domingo, 23 de abril de 2000

ECCLESIAM SUAM (6 DE AGOSTO DE 1964)


CARTA ENCÍCLICA

«ECCLESIAM SUAM»

DEL SUMO PONTÍFICE

PABLO VI

EL "MANDATO" DE LA IGLESIA

EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO

Venerables hermanos y queridos hijos:

1. Habiendo Jesucristo fundado su Iglesia para que fuese al mismo tiempo madre amorosa de todos los hombres y dispensadora de salvación, se ve claramente por qué a lo largo de los siglos le han dado muestras de particular amor y le han dedicado especial solicitud todos aquellos que se han interesado por la gloria de Dios y por la salvación eterna de los hombres; entre éstos, como es natural, brillan los vicarios del mismo Cristo en la tierra, un número inmenso de Obispos y de sacerdotes y un admirable escuadrón de cristianos santos.

A todos, por tanto, les parecerá justo que Nos, al dirigir al mundo esta nuestra primera encíclica, después que por inescrutable designio de Dios hemos sido llamados al Sumo Pontificado, volvamos nuestro pensamiento amoroso y reverente a la santa Iglesia.

Por este motivo nos proponemos en esta encíclica aclarar lo más posible a los ojos de todos cuánta importancia tiene, por una parte, para la salvación de la sociedad humana, y con cuánta solicitud, por otra, la Iglesia lo desea, que una y otra se encuentren, se conozcan y se amen.

PRÓLOGO

La doctrina del Evangelio y la gran familia humana

2. Cuando, por la gracia de Dios, tuvimos la dicha de dirigiros personalmente la palabra, en la apertura de la segunda sesión del concilio ecuménico Vaticano II, en la fiesta de San Miguel Arcángel del año pasado, a todos vosotros reunidos en la basílica de San Pedro, os manifestamos el propósito de dirigiros también por escrito, como es costumbre al principio de un pontificado, nuestra fraternal y paternal palabra, para manifestaros algunos de los pensamientos que en nuestro espíritu se destacan sobre los demás y que nos parecen útiles para guiar prácticamente los comienzos de nuestro ministerio pontifical.

Verdaderamente nos es difícil determinar dichos pensamientos, porque los tenemos que descubrir en la más cuidadosa meditación de la divina doctrina teniendo muy presentes las palabras de Cristo: Mi doctrina no es mía, sino de Aquel que me ha enviado (Jn 7, 16); tenemos, además, que adaptarlos a las actuales condiciones de la Iglesia misma en una hora de intensa actividad y conmoción, tanto de su interior experiencia espiritual como de su exterior esfuerzo apostólico; y no podemos, finalmente, ignorar el estado en que actualmente se halla la humanidad en medio de la cual se desenvuelve nuestra misión.

Triple tarea de la Iglesia


Pero no es nuestra ambición decir cosas nuevas ni completas: para esto está el concilio, y su obra no debe ser turbada por esta nuestra sencilla conversación epistolar, sino, antes bien, honrada y alentada por ella. Esta nuestra encíclica no quiere revestir carácter solemne y propiamente doctrinal, ni proponer enseñanzas determinadas, morales o sociales, sino que simplemente aspira a ser un mensaje fraternal y familiar. Pues queremos tan sólo, con este nuestro escrito, cumplir el deber de descubriros nuestro ánimo, con la intención de dar a la comunión de fe y de caridad que afortunadamente existe entre nosotros una mayor cohesión y un mayor gozo, con el propósito de fortalecer nuestro ministerio, de atender mejor a las fructuosas celebraciones del Concilio Ecuménico mismo y de dar mayor claridad a algunos criterios doctrinales y prácticos que puedan útilmente guiar la actividad espiritual y apostólica de la Jerarquía eclesiástica y de cuantos le prestan obediencia y colaboración o incluso tan sólo benévola atención.

3. Podemos deciros sin más, venerables hermanos, que tres son los pensamientos que agitan nuestro espíritu cuando consideramos el altísimo oficio que la Providencia —contra nuestros deseos y méritos— nos ha querido confiar, de regir la Iglesia de Cristo en nuestra función de obispo de Roma y, por lo mismo, de sucesor del bienaventurado apóstol Pedro, administrador de las supremas llaves del reino de Dios y vicario de aquel Cristo que hizo de él el pastor primero de su grey universal; el pensamiento, decimos, de que ésta es la hora en que la Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio, debe explorar, para propia instrucción y edificación, la doctrina conocida, y este siglo estudiada y difundida, acerca de su propio origen, de su propia naturaleza, de su propia misión, de su propia suerte final; pero doctrina nunca suficientemente estudiada y comprendida, ya que contiene la dispensación del misterio escondido por siglos en Dios... a fin de que venga a ser conocida... a través de la Iglesia (Ef 3, 9-10), misteriosa reserva de los planes de Dios que, mediante la Iglesia, vienen a la luz; y ya que esta doctrina constituye hoy día el tema más interesante que otro ninguno de la reflexión de quien quiere ser dócil a Cristo, y tanto más por parte de quienes, como Nos y vosotros, venerables hermanos, han sido puestos por el Espíritu Santo como obispos para regir la Iglesia misma de Dios (Hch 20, 28).

4. De esta iluminada y operante conciencia brota un espontáneo deseo de comparar la imagen ideal de la Iglesia —tal como Cristo la vio, la quiso y la amó como su esposa suya santa e inmaculada (Ef 5, 27))— y el rostro real que hoy la Iglesia presenta, fiel, por una parte, con la gracia divina a las líneas que su divino Fundador le imprimió y que el Espíritu Santo vivificó y desarrolló en el curso de los siglos en forma más amplia y más en consonancia con el concepto inicial, y por otra, a la índole de la humanidad que iba ella evangelizando e incorporando; pero jamás suficientemente perfecto, jamás suficientemente bello, jamás suficientemente santo y luminoso como la querría aquel divino concepto animador. Brota, por tanto, un anhelo generoso y casi impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos que denuncia y refleja la conciencia, a modo de examen interior frente el espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí. El segundo pensamiento, pues, que ocupa nuestro espíritu y que quisiéramos manifestaros, a fin de encontrar no sólo mayor aliento para emprender las debidas reformas, sino también para hallar en vuestra adhesión el consejo y apoyo en tan delicada y difícil empresa, es ver cuál es el deber presente de la Iglesia de corregir los defectos de los propios miembros y hacerlos tender a mayor perfección y cuál es la vía para llegar con sabiduría a tan gran renovación.

5. Nuestro tercer pensamiento, y ciertamente también vuestro, nacido de los dos primeros ya enunciados, es el de las relaciones que actualmente debe la Iglesia establecer con el mundo que la rodea y en medio del cual vive y trabaja. Una parte de este mundo, como todos saben, ha recibido profundamente el influjo del cristianismo y se lo ha asimilado íntimamente —por más que a menudo no se dé cuenta de que es al cristianismo a quien debe sus mejores cosas—, pero luego se ha ido separando y distanciando en estos últimos siglos del tronco cristiano de su civilización. Otra parte, la mayor parte de este mundo, se extiende a los ilimitados horizontes de los pueblos nuevos, como suele decirse; pero todo en conjunto es un mundo que ofrece a la Iglesia, no una, sino mil maneras de posibles contactos; abiertos y fáciles algunos, delicados y complejos otros, hostiles y refractarios a un amistoso coloquio, por desgracia, hay muchísimos. Preséntase, pues, el problema llamado del diálogo entre la Iglesia y el mundo moderno. Es problema que toca al concilio describir en su extensión y complejidad, y resolverlo, cuanto es posible, en los mejores términos. Pero su presencia, su urgencia son tales que constituyen un verdadero peso en nuestro espíritu, un estímulo, una vocación casi, que para Nos mismo y para vosotros, hermanos —que por igual, sin duda, habéis experimentado este tormento apostólico—, quisiéramos esclarecer en algún modo, como para hacernos idóneos a las discusiones y deliberaciones que en el concilio todos juntos creamos necesarias en tan grave y multiforme materia.

Asiduo e ilimitado celo por la paz

6. Vosotros mismos veréis que este sumario plan de nuestra encíclica no contempla el estudio de temas urgentes y graves que interesan no sólo a la Iglesia, sino a la humanidad, como la paz entre los pueblos y clases sociales, la miseria y el hambre que todavía afligen a enteras poblaciones, el acceso de las naciones jóvenes a la independencia y al progreso civil, las corrientes del pensamiento moderno y la cultura cristiana, las condiciones infelices de tanta gente y de tantas porciones de la Iglesia a quienes se niegan los derechos propios de ciudadanos libres y de personas humanas, los problemas morales acerca de la natalidad y así otros. Ya desde ahora decimos que nos sentiremos particularmente obligados a volver no sólo nuestra vigilante y cordial atención al grande y universal problema de la paz en el mundo, sino también el interés más asiduo y eficaz. Ciertamente lo haremos dentro del ámbito de nuestro ministerio, extraño por lo mismo a todo interés puramente temporal y a las formas propiamente políticas, pero con toda solicitud de contribuir a la educación de la humanidad en los sentimientos y procedimientos contrarios a todo conflicto violento y homicida y favorables a todo pacífico arreglo, civilizado y racional, de las relaciones entre las naciones. Solicitud nuestra será igualmente apoyar la armónica convivencia y la fructuosa colaboración entre los pueblos con la proclamación de los principios humanos superiores que puedan ayudar a suavizar los egoísmos y las pasiones —fuente de donde brotan los conflictos bélicos—. Y no dejaremos de intervenir donde se nos ofrezca la oportunidad para ayudar a las partes contendientes a encontrar honorables y fraternas soluciones. No olvidamos, en efecto, que este amoroso servicio es un deber que la maduración de las doctrinas, por una parte, y de las instituciones internacionales, por otra, hace hoy más urgente teniendo presente que nuestra misión cristiana en el mundo es la de hacer hermanos a los hombres en virtud del reino de la justicia y de la paz inaugurando con la venida de Cristo al mundo. Mas, si ahora nos limitamos a algunas consideraciones de carácter metodológico para la vida propia de la Iglesia, no nos olvidamos de aquellos grandes problemas —a algunos de los cuales el concilio dedicará su atención—, mientras que Nos esperamos poder hacerlos objeto de estudio y de acción en el sucesivo ejercicio de nuestro ministerio apostólico, como al Señor le placerá darnos la inspiración y la fuerza.

I. LA CONCIENCIA

7. Pensamos que es deber de la Iglesia ahora ahondar en la conciencia que ella tiene que tener de sí, en el tesoro de verdad del que es heredera y custodia y en la misión que ella debe ejercitar en el mundo. Aun antes de proponerse el estudio de cualquier cuestión particular, y aun antes de considerar la actitud que haya de adoptar frente al mundo que la rodea, la Iglesia debe en este momento reflexionar sobre sí misma para confirmarse en la ciencia de los planes que Dios tiene sobre ella, para hallar más luz, nueva energía y mejor gozo en el cumplimiento de su propia misión y para determinar los mejores medios que hagan más cercanos, operantes y benéficos sus contactos con la humanidad a la cual ella misma pertenece, aunque se distinga de aquella por caracteres propios e inconfundibles.

Creemos, en efecto, que este acto de reflexión recae sobre la manera misma que Dios ha tenido de manifestarse a los hombres y de establecer con ellos aquellas relaciones religiosas de las cuales la Iglesia es a un tiempo instrumento y expresión. Porque si bien es verdad que la divina revelación se ha llevado a cabo «de muchas y diversas maneras» (Hb 1,1), con hechos históricos exteriores e incontestables, ella, sin embargo, se ha introducido en la vida humana por las vías propias de la palabra y de la gracia de Dios, que se comunica interiormente a las almas mediante la predicación del mensaje de la salvación y mediante el consiguiente acto de fe de quien lo escucha, que está al principio de nuestra justificación.

