Por el padre Emmanuel André (escrito entre los años 1885- 1886)
X. EL ADVENIMIENTO DEL JUEZ SUPREMO
I
Es superfluo intentar precisar la hora en que tendrá lugar el segundo advenimiento de Nuestro Señor. Se trata de un secreto impenetrable para toda criatura. “Lo que toca a aquel día y hora, nadie lo sabe, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino el Padre solo” (Mt. 24 36).
Sin embargo este momento supremo, que pondrá término a este mundo de pecado, será precedido de señales portentosas, que fijarán la atención no sólo de los creyentes, sino también de los mismos impíos.
Ante todo tendrá lugar, como lo hemos demostrado, la persecución del Anticristo, la aparición de Henoc y de Elías. Cuando San Pablo nos dice que Jesucristo destruirá al impío con el soplo de su boca, y lo aniquilará por el esplendor de su advenimiento, parece incluso que el castigo del Anticristo coincidirá con el advenimiento del Juez supremo. Sin embargo, no es éste el sentimiento general de los intérpretes. Se puede explicar el texto de San Pablo diciendo que la destrucción del impío no se consumará sino en el día del juicio final, aunque su muerte haya ocurrido algún tiempo antes. Por otra parte, los Evangelios insinúan con bastante claridad que habrá un cierto lapso de tiempo, aunque bastante corto, entre el castigo del monstruo y la consumación de todas las cosas.
En efecto, ¿qué dice Nuestro Señor? Comienza por describir una tribulación tal, cual no la hubo jamás desde el comienzo del mundo; es la persecución del Anticristo. Luego añade :
“Luego, después de la tribulación de aquellos días, el sol se entenebrecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las fuerzas de los cielos se tambalearán. Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo, y se herirán entonces los pechos todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con grande poderío y majestad” (Mt. 24 29-30).
Estos son los signos que precederán inmediatamente el advenimiento de Jesucristo como Juez. Pero ¿cómo conciliar, con todos estos preludios formidables, el carácter repentino e imprevisto que, según otros textos del Evangelio, revestirá este advenimiento? Un poco más lejos, en efecto, Nuestro Señor nos representa a los hombres de los últimos días del mundo enteramente semejantes a los contemporáneos de Noé, que el Diluvio sorprende comiendo y bebiendo, casándose ellos y casándolas a ellas (Mt. 24 36-40). Santo Tomás responde a esta objeción diciendo que todos los trastornos precursores del fin del mundo pueden ser considerados como haciendo cuerpo con el juicio mismo, semejantes a esos crujidos siniestros que no se distinguen del hundimiento que les sigue. Antes de todos estos presagios terribles, los hombres podrán burlarse de las advertencias de la Iglesia.
Pero cuando oigan crujir la máquina del mundo, palidecerán; y como dice San Lucas, perderán el sentido por el terror y la ansiedad de lo que va a sobrevenir al mundo (Lc. 21 26).
El mismo Santo Tomás da una viva luz sobre los tiempos que transcurrirán entre la muerte del Anticristo y la venida de Jesucristo, cuando dice : “Antes de que empiecen a aparecer las señales del juicio, los impíos se creerán en paz y en seguridad, a saber, después de la muerte del Anticristo, porque no verán acabarse el mundo, como lo habían estimado antes” (Suppl. q. 73, art. 1, ad 1). Ayudándonos de este pequeño texto, podemos formar las hipótesis más plausibles sobre los últimos tiempos del mundo; y nuestros lectores no dejarán de interesarse, aunque no las reciban sino a título de simples conjeturas.
II
Hemos dicho, y mantenemos como incontestable, que la muerte del Anticristo será seguida de un triunfo sin igual de la santa Iglesia de Jesucristo. Las alegrías proféticas de Tobías que recupera la vista al mismo tiempo que a su hijo, el gozo embriagador de los Judíos a la caída de Amán y de sus satélites, los arrebatos de los habitantes de Betulia, liberados por Judit del cerco de hierro que los estrechaba; la purificación del templo por los Macabeos, vencedores del impío Antíoco; finalmente y sobre todo, la calma y el triunfo apacible de Job restablecido por Dios en todos sus bienes, viendo acudir a sus pies a sus amigos y a sus familiares arrepentidos, reuniéndolos a todos en un banquete religioso: todas estas imágenes expresan de manera insuficiente el estado de la santa Iglesia que abre su corazón y sus brazos maternos tanto a sus enemigos como a sus hijos, tanto a los Judíos convertidos como a los herejes reconciliados, tanto a los descendientes de Cam como a los hijos de Sem y de Jafet; en una palabra, realizando la gran unidad comprada al precio de la sangre de un Dios: ¡un solo rebaño y un solo Pastor!
Seguramente, e incluso en este período de triunfo, habrá todavía impíos; pero permítasenos pensar que se esconderán, y que desaparecerán en la inmensidad del gozo publico.
Estos hermosos días no durarán, desgraciadamente, sino el tiempo necesario para olvidar los solemnes acontecimientos que los habrán hecho nacer. Poco a poco se verá cómo a la tibieza sucede el fervor; y este paso insensible se hará tanto más rápido, cuanto que la Iglesia no tendrá, por decirlo así, enemigos que combatir.
He aquí cómo un autor estimado, el padre Arminjon, describe el estado en que caerá entonces el mundo:
“La caída del mundo, dice, tendrá lugar instantáneamente y de improviso: ‘veniet dies Domini sicut fur’ (II Petr. 3 10). Será en una época en que el género humano, sumergido en el sueño de la más profunda incuria, estará a mil leguas de pensar en el castigo y en la justicia. La divina misericordia habrá agotado todos sus medios de acción. El Anticristo habrá aparecido. Los hombres dispersados en todas partes habrán sido llamados al conocimiento de la verdad. La Iglesia católica, una última vez, se habrá difundido en la plenitud de su vida y de su fecundidad. Pero todos estos favores señalados y sobreabundantes, todos estos prodigios, se borrarán de nuevo del corazón y de la memoria de los hombres. La humanidad, por un abuso criminal de las gracias, habrá vuelto a su vómito. Volcando todas sus aspiraciones hacia la tierra, se habrá apartado de Dios, hasta el punto de no ver ya el cielo, y de no acordarse más de sus justos juicios (Dan. 13 9). La fe se habrá apagado en todos los corazones. Toda carne habrá corrompido su camino. La divina Providencia juzgará que ya no habrá remedio alguno.
Será, dice Jesucristo, como en los tiempos de Noé. Los hombres vivían entonces despreocupados, hacían plantaciones, construían casas suntuosas, se burlaban alegremente del bueno de Noé, que se entregaba al oficio de carpintero y trabajaba noche