CUARTA PARTE
DEL CATECISMO ROMANO
CAPÍTULO II
DE LA UTILIDAD DE LA ORACIÓN
Pero esta necesidad trae consigo la utilidad dulcísima de que produce copiosísimos frutos, cuya abundancia tomarán los Pastores de los Escritores Sagrados, cuando sea menester repartirlos a los fieles. De esa abundancia hemos escogido nosotros los que han parecido más acomodados para este tiempo. El primer fruto que sacamos de aquí es que cuando oramos, honramos a Dios. Porque la oración es prueba clara de la Religión; y en las Sagradas Escrituras es comparada al perfume más suave: Suba, Señor, mi oración, dice el profeta, así como incienso delante de ti. Por ella potestamos que estamos sujetos a Dios, que le reconocemos y predicamos como a principio y fuente de todo nuestro bien; que en Él solo esperamos; y que a Él solo tenemos como único amparo y refugio de nuestra seguridad y salud. Ese fruto nos recuerda también aquellas palabras: Llámame en el día de la tribulación, librarte he, y honrarme has.
Síguese otro fruto amplísimo y dulcísimo de la oración, que es ser nuestras súplicas oídas por Dios. Porque en el sentir de San Agustín: La oración es llave del Cielo. Sube la petición y baja el despacho de la misericordia de Dios. Baja es la tierra, y alto el Cielo, sin embargo oye Dios la lengua del hombre. Tan grande es la virtud, tanta la utilidad de este ejercicio, que por él conseguimos las riquezas de los dones del Cielo. Porque alcanzamos para nosotros tener por guía y protector al Espíritu Santo, logramos la conservación y firmeza de la fe y la exención de las penas, el auxilio de Dios en las tentaciones y la victoria contra el demonio; y hay en la oración también un colmo muy cumplido de gozo singular, por esto decía así el Señor: Pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido.
Y no debemos tener la menor duda, de que acude con prontitud la benignidad de Dios en nuestras peticiones. Comprueban esto muchos testimonios de la Escritura Divina, que por ser obvios, solo como ejemplos tocaremos estos de Isaías: Entonces, dice, llamarás, y el Señor te oirá, clamarás, y te dirá: heme aquí presente. Y en otra parte: Y sucederá, que antes que llamen, los oiré; en el mismo tiempo que estuvieren hablando, les acudiré. Omitimos los ejemplos de aquellos que con sus oraciones alcanzaron de Dios lo que pedían; porque son casi infinitos, y están delante de los ojos.
Pero a veces sucede no alcanzar lo que pedimos a Dios. Es así, más entonces mira con especial amor por nuestro bien. Porque o nos concede otras gracias mayores y más excelentes, o no nos es necesario ni provechoso lo que pedimos; antes nos sería acaso superfluo y dañoso si lo concediera. Porque algunas cosas, dice San Agustín, niega el Señor propicio, que concede airado. Muchas veces también hacemos la oración con tal tibieza y flojedad, que ni nosotros mismos sabemos lo que decimos. Siendo la oración levantamiento del alma a Dios, si la atención que en ella debe enderezarse a su Majestad, anda vagando de una parte a otra y se pronuncian las palabras de la oración temerariamente y sin reparo ni devoción alguna, ¿cómo diremos que es oración cristiana el sonido vano de tales peticiones? Por esto en manera ninguna es de extrañar que Dios no condescienda a nuestros ruegos, cuando aún nosotros mismos damos a entender que no queremos lo que pedimos, por el descuido grande y la poca atención con que oramos o pedimos cosas que nos han de dañar.
Por el contrario, a los que piden atenta y devotamente, mucho más de lo que piden concede su Majestad. Así lo afirma el Apóstol en la Epístola a los de Éfeso, y se declara con la parábola del hijo pródigo, quien pensó que sería una gracia muy crecida admitirle su padre entre sus jornaleros. Aún cuando solamente pensamos bien (¿cuánto más si pedimos?) nos colma Dios de su gracia, no solo por la abundancia de dones, sino también por la prontitud en darlos; como lo muestran las letras divinas cuando se explican en esta forma: El deseo de los pobres oyó el Señor. Porque sin aguardar a que pronuncien palabra ninguna, acude Dios a los deseos íntimos y ocultos de los necesitados.
A estos se junta aquel fruto de que en la oración ejercitamos y acrecentamos las virtudes, y señaladamente la fe. Porque así como no oran bien los que no creen en Dios; ¿Cómo pues invocarán, dice, a aquel en quien no creyeron? Así los fieles cuanto oran con más fervor, tanto tienen mayor y más cierta fe del cuidado y providencia de Dios, quien especialmente requiere de nosotros, que fiándonos del todo en Él, le pidamos cuánto necesitemos.
Cierto es que pudiera Dios darnos en abundancia todas las cosas sin pedirlo, ni aún pensarlo nosotros; así como provee a los animales que carecen de razón de todo lo necesario para la conservación de su vida; más el benignísimo Padre quiere ser invocado por sus hijos, quiere que pidiendo cada día bien, pidamos con más confianza; y quiere que alcanzadas las cosas que pedimos, testifiquemos y ensalcemos más cada día su inmenso amor hacia nosotros.
También se aumenta la Caridad. Porque como en la oración reconocemos a Dios por Autor de todos nuestros bienes y utilidades, le abrazamos con la mayor caridad que podemos. Y al modo que los que se aman, se encienden más en el amor con el trato y comunicación; así los justos cuanto con más frecuencia ofrecen a Dios sus súplicas e imploran su benignidad, como conversando con Él; tanto llenándose de mayores gozos en cada una de las oraciones, se incitan a amarle y adorarle con caridad más ardiente.
Quiere además de esto el Señor, que frecuentemos la oración, para que enardecidos con el deseo de pedir lo que solicitamos, aprovechemos tanto con esta continuación y efectos, que nos hagamos dignos de que se nos comuniquen aquellos beneficios, que nuestra alma no era antes capaz de recibir por su flaqueza y estrechez. Quiere asimismo el Señor que entendamos y confesemos lo que en verdad es así, que si somos desamparados del socorro de su divina gracia, nada podemos conseguir por nuestras fuerzas y por lo tanto, que con todo ahínco nos entreguemos a la oración. Más para lo que en gran manera son muy poderosas las armas de la oración, es contra los capitales enemigos de nuestra naturaleza; pues dice San Hilario: Contra el diablo y sus armas hemos de pelear con el sonido de nuestras oraciones.
Sobre todo esto conseguimos por la oración aquel excelentísimo fruto, de que estando nosotros tan inclinados al mal y a varios apetitos de la carne por lo viciado de nuestra naturaleza, sufre el Señor ser concebido por nuestros pensamientos, para que cuando estamos rogándole, y porfiando por merecer sus dones, vengamos a recibir la voluntad de la inocencia, y cortados todos los pecados, quedemos limpios de toda mancha.
Últimamente la oración, según sentencia de San Jerónimo, hace resistencia a la ira divina. Así habló el Señor a Moisés de este modo: Déjame. Porque queriendo castigar al pueblo por sus pecados, le detenía a Moisés con su oración; pues no hay cosa que tanto aplaque a Dios airado, o que ya haya prevenido para descargar el golpe sobre los malos, así le contenga y mitigue su saña, como las oraciones de los buenos.
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