La vigilancia de los fieles seguidores del Señor


8. Quisiéramos que esta reflexión sobre el origen y sobre la naturaleza de la relación nueva y vital que la religión de Cristo establece entre Dios y el hombre asumiese el sentido de un acto de docilidad a la palabra del divino Maestro dirigida a sus oyentes, y especialmente a sus discípulos, entre los cuales Nos mismo, con toda razón, nos complacemos en contarnos. Entre tantas otras, escogeremos una de las más graves y repetidas recomendaciones hechas por el Señor y válida todavía hoy para quien quiera profesarse fiel seguidor suyo: la de la vigilancia. Es verdad que este aviso del Maestro se refiere principalmente al destino último del hombre, próximo o lejano en el tiempo. Mas precisamente porque esta vigilancia debe estar siempre presente y operante en la conciencia del siervo fiel, es la determinante de su conducta moral, práctica y actual, que debe caracterizar al cristiano en el mundo. La amonestación a la vigilancia viene intimada por el Señor aun en orden a los hechos próximos y cercanos, es decir, a los peligros y a las tentaciones que pueden hacer decaer o desviar la conducta del hombre (Mt 26, 41). Así es fácil descubrir en el Evangelio una continua invitación a la rectitud del pensamiento y de la acción. Por ventura ¿no se refería a ella la predicación del Precursor, con la que se abre la escena pública del Evangelio? Y Jesús mismo, ¿no ha invitado a acoger interiormente el reino de Dios (Lc 17, 21)? Toda su pedagogía, ¿no es una exhortación, una iniciación a la interioridad? La conciencia psicológica y la conciencia moral están llamadas por Cristo a una plenitud simultánea, casi como condición para poder recibir, tal como conviene al hombre, los dones divinos de la verdad y de la gracia. Y la conciencia del discípulo será luego recuerdo (Mt 26, 75; Lc 24. 8; Jn 14, 26; 16, 4) de cuanto Jesús había enseñado y de cuanto a su alrededor había sucedido, y se desenvolverá y se precisará comprendiendo mejor quién era El y de qué cosa había sido Maestro y autor.

El nacimiento de la Iglesia y el encenderse de su conciencia profética son los dos hechos característicos y coincidentes de Pentecostés y juntos se acrecentarán: la Iglesia, en su organización y en su desenvolvimiento jerárquico y comunitario; la conciencia de la propia vocación, de la propia misteriosa naturaleza, de la propia doctrina, de la propia misión acompañará gradualmente tal desenvolvimiento, según el deseo formulado por San Pablo: Y esto pido en mi oración, que vuestra caridad rebose todavía más y más en cabal conocimiento y en todo discernimiento (Flp 1, 9).

«Credo, Domine!»


9. Podríamos expresar de otra manera esta nuestra invitación, que dirigimos tanto a las almas de aquellos que quieran acogerla —a cada uno de vosotros, en consecuencia, venerables hermanos, y a aquellos que con vosotros siguen nuestra enseñanza y la vuestra — como también a la entera congregatio fidelium colectivamente considerada, que es la Iglesia. Podríamos, pues, invitar a todos a realizar un vivo, profundo y consciente acto de fe en Jesucristo, Nuestro Señor. Deberíamos caracterizar este momento de nuestra vida religiosa con esta profesión de fe, firme y convencida, pero siempre humilde y temblorosa, semejante a la que leemos en el Evangelio hecha por el ciego de nacimiento, a quien Jesucristo con bondad igual a su potencia había abierto los ojos: ¡Creo, Señor! (Jn 9, 38)), o también a la de Marta, en el mismo Evangelio: Sí, Señor, yo he creído que Tú eres el Mesías, Hijo de Dios vivo, que ha venido a este mundo (Jn 11, 27), o aquella otra, para nosotros tan dulce, de Simón, que luego fue llamado Pedro: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16).

10. Y ¿por qué nos atrevemos a invitaros a este acto de conciencia eclesial, a este acto de fe explícito, bien que interior?

Creemos que hay muchos motivos, derivados todos ellos de las exigencias profundas y esenciales del momento particular en que se encuentra la vida de la Iglesia.

Ella tiene necesidad de reflexionar sobre sí misma; tiene necesidad de sentir su propia vida. Debe aprender a conocerse mejor a sí misma, si quiere vivir su propia vocación y ofrecer al mundo su mensaje de fraternidad y salvación. Tiene necesidad de experimentar a Cristo en sí misma, según las palabras del apóstol Pablo: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones (Ef 3,17). Todos saben cómo la Iglesia está inmersa en la humanidad, forma parte de ella; de ella proceden sus miembros, de ella extrae preciosos tesoros de cultura, y cómo sufre sus vicisitudes históricas y también contribuye a sus éxitos. Ahora bien; todos saben por igual que la humanidad en este tiempo está en vía de grandes transformaciones, alteraciones y progresos, que cambian profundamente no sólo sus formas exteriores de vida, sino también sus modos de pensar. Su pensamiento, su cultura, su espíritu vienen a modificarse íntimamente, ya con el progreso científico, técnico y social, ya también con las corrientes del pensamiento filosófico y político que la invaden y atraviesan. Todo ello, como las olas de un mar, envuelve y sacude a la Iglesia misma: los espíritus de los hombres que a ella se confían están fuertemente influidos por el clima del mundo temporal; de tal manera que un peligro como de vértigo, de aturdimiento, de aberración, puede sacudir su misma solidez e inducir a muchos a ir tras los más extraños pensamientos, imaginando como si la Iglesia debiera renegar de sí misma y abrazar novísimas e impensadas formas de vida. Así, por ejemplo, el fenómeno modernista —que todavía aflora en diversas tentativas de expresiones extrañas a la auténtica realidad de la religión católica—, ¿no fue precisamente un episodio semejante de predominio de las tendencias psicológico-culturales, propias del mundo profano, sobre la fiel y genuina expresión de la doctrina y de la norma de la Iglesia de Cristo? Ahora bien: creemos que para inmunizarse contra tal peligro, siempre inminente y múltiple, proveniente de muchas partes, remedio bueno y obvio es profundizar en la conciencia de la Iglesia, en lo que ella es verdaderamente, según la mente de Cristo contenida en la Escritura y en la Tradición, e interpretada y desarrollada por la genuina enseñanza eclesiástica, la cual está, como sabemos, iluminada y guiada por el Espíritu Santo, dispuesto siempre, cuando se lo pedimos y cuando le escuchamos, a dar indefectible cumplimiento a la promesa de Cristo: El Espíritu, que el Padre os enviará en mi nombre, os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que yo os he dicho (Jn 14, 26).

11. Análogo discurso podríamos hacer acerca de los errores que se introducen aun dentro de la Iglesia misma y que engañan a aquellos que tienen un conocimiento parcial de su naturaleza y de su misión, sin tener en cuenta suficientemente los documentos de la revelación divina y las enseñanzas del magisterio instituido por Cristo mismo.

Por lo demás, esta necesidad de considerar las cosas conocidas en un acto reflejo para contemplarlas en el espejo interior del propio espíritu, es característico de la mentalidad del hombre moderno; su pensamiento se inclina fácilmente sobre sí mismo y sólo entonces goza de certeza y plenitud cuando ésta se ilumina en su propia conciencia. No es que esta costumbre esté exenta de peligros graves —ciertas corrientes filosóficas de gran renombre han explorado y engrandecido esta forma de actividad espiritual del hombre como definitiva y suprema; más aún, como medida y fuente de la realidad, llevando así el pensamiento a conclusiones abstrusas, desoladas, paradójicas y radicalmente falaces—; pero esto no impide que la educación en la búsqueda de la verdad refleja en el interior de la conciencia sea por sí altamente apreciable y hoy prácticamente difundida como expresión exquisita de la moderna cultura; como tampoco impide que, bien coordinada con la formación del pensamiento para descubrir la verdad en el punto en que ésta coincide con la realidad del ser objetivo, el ejercicio de la conciencia revele siempre mejor a quien lo usa el hecho de la existencia del propio ser, la propia dignidad espiritual, la propia capacidad de conocer y de obrar.

Desde el Concilio de Trento hasta las encíclicas de nuestro tiempos

12. Bien sabido es, además, cómo la Iglesia, en esto últimos tiempos, ha emprendido, por obra de insignes investigadores, de almas grandes y reflexivas, de escuelas teológicas calificadas, de movimientos pastorales y misioneros, de experiencias religiosas de nota, pero principalmente por obra de enseñanzas pontificias memorables, un mejor estudio de sí misma.

Muy largo sería aun el solo mencionar toda la abundancia de la literatura teológica que tiene por objeto la Iglesia y que ha brotado de su seno en el siglo pasado y en el nuestro; como también sería muy largo evocar los documentos que el Episcopado católico y esta Sede Apostólica han publicado sobre tema de tanta amplitud e importancia. Desde la época en que el Concilio de Trento trató de reparar las consecuencias de la crisis que separó de la Iglesia, muchos de sus miembros en el siglo XVI, la doctrina sobre la Iglesia misma tuvo grandes cultivadores y, en consecuencia, gran desenvolvimiento. Bástenos aquí aludir a las enseñanzas del concilio ecuménico Vaticano I en este terreno para comprender cómo el tema del estudio sobre la Iglesia obliga no sólo a los pastores y maestros, sino a los fieles mismos y a los cristianos todos a detenerse en él, como en una estación obligada en el camino hacia Cristo y toda su obra; tanto que, como ya dijimos, el concilio ecuménico Vaticano II no es sino una continuación y un complemento del primero, precisamente por el empeño que tiene de volver a examinar y definir la doctrina de la Iglesia. Y si no añadimos más, por amor de la brevedad, y por dirigirnos a quien conoce muy bien esta materia de la catequesis y de la espiritualidad tan difundidas hoy en la santa Iglesia, no podemos, sin embargo, dejar de mencionar con particular recuerdo dos documentos: nos referimos a la Encíclica Satis cognitum, del Papa León XIII [1], y a la Mystici Corporis del Papa Pío XII [2], documentos que nos ofrecen amplia y luminosa doctrina sobre la divina institución por medio de la que Cristo continúa en el mundo su obra de salvación y sobre la cual estamos nosotros ahora hablando. Baste recordar las palabras con que se abre el segundo de tales documentos pontificios, que ha llegado a ser, puede decirse, texto autorizado acerca de la teología de la Iglesia y fuente de meditaciones espirituales sobre esta obra de la divina misericordia que a todos nos concierne. Recordemos, pues, las magistrales palabras de nuestro gran predecesor:

«La doctrina sobre el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, recibida primeramente de labios del mismo Redentor por la que aparece en su propia luz el gran beneficio, nunca suficientemente alabado, de nuestra estrechísima unión con tan excelsa Cabeza, es, en verdad, de tal índole que, por su excelencia y dignidad, invita a su contemplación a todos y cada uno de los hombres movidos por el Espíritu divino, e ilustrando sus mentes los mueve en sumo grado a la ejecución de aquellas obras saludables que están en armonía con sus mandamientos» [3].

La ciencia sobre el Cuerpo místico

13. Para corresponder a esta invitación, que consideramos todavía operante en nuestros espíritus, y de tal modo que expresa una de las necesidades fundamentales de la vida de la Iglesia en nuestro tiempo, la proponemos aún hoy a fin de que, ilustrados cada vez mejor con el conocimiento del mismo Cuerpo místico, sepamos apreciar sus divinos significados, fortaleciendo así nuestro espíritu con incomparables alientos y procurando prepararnos cada vez mejor para corresponder a los deberes de nuestra misión y a las necesidades de la humanidad.

Y no nos parece tarea difícil cuando, por una parte vemos, como decíamos, una inmensa floración de estudios que tienen por objeto la santa Iglesia, y, por otra, sabemos que sobre ella principalmente ha fijado su mirada el concilio ecuménico Vaticano II. Deseamos tributar un vivo elogio a los estudiosos que, en particular estos últimos años, han dedicado al estudio eclesiológico, con perfecta docilidad al magisterio católico y con genial aptitud de investigación y de expresión, fatigosos, largos y fructuosos trabajos, y que así en las escuelas teológicas como en la discusión científica y literaria, así en la apología y divulgación doctrinal como también en la asistencia espiritual a las almas de los fieles y en la conversación con los hermanos separados han ofrecido múltiples ilustraciones sobre la doctrina de la Iglesia, algunas de las cuales son de mucho valor y de gran utilidad.

Por ello confiamos que la labor del concilio será asistida con la luz del Espíritu Santo y será continuada y llevada a feliz término con tal docilidad a sus divinas inspiraciones, con tal tesón en la investigación más profunda e integral del pensamiento originario de Cristo y de sus necesarias y legítimas evoluciones en el correr de los tiempos, con tal solicitud por hacer de las verdades divinas argumento para unir —no ya dividir los ánimos en estériles discusiones o dolorosas escisiones, sino para conducirlos a una mayor claridad y concordia—, que resulte a gloria de Dios, gozo de la Iglesia y edificación para el mundo.

