Por Regis Martin
De todas las preguntas molestas que han surgido a lo largo del tiempo para atormentar la inteligencia humana, quizá la más persistente ha sido la que se refiere a los misterios gemelos de la libertad humana y la gracia divina. ¿Cuál es la relación entre ambas? Es decir, ¿entre la voluntad misericordiosa de Dios de redimir y nuestro derecho a negarnos?
Tal es el “cumplido aterrador”, como lo describe C.S. Lewis, que Dios nos ha hecho al conceder una seriedad última a las decisiones que tomamos. Dejándonos totalmente libres, por así decirlo, para llevarnos a nosotros mismos al Infierno, convirtiendo Su gracia en nuestro dolor.
“En su voluntad está nuestra paz”, nos dice Dante en el Canto III del Paradiso. Pero supongamos que alguien decidiera que realmente no quiere la paz de Dios. ¿O que podría conseguirla por sí mismo -con bastante facilidad, de hecho- sin recurrir a la gracia?
Esa fue la postura adoptada por cierto monje advenedizo de Bretaña, Pelagio, que se instaló en Roma a principios del siglo V, provocando un masivo ataque de represalia por parte de nada menos que el mismísimo Doctor de la Gracia, San Agustín, que se prolongó durante años y años. Fue la última gran controversia de la vida de Agustín, cuyo resultado fijó no sólo los parámetros del problema, sino también la solución. Dejando al pobre Pelagio languidecer entre los archi-herejes, donde permanece hasta el día de hoy a pesar de los esfuerzos de algunos por rehabilitarlo.
Para San Agustín, cuyo interés por la cuestión distaba mucho de ser académico, los dos polos de cualquier postura razonable eran, por un lado, la desdicha del hombre sin Dios, abandonado a sus propios designios pecaminosos y, por otro, la eficacia imprevista de la presciencia y la gracia divinas, que disponen al hombre a aceptar la oferta más asombrosa de todas, a saber, el don gratuito de la salvación por parte de Dios. La mera grandeza a la que hemos sido llamados frente a la miseria en la que hemos estado hundidos durante mucho tiempo. Y entre los dos extremos está el asombroso testimonio de la propia vida de Agustín, que le prohibió olvidar nunca la misericordiosa liberación de Dios de una vida de pecado y muerte.
Así que, por supuesto, el pelagianismo tendría que ser combatido, resistido y derrocado, porque representaba un ataque frontal contra el misterio central de la fe, que es el haber sido redimidos por Cristo. Fue la experiencia decisiva de la propia vida de Agustín, un momento de enseñanza que pasaría el resto de su vida impartiendo a otros. Porque si el ejercicio del libre albedrío por sí solo, incluso cuando está encauzado hacia un elevado esfuerzo humano, fuera suficiente para poner la virtud y su recompensa celestial al alcance de cualquiera, que era la enseñanza de Pelagio, ¿para qué necesitaríamos a Cristo?
¿Para qué enseñarnos el Padrenuestro, con su petición de perdón del pecado presente, o de que se nos libre de la tentación de cometer pecados futuros, si lo estamos haciendo bien sin Él? Él no sería más que una quinta rueda, totalmente superflua para mantener el coche en la carretera, ya que la naturaleza humana bastaría por sí sola para encender el motor. Y si ha de haber alguna gracia, que siga siendo puramente cosmética, proporcionando un suave brillo a un modelo de vida moral por lo demás perfecto.
Lo cual, para Pelagio y sus muchos seguidores de entonces y de ahora, es finalmente de lo que trata el cristianismo: a saber, moralismo. Llegar al Cielo no es más que una empresa de autoayuda, el resultado de simplemente querer el bien, pasando por alto la necesidad de la gracia en el camino. No nos salvamos por inmersión bautismal en el misterio de Cristo, que lava un alma impregnada de la inmundicia del pecado original. Nos salvamos tomando las decisiones correctas, esforzándonos una y otra vez para conformarnos al elevado ejemplo establecido por Cristo, cuyo estándar de santidad es perfectamente posible para cualquiera que se empeñe en hacerlo por sí mismo.
