viernes, 7 de marzo de 2025

LA CALMA, PARTE INTEGRAL DE LA INOCENCIA

Contemplar la naturaleza lleva al niño a considerar la existencia de Dios.

Por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira


Poseer inocencia es importante para tener una primera noción cristalina de la perfección original de todas las cosas. Naturalmente, esta noción es más lúcida en unos, menos lúcida en otros, según la gracia y la naturaleza. En un niño, es generalmente una noción inconsciente.

Esta primera inocencia hace que el sentido psicológico sea muy agudo, aunque generalmente se va apagando con el tiempo. Por otra parte, hay una lucidez infantil que la madurez puede llevar más tarde a su plenitud.

Si en el hombre existe un orden fundamental, le es imposible admitir el desorden como condición normal y fundamental del universo, salvo en forma de desastre colateral y limitado. En el alma se encuentran los primeros elementos de un conocimiento racional, aliados a los inicios de un amor cognoscitivo.

Como vimos en el artículo pasado, este primer conocimiento en apariencia parece tener asombrosas profundidades racionales y también asombrosas superficialidades no racionales. No se entiende bien cómo éstas coexisten, pero en realidad se combinan perfectamente.

A partir de esta acción de primera inocencia, un niño se sonroja cuando alguien le dice que lo que hizo fue “feo”. En esa formación temprana, decirle que algo que hizo es “feo” tiene un efecto mayor que decirle que es “malo”. Esto es muy significativo.

La inocencia es, por lo tanto, un tipo de pacto con Dios que todas las almas tuvieron en su primera infancia. Hay en ella algo así como la famosa escena de Dios caminando con Adán en el Paraíso. Es una gracia primordial, donde el Creador se complace en conversar con su criatura, el Autor con su obra. (Cf. Gn 3,8)

Nostalgia de la primera inocencia

Por ejemplo, después de muchas victorias y éxitos como adulto, Napoleón reconoció que el día más feliz de su vida fue el día de su Primera Comunión. ¡Napoleón, que se coronó en Notre Dame como Emperador! Esto dice mucho. Es un testimonio elocuente.

Napoleón: “El día más feliz de mi vida fue mi Primera Comunión”

También René de Chateaubriand, famoso por ser uno de los más grandes autores franceses, dice algo parecido. Consideremos este pasaje que describe sus recuerdos de su Primera Confesión y Primera Comunión:
“Al llegar a la Iglesia, me postré ante el presbiterio y quedé como aniquilado. Cuando me levanté para ir a la sacristía donde me esperaba el cura, me temblaban las rodillas. Me arrojé a los pies del cura y apenas logré pronunciar mi Confiteor.

'¡Bien! ¿Has olvidado algo?', me preguntó el hombre de Jesucristo. Yo estaba mudo. Él preguntó de nuevo, y el fatal 'No, no, Padre' salió de mi boca. Dio un paso atrás... y se disponía a darme la absolución.

Un rayo lanzado sobre mí por el Cielo hubiera causado menos miedo: '¡No lo dije todo!'. Yo grité. Ese temible juez, ese representante del soberano Arbitro, cuya fisonomía me inspiraba tanto temor, se convirtió entonces en el más tierno pastor. Me abrazó y derramó lágrimas: '¡Vamos, dime, hijo mío, ánimo!'

Nunca tendré un momento igual a ése en mi vida. Si se me hubiera quitado de encima el peso de una montaña, mi alivio no habría sido mayor. Sollozaba de felicidad...

El brazo [del confesor] ​​se levantó para dejar caer el rocío celestial sobre mi cabeza [para darme la absolución]; me incliné para recibirlo. Sentí que participaba de la felicidad de los Ángeles. Salí y me precipité al seno de mi madre, que me esperaba al pie del altar. No parecía el mismo a mi maestro y a mis compañeros. Caminaba con paso ligero, la cabeza alta, un aire radiante, con todo el triunfo del arrepentimiento...

En ese día [de mi Primera Comunión] todo era de Dios y para Dios. Sé perfectamente lo que es la fe: la presencia real de la Víctima en el Santísimo Sacramento del altar me resultaba tan sensible como la presencia de mi madre a mi lado. Cuando la Hostia fue depositada en mis labios, me sentí completamente iluminado por dentro. Temblaba de respeto y la única cosa material que me preocupaba era el temor de profanar el Pan Santo” (Memoires d'Outre-Tombe, Librairie Générale Française, 1973, pp. 103-105)
Una niña le da su ramo de flores a un niño campesino.

Un niño bueno tiene un tipo de apertura del alma que casi no conoce. Es dulce, afable, con una pronta facilidad para dar lo que tiene. A un niño bueno, por ejemplo, le gusta hacer pequeños dibujos que luego quiere regalar a los demás.

Tiene un gran sentido de admiración por sus mayores. Trata de verlos en sus mejores aspectos y le encantan esos aspectos.

Tomemos un niño de tres o cuatro años. Una de las cosas que mejor caracteriza la inocencia –la inocencia más profunda, elemental y, por así decirlo, virginal– es una cierta calma.

El niño de esa edad (en la época en que no había televisión, por supuesto) tiene una calma en la que nada lo agita y generalmente no se aferra nerviosamente a nada.

Así, cuando, por ejemplo, sus padres le niegan algo que quiere, puede insistir o llorar, pero hay un tono que su estado temperamental no adopta: el del odio. Ni odio ni agitación.

La calma, parte integrante de la inocencia

Existe incluso un modo de estar aprensivo y de enfadarse en el que el niño no pierde el control de sí mismo. Esto también puede llamarse calma. No se trata de estar tenso o relajado, sino más bien de mantener un estado de ánimo en el que todo el temperamento –todos los instintos, todas las sensibilidades– reaccionen de un modo enteramente proporcional a lo que se le presenta. En este sentido, la calma forma parte de la inocencia.

De hecho, teniendo presente el tema de la felicidad, conviene recordar que la calma es el mayor placer de la vida. Quien no comprende esto no comprende nada: no sabe vivir.

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