La vida y los sarmientos

14. De propósito nos abstenemos de pronunciar en esta encíclica sentencia alguna nuestra sobre los puntos doctrinales relativos a la Iglesia, los cuales se encuentran sometidos al concilio en curso, que estamos llamados a presidir. Queremos dejar ahora a tan elevada y autorizada asamblea libertad de estudio y de palabra, reservando a nuestro apostólico oficio de maestro y de pastor, puesto a la cabeza de la Iglesia de Dios, el momento de expresar nuestro juicio, contentísimos si podemos ofrecerlo en nuestra plena conformidad con el de los Padres conciliares.

Pero no podemos omitir una rápida alusión a los frutos que Nos esperamos que se derivarán, ya del concilio mismo, ya del esfuerzo antes mencionado que la Iglesia debe realizar para adquirir una conciencia más plena y más fuerte de sí misma. Estos frutos son los objetivos que proponemos a nuestro ministerio apostólico mientras iniciamos sus dulces y enormes fatigas; son el programa, por decirlo así, de nuestro pontificado, y a vosotros, venerables hermanos, os lo exponemos brevemente, pero con sinceridad, para que nos ayudéis gustosos a llevarlo a la práctica, con vuestro consejo, vuestra adhesión y vuestra colaboración. Pero juzgamos que al abriros nuestro ánimo se lo abrimos a todos los fieles de la Iglesia de Dios y aun a los mismos a quienes, más allá de los claros límites del redil de Cristo pueda llegar el eco de nuestra voz.

15. El primer fruto de la conciencia profundizada de la Iglesia sobre sí misma es el renovado descubrimiento de su relación vital con Cristo. Cosa conocidísima, pero fundamental, indispensable, nunca bastante sabida, meditada y exaltada. ¿Qué no debería decirse acerca de este capítulo central de todo nuestro patrimonio religioso? Afortunadamente vosotros conocéis bien esta doctrina. Y Nos no añadiremos una sola palabra si no es para recomendaros que la tengáis siempre presente como la principal guía en vuestra vida espiritual y en vuestra predicación. Valga más que la nuestra la exhortación de nuestro mencionado Predecesor en la citada encíclica Mystici Corporis: Es menester que nos acostumbremos a ver en la Iglesia al mismo Cristo. Porque Cristo es quien vive en su Iglesia, quien por medio de ella enseña, gobierna y confiere la santidad; Cristo es también quien de varios modos se manifiesta en los diversos miembros sociales de su cuerpo[4]. ¡Oh qué grato nos sería entretenernos con las reminiscencias que de la Sagrada Escritura, de los Padres, de los doctores y de los santos afluyen a nuestro espíritu al pensar de nuevo en este luminoso punto de nuestra fe! ¿No nos ha dicho Jesús mismo que El es la vid y nosotros los sarmientos? (Jn 15, 1 ss.) ¿No tenemos ante nuestra mente toda la riquísima doctrina de San Pablo, quien no cesa de recordarnos: Vosotros sois uno en Cristo Jesús (Gál 3,28) y de recomendarnos que... crezcamos en El en todos sentidos, en El, que es la Cabeza, Cristo, por quien vive todo el cuerpo...(Ef 4, 15-16) y de amonestarnos... todas las cosas y en todos Cristo (Col 3, 11). Bástenos, por todos, recordar entre los maestros a San Agustín: ... alegrémonos y demos gracias, porque hemos sido hechos no sólo cristianos, sino Cristo. ¿Entendéis, os dais cuenta, hermanos, del favor que Dios nos ha hecho? admiraos, gozaos, hemos sido hechos Cristo. Pues si El es Cabeza, nosotros somos sus miembros; el hombre total El y nosotros... la plenitud, pues, de Cristo, la Cabeza y los miembros. ¿Qué es Cabeza y miembros? Cristo y la Iglesia. [5]

La Iglesia es misterio

16. Bien sabemos que esto es un misterio. Es el misterio de la Iglesia. Y si nosotros, con la ayuda de Dios, fijamos la mirada del ánimo en este misterio, conseguiremos muchos beneficios espirituales, precisamente aquellos de los cuales creemos que ahora la Iglesia tiene mayor necesidad. La presencia de Cristo, más aún, su misma vida se hará operante en cada una de las almas y en el conjunto del Cuerpo místico, mediante el ejercicio de la fe viva y vivificante, según la palabra del Apóstol: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones (Ef 3, 17). Y realmente la conciencia del misterio de la Iglesia es un hecho de fe madura y vivida. Produce en el alma el «sentido de la Iglesia», que penetra al cristiano educado en la escuela de la divina palabra, alimentado por la gracia de los sacramentos y por las inefables inspiraciones del Paráclito, ejercitado en la práctica de las virtudes evangélicas, empapado en la cultura y en la conversación de la comunidad eclesial y profundamente alegre de verse revestido del real sacerdocio que es propio del pueblo de Dios (1Pe 2, 9)). El misterio de la Iglesia no es mero objeto de conocimiento teológico, sino que debe ser un hecho vivido, del cual el alma fiel, aun antes que un claro concepto, puede tener una como connatural experiencia; y la comunidad de los creyentes puede hallar la última certeza en su participación en el Cuerpo místico de Cristo cuando se da cuenta que es el ministerio de la Jerarquía eclesiástica el que por divina institución provee a iniciarla, a engendrarla (Gál 4, 19; 1Cor 4, 15), a instruirla, a santificarla, a dirigirla, de tal manera que mediante este bendito canal Cristo difunde en sus místicos miembros las admirables comunicaciones de su verdad y de su gracia, y da a su Cuerpo místico, mientras peregrina en el tiempo, su visible estructura, su noble unidad, su orgánica funcionalidad, su armónica variedad y su belleza espiritual. Las imágenes no son capaces de trasladar a conceptos a nosotros accesibles la realidad y la profundidad de este misterio; pero de una especialmente —después de la mencionada del Cuerpo místico sugerida por el apóstol Pablo— debemos conservar el recuerdo, porque el mismo Cristo la sugirió, y es la del edificio del cual El es el arquitecto y el constructor, cimentado, sí, sobre un hombre naturalmente frágil, pero transformado por El milagrosamente en sólida roca, es decir, dotado de prodigiosa y perenne indefectibilidad: Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18).

Pedagogía del bautizado

17. Si logramos despertar en nosotros mismos y educar en los fieles, con profunda y vigilante pedagogía, este fortificante sentido de la Iglesia, muchas antinomias que hoy fatigan el pensamiento de los estudiosos de la eclesiología —cómo, por ejemplo, la Iglesia es visible y a la vez espiritual, cómo es libre y al mismo tiempo disciplinada, cómo es comunitaria y jerárquica, cómo siendo ya santa, siempre está en vías de santificación, cómo es contemplativa y activa, y así en otras cosas— serán prácticamente dominadas y resueltas con la experiencia, iluminada por la doctrina, por la realidad viviente de la Iglesia misma; pero, sobre todo, logrará ella un resultado, el de una magnífica espiritualidad, alimentada por la piadosa lectura de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, y con cuanto contribuye a engendrar en ella esa conciencia. Nos referimos a la catequesis cuidadosa y sistemática, a la participación en la admirable escuela de palabras, de signos y de divinas efusiones que es la sagrada liturgia, a la meditación silenciosa y ardiente de las verdades divinas y, finalmente, a la entrega generosa a la oración contemplativa. La vida interior sigue siendo como el gran manantial de la espiritualidad de la Iglesia, su modo propio de recibir las irradiaciones del Espíritu de Cristo, expresión radical insustituible de su actividad religiosa y social e inviolable defensa y renaciente energía de su difícil contacto con el mundo profano.

18. Es necesario volver a dar toda su importancia al hecho de haber recibido el santo bautismo, es decir, de haber sido injertado, mediante tal sacramento, en el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Y esto especialmente en la valoración consciente que el bautizado debe hacer de su elevación, más aún, de su regeneración a la felicísima realidad de hijo adoptivo de Dios, a la dignidad de hermano de Cristo; a la suerte, queremos decir, a la gracia y al gozo de la inhabitación del Espíritu Santo, a la vocación de una vida nueva, que nada ha perdido de humano, salvo la desgracia del pecado original, y que es capaz de dar las mejores manifestaciones y probar los más ricos y puros frutos de todo los que es humano. El ser cristiano, el haber recibido el santo bautismo, no debe ser considerado como cosa indiferente o sin valor, sino que debe marcar profunda y dichosamente la conciencia de todo bautizado; debe ser, en verdad, considerado por él —como lo fue por los cristianos antiguos— una iluminación que, haciendo caer sobre él el rayo vivificante de la verdad divina, le abre el cielo, le esclarece la vida terrena, le capacita a caminar como hijo de la luz hacia la visión de Dios, fuente de eterna felicidad.

Es fácil comprender qué programa pone delante de nosotros y de nuestro ministerio esta consideración, y Nos gozamos al observar que está ya en vías de ejecución en toda la Iglesia y promovido con iluminado y ardiente celo. Nos lo alentamos, Nos los recomendamos, Nos lo bendecimos.

II. LA RENOVACIÓN

19. Nos embarga, además, el deseo de que la Iglesia de Dios sea cual Cristo la quiere, una, santa, enteramente consagrada a la perfección a la cual El la ha llamado y para la cual la ha preparado. Perfecta en su concepción ideal, en el pensamiento divino, la Iglesia debe tender a la perfección en su expresión real, en su existencia terrenal. Este es el gran problema moral que domina la vida entera de la Iglesia, el que da su medida, el que la estimula, la acucia, la sostiene, la llena de gemidos y de súplicas, de arrepentimiento y de esperanza, de esfuerzo y de confianza, de responsabilidades y de méritos. Es un problema inherente a las realidad teológica de la que la vida humana depende; no se puede concebir el juicio sobre el hombre mismo, sobre su naturaleza, sobre su perfección originaria y sobre las ruinosas consecuencias del pecado original, sobre la capacidad del hombre para el bien y sobre la ayuda que necesita para desearlo y realizarlo, sobre el sentido de la vida presente y de sus fines, sobre los valores que el hombre desea o de los que dispone, sobre el criterio de perfección y de santidad y sobre los medios y los modos de dar a la vida su grado más alto de belleza y de plenitud, sin referirse a la enseñanza doctrinal de Cristo y del consiguiente magisterio eclesiástico. El ansia de conocer los caminos del Señor es y debe ser continua en la Iglesia, y Nos querríamos que la discusión, siempre tan fecunda y variada que sobre las cuestiones relativas a la perfección se va sosteniendo de siglo en siglo en el seno de la Iglesia, recobrase el supremo interés que merece tener; y esto no tanto para elaborar nuevas teorías cuanto para despertar nuevas energías, encaminadas precisamente hacia la santidad que Cristo nos enseñó y que con su ejemplo, con su palabra, con su gracia, con su escuela, sostenida por la tradición eclesiástica, fortificada con su acción comunitaria, ilustrada con las singulares figuras de los santos, nos hace posible conocerla, desearla y aun conseguirla.

Perfectibilidad de los cristianos

20. Este estudio de perfeccionamiento espiritual y moral se ve estimulado aun exteriormente por las condiciones en que la Iglesia desarrolla su vida. No puede permanecer inmóvil e indiferente ante los cambios del mundo que la rodea. De mil maneras éste influye y condiciona la conducta práctica de la Iglesia. Ella, como todos saben, no está separada del mundo, sino que vive en él. Por eso los miembros de la Iglesia reciben su influjo, respiran su cultura, aceptan sus leyes, adoptan sus costumbres. Este contacto inmanente de la Iglesia con la sociedad temporal le crea una continua situación problemática, hoy laboriosísima. Por una parte, la vida cristiana, cual la Iglesia la defiende y promueve, debe continua y valerosamente evitar cuanto pueda engañarla, profanarla, sofocarla, tratando de inmunizarse del contagio del error y del mal; por otra, no sólo debe adaptarse a los modos de concebir y de vivir que el ambiente temporal le ofrece y le impone, en cuanto sean compatibles con las exigencias esenciales de su programa religioso y moral, sino que debe procurar acercarse a ellos, purificarlos, ennoblecerlos, vivificarlos y santificarlos; tarea esta que impone a la Iglesia un perenne examen de vigilancia moral y que nuestro tiempo reclama con particular urgencia y con singular gravedad.

También a este propósito la celebración del concilio es providencial. El carácter pastoral que se propone adoptar, los fines prácticos de «poner al día» la disciplina canónica, el deseo de facilitar lo más posible —en armonía con el carácter sobrenatural que le es propio— la práctica de la vida cristiana, confieren a este concilio un valor particular desde este momento, cuando aún falta la mayor parte de las deliberaciones que de él esperamos. En efecto, tanto en los pastores como en los fieles, el concilio despierta el deseo de conservar y acrecentar en la vida cristiana su carácter de autenticidad sobrenatural y recuerda a todos el deber de imprimir ese carácter positiva y fuertemente en la propia conducta, ayuda a los débiles a ser buenos, a los buenos a ser mejores, a los mejores a ser generosos y a los generosos a ser santos. Descubre nuevas expresiones de santidad, excita al amor a hacerse fecundo, provoca nuevos impulsos de virtud y de heroísmo cristiano.