“Pelagio no tenía paciencia con la confusión que parecía reinar sobre los poderes de la naturaleza humana”, relata Peter Brown en su magnífica biografía de San Agustín. No importa, por supuesto, que nuestros intelectos sean falibles, o que nuestras voluntades sigan siendo caprichosas; tales impedimentos no sirven de nada a quienes, como Pelagio, están siempre en la cima de su juego.
Él y sus seguidores escribieron para hombres “que quieren hacer un cambio para mejor”. Se negó a considerar este poder de superación como prejuicios irreversibles; la idea de un “pecado original” que pudiera hacer a los hombres incapaces de no pecar aún más, le parecía bastante absurda.He aquí, pues, el punto de más profundo desacuerdo entre ambos. Aquí es donde San Agustín localizaría “el oculto y horrendo veneno” escondido en la bolsa pelagiana, la astuta imputación de que lo que finalmente salva es el ejemplo humano de Cristo y no su persona divina. Mientras que para San Agustín, el hecho de que seamos criaturas caídas, que en la caída de Adán pecamos todos, nos hace incapaces de no volver a pecar. Non posse non peccare, insistiría frente a un optimismo pelagiano en constante expansión que, como un tren desbocado, se negaba a darse cuenta del abismo que se cernía ante él.
El ejemplo de Juliano de Eclano es maravillosamente ilustrativo. Entusiasta precoz del exceso pelagiano, se convirtió en su vejez en el crítico más implacable de Agustín. En realidad creía que con sólo desearlo se podía recuperar fácilmente la dicha de Adán antes de la Caída. “Sólo un delgado muro de modales corruptos”, nos dice Brown, “se interponía entre Juliano y la deliciosa inocencia del primer estado del hombre”. Como si la excelencia en la vida moral fuera una mera cuestión de educación, o tal vez incluso una buena dieta junto con mucho aire fresco y deportes al aire libre.
San Agustín, por su parte, se movió en una dirección muy distinta, de sobrio realismo respecto a nuestras perspectivas. Frente al proverbial gusano en la manzana, cuyo germen maligno penetra profundamente en el fruto humano, infectando tanto la carne como el espíritu, ninguna cantidad de voluntad propia o de ingeniería social marcará la menor diferencia en ausencia de la gracia. Y la gracia, lejos de ser un mero facilitador en la vida de la virtud, es precisamente la acción necesaria para poner en marcha todo el proceso. Convirtiéndose, en un cálculo agustiniano, en el fundamento mismo de la libertad. “La gracia de Dios” -escribe- “lejos de destruir la voluntad humana, la hace buena”.
Y así, en todo momento, nos encontramos dependiendo de la gracia, como la tierra depende del agua, las flores del campo de la luz del sol. El poder que tenemos para modelar nuestras vidas sólo puede derivar finalmente de una fuente que no podemos modelar, sino sólo recibir. Peter Brown lo ha expresado concisamente en su análisis final del proyecto pelagiano. Escribe,
La idea de que dependemos para nuestra capacidad de autodeterminarnos de áreas que nosotros mismos no podemos determinar, es central en la actitud “terapéutica” de Agustín respecto a la relación entre “gracia” y “libre albedrío”... El proceso de curación por el cual el amor y el conocimiento se reintegran, se hace posible por una conexión inseparable entre la creciente autodeterminación y la dependencia de una fuente de vida que siempre escapa a la autodeterminación.Lo que significa, por supuesto, que la perfección que buscamos no se producirá de la noche a la mañana, sino sólo como resultado de un largo y arduo proceso de curación, que llega hasta lo más profundo de nuestro ser. Y el resultado, si ha de ser feliz, dependerá del misterio de la gracia.
Así, para San Agustín, el hombre libre es finalmente aquel en quien se han unido más íntimamente tanto la necesidad como la atracción por la gracia. En cuya defensa Agustín desmontará todo el edificio pelagiano, cimentado por los “enemigos de la gracia de Cristo”. Debemos estarle agradecidos.
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