontífice para que examinen de nuevo su causa.

Sobre este punto conviene recordar que en el gobierno de la Iglesia, salvo los deberes esenciales que su oficio apostólico impone a todos los Pontífices, cada uno de ellos puede adoptar la actitud que juzgue mejor según los tiempos y las circunstancias. De esto sólo él es juez. Es verdad que para esto no sólo tiene luces especiales, sino más aún el conocimiento de las necesidades y condiciones de toda la cristiandad, a las que, como conviene, debe proveer su cuidado apostólico. Tiene a su cargo el bien universal de la Iglesia, al que está subordinada toda necesidad particular, y todos los demás que están sujetos a este orden deben secundar la acción del director supremo y servir al fin que él tiene en vista. Puesto que la Iglesia es una y su cabeza es una, también su gobierno es uno, y todo debe conformarse a esto.

Cuando se olvidan estos principios se nota entre los católicos una disminución del respeto, de la veneración y de la confianza en aquel que les ha sido dado por guía; entonces se relaja el vínculo de amor y sumisión que debe unir a todos los fieles con sus pastores y con el Pastor supremo, vínculo en el que se encuentra principalmente la seguridad y la salvación común.

Del mismo modo, al olvidar o descuidar estos principios, se abre de par en par la puerta a divisiones y disensiones entre los católicos, en grave perjuicio de la unión que es el signo distintivo de los fieles de Cristo, y que, en todos los tiempos, pero particularmente hoy, por razón de las fuerzas combinadas del enemigo, debe ser de interés supremo y universal, en favor del cual debe dejarse de lado todo sentimiento de preferencia personal o ventaja individual.

Esa obligación, si por lo general incumbe a todos, se puede decir que apremia especialmente a los periodistas. Si no han sido imbuidos del espíritu dócil y sumiso tan necesario a todo católico, ayudarían a difundir más estas deplorables materias y a hacerlas más gravosas. La tarea que les corresponde en todo lo que concierne a la religión y que está íntimamente ligado a la acción de la Iglesia en la sociedad humana es esta: someterse completamente de mente y voluntad, como lo están todos los demás fieles, a sus propios obispos y al Romano Pontífice; seguir y dar a conocer sus enseñanzas; estar total y voluntariamente subordinado a su influencia; y a reverenciar sus preceptos y hacer que se respeten. Quien actuara de otro modo, de modo que sirviese a los fines e intereses de aquellos cuyo espíritu e intenciones hemos reprobado en esta carta, fracasaría en la noble misión que ha emprendido. Al hacerlo, en vano se jactaría de atender el bien de la Iglesia pues obraría de un modo parecido al que tiene el que ama la verdad católica a medias o la ama con límites.

Para hablar con Vos de estos asuntos, querido hijo nuestro, nos han movido la confianza de que esta carta sería oportuna en Francia, el conocimiento que de Vos tenemos y la manera de obrar que habéis seguido en estos difíciles tiempos. Con vuestra acostumbrada constancia y fortaleza habéis querido defender con virilidad y públicamente los valores de la religión y los sagrados derechos de la Iglesia. Habéis sabido unir la serenidad de juicio, digna de la noble causa que defendéis, con la fortaleza necesaria, y siempre habéis dado a entender que procedéis con espíritu libre de pasión y plenamente sumiso a la Sede Apostólica, y devotísimo de nuestra persona. 

Dirigimos nuestras fervientes peticiones a Dios y derramamos continuas oraciones para que os devuelva la mejor salud y os conserve bien durante mucho tiempo. Y como prenda de los favores divinos que invocamos en abundancia sobre Vos, desde lo más profundo de Nuestro corazón, os otorgamos Nuestra Bendición Apostólica, amado Hijo, y a todo vuestro clero y pueblo.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 17 de junio del año 1885, octavo de Nuestro Pontificado.

León XIII, Papa


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