En qué sentido se ha de entender la reforma

21. Naturalmente, al concilio corresponderá sugerir cuáles son las reformas que han de introducirse en la legislación de la Iglesia, y las comisiones posconciliares, sobre todo la constituida para la revisión del Código de Derecho canónico, y designada por Nos desde ahora, procurarán formular en términos, concretos las deliberaciones del sínodo ecuménico. Así, pues, a vosotros, venerables hermanos, os tocará indicarnos las medidas que se han de tomar para hermosear y rejuvenecer el rostro de la santa Iglesia. Quede una vez más manifiesto nuestro propósito de favorecer esta reforma: ¡Cuántas veces en los siglos pasados este propósito ha estado asociado en la historia de los concilios! Pues bien: séalo una vez más, y ésta no ya para desarraigar de la Iglesia determinadas herejías y generales desórdenes que, gracias a Dios no existen en su seno, sino para infundir nuevo vigor espiritual en el Cuerpo místico de Cristo, en cuanto sociedad visible, purificándolo de los defectos de muchos de sus miembros y estimulándolo a nuevas virtudes.

22. Para que esto llegue a realizarse, mediante el divino auxilio, séanos permitido presentaros ahora algunas consideraciones previas que sirvan para facilitar la obra de la renovación, para infundirle el valor que ella necesita —pues, en efecto, no se puede llevar a cabo sin algún sacrificio— y para trazarle algunas líneas según las cuales pueda mejor realizarse.

Ante todo debemos recordar algunos criterios que nos adviertan sobre las orientaciones con que hay que procurar esta reforma. La cual no puede referirse ni a la concepción esencial, ni a las estructuras fundamentales de la Iglesia católica. La palabra reforma estaría mal empleada si la usáramos en ese sentido. No podemos acusar de infidelidad a nuestra amada y santa Iglesia de Dios, pues tenemos por suma gracia pertenecer a ella y sube a nuestra alma el testimonio que de ella viene que somos hijos de Dios (Rom 8, 16). ¡Oh, no es orgullo, no es presunción, no es obstinación, no es locura, sino luminosa certeza y gozosa convicción la que tenemos de haber sido constituidos miembros vivos y genuinos del Cuerpo de Cristo, de ser auténticos herederos del Evangelio de Cristo, de ser continuadores directos de los apóstoles, de poseer en el gran patrimonio de verdades y costumbres que caracterizan a la Iglesia católica, tal cual hoy es, la herencia intacta y viva de la tradición originaria apostólica. Si esto constituye nuestro blasón, o mejor, el motivo por el cual debemos dar gracias a Dios siempre (Ef 5, 20) constituye también nuestra responsabilidad ante Dios mismo, a quien debemos dar cuenta de tan gran beneficio; ante la Iglesia, a quien debemos infundir con la certeza el deseo, el propósito de conservar el tesoro —el depositum de que habla San Pablo(1Tim 6, 20)— y ante los hermanos todavía separados de nosotros, y ante el mundo entero, para que todos venga a compartir con nosotros el don de Dios. De modo que en este punto, si se puede hablar de reforma, no se debe entender cambio, sino más bien confirmación en el empeño de conservar la fisonomía que Cristo ha dado a su Iglesia; más aún, de querer devolverle siempre su forma perfecta que, por una parte, corresponda al plan primitivo y que, por otra, sea reconocida como coherente y aprobada en aquel desarrollo necesario que, como árbol de la semilla, ha dado a la Iglesia, partiendo de aquel diseño, su legítima forma histórica y concreta. No nos engañe el criterio de reducir el edificio de la Iglesia, que se ha hecho amplio y majestuoso para la gloria de Dios, como magnífico templo suyo, a sus iniciales proporciones mínimas, como si aquéllas fuesen las únicas verdaderas, las únicas buenas; ni nos fascine el deseo de renovar la estructura de la Iglesia por vía carismática, como si fuese nueva y verdadera aquella expresión eclesial que naciese de ideas particulares —fervorosas sin duda y tal vez persuadidas de que gozan de la divina inspiración—, introduciendo así sueños arbitrarios de artificiosas renovaciones en el diseño constitutivo de la Iglesia. Debemos servir a la Iglesia tal cual es y amarla con sentido inteligente de la historia y con la humilde búsqueda de la voluntad de Dios que asiste y guía a la Iglesia, aun cuando permite que la debilidad humana obscurezca algo la pureza de sus líneas y la belleza de su acción. Esta pureza y esta belleza son las que estamos buscando y queremos promover.

Daños y peligros de la concepción profana de la vida

23. Es menester asegurar en nosotros estas convicciones para evitar otro peligro que el deseo de reforma podría engendrar, no tanto en nosotros, pastores —defendidos por un vivo sentido de responsabilidad—, cuanto en la opinión de muchos fieles que piensan que la reforma de la Iglesia debe consistir principalmente en la adaptación de sus sentimientos y de sus costumbres a las de los mundanos. La fascinación de la vida profana es hoy poderosísima. El conformismo les parece a muchos ineludible y prudente. Quien no está bien arraigado en la fe y en la práctica de la ley eclesiástica, fácilmente piensa que ha llegado el momento de adaptarse a la concepción profana de la vida, como si ésta fuese la mejor, la que un cristiano puede y debe apropiarse. Este fenómeno de adaptación se manifiesta así en el campo filosófico (¡cuánto puede la moda aun en el reino del pensamiento, que debería ser autónomo y libre y sólo ávido y dócil ante la verdad y la autoridad de reconocidos maestros!) como en el campo práctico, donde cada vez resulta más incierto y difícil señalar la línea de la rectitud moral y de la recta conducta práctica.

24. El naturalismo amenaza vaciar la concepción original del cristianismo; el relativismo, que todo lo justifica y todo lo califica como de igual valor, atenta al carácter absoluto de los principios cristianos; la costumbre de suprimir todo esfuerzo, toda molestia en la práctica ordinaria de la vida, acusa de inutilidad fastidiosa a la disciplina y a la ascesis cristiana; más aún, a veces el deseo apostólico de acercarse a los ambientes profanos o de hacerse acoger por los espíritus modernos —de los juveniles especialmente— se traduce en una renuncia a las formas propias de la vida cristiana y a aquel mismo estilo de conducta que debe dar a tal empeño de acercamiento y de influjo educativo su sentido y su vigor. ¿No es acaso verdad que frecuentemente el clero joven, o también algún celoso religioso, guiado por la buena intención de penetrar en la masa popular o en grupos particulares, trata de confundirse con ellos en vez de distinguirse, renunciando con inútil mimetismo a la eficacia genuina de su apostolado? El gran principio, enunciado por Cristo, se presenta de nuevo en su actualidad y en su dificultad: estar en el mundo, pero no ser del mundo; y dichosos nosotros si aquel que siempre vive para interceder por nosotros (Heb 7,25) eleva todavía su alta y tan conveniente oración ante el Padre celestial: No ruego que los saques del mundo, sino que los guardes del mal (Jn 17,15).

No inmovilidad, sino aggiornamento

26. Esto no significa que pretendamos creer que la perfección consista en la inmovilidad de las formas, de que la Iglesia se ha revestido a lo largo de los siglos; ni tampoco en que se haga refractaria a la adopción de formas hoy comunes y aceptables de las costumbres y de la índole de nuestro tiempo. La palabra, hoy ya famosa, de nuestro venerable predecesor Juan XXIII, de feliz memoria, la palabra aggiornamento, Nos la tendremos siempre presente como directiva programática; lo hemos confirmado como criterio directivo del concilio ecuménico, y lo recordaremos como un estímulo a la siempre renaciente vitalidad de la Iglesia, a su siempre vigilante capacidad de estudiar las señales de los tiempos y a su siempre joven agilidad de probar todo y de apropiarse lo que es bueno (1Tes 5, 21), siempre y en todas partes.

Obediencia, energías morales, sacrificio

Una vez más, repitamos para nuestra común advertencia y provecho: La Iglesia volverá a hallar su renaciente juventud no tanto cambiando sus leyes exteriores cuanto poniendo interiormente su espíritu en actitud de obedecer a Cristo, y, por consiguiente, de observar aquellas leyes que ella, en el intento de seguir el camino de Cristo, se prescribe a sí misma: aquí está el secreto de su renovación, aquí su metanoia, aquí su ejercicio de perfección. Si la observancia de la norma eclesiástica podrá hacerse más fácil por la simplificación de algún precepto y por la confianza concedida a la libertad del cristiano de hoy, más maduro y más prudente en la elección del modo de cumplirlos, la norma, sin embargo, permanece en su esencial exigencia: la vida cristiana, que la Iglesia va interpretando y codificando en sabias disposiciones, exigirá siempre fidelidad, empeño, mortificación y sacrificio; estará siempre marcada por el «camino estrecho» del que nos habla nuestro Señor (Mt 7, 13ss.); exigirá de nosotros, cristianos modernos, no menores, sino quizá mayores energías morales que a los cristianos de ayer, una prontitud en la obediencia, hoy no menos debida que en el pasado y acaso más difícil, ciertamente más meritoria, porque es guiada más de motivos sobrenaturales que naturales. No es la conformidad al espíritu del mundo, ni la inmunidad a la disciplina de una razonable ascética, ni la indiferencia hacia las libres costumbres de nuestro tiempo, ni la emancipación de la autoridad de prudentes y legítimos superiores, ni la apatía respecto a las formas contradictorias del pensamiento moderno las que pueden dar vigor a la Iglesia, pueden hacerla idónea para recibir el influjo de los dones del Espíritu Santo, pueden darle la autenticidad en su seguimiento a Cristo nuestro Señor, pueden conferirle el ansia de la caridad hacia los hermanos y la capacidad de comunicar su mensaje de salvación, sino su actitud de vivir según la gracia divina, su fidelidad al Evangelio del Señor, su cohesión jerárquica y comunitaria. El cristiano no es flojo y cobarde, sino fuerte y fiel.

27. Sabemos muy bien cuán largo se haría el discurso si quisiésemos trazar, aun sólo en sus líneas principales, el programa moderno de la vida cristiana; ni pretendemos ahora adentrarnos en tal empresa. Vosotros, por lo demás, sabéis cuáles sean las necesidades morales de nuestro tiempo, y no cesaréis de llamar a los fieles a la comprensión de la dignidad, de la pureza, de la austeridad de la vida cristiana, como tampoco dejaréis de denunciar, en el mejor modo posible, aun públicamente, los peligros morales y los vicios que padece nuestro tiempo. Todos recordamos las solemnes exhortaciones con que la Sagrada Escritura nos amonesta: Conozco tus obras, tu trabajo y tu paciencia y que no puedes tolerar a los malos (Ap 2, 2), y todos procuraremos ser pastores vigilantes y activos. El concilio ecuménico debe darnos nuevas y saludables prescripciones, y todos ciertamente debemos disponer desde ahora nuestros ánimos para recibirlas y ejecutarlas.

El espíritu de pobreza

28. Pero no queremos omitir dos indicaciones particulares que creemos miran a necesidades y deberes principales, y que pueden ofrecer tema de reflexión para las orientaciones generales de una buena renovación de la vida eclesiástica. Aludimos primeramente al espíritu de pobreza. Creemos que está de tal manera proclamado en el santo Evangelio, tan en las entrañas del plan de nuestro destino al reino de Dios, tan amenazado por la valoración de los bienes en la mentalidad moderna, que es, por otra parte, tan necesario para hacernos comprender tantas debilidades y pérdidas nuestras en el tiempo pasado y para hacernos también comprender cuál debe ser nuestro tenor de vida y cuál el método mejor para anunciar a las almas la religión de Cristo, y que es, en fin, tan difícil practicarlo debidamente, que nos atrevemos a hacer mención explícita de él, en este nuestro mensaje, no tanto porque Nos tengamos el propósito de dar especiales disposiciones canónicas a este respecto, cuanto para pediros a vosotros, venerables hermanos, el aliento de vuestro consentimiento, de vuestro consejo y de vuestro ejemplo. Esperamos de vosotros que, como voz autorizada interpretáis los mejores impulsos, en los que palpita el Espíritu de Cristo en la santa Iglesia, nos digáis cómo deben los pastores y los fieles adaptar hoy a la pobreza el lenguaje y la conducta: tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (Flp 2,5); y cómo debemos al mismo tiempo proponer para la vida eclesiástica aquellos criterios directivos que deben fundar nuestra confianza más sobre la ayuda de Dios y sobre los bienes del espíritu que sobre los medios temporales, y recordarnos a nosotros y enseñar al mundo la primacía de tales bienes sobre los económicos, así como los límites y subordinación de su posesión y de su uso a lo que sea útil para el conveniente ejercicio de nuestra misión apostólica.

