1 de Junio: San Íñigo, abad de Oña
(✞ 1071)
San Íñigo, decoroso miembro de la Orden de San Benito, nació en Catalayud, ciudad antiquísima y muy noble de la corona de Aragón.
Sus padres fueron muzárabes, esto es, cristianos mezclados con los árabes, los cuales dieron a Íñigo una educación conforme a las piadosas máximas del Evangelio.
Llegado el ilustre joven a edad competente, dejó su patria, sus padres y sus cuantiosos bienes, y se retiró a los montes Pirineos, donde pasó algún tiempo en la contemplación de las grandezas divinas; más llegando a su oídos sobre la santidad de los monjes que vivían en el célebre monasterio de San Juan de la Peña, establecido en lo alto de las montañas de Jaca, resolvió abrazar la Regla de San Benito.
Hecha ya su solemne profesión, cuando era amado y venerado de todos los monjes por sus eminentes virtudes, alcanzó licencia del esclarecido Abad, llamado Paterno, para retirarse a un espantoso desierto de las montañas de Aragón, donde resucitó con sus austeridades las imágenes de penitencia que se leen de los solitarios de la Tebaida, de la Nitria y de la Siria; y dónde atraía a un gran número de gentes que aprovechaban de sus saludables instrucciones.
Más habiendo fallecido por esos tiempos el primer abad del monasterio de Oña, llamado García, y deseando el rey Sancho nombrar un digno sucesor del difunto, envió tres veces embajadores al santo para que aceptase aquel cargo, y hasta pasó el mismo Rey personalmente por el desierto y logró al fin rendirle y traerle consigo a aquel monasterio.
Ejerció su gobierno como prefecto prelado, dando a los pobres oprimidos una gran importancia, pagaba sus créditos, buscaba como mantenerlos y vestirlos, libró a muchos presos de las cárceles, redimió cautivos y obró esclarecidos milagros.
Cuando le acometió su última enfermedad en un pueblo llamado Solduengo y tomó al anochecer el camino para Oña a fin de consolar a sus hijos, se le aparecieron dos ángeles en figura de dos hermosísimos niños vestidos de blanco con sus antorchas encendidas, los cuales le acompañaron hasta el monasterio.
En la hora de su muerte se llenó el ambiente de su celda de un resplandor celestial y se oyó una voz que dijo:
-Ven, alma dichosa, a gozar de la bienaventuranza de tu Señor.
Sus funerales se celebraron con gran pompa, y no solo los cristianos, sino también los judíos y los moros, concurrieron a sus exequias y rasgaron sus vestiduras con grandes muestras de sentimiento.
San Iñigo fue canonizado por el Papa Alejandro III el año 1259.
Reflexión:
El abad Juan, sucesor del santo, decía de él en su oración fúnebre estas palabras: “Hemos visto, hermanos, llenos de espiritual consuelo y entre lágrimas y sollozos cómo ha sido arrebatado el justo de esta vida. No habrá lugar tan remoto en el mundo, al que no haya conmovido el tránsito de nuestro santísimo padre Íñigo, mi sitio tan lejano de religión cristiana, donde no se llore su muerte. Llora la Iglesia por haber perdido tal sacerdote, pero se alegra el paraíso habiendo recibido tan gran Santo. Lloran los pueblos, pero se alegran los ángeles, gimen las provincias, pero triunfan los coros celestiales en la recepción de aquel varón santísimo, que deseaba diariamente volar a ella cuando decía: '¡Cuán amables son, Señor Dios de las virtudes, tus tabernáculos!'” (Ps. 83). ¡Ojalá que nuestra muerte sea también la muerte de los justos, llorada de los buenos y celebrada de los ángeles! ¡Oh, cuán prudentes y dignos de toda alabanza son los hombres que considerando como negocio principal del hombre el negocio de la virtud, emplean su vida en obrar el bien y edificar a sus semejantes!
Oración:
Haznos, Señor, agradables a ti, te lo pedimos por la intercesión de San Íñigo Abad, para que por su patrocinio alcancemos lo que no podemos esperar de nuestros propios méritos. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
Reflexión:
El abad Juan, sucesor del santo, decía de él en su oración fúnebre estas palabras: “Hemos visto, hermanos, llenos de espiritual consuelo y entre lágrimas y sollozos cómo ha sido arrebatado el justo de esta vida. No habrá lugar tan remoto en el mundo, al que no haya conmovido el tránsito de nuestro santísimo padre Íñigo, mi sitio tan lejano de religión cristiana, donde no se llore su muerte. Llora la Iglesia por haber perdido tal sacerdote, pero se alegra el paraíso habiendo recibido tan gran Santo. Lloran los pueblos, pero se alegran los ángeles, gimen las provincias, pero triunfan los coros celestiales en la recepción de aquel varón santísimo, que deseaba diariamente volar a ella cuando decía: '¡Cuán amables son, Señor Dios de las virtudes, tus tabernáculos!'” (Ps. 83). ¡Ojalá que nuestra muerte sea también la muerte de los justos, llorada de los buenos y celebrada de los ángeles! ¡Oh, cuán prudentes y dignos de toda alabanza son los hombres que considerando como negocio principal del hombre el negocio de la virtud, emplean su vida en obrar el bien y edificar a sus semejantes!
Oración:
Haznos, Señor, agradables a ti, te lo pedimos por la intercesión de San Íñigo Abad, para que por su patrocinio alcancemos lo que no podemos esperar de nuestros propios méritos. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
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