Por Monseñor Carlo Maria Viganò
Querido Don Mateo:
No me atrevo a llamarle Eminencia para no cargar de triunfalismo preconciliar esa imagen humilde y modesta que con tanto esmero ha creado de sí mismo. En efecto, ser eminente presupone una posición de superioridad y responsabilidad ante Dios y la comunidad respecto a los demás, que se reconocen jerárquicamente inferiores a usted. Por eso creo que le hago un favor al dirigirme a usted como lo haría a mi fontanero o al empleado de Correos: la forma de vestir y la elocución son más o menos las mismas.
Debo decir que ese aseo descuidado, esta pose suya de último de los últimos, me parece poco espontánea, cuando a diferencia de los verdaderos últimos, usted conserva y utiliza ampliamente todos los privilegios asociados al hecho de ser Arzobispo de Bolonia, Presidente de la Conferencia Episcopal Italiana y Cardenal de la Santa Iglesia Romana. Este empeño en construir una imagen mediática está de moda en la iglesia sinodal a la que pertenece. El jesuita argentino que vive en la residencia de Santa Marta en lugar de en los pisos pontificios del Palacio Apostólico no es menos: sale a comprar zapatos ortopédicos en Borgo Pio y gafas en Via del Babuino como cualquier jubilado, con el truco de ser seguido por reporteros y fotógrafos que celebran extasiados “la humildad” del “papa Francisco”. Una humildad de fachada que choca con su comportamiento tiránico y colérico bien conocido por quienes le conocen de cerca. El tópico es, pues, evidente y quizá convendría introducir alguna variación, aunque sólo fuera para disipar la impresión de querer congraciarse con Bergoglio, o de aspirar a sucederle.
Leo en La Verità un relato de su intervención en el Festival Giffoni, un lugar completamente desconocido para muchos y que por eso mismo es uno de los lugares favoritos de la élite boloñesa de radicales ricos, estrictamente de izquierdas, que viven en lujosos pisos en el centro de la ciudad, dejando al común de los mortales las “periferias existenciales” de los condominios populares de vía Stalingrado, donde ser obrero y tener una familia normal es más problemático que ser drag queen en el Cassero. Donde un católico está más marginado que un mahometano.
Habla de “acogida” en una ciudad que, como casi todas las capitales italianas, se ha convertido en un mercado de vagabundos, drogadictos, delincuentes y proxenetas precisamente por su “acogida”, en un lucrativo negocio sostenido por el Estado y la Unión Europea. Si camina por la Via Indipendenza al atardecer, podrá saborear y respirar el ambiente que tanto parece gustarle de palabra, pero que evidentemente desconoce. Y tal vez tendría que refugiarse en un bar o ser rescatado por los Carabinieri para no tener que entregar su reloj y su teléfono móvil a los matones que tienen como rehén a la ciudad de la que usted -recuerdo a quien no se haya dado cuenta- es “Arzobispo”. Una ciudad en la que hay más gente en el “orgullo” que en la procesión del Corpus Christi o en la de la Virgen de San Luca.