La brevedad de esta alusión a la excelencia y obligación del espíritu de pobreza, que caracteriza al Evangelio de Cristo, no nos dispensa del deber de recordar que este espíritu no nos impide la compresión y el empleo, en la forma que se nos consiente, del hecho económico agigantado y fundamental en el desarrollo de la civilización moderna, especialmente en sus reflejos, humanos y sociales. Pensamos más bien que la liberación interior que produce el espíritu de pobreza evangélica nos hace más sensibles y nos capacita más para comprender los fenómenos humanos relacionados con lo factores económicos, ya para dar a la riqueza y al progreso, que ella puede engendrar, la justa y a veces severa estimación que le conviene, ya para dar a la indigencia el interés más solícito y generoso, ya, finalmente, para desear que los bienes económicos no se conviertan en fuentes de luchas, de egoísmos y de orgullo entre los hombres, sino que puedan más bien enderezarse por vías de justicia y equidad hacia el bien común y ser por lo mismo distribuidos con mayor previsión. Todo cuanto se refiere a estos bienes económicos —inferiores sin duda a los bienes espirituales y eternos, pero necesarios a la vida presente— encuentra en el discípulo del Evangelio un hombre capaz de una valoración sabia y de una cooperación humanísima: la ciencia, la técnica y, especialmente, el trabajo en primer lugar, se convierten para Nos en objeto de vivísimo interés, y el pan que de ahí procede se convierte en pan sagrado tanto para la mesa como para el altar. Las enseñanzas sociales de la Iglesia no dejan duda alguna a este respecto, y de con agrado aprovechamos esta ocasión para afirmar una vez más a este propósito nuestra coherente adhesión a estas saludables doctrinas.

Hora de la caridad

29. La otra indicación que queremos hacer es sobre el espíritu de caridad. Pero ¿no está ya este tema muy presente en vuestros ánimos? ¿No marca acaso la caridad el punto focal de la economía religiosa del Antiguo y del Nuevo Testamento? ¿No están dirigidos a la caridad los pasos de la experiencia espiritual de la Iglesia? ¿No es acaso la caridad el descubrimiento cada vez más luminoso y más gozoso que la teología, por una lado, la piedad, por otro, van haciendo en la incesante meditación de los tesoros escriturísticos sacramentales, de los que la Iglesia es heredera, depositaria, maestra y dispensadora? Creemos con nuestros predecesores, con la corona de los santos que nuestros tiempos han dado a la Iglesia celestial y terrena, y con el instinto devoto del pueblo fiel, que la caridad debe hoy asumir el puesto que le compete, el primero, el más alto, en la escala de los valores religiosos y morales, no sólo en la estima teórica, sino también en la práctica de la vida cristiana. Esto sea dicho tanto de la caridad para con Dios, que su Caridad vertió sobre nosotros, como de la caridad que por nuestra parte nosotros debemos derramar sobre nuestro prójimo, es decir, el género humano. La caridad todo lo explica. La caridad todo lo inspira. La caridad todo lo hace posible, todo lo renueva. La caridad todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera (1Cor 13,7). ¿Quién de nosotros ignora estas cosas? Y si las sabemos, ¿no es ésta acaso la hora de la caridad?

Culto a María

30. Esta visión de humilde y profunda plenitud cristiana conduce nuestro pensamiento hacia María Santísima, como a quien perfecta y maravillosamente lo refleja en sí, más aún, lo ha vivido en la tierra y ahora en el cielo goza de su fulgor y beatitud. Está en flor felizmente en la Iglesia el culto a Nuestra Señora, y nos complacemos en esta ocasión en dirigir vuestros espíritus para admirar en la Virgen Santísima —Madre de Cristo y, por consiguiente, Madre de Dios y Madre nuestra— el modelo de la perfección cristiana, el espejo de las virtudes sinceras, la maravilla de la verdadera humanidad. Creemos que el culto a María es fuente de enseñanzas evangélicas: en nuestra peregrinación a Tierra Santa, de Ella que es la beatísima, la dulcísima, la humildísima, la inmaculada criatura, a quien cupo el privilegio de ofrecer al Verbo de Dios carne humana en su primigenia e inocente belleza, quisimos derivar la enseñanza de la autenticidad cristiana, y a Ella también ahora volvemos la mirada suplicante, como a amorosa maestra de vida, mientras razonamos con vosotros, venerables hermanos, de la regeneración espiritual y moral de la vida de la Iglesia.

III. EL DIÁLOGO

31. Hay una tercera actitud que la Iglesia católica tiene que adoptar en esta hora de la historia del mundo: es la que se caracteriza por el estudio de los contactos que debe tener con la humanidad. Si la Iglesia logra cada vez más clara conciencia de sí, y si trata de conformarse según el modelo que Cristo le propone, viene a diferenciarse profundamente del ambiente humano en el cual vive y al cual se aproxima. El Evangelio nos hace advertir tal distinción, cuando nos habla del «mundo», es decir, de la humanidad adversa a la luz de la fe y al don de la gracia, de la humanidad que se exalta en un ingenuo optimismo creyendo que le bastan las propias fuerzas para lograr su expresión plena, estable y benéfica; o de la humanidad, que se deprime en un crudo pesimismo declarando fatales, incurables y acaso también deseables como manifestaciones de libertad y de autenticidad los propios vicios, las propias debilidades, las propias enfermedades morales. El Evangelio, que conoce y denuncia, compadece y cura las miserias humanas con penetrante y a veces desgarradora sinceridad, no cede, sin embargo, ni a la ilusión de la bondad natural del hombre como si se bastase y no necesitase ninguna otra cosa, sino de ser dejado libre para abandonarse arbitrariamente, ni a la desesperada resignación de la corrupción incurable de la humana naturaleza. El Evangelio es luz, es novedad, es energía, es renacimiento, es salvación. Por esto engendra y distingue una forma de vida nueva, de la que el Nuevo Testamento nos da continua y admirable lección: No os conforméis a este siglo, sino transformaos por la renovación de la mente, para procurar conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta (Rom 12,2), nos amonesta San Pablo.

32. Esta diferencia entre la vida cristiana y la vida profana se deriva también de la realidad y de la consiguiente conciencia de la justificación, producida en nosotros por nuestra comunicación con el misterio pascual, con el santo bautismo ante todo, que, como más arriba decíamos, es y debe ser considerado una verdadera regeneración. De nuevo nos lo recuerda San Pablo: ... cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados para participar en su muerte. Con El hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su muerte, para que como El resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva (Rom 6, 3-4). Será muy oportuno que también el cristiano de hoy tenga siempre presente esta su original y admirable forma de vida, la cual lo sostenga en el gozo de su dignidad y lo inmunice del contagio de la humana miseria circundante o de la seducción del esplendor humano que lo rodean.

He aquí cómo el mismo San Pablo educaba a los cristianos de la primera generación: No os juntéis bajo un mismo yugo con los infieles. Porque ¿qué participación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué comunión entre la luz y las tinieblas?... O ¿qué asociación del creyente con el infiel? (2Cor 6, 14-16). La pedagogía cristiana deberá recordar siempre al discípulo de nuestros tiempos esta su privilegiada condición y este consiguiente deber de vivir en el mundo, pero no del mundo, según el deseo mismo de Jesús, que antes citamos con respecto a sus discípulos: No pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo (Jn 17, 15-16). Y la Iglesia hace propio este deseo.

33. Pero esta diferencia no es separación. Mejor, no es indiferencia, no es temor, no es desprecio. Cuando la Iglesia se distingue de la humanidad no se opone a ella, antes bien se une. Como el médico que, conociendo las insidias de una pestilencia procura guardarse a sí y a los otros de tal infección, pero al mismo tiempo se consagra a la curación de los que han sido atacados, así la Iglesia no hace de la misericordia que la divina bondad le ha concedido un privilegio exclusivo, no hace de la propia fortuna un motivo para desinteresarse de quien no la ha conseguido, antes bien convierte su salvación en argumento de interés y de amor para todo el que esté junto a ella o a quien ella pueda acercarse con su esfuerzo comunicativo universal.

Si verdaderamente la Iglesia, como decíamos, tiene conciencia de lo que el Señor quiere que sea, surge en ella una singular plenitud y una necesidad de efusión, con la clara advertencia de una misión que la trasciende y de un anuncio que debe difundir. Es el deber de la evangelización. Es el mandato misionero. Es el ministerio apostólico. No es suficiente una actitud fielmente conservadora. Ciertamente, tendremos que guardar el tesoro de verdad y de gracia que la tradición cristiana nos ha legado en herencia; más aún: tendremos que defenderlo. Guarda el depósito, amonesta San Pablo (1Tim 6,20). Pero ni la custodia ni la defensa encierran todo el quehacer de la Iglesia respecto a los dones que posee. El deber congénito al patrimonio recibido de Cristo es la difusión, es el ofrecimiento, es el anuncio, bien lo sabemos: Id, pues, enseñad a todas las gentes (Mt 28,19) es el supremo mandato de Cristo a sus apóstoles. Estos con el nombre mismo de apóstoles definen su propia indeclinable misión. Nosotros daremos a este impulso interior de caridad que tiende a hacerse don exterior de caridad el nombre, hoy ya común, de diálogo.

34. La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio.

Este aspecto capital de la vida actual de la Iglesia será objeto de un estudio particular y amplio por parte del concilio ecuménico, como es sabido, y Nos no queremos entrar a examinar concretamente los temas propuestos a tal estudio, para así dejar a los Padres del concilio la tarea de tratarlos libremente. Nos queremos solamente, venerables hermanos, invitaros a anteponer a este estudio algunas consideraciones para que sean más claros los motivos que mueven la Iglesia al diálogo, más claros los métodos que se deben seguir y más claros los objetivos que se han de alcanzar. Queremos preparar los ánimos, no tratar las cuestiones.

Y no podemos hacerlo de otro modo, convencidos de que el diálogo debe caracterizar nuestro oficio apostólico, como herederos que somos de una estilo, de una directiva pastoral que nos ha sido transmitida por nuestros predecesores del siglo pasado, comenzando por el grande y sabio León XIII, que casi personifica la figura evangélica del escriba prudente, que como un padre de familia saca de su tesoro cosas antiguas y nuevas (Mt 13, 52), emprendía majestuosamente el ejercicio del magisterio católico haciendo objeto de su riquísima enseñanza los problemas de nuestro tiempo considerados a la luz de la palabra de Cristo. Y del mismo modo sus sucesores, como sabéis. ¿No nos han dejado nuestros predecesores, especialmente los papas Pío XI y Pío XII, un magnífico y vastísimo patrimonio de doctrina, concebida en el amoroso y sabio intento de aunar el pensamiento divino con el pensamiento humano, no abstractamente considerado, sino concretamente formulado en el lenguaje del hombre moderno? ¿Y qué es este intento apostólico sino un diálogo? ¿Y no dio nuestro inmediato predecesor, Juan XXIII, de venerable memoria, un acento aún más marcado a su enseñanza en el sentido de acercarla lo más posible a la experiencia y a la compresión del mundo contemporáneo? ¿No se ha querido dar al mismo concilio, y con toda razón, un fin pastoral, dirigido totalmente a la inserción del mensaje cristiano en la corriente de pensamiento, de palabra, de cultura, de costumbres, de tendencias de la humanidad, tal como hoy vive y se agita sobre la haz de la tierra? Antes de convertirlo, más aún, para convertirlo, el mundo necesita que nos acerquemos a él y le hablemos.

Por lo que toca a nuestra humilde persona, aunque lejos de hablar de ella y deseosos de no llamar la atención, no podemos, sin embargo, en esta intención de presentarnos al Colegio episcopal y al pueblo cristiano, pasar por alto nuestro propósito de perseverar —en cuanto nos lo permitan nuestras débiles fuerzas y sobre todo la divina gracia nos dé modo de llevarlo a cabo— en la misma línea, en el mismo esfuerzo por acercarnos al mundo, en el que la Providencia nos ha destinado a vivir, con todo respeto, con toda solicitud, con todo amor, para comprenderlo, para ofrecerle los dones de verdad y de gracia de los que Cristo nos ha hecho depositarios, para comunicarle nuestra maravillosa suerte de redención y de esperanza. Tenemos profundamente grabadas en nuestro espíritu aquellas palabras de Cristo que humilde, pero tenazmente, quisiéramos apropiarnos: No... envió Dios su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por El (Jn 3, 17).

