lunes, 24 de junio de 2024

¡NOS HAN TRAICIONADO!

Han prostituido la verdad, mercantilizado la bondad, corrompido la santidad, destruido la fe, vendido la justicia, bastardeado el Evangelio para doblegarlo a sus sórdidos intereses

Por Tommaso Scandroglio


Nos han traicionado. Han cambiado a Jesús por Barrabás. La santidad del lecho matrimonial por el horror de un lecho manchado por placeres contra natura. Han bendecido lo que es una maldición para el alma. Han abierto las puertas no a la salvación, sino a ese pecado que cierra para siempre las puertas del Cielo. Han hecho de la culpa un mérito, de la ofensa a Dios un canto de alabanza, del pecado una gracia, has cambiado lo sórdido en incorrupto, lo escuálido en inmaculado, lo traicionero en excelso.

Nos han ofendido, a nosotros los pequeños en la fe. Tantos escandalizados entre nosotros, tantas piedras de molino al cuello con sus nombre estampado. La afilada hoja de la misericordia de Dios los espera. “¿Quiénes son ustedes para juzgarnos?”, preguntarán. Cierto, sólo somos ovejas que apestan por sus pecados, pero nuestro hedor aún nos permite oler el olor nauseabundo de los lobos entre ustedes. Y, por lo tanto, entre nosotros. Por supuesto, todos nuestros pecados están ante nosotros y son muchos y horribles. Pero, ante nosotros, están también sus pecados. Nosotros los llamamos así. Ustedes no. Se glorían de su nefandad, hinchan el pecho ante cada desgarrón del manto sagrado de Cristo. Se han servido de la misericordia para reconciliarse con lo irreconciliable, de la piedad para castigar a los justos, del perdón para abandonarnos en manos de los que torturan las almas. Han cambiado el vino en agua y en agua putrefacta.

Nos han engañado. Han prostituido la verdad, mercantilizado la bondad, corrompido la santidad, destruido la fe, vendido la justicia, bastardeado el Evangelio para doblegarlo a sus sórdidos intereses, vilipendiado la Eucaristía, adulterado la conciencia de todo un pueblo católico, negado a Cristo más de tres veces. Y hasta ahora nadie ha llorado amargamente. Nos sentimos despojados de las joyas más preciosas que adornaban a nuestra madre Iglesia, violados hasta la médula, violentados por quienes deberían haber defendido la castidad de la fe y en cambio nos vendieron por 30 denarios. Estamos aturdidos por el poder de este enorme y negro maremoto de maldad que han levantado contra las elevadas torres de la Fe, la Esperanza y la Caridad. Desconcertados por la pertinacia que los impulsa, por la obstinación de su expeditiva marcha hacia la horrenda nada, por el afán que los ciega, tal vez porque tienen prisa en preparar el terreno para los últimos tiempos, que ya son inminentes.

Han cruzado la línea. Estamos agotados y furiosos al mismo tiempo. Intolerantes y audaces, rebeldes pero, así lo deseamos, aún dóciles a la gracia. Y por eso hemos decidido declararles la guerra. Nos levantaremos porque, cuando un padre usa la violencia contra su esposa, los hijos deben intervenir, si pueden. Y así tomaremos el campo con las armas de la santidad para labrar la tierra de nuestras vidas y plantar en ella la vid de la virtud, para arrancar de ella la mala hierba del pecado y del vicio. Porque, al fin y al cabo, sus ataques no nos preocupan, sino los del pecado. No los dejaremos en paz con nuestros días dedicados al trabajo honesto y, por lo tanto, heroico, a la oración incesante, al Rosario, a la Eucaristía, a los Sacramentos, a la formación según la sana Doctrina, al testimonio hecho de palabras y obras, a la caridad laboriosa, a la ofrenda de sacrificios. Los perseguiremos con nuestra existencia silenciosa que, así lo deseamos, será un grito de rebelión contra el sinsentido rampante, el mal que oscurece, el error imperante, la respetabilidad plana y viscosa que sólo es cobardía ociosa.

Reaccionaremos a sus iniquidades tratando simplemente de ser los mejores padres, madres e hijos posibles y, por lo tanto, los mejores creyentes posibles. Reaccionaremos a la crueldad con que ustedes torturan la verdad, asociando la nuestra a esos dolores inicuos, pasando por el crisol de nuestros sufrimientos cotidianos toda nuestra existencia para hacerla cada vez más agradable a Dios, conscientes de que ante Él tendremos que responder por nuestras faltas, no por las faltas de ustedes; por nuestras palabras, no por las homilías de ustedes; por nuestros escritos, no por sus “Declaraciones curiales”; por nuestros juicios, no por sus “juicios canónicos”.

Si ustedes son desertores, nosotros no lo seremos. No abandonaremos a Cristo bajo la cruz, aunque toda la sede de la Iglesia se amotine. Permaneceremos en primera línea defendiendo la fortaleza en la que se custodian la fe, la familia, la vida, la libertad, la esperanza. Sí, la esperanza. Todavía la tenemos. No nos rendiremos, no dejaremos las armas en el suelo, sino que levantaremos bien alto las banderas de la valentía de anunciar a Cristo sin infidelidades y sin componendas, de arrancar un ojo si escandaliza o escandaliza a los demás, de doblar las rodillas ante Dios porque somos conscientes de que todo nuestro ser está más cerca de la tierra que del cielo.

Han demostrado que son enemigos de Dios y, por lo tanto -debemos admitirlo con infinito dolor- también enemigos nuestros. No lo decimos por arrogancia, soberbia, superioridad ostentosa, ni por la temeraria arrogancia de creernos los elegidos, los puros, los justos, sino porque los que se arrastran por el polvo como nosotros son capaces de tener la justa perspectiva de las cosas y enseguida son capaces de identificar a sus semejantes que sólo se diferencian de nosotros en un detalle: no saben arrastrarse. Nosotros buscamos salir del polvo, ustedes buscan mantenernos en él. Y por eso son nuestros enemigos. Pero Cristo nos ordenó rezar por nuestros enemigos. Y por eso, en obediencia, rezamos así a gran voz: “Págales según sus obras y la maldad de sus actos. Según las obras de sus manos, dadles su merecido” (Sal 28,4).


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