Su “acogida”, querido Don Matteo, es una grotesca quimera y una mentira. Una quimera, porque se limita a enunciar principios fantasiosos que la historia ha desmentido ampliamente. Mentira, porque la utopía de una sociedad multirracial y multirreligiosa en realidad sirve para demoler ese modelo de sociedad que la Iglesia Católica -la que usted desconoce, antes del Concilio Vaticano II- había construido a lo largo de los siglos no sólo con sus iglesias y sus obras maestras del arte y la cultura, sino también con sus hospitales, hospicios, escuelas, cofradías y obras de caridad. Las iglesias de Bolonia, como las de toda Italia, están desiertas y ahora sirven como lugares para celebrar conciertos, conferencias o “reuniones ecuménicas” reservadas a los privilegiados de su reducidísimo círculo, que es el mismo de Murgia, Schlein y la izquierda caviar ahora convertida a la religión woke y al globalismo, a la ideología lgbtq+, al género y al verde. Esas iglesias abandonadas, en las que unos pocos adeptos al culto modernista se reúnen para felicitarse por lo buenos, humildes e inclusivos que son, y de lo feos y malos que son los indietristas (a los que excomulgáis), son el síntoma de una crisis de la que vuestra iglesia es la principal responsable, desde los días en que el progresismo católico italiano encontró amplia protección bajo el manto del cardenal Lercaro. Y no es casualidad que hace unos días, haya considerado oportuno celebrar una “misa de réquiem” por el alma del modernista Ernesto Buonaiuti, sacerdote hereje reducido al estado laical, excomulgado vitandus y muerto impenitente en la defensa de esos errores doctrinales que hoy usted, su iglesia y su Bergoglio han hecho suyos y quieren imponer incluso al común de los fieles, cuya sencillez de Fe y exasperación por este mundo, usted desprecia. Y cuando en los campanarios de Bolonia la media luna sustituya a la Cruz y en las calles del centro resuene la voz del almuédano en lugar de las campanas, los católicos supervivientes sabrán a quién deben dar las gracias. Ya está ocurriendo en muchas naciones europeas, víctimas antes que Italia de la sustitución étnica que usted alienta culpablemente.
Quien esto escribe tuvo el privilegio de que los herederos de Buonaiuti, tan amigo de Angelo Giuseppe Roncalli como Giovanni Battista Montini lo fue de Don Lorenzo Milani y otros egocéntricos rebeldes, le impusieran la “excomunión” por “cisma”. Un bonito escenario, sin duda.
Los que hasta Pío XII eran peligrosos desviados de la Fe y la Moral son ahora las deidades patronas de una Jerarquía no menos corrupta, que cambiando el Magisterio de la Iglesia espera rehabilitarse con ellos y así poder tapar sus propias vergüenzas y escándalos.
Pero no basta con cambiar el nombre de los vicios para convertirlos en virtudes: la herejía sigue siendo herejía, la fornicación sigue siendo fornicación, la sodomía sigue siendo sodomía. Y como tales, estas plagas siguen condenando a las almas, porque las alejan de Dios, que es Verdad y Caridad. Su llamada al “amor” no significa nada.
Cuando un alma se pierde, es tarea del buen Pastor ir a buscarla, tomarla con el poder de la Palabra de Dios -esto simboliza el cayado pastoral- y traerla de vuelta al redil. Su indulgencia hacia el “mundo queer” delata una falta de la visión sobrenatural que todo sacerdote y todo obispo deberían tener. Amar a una persona significa querer su bien en el orden establecido por Dios, no confirmarla en sus errores. El médico que niega la herida purulenta no cura al paciente, sino que traiciona su vocación en aras de la vida tranquila o la complacencia; y el paciente al que se le va a amputar un miembro gangrenado no le agradecerá su indulgencia, sino que lo detestará por su traición.
Usted se deleita con el conventillo de seguidores que lo invitan a diestra y siniestra (más a la siniestra, en realidad). Mientras se vista como un conductor de autobús, mientras lleve la cruz pectoral bien escondida en el bolsillo del pecho y ratifique sus exigencias con discursos equívocos e hipócritas, también lo convocarán al festival de la piadina de Borgo Panigale, quizá más famoso que el de Giffoni.
Usted se deleita con el conventillo de seguidores que lo invitan a diestra y siniestra (más a la siniestra, en realidad). Mientras se vista como un conductor de autobús, mientras lleve la cruz pectoral bien escondida en el bolsillo del pecho y ratifique sus exigencias con discursos equívocos e hipócritas, también lo convocarán al festival de la piadina de Borgo Panigale, quizá más famoso que el de Giffoni.
Pero si tuviera la audacia de ser Arzobispo y Cardenal, de predicar el Evangelio en sus puntos más difíciles para la mentalidad del mundo, tendría que volver al Episcopado y sería ferozmente atacado como todos sus predecesores hasta el concilio. La masonería arremetería contra la “intolerancia papista”, la izquierda lo señalaría como fascista, y el propio Bergoglio -que traiciona de la misma manera a todo el cuerpo eclesial- lo destituiría y le daría la misma “excomunión” que me ha dado a mí, que trato de no faltar a mis deberes de Pastor.