La religión, diálogo entre Dios y el hombre

35. He aquí, venerables hermanos, el origen trascendente del diálogo. Este origen está en la intención misma de Dios. La religión, por su naturaleza, es una relación entre Dios y el hombre. La oración expresa con diálogo esta relación. La revelación, es decir, la relación sobrenatural instaurada con la humanidad por iniciativa de Dios mismo, puede ser representada en un diálogo en el cual el Verbo de Dios se expresa en la Encarnación y, por lo tanto, en el Evangelio. El coloquio paterno y santo, interrumpido entre Dios y el hombre a causa del pecado original, ha sido maravillosamente reanudado en el curso de la historia. La historia de la salvación narra precisamente este largo y variado diálogo que nace de Dios y teje con el hombre una admirable y múltiple conversación. Es en esta conversación de Cristo entre los hombres (Bar 3, 38) donde Dios da a entender algo de Sí mismo, el misterio de su vida, unicísima en la esencia, trinitaria en las Personas, donde dice, en definitiva, cómo quiere ser conocido: amos es El; y cómo quiere ser honrado y servido por nosotros: amor es nuestro mandamiento supremo. El diálogo se hace pleno y confiado; el niño es invitado a él y el místico en él se sacia.

Elevadas características del coloquio de la salvación

36. Hace falta que tengamos siempre presente esta inefable y dialogal relación, ofrecida e instaurada con nosotros por Dios Padre, mediante Cristo en el Espíritu Santo, para comprender qué relación debamos nosotros, esto es, la Iglesia, tratar de establecer y promover con la humanidad.

El diálogo de la salvación fue abierto espontáneamente por iniciativa divina: El nos amó el primero (1Jn 4, 10); nos corresponderá a nosotros tomar la iniciativa para extender a los hombres el mismo diálogo, sin esperar a ser llamados.

El diálogo de la salvación nació de la caridad, de la bondad divina: De tal manera amó Dios al mundo que le dio su Hijo unigénito (Jn 3,16); no otra cosa que un ferviente y desinteresado amor deberá impulsar el nuestro.

El diálogo de la salvación no se limitó a los méritos de aquellos a quienes fue dirigido, como tampoco a los resultados que conseguiría o que echaría de menos: No necesitan médico los que están sanos (Lc 5, 31); también el nuestro ha de ser sin límites y sin cálculos.

El diálogo de la salvación no obligó físicamente a nadie a acogerlo; fue un formidable requerimiento de amor, el cual si bien constituía una tremenda responsabilidad en aquellos a quienes se dirigió (Mt 11, 21), les dejó, sin embargo, libres para acogerlo o rechazarlo, adaptando inclusive la medida (Mt 12, 38ss.) y la fuerza probativa de los milagros (Mt 13, 13ss.) a las exigencias y disposiciones espirituales de sus oyentes, para que les fuese fácil un asentimiento libre a la divina revelación sin perder, por otro lado, el mérito de tal asentimiento. Así nuestra misión, aunque es anuncio de verdad indiscutible y de salvación indispensable, no se presentará armada por coacción externa, sino que solamente por los caminos legítimos de la educación humana, de la persuasión interior y de la conversación ordinaria ofrecerá su don de salvación, quedando siempre respetada la libertad personal y civil.

El diálogo de la salvación se hizo posible a todos; a todos se destina sin discriminación alguna (Col 3, 11); el nuestro, de igual modo, debe ser potencialmente universal, es decir, católico y capaz de entablarse con cada uno, a no ser que el hombre lo rechace o finja insinceramente acogerlo.

El diálogo de la salvación ha procedido normalmente por grados de desarrollo sucesivo, ha conocido los humildes comienzos antes del pleno éxito (Mt 13, 31); también el nuestro tendrá en cuenta la lentitud de la maduración psicológica e histórica y la espera de la hora en que Dios lo haga eficaz. No por ello nuestro diálogo diferirá a mañana lo que se puede hacer hoy; debe tener el ansia de la hora oportuna y el sentido del valor del tiempo (Ef 4, 16). Hoy, es decir, cada día, debe volver a empezar, y por parte nuestra antes que de aquellos a quienes se dirige.

El mensaje cristiano en el vivir humano

37. Como es claro, las relaciones entre la Iglesia y el mundo pueden revestir muchos y diversos aspectos entre sí. Teóricamente hablando, la Iglesia podría proponerse reducir al mínimo tales relaciones tratando de apartarse de la sociedad profana; como podría también proponerse apartar los males que en ésta puedan encontrarse, anatematizándolos y promoviendo cruzadas en contra de ellos; podría, por lo contrario, acercarse tanto a la sociedad profana que tratase de alcanzar un influjo preponderante y aun ejercitar un dominio teocrático sobre ella; y así de otras maneras. Pero nos parece que la relación entre la Iglesia y el mundo, sin cerrar el camino a otras formas legítimas, puede representarse mejor por un diálogo, que no podrá ser evidentemente uniforme, sino adaptado a la índole del interlocutor y a las circunstancias reales; una cosa, en efecto, es el diálogo con un niño y otra con un adulto; una cosa con un creyente y otra con uno que no cree. Esto es sugerido por la costumbre, ya difundida, de concebir así las relaciones entre lo sagrado y lo profano, por el dinamismo transformador de la sociedad moderna, por el pluralismo de sus manifestaciones como también por la madurez del hombre, religioso o no, capacitado por la educación civil para pensar, hablar y tratar con la dignidad del diálogo.

Esta forma de relación manifiesta, por parte del que la entabla, un propósito de corrección, de estima, de simpatía y de bondad; excluye la condenación apriorística, la polémica ofensiva y habitual, la vanidad de la conversación inútil. Aunque es verdad que no trata de obtener de inmediato la conversión del interlocutor, porque respeta su dignidad y su libertad, busca, sin embargo, su provecho y quisiera disponerlo a una comunión más plena de sentimientos y convicciones.

38. Por tanto, este diálogo supone en nosotros, que queremos introducirlo y alimentarlo con cuantos nos rodean, un estado de ánimo; el estado de ánimo del que siente dentro de sí el peso del mandato apostólico, del que se da cuenta que no puede separar su propia salvación del empeño por buscar la de los otros, del que se preocupa continuamente por poner el mensaje de que es depositario en la circulación de la vida humana.

Claridad, mansedumbre confianza, prudencia

El coloquio es, por lo tanto, un modo de ejercitar la misión apostólica; es un arte de comunicación espiritual. Sus caracteres son los siguientes: 1) La claridad ante todo: el diálogo supone y exige la inteligibilidad, es un intercambio de pensamiento, es una invitación al ejercicio de las facultades superiores del hombre; bastaría este solo título para clasificarlo entre los mejores fenómenos de la actividad y cultura humana, y basta esta su exigencia inicial para estimular nuestra diligencia apostólica a que se revisen todas las formas de nuestro lenguaje, para ver si es comprensible, si es popular, si es selecto. 2) Otro carácter es, además, la afabilidad, la que Cristo nos exhortó a aprender de sí mismo: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29); el diálogo no es orgulloso, no es hiriente, no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone; no es una mandato ni una imposición. Es pacífico, evita los modos violentos, es paciente, es generoso. 3) La confianza, tanto en el valor de la propia palabra como en la disposición para acogerla por parte del interlocutor; promueve la familiaridad y la amistad; entrelaza los espíritus en una mutua adhesión a un Bien, que excluye todo fin egoístico. 4) Finalmente, la prudencia pedagógica, que tiene muy en cuenta las condiciones psicológicas y morales del que oye (cf. Mt 7, 6): si es un niño, si es una persona ruda, si no está preparada, si es desconfiada, hostil, y se esfuerza por conocer su sensibilidad y por adaptarse razonablemente y modificar las formas de la propia presentación para no serle molesto e incomprensible.

Cuando el diálogo se conduce así, se realiza la unión de la verdad con la caridad, de la inteligencia con el amor.

Dialéctica de auténtica sabiduría

En el diálogo se descubre cuán diversos son los caminos que conducen a la luz de la fe y cómo es posible hacerlos converger a un mismo fin. Aun siendo divergentes, pueden llegar a ser complementarios, empujando nuestro razonamiento fuera de los senderos comunes y obligándolo a profundizar en sus investigaciones y a renovar sus expresiones. La dialéctica de este ejercicio de pensamiento y de paciencia nos hará descubrir elementos de verdad aun en las opiniones ajenas, nos obligará a expresar con gran lealtad nuestra enseñanza y nos dará mérito por el trabajo de haberlo expuesto a las objeciones y a la lenta asimilación de los demás. Nos hará sabios, nos hará maestros.

39. ¿Y cuál es el modo que tiene de desarrollarse?

Muchas son las formas del diálogo de la salvación. Obedece a exigencias prácticas, escoge medios aptos, no se liga a vanos apriorismos, no se petrifica en expresiones inmóviles, cuando éstas ya han perdido la capacidad de hablar y mover a los hombres. Esto plantea un gran problema: el de la conexión de la misión de la Iglesia con la vida de los hombres en un determinado tiempo, en un determinado sitio, en una determinada cultura y en una determinada situación social.

¿Hasta qué punto debe la Iglesia acomodarse a las circunstancias históricas y locales en que desarrolla su misión? ¿Cómo debe precaverse del peligro de un relativismo que llegue a afectar su fidelidad dogmática y moral? Pero ¿cómo hacerse al mismo tiempo capaz de acercarse a todos para salvarlos a todos, según el ejemplo del Apóstol: Me hago todo para todos, a fin de salvar a todos? (1Cor 9,22). Desde fuera no se salva al mundo. Como el Verbo de Dios, que se ha hecho hombre, hace falta hacerse una misma cosa, hasta cierto punto, con las formas de vida de aquellos a quienes se quiere llevar el mensaje de Cristo; hace falta compartir —sin que medie distancia de privilegios o diafragma de lenguaje incomprensible— las costumbres comunes, con tal que sean humanas y honestas, sobre todo las de los más pequeños, si queremos ser oídos y comprendidos. Hace falta, aun antes de hablar, escuchar la voz, más aún, el corazón del hombre, comprenderlo y respetarlo en la medida de lo posible y, cuando lo merece, secundarlo. Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el momento mismo que queremos ser sus pastores, padres y maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más todavía: el servicio. Debemos recordar todo esto y esforzarnos por practicarlo según el ejemplo y el precepto que Cristo nos dejó (Jn 13, 14-17)

40. Pero queda un peligro. El arte del apostolado es arriesgado. La solicitud por acercarse a los hermanos no debe traducirse en una atenuación o en una disminución de la verdad. Nuestro diálogo no puede ser una debilidad respecto al compromiso con nuestra fe. El apostolado no puede transigir con una especie de compromiso ambiguo respecto a los principios de pensamiento y de acción que deben definir nuestra profesión cristiana. El irenismo y el sincretismo son en el fondo formas de escepticismo respecto a la fuerza y al contenido de la palabra de Dios que queremos predicar. Sólo el que es totalmente fiel a la doctrina de Cristo puede ser eficazmente apóstol. Y sólo el que vive con plenitud la vocación cristiana puede estar inmunizado contra el contagio de los errores con los que se pone en contacto.

Insustituible supremacía de la predicación

41. Creemos que la voz del concilio, al tratar de las cuestiones relativas a la Iglesia que ejerce su actividad en el mundo moderno, indicará algunos criterios teóricos y prácticos que sirvan de guía para conducir como es debido nuestro diálogo con los hombres de nuestro tiempo. E igualmente pensamos que, tratándose de cuestiones que, por un lado, tocan a la misión propiamente apostólica de la Iglesia, y por otro las diversas y variables circunstancias en las cuáles ésta se desarrolla, será tarea del gobierno prudente y eficaz de la misma Iglesia trazar de vez en cuando límites, formas y caminos para mantener animado un diálogo vivaz y benéfico.

