VII
TENTACIÓN... CÓMO SE VENCE?
Jesucristo, nuestro modelo. - ¿Cómo pudo Nuestro Señor permitir que el demonio le tentase? Fue sin duda por los siguientes motivos: Jesucristo quiso ser igual en todo a los hijos de los hombres, excepto en el pecado. Por eso quiso sujetarse también a las tentaciones. Estas son para nosotros una humillación, y con frecuencia son castigo o consecuencia del pecado. Jesucristo, que vino a la tierra para tomar sobre sí el castigo que nuestros pecados merecían, y para dar por ellos plena satisfacción a la justicia divina, no quiso substraerse a la humillación y al castigo. Jesucristo es también nuestro Maestro y modelo. Él nos enseña, no solo con palabras, sino también y sobre todo con su ejemplo. Al sujetarse a la tentación, su intención fue sin duda mostrarnos y enseñarnos cómo nos hemos de portar cuando el tentador se nos acerque.
Proposición. - ¿Quién está libre de tentaciones? Nadie. De gran utilidad será, por lo tanto, conocer la táctica que hemos de emplear para salir vencedores de ellas. Esta táctica se reduce a la observancia y práctica de tres cosas:
1) Vigilancia
2) Oración
3) Fuga de las ocasiones.
1) Vigilancia. “Vigilad y orad para que no caigáis en la tentación” (Marc. 14: 38), dice el Señor. Es, pues, la vigilancia la primera arma que hemos de manejar en el combate contra las tentaciones. La vigilancia ha de ser interna y externa; aquella debe extenderse a los pensamientos, a los deseos, y a todos los movimientos desordenados del corazón. El peor y más peligroso de todos nuestros enemigos reside en nosotros mismos: es la concupiscencia. La vigilancia externa debe ejercerse sobre los sentidos, que han de ser refrenados, si no queremos experimentar desagradables sorpresas. El sentido de la vista es sin disputa el que más atención reclama. David, aquel rey que según el corazón de Dios, cayó en torpe adulterio por conceder excesiva libertad a sus miradas. La curiosidad, la imprudencia y la ligereza causaron, en esta materia, infinidad de víctimas.
¡Con cuánto cuidado guardaban los Santos la modestia de los ojos! ¡Qué ejemplo tan hermoso de vigilancia en el mirar nos dio San Luis Gonzaga, que, a pesar de haber vivido largo tiempo en la corte de España, como paje de la Reina, no conocía a la soberana!
2) Oración. A la vigilancia ha de asociarse la oración, sin la cual nos faltaría el auxilio divino, en la lucha contra las tentaciones. Jesucristo, nuestro Salvador, Amigo sincero de nuestras almas, en la oración dominical que nos enseñó nos hace sentir estas palabras: “no nos dejes caer en la tentación” (Mat. 6: 13). En esta petición, la sexta del Padrenuestro, rogamos a Dios, no que aparte de nosotros las tentaciones superiores a nuestras fuerzas, sino que no nos abandone, antes bien nos asista y defienda, cuando la tentación nos asalte. Quien no reza es como una caña quebradiza, agitada por el viento, sin firmeza ni resistencia. Si el apóstol San Pedro hubiera seguido el consejo de Jesucristo, orando en vez de entregarse al sueño, habría estado ciertamente mejor preparado para el momento de la tentación, y no habría negado a su Maestro.
La oración es absolutamente necesaria en la hora de la tentación. Así como Jesucristo venció al enemigo de las almas, muriendo en la cruz, así también, si queremos vencer a nuestros enemigos, ha de ser mediante la señal de la Cruz. Es la bandera de la victoria, y el arma más eficaz contra el tentador.
3) Fuga de las ocasiones. Muchos sucumben lastimosamente, porque en vez de huir del peligro de pecar, buscan las ocasiones que fatalmente les preparan la caída.
¡Con cuánto cuidado y afán procuran los hombres el bienestar corporal! ¡Qué miedo, qué pavor, qué precauciones, cuando una epidemia levanta la temible cabeza! ¡Con qué puntualidad y escrúpulos se observan las menores prescripciones del galeno, cuando se trata de conservar o recuperar la salud!
Contrastando con este interés, a veces exagerado, se nota casi siempre una falta casi absoluta de cuidado por el alma. Con ligereza imperdonable, con imprudencia increíble la exponemos a los mayores peligros. “Quien ama el peligro, perece en él”, dice el adagio. Estando nuestra voluntad inclinada por naturaleza al mal, y prevaleciendo en nuestro corazón la ley de la concupiscencia ¿es de admirar que caigamos en graves pecados y cometamos grandes faltas, si vamos además en busca de las ocasiones peligrosas?
Quien ama el peligro y lo busca se verá abandonado de Dios, porque el Señor no malgasta su gracia en aquellos que la rechazan y desprecian. Huir de las ocasiones ha de ser, por lo tanto, nuestra resolución cotidiana.
Si por experiencia sabemos que una casa, una persona, una diversión, nos sirve de escándalo, es decir, que es para nosotros ocasión de pecar, surge entonces el deber de evitar tal ocasión. Ahí tienen aplicación literal las palabras en nuestro Señor: “Si tu ojo derecho es para ti una ocasión de pecar, sácale y arrójale fuera de ti; pues mejor te está el perder uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. Y si es tu mano derecha la que te sirve de escándalo, córtala y tirala lejos de ti; pues mejor te está que perezca uno de tus miembros, que no el que vaya todo tu cuerpo al infierno” (Mat 5: 29-30). Doloroso puede ser el sacrificio de apartarse de una persona, de una casa, de una diversión; pero ¿qué remedio habrá si no arrancar aquel ojo y cortar aquella mano, si de no hacerlo estamos en peligro de perder nuestra alma? Es menester que evitemos las ocasiones de pecar, si deseamos que Dios nos ayude con su gracia en la lucha contra las tentaciones.
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La vigilancia, la oración y la fuga de las ocasiones son, pues, las armas poderosas que debemos manejar contra el ejército de las tentaciones. Grande es la lucha, duro es el combate; pero no nos desanimemos. “El vencedor -dice la Sagrada Escritura- será revestido y adornado de blancas vestiduras; su nombre estará escrito en el libro de la vida y Yo pregonaré su nombre en presencia de mi Padre y de mis Ángeles” (Apoc. 3: 5).
BERTETTI
Tomado del libro “Salió el sembrador” del padre Juan B. Lehmann de la Congregación del Verbo Divino, edición 1944.
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