Es demasiado cómodo, padre Mateo, estar a la altura de los tiempos: es la tentación de todos los siglos, y la Sagrada Escritura también nos ha prevenido contra ella. No dejarse contaminar por este mundo (Sant 1,27) no significa vivir en un hyperuranium de intelectuales autodenominados progresistas a los que no les importan los que mueren en cuerpo y alma, y animan a los pecadores a seguir por el camino de la perdición para ser “amigos de todos” y no tener a nadie en contra.
Es demasiado cómodo, padre Mateo, estar a la altura de los tiempos: es la tentación de todos los siglos, y la Sagrada Escritura también nos ha prevenido contra ella. No dejarse contaminar por este mundo (Sant 1,27) no significa vivir en un hyperuranium de intelectuales autodenominados progresistas a los que no les importan los que mueren en cuerpo y alma, y animan a los pecadores a seguir por el camino de la perdición para ser “amigos de todos” y no tener a nadie en contra.
Quien ha recibido la Santa Púrpura debe saber que simboliza la sangre que debe estar dispuesto a derramar por la Iglesia, como todos aquellos que tomaron en serio al Señor: Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando (Jn 15, 14). Ha oído bien: lo que yo os mando. La Redención no es una opción entre otras, como quieren hacernos creer los modernistas: al morir en la Cruz, el Hijo de Dios dio su vida por nosotros y no podemos permanecer indiferentes ante el Sacrificio de Cristo. Sin esa Cruz, sin la Pasión y Muerte de Cristo, la humanidad seguiría bajo el poder de Satanás. La verdadera humildad no consiste en parecer humildes, sino en reconocernos como tales ante Dios, en obedecer Sus Mandamientos, en tener en Él el único fin de nuestra existencia, en llevar a Él todas las almas, por las que Él sufrió.
La Iglesia no es una sala de teatro o una carpa de circo que se llena de público, cambiando de vez en cuando los espectáculos en cartel. Es el Salón de las Bodas del Cordero, al que sólo se entra con el traje nupcial que el Esposo nos da en el Bautismo. El “todos, todos” de Bergoglio es un engaño, y es tanto más grave cuanto más conscientes sean de que van contra las mismas palabras del Señor, cuyo Evangelio dicen representar y cuyo Evangelio pisotean. Hipócritas: vuestra “inclusividad” incluye a todos sólo en teoría, pero acaba excluyendo en la práctica a los que no tienen sus ideas y no adoran sus ídolos, igual que los izquierdistas que tanto les gustan.
Afirmar que no hace falta creer en Dios para salvarse es una blasfemia: una blasfemia que agrada al mundo precisamente porque se engaña creyendo que Dios es superfluo, con la complicidad de usted, mientras que todo gira en torno a la Cruz de Cristo, y nadie que no se niegue a sí mismo y le siga puede tener la salvación eterna. Una blasfemia que inutiliza a la Iglesia, y a usted con ella.
Siga complaciendo al mundo que le pide que abjure de la Fe y abrace sus falsas y engañosas ideologías. Ustedes dicen a los videntes: “No tengan visiones” y a los profetas: “No nos hagan profecías sinceras, cuéntennos solo cosas agradables, profetícennos ilusiones” (Is 30,10). Siga siendo invitado al Festival de Giffoni y a celebrar “misas de sufragio” por los herejes excomulgados. Siga haciendo creer a muchas almas perdidas que sus vidas pecaminosas no les impedirán la felicidad eterna, y a los inmigrantes mahometanos que sometiendo Europa al Islam irán al Paraíso. Pero al menos tenga la coherencia de reconocer que no hay nada católico y conforme a la voluntad de Cristo en lo que hace y en lo que es. Ni siquiera necesita cambiarse de ropa.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
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