Dejamos por esto el tema para limitarnos a recordar una vez más la gran importancia que la predicación cristiana conserva y adquiere, sobre todo hoy, en el cuadro del apostolado católico, es decir, por lo que ahora tratamos, en el diálogo. Ninguna forma de difusión del pensamiento, aun elevado técnicamente por medio de la prensa y de los medios audiovisivos a una extraordinaria eficacia, puede sustituir la predicación. Apostolado y predicación, en cierto sentido, son equivalentes. La predicación es el primer apostolado. El nuestro, venerables hermanos, es antes que nada ministerio de la Palabra. Nosotros sabemos muy bien estas cosas, pero nos parece que conviene recordárnosla ahora para dar a nuestra acción pastoral la dirección exacta. Debemos volver al estudio, no ya de la elocuencia humana o de la retórica vana, sino del arte genuino arte de la palabra sagrada.

42. Debemos buscar las leyes de su sencillez, de su claridad, de su fuerza y de su autoridad para vencer la natural ineptitud en el empleo de un instrumento espiritual tan alto y misterioso cual es la palabra, y para competir noblemente con cuantos hoy tienen un influjo amplísimo con la palabra mediante el acceso a las tribunas de la pública opinión. Debemos pedir al Señor el grave y embriagador carisma de la palabra (Jer 1, 6), para ser dignos de dar a la fe su principio eficaz y práctico (Rom 10, 17), y de hacer llegar nuestro mensaje hasta los confines de la tierra (Sal 18, 5; Rom 10, 18). Que las prescripciones de la constitución conciliar De sacra liturgia sobre el ministerio de la palabra encuentren en nosotros celosos y hábiles ejecutores. Y que la catequesis al pueblo cristiano y a cuantos sea posible ofrecerla resulte siempre práctica en el lenguaje y experta en el método, asidua en el ejercicio, avalada por el testimonio de verdaderas virtudes, ávida de progresar y de llevar a los oyentes a la seguridad de la fe, a la intuición de la coincidencia entre la Palabra divina y la vida y a los albores del Dios vivo.

Debemos, finalmente, aludir a aquellos a quienes se dirige nuestro diálogo. Pero no queremos anticipar, ni siquiera en este aspecto, la voz del concilio. Resonará, Dios mediante, dentro de poco.

43, Hablando, en general, acerca de esta actitud de interlocutora que la Iglesia debe hoy adoptar con renovado fervor, queremos sencillamente indicar que ha de estar dispuesta a sostener el diálogo con todos los hombres de buena voluntad, dentro y fuera de su propio ámbito.

¿Con quién dialogar?


Nadie es extraño a su corazón. Nadie es indiferente a su ministerio. Nadie es enemigo, a no ser que él mismo quiera serlo. No sin razón se llama católica, no sin razón tiene el encargo de promover en el mundo la unidad, el amor y la paz.

La Iglesia no ignora las formidables dimensiones de tal misión; conoce la desproporción que señalan las estadísticas entre lo que ella es y la población de la tierra; conoce los límites de sus fuerzas, conoce hasta sus propias humanas debilidades, sus propios fallos, sabe también que la buena acogida del Evangelio no depende, en fin de cuentas, de algún esfuerzo apostólico suyo o de alguna favorable circunstancia de orden temporal: la fe es un don de Dios y Dios señala en el mundo las línea y las horas de su salvación. Pero la Iglesia sabe que es semilla, que es fermento, que es sal y luz del mundo. La Iglesia se da cuenta de la asombrosa novedad del tiempo moderno, pero con cándida confianza se asoma a los caminos de la historia y dice a los hombres: yo tengo lo que vosotros buscáis, lo que os falta. Con esto no promete la felicidad terrena, sino que ofrece algo —su luz y su gracia— para conseguirla del mejor modo posible y habla a los hombres de su destino trascendente. Y mientras tanto les habla de verdad, de justicia, de libertad, de progreso, de concordia, de paz, de civilización. Estas son palabras de las que la Iglesia conoce secreto, Cristo se lo ha confiado. Y por eso la Iglesia tiene un mensaje para cada categoría de personas: lo tiene para los niños, lo tiene para la juventud, para los hombres científicos e intelectuales, lo tiene para el mundo del trabajo y para las clases sociales, lo tiene para los artistas, para los políticos y gobernantes, lo tiene especialmente para lo pobres, para los desheredados, para los que sufren, incluso para los que mueren: para todos.

44. Podrá parecer que hablando así nos dejamos transportar del entusiasmo de nuestra misión y que no nos cuidamos de considerar las posiciones concretas en que la humanidad se halla situada con relación a la Iglesia católica. Pero no es así, porque vemos muy bien cuáles son esas posturas concretas, y para dar una idea sumaria de ellas creemos poder clasificarlas a manera de círculos concéntricos alrededor del centro en que la mano de Dios nos ha colocado.

Primer círculo: todo lo que es humano

Hay un primer círculo, inmenso, cuyos límites no alcanzamos a ver; se confunden con el horizonte: son los límites que circunscriben la humanidad en cuanto tal, al mundo. Medimos la distancia que lo tiene alejado de nosotros, pero no lo sentimos extraño. Todo lo que es humano tiene que ver con nosotros. Tenemos en común con toda la humanidad la naturaleza, es decir, la vida con todos sus dones, con todos sus problemas: estamos dispuestos a compartir con los demás esta primera universalidad; a aceptar las profundas exigencias de sus necesidades fundamentales, a aplaudir todas las afirmaciones nuevas y, a veces, sublimes de su genio. Y tenemos verdades morales, vitales, que hemos de poner en evidencia y corroborar en la conciencia humana, pues tan benéficas son para todos. Dondequiera que hay un hombre que busca comprenderse a sí mismo y al mundo, podemos estar en contacto con él; dondequiera que se reúnen los pueblos para establecer los derechos y deberes del hombre, nos sentimos honrados cuando nos permiten sentarnos junto a ellos. Si existe en el hombre una anima naturaliter christiana, queremos honrarla con nuestra estima y con nuestro diálogo. Podríamos recordar a nosotros mismos y a todos cómo nuestro actitud es, por un lado, totalmente desinteresada —no tenemos ninguna mira política o temporal— y cómo, por otro, está dispuesta a aceptar, es decir, a elevar al nivel sobrenatural y cristiano todo honesto valor humano y terrenal; no somos la civilización, pero sí promotores de ella.

La negación de Dios, obstáculo al diálogo

45. Sabemos, sin embargo, que en este círculo sin confines hay muchos por desgracia, muchísimos, que no profesan ninguna religión; sabemos incluso que muchos, en las formas más diversas, se profesan ateos. Y sabemos que hay algunos que abiertamente alardean de su impiedad y la sostienen como programa de educación humana y de conducta política, en la ingenua pero fatal convicción de liberar al hombre de viejos y falsos conceptos de la vida y del mundo para sustituirlos, según dicen, por una concepción científica y conforme a las exigencias del progreso moderno.

Este es el fenómeno más grave de nuestro tiempo. Estamos firmemente convencidos de que la teoría en que se funda la negación de Dios es fundamentalmente equivocada: no responde a las exigencias últimas e inderogables del pensamiento, priva al orden racional del mundo de sus bases auténticas y fecundas, introduce en la vida humana no una fórmula que todo lo resuelve, sino un dogma ciego que la degrada y la entristece, y destruye en su misma raíz todo sistema social que sobre ese concepto pretende fundarse. No es una liberación, sino un drama que intenta sofocar la luz del Dios vivo. Por eso, mirando al interés supremo de la verdad, resistiremos con todas nuestras fuerzas a esta avasalladora negación, por el compromiso sacrosanto adquirido con la confesión fidelísima de Cristo y de su Evangelio, por el amor apasionado e irrenunciable al destino de la humanidad, y con la esperanza invencible de que el hombre moderno sepa todavía encontrar en la concepción religiosa que le ofrece el catolicismo su vocación a una civilización que no muere, sino que siempre progresa hacia la perfección natural y sobrenatural del espíritu humano, al que la gracia de Dios ha capacitado para el pacífico y honesto goce de los bienes temporales y ha abierto a la esperanza de los bienes eternos.

46. Estas son las razones que nos obligan, como han obligado a nuestros predecesores —y con ellos a cuantos estiman los valores religiosos— a condenar los sistemas ideológicos que niegan a Dios y oprimen a la Iglesia, sistemas identificados frecuentemente con regímenes económicos, sociales y políticos, y entre ellos especialmente el comunismo ateo. Pudiera decirse que su condena no nace de nuestra parte; es el sistema mismo y los regímenes que lo personifican los que crean contra nosotros una radical oposición de ideas y opresiones de hechos. Nuestra reprobación es en realidad, un lamento de víctimas más bien que una sentencia de jueces.

Aún en el silencio, amor vigilante

La hipótesis de un diálogo se hace sumamente difícil en tales condiciones, por no decir imposible, a pesar de que en nuestro ánimo no existe hoy todavía ninguna exclusión preconcebida hacia las personas que profesan dichos sistemas y se adhieren a esos regímenes. Para quien ama la verdad, la discusión es siempre posible. Pero obstáculos de índole moral acrecientan enormemente las dificultades, por la falta de suficiente libertad de juicio y de acción y por el abuso dialéctico de la palabra, no encaminada precisamente hacia la búsqueda y la expresión de la verdad objetiva, sino puesta al servicio de finalidades utilitarias preconcebidas.

Esta es la razón por la que el diálogo calla. La Iglesia del Silencio, por ejemplo, calla, hablando únicamente con su sufrimiento, al que acompaña el sufrimiento de una sociedad oprimida y envilecida donde los derechos del espíritu quedan atropellados por los del que dispone de su suerte. Y aunque nuestro discurso se abriera en tal estado de cosas, ¿cómo podría ofrecer un diálogo mientras se viera reducido a ser una voz que grita en el desierto? (Mt 1, 3). El silencio, el grito, la paciencia y siempre el amor son en tal caso el testimonio que aún hoy puede dar la Iglesia y que ni siquiera la muerte puede sofocar.

47. Pero, por más que la afirmación y la defensa de la religión y de los valores humanos que ella proclama y sostiene debe ser firme y franca, no por ello renunciamos a la reflexión pastoral cuando tratamos de descubrir en el íntimo espíritu del ateo moderno los motivos de su perturbación y de su negación. Descubrimos que son complejos y múltiples, tanto que nos vemos obligados a ser cautos al juzgarlos y más eficaces al refutarlos; vemos que nacen a veces de la exigencia de una presentación más alta y más pura del mundo divino, superior a la que tal vez ha prevalecido en ciertas formas imperfectas de lenguaje y de culto, formas que deberíamos esforzarnos por hacer lo más puras y transparentes posible para que expresen mejor lo sagrado de que son signo. Los vemos invadidos por el ansia, llena de pasión y de utopía, pero frecuentemente también generosa, de un sueño de justicia y de progreso, en busca de objetivos sociales divinizados que sustituyen al Absoluto y Necesario, objetivos que denuncian la necesidad insoslayable de un principio y fin divino cuya trascendencia e inmanencia toca a nuestro paciente y sabio magisterio revelar. Los vemos valerse, a veces con ingenuo entusiasmo, de un recurso riguroso a la racionalidad humana, con el propósito de ofrecer una concepción científica del universo; recurso tanto menos discutible cuanto más se funda en los caminos lógicos del pensamiento que no se diferencian generalmente de los de nuestra escuela clásica, y arrastrado contra la voluntad de los mismos que piensan encontrar en él un arma inexpugnable para su ateísmo por su intrínseca validez, arrastrado, decimos, a proceder hacia una nueva y final afirmación, tanto metafísica como lógica, del sumo Dios. ¿No se encontrará entre nosotros el hombre capaz de ayudar a este incoercible proceso del pensamiento —que el ateo-político-intelectual detiene deliberadamente en un punto determinado, apagando la luz suprema de la comprensibilidad del universo— a desembocar en aquella concepción de realidad objetiva del universo cósmico, que introduce de nuevo en el espíritu el sentido de la presencia divina, y en los labios las humildes y balbucientes sílabas de una feliz oración? Los vemos también, a veces, movidos por nobles sentimientos, asqueados de la mediocridad y del egoísmo de tantos ambientes sociales contemporáneos, idóneos para sacar de nuestro Evangelio formas y lenguaje de solidaridad y de compasión humana. ¿No llegaremos a ser capaces algún día de hacer que se vuelvan a sus manantiales —que son cristianos— estas expresiones de valores morales?

48. Recordando por eso cuanto escribió nuestro predecesor, de venerado recuerdo, el Papa Juan XXIII, en la encíclica Pacem in terris, es decir, que las doctrinas de tales movimientos, una vez elaboradas y definidas, siguen siendo siempre idénticas a sí mismas, pero que los movimientos como tales no pueden menos de desarrollarse y de sufrir cambios, incluso profundos [6], no perdemos la esperanza de que puedan un día abrir con la Iglesia otro diálogo positivo, distinto del actual que suscita nuestra queja y nuestro obligado lamento.

Dialogo por la paz

Pero no podemos apartar nuestra mirada del panorama del mundo contemporáneo sin expresar un deseo halagüeño, y es que nuestro propósito de cultivar y perfeccionar nuestro diálogo, con los variados y mudables aspectos que éste presenta, pueda ayudar a la causa de la paz entre los hombres; como método que trata de regular las relaciones humanas a la noble luz del lenguaje razonable y sincero, y como contribución de experiencia y de sabiduría que puede reavivar en todos la consideración de los valores supremos. La apertura de un diálogo, desinteresado, objetivo y leal, como desea ser el nuestro, lleva consigo la decisión en favor de una paz libre y honrosa; excluye fingimientos, rivalidades, engaños y traiciones; no puede menos de denunciar, como delito y como ruina, la guerra de agresión, de conquista o de predominio, y no puede dejar de extenderse desde las relaciones en la cumbre de las naciones a las que hay en el cuerpo de las naciones mismas y en las bases, así sociales como familiares e individuales, para difundir en todas las instituciones y en todos los espíritus el sentido, el gusto y el deber de la paz.

Segundo círculo: los creyentes en Dios

49. Luego, en torno a Nos, vemos dibujarse otro círculo, también inmenso, pero menos lejano de nosotros: es, antes que nada, el de los hombres que adoran al Dios único y supremo, al mismo que nosotros adoramos; aludimos a los hijos del pueblo hebreo, dignos de nuestro afectuoso respeto, fieles a la religión que nosotros llamamos del Antiguo Testamento; y luego a los adoradores de Dios según concepción de la religión monoteísta, especialmente de la musulmana, merecedores de admiración por todo lo que en su culto de Dios hay de verdadero y de bueno, y después todavía, a los seguidores de las grandes religiones afroasiáticas. Evidentemente, no podemos compartir estas variadas expresiones religiosas ni podemos quedar indiferentes, como si todas, a su modo, fuesen equivalentes y como si autorizasen a sus fieles a no buscar si Dios mismo ha revelado una forma exenta de todo error, perfecta y definitiva, con la que El quiere ser conocido, amado y servido; al contrario, por deber de lealtad, hemos de manifestar nuestra persuasión de que la verdadera religión es única, y ésa es la religión cristiana, y que alimentamos la esperanza de que como tal llegue a ser reconocida por todos los que buscan y adoran a Dios.

Pero no queremos negar nuestro respetuoso reconocimiento a los valores espirituales y morales de las diversas confesiones religiosas no cristianas; queremos promover y defender con ellas los ideales que pueden ser comunes en el campo de la liberad religiosa, de la hermandad humana, de la buena cultura, de la beneficencia social y del orden civil. En orden a estos comunes ideales, un diálogo por nuestra parte es posible y no dejaremos de ofrecerlo dondequiera que con recíproco y leal respeto sea aceptado con benevolencia.

Tercer círculo: los cristianos hermanos separados

50. Y aquí se nos presenta el círculo más cercano a Nos en el mundo: el de los que llevan el nombre de Cristo. En este campo el diálogo que ha alcanzado la calificación de ecuménico ya está abierto; más aún: en algunos sectores se encuentra en fase de inicial y positivo desarrollo. Mucho podría decirse sobre este tema tan complejo y tan delicado. Pero nuestro discurso no termina aquí. Se limita por ahora a unas pocas indicaciones ya conocidas. Con gusto hacemos nuestro el principio: pongamos en evidencia, primero de todo, lo que nos es común antes de subrayar lo que nos divide. Esta es una orientación buena y fecunda para nuestro diálogo. Estamos dispuestos a continuarlo cordialmente. Diremos más: que en tantos puntos diferenciales, relativos a la tradición, a la espiritualidad, a las leyes canónicas, al culto, estamos dispuestos a estudiar cómo secundar los legítimos deseos de los hermanos cristianos separados todavía de nosotros. Nada puede ser más deseable para Nos que el abrazarlos en una perfecta unión de fe y caridad. Pero hemos de decir, sin embargo, que no está en nuestro poder transigir en la integridad de la fe y las exigencia de la caridad. Entrevemos desconfianza y resistencia en este punto. Pero ahora que la Iglesia católica ha tomado la iniciativa de volver a reunir el único redil de Cristo, no dejará de seguir adelante con toda paciencia y con todo miramiento; no dejará de mostrar cómo las prerrogativas que mantienen aún separados de ella a los hermanos no son fruto de ambición histórica y de caprichosa especulación teológica, sino que se derivan de la voluntad de Cristo y que, entendidas en su auténtico significado, están para beneficio de todos, para la unidad común, para la libertad común, para plenitud cristiana común; la Iglesia católica no dejará de hacerse idónea y merecedora, con la oración y con la penitencia, de la deseada reconciliación.

51. Un pensamiento a este propósito nos aflige, y es el ver cómo precisamente Nos, promotores de tal reconciliación, somos considerados por muchos hermanos separados como el obstáculo principal que se opone a ella, a causa del primado de honor y de jurisdicción que Cristo confirió al apóstol Pedro y que Nos hemos heredado de él. ¿No hay quienes sostienen que, si se suprimiese el primado del Papa, la unificación de las Iglesias separadas con la Iglesia católica sería más fácil? Queremos suplicar a los hermanos separados que consideren la inconsistencia de tal hipótesis, y no sólo porque sin el Papa la Iglesia católica ya no sería tal, sino porque faltando en la Iglesia de Cristo el oficio pastoral supremo, eficaz y decisivo de Pedro, la unidad se desmoronaría, y en vano se intentaría reconstruirla luego con criterios sustitutivos de aquel auténtico establecido por el mismo Cristo: Se formarían tantos cismas en la Iglesia cuantos sacerdotes, escribe acertadamente San Jerónimo [7].

52. Queremos, además, considerar que este gozne central de la santa Iglesia no pretende constituir una supremacía de orgullo espiritual o de dominio humano sino un primado de servicio, de ministerio y de amor. No es una vana retórica la que atribuye al Vicario de Cristo el título de servus servorum Dei.

Bajo esta luz, nuestro diálogo siempre está abierto; el cual, aun antes de extenderse en conversaciones fraternales, se abre en coloquios con el Padre celestial en efusiones de oración y de esperanza.

Hemos de hacer notar con gozo y alegría, venerables hermanos, que este variado y extensísimo sector de los cristianos separados está todo él penetrado por fermentos espirituales que parecen preanunciar un futuro y consolador desarrollo para la causa de su reunificación en la única Iglesia de Cristo.

Queremos implorar el soplo del Espíritu Santo sobre el «movimiento ecuménico». Deseamos repetir nuestra conmoción y nuestro gozo por el encuentro —lleno de caridad no menos que de nueva esperanza— que tuvimos en Jerusalén con el Patriarca Atenágoras; queremos saludar con respeto y con reconocimiento la intervención de tantos representantes de las Iglesias separadas en el concilio ecuménico Vaticano II; queremos asegurar una vez más que observamos con atento y sagrado interés los fenómenos espirituales caracterizados por el problema de la unidad, que mueven a personas, grupos y comunidades de viva y noble religiosidad. Con amor y con reverencia saludamos a todos estos cristianos en la espera de que, cada vez mejor, podamos promover con ellos, en el diálogo de la sinceridad y del amor, la causa de Cristo y de la unidad que El quiso para su Iglesia.

Diálogo interior en la Iglesia

53. Y, finalmente, nuestro diálogo se ofrece a los hijos de la casa de Dios, la Iglesia una, santa, católica y apostólica, de la que ésta, la romana es mater et caput. ¡Cómo quisiéramos gozar de este diálogo de familia en la plenitud de la fe, de la caridad y de las obras! ¡Cuán intenso y familiar lo desearíamos, sensible a todas las verdades, a todas las virtudes, a todas las realidades de nuestro patrimonio doctrinal y espiritual! ¡Qué sincero y emocionado, en su genuina espiritualidad! ¡Qué dispuesto a recoger las múltiples voces del mundo contemporáneo! ¡Qué capaz de hacer a los católicos hombres verdaderamente buenos, hombres sensatos, hombres libres, hombres serenos y valientes!

Este deseo de moldear las relaciones interiores de la Iglesia en el espíritu propio de un diálogo entre miembros de una comunidad, cuyo principio constitutivo es la caridad, no suprime el ejercicio de la función propia de la autoridad por un lado y de la sumisión por el otro; es una exigencia tanto del orden conveniente a toda sociedad bien organizada como, sobre todo, de la constitución jerárquica de la Iglesia. La autoridad de la Iglesia es una institución del mismo Cristo; más aún: le representa a El, es el vehículo autorizado de su palabra, es la transposición de su caridad pastoral; de tal modo que la obediencia arranca de motivos de fe, se vuelve escuela de humildad evangélica, hace participar al obediente de la sabiduría, de la unidad, de la edificación y de la caridad, que sostienen al cuerpo eclesial, y confiere a quien la impone y a quien se conforma con ella el mérito de la imitación de Cristo, hecho obediente hasta la muerte (Flp 2, 8).

Así, por obediencia enderezada hacia el diálogo, entendemos el ejercicio de la autoridad, todo él impregnado de la conciencia de ser servicio y ministerio de verdad y de caridad; y entendemos también la observancia de las normas canónicas y la reverencia al gobierno del legítimo superior, con prontitud y serenidad, como conviene a hijos libres y amorosos. El espíritu de independencia, de crítica, de rebelión, no está de acuerdo con la caridad animadora de la solidaridad, de la concordia, de la paz en la Iglesia, y transforma fácilmente el diálogo en discusión, en altercado, en disidencia: desagradable fenómeno —aunque por desgracia siempre a punto de producirse— contra el cual la voz del apóstol Pablo nos amonesta: Que no haya entre vosotros divisiones (1Cor 1,10).

Fervor de sentimientos y de obras

Estemos, pues, ardientemente deseosos de que el diálogo interior, en el seno de la comunidad eclesiástica, se enriquezca en fervor, en temas, en número de interlocutores, de suerte que se acreciente así la vitalidad y la santificación del Cuerpo místico terreno de Cristo. Todo lo que pone en circulación las enseñanzas de que la Iglesia es depositaria y dispensadora es bien visto por Nos; ya hemos mencionado antes la vida litúrgica e interior y hemos aludido a la predicación. Podemos todavía añadir la enseñanza, la prensa, el apostolado social, las misiones, el ejercicio de la caridad; temas éstos que también el concilio nos hará considerar. Y todos los que ordenadamente participan, bajo la dirección de la competente autoridad en el diálogo vitalizante de la Iglesia, siéntanse por Nos animados y bendecidos por Nos: los sacerdotes de un modo especial; los religiosos, los amadísimos seglares militantes por Cristo en la Acción Católica y en tantas otras formas de asociación y de acción.

Hoy más que nunca la Iglesia está viva

54. Nos sentimos alegres y confortados al observar que un diálogo así en el interior de la Iglesia y hacia el exterior que la rodea ya está en movimiento: ¡La Iglesia vive hoy más que nunca! Pero considerándolo bien, parece como si todo estuviera aún por empezar; comienza hoy el trabajo y no acaba nunca. Tal es la ley de nuestra peregrinación en la tierra y en el tiempo. Este es el deber habitual, venerables hermanos, de nuestro ministerio, al que hoy todo impulsa para que se haga nuevo, vigilante e intenso.

Cuanto a Nos, mientras os damos estas advertencias, nos place confiar en vuestra colaboración, al mismo tiempo que os ofrecemos la nuestra: esta comunión de intenciones y de obras la pedimos y la ofrecemos cuando apenas hemos subido con el nombre, y Dios quiera también que con algo del espíritu del Apóstol de las Gentes, a la cátedra de San Pedro; y celebrando así la unidad de Cristo entre nosotros, os enviamos con esta nuestra primera carta, in nomine Domini, nuestra fraterna y paterna bendición apostólica, que con gusto extendemos a toda la Iglesia y a toda la humanidad.

Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo, 6 de agosto del año 1964, segundo de nuestro Pontificado.


PABLO VI


NOTAS

[1] León XIII, Satis cognitum, Acta Leonis XIII, VI, (1896), págs. 157-208.

[2] Pío XII, Mystici Corporis, A. A. S. 35 (1943) 193-248.

[3] Ibid. 193.

[4] Ibid. 238.

[5] San Agustín, In Ioann. tract. 21, 8: PL 35, 1568.

[6] Juan XXIII, Pacem in terris n. 54.

[7] Dial. contra Luciferianos n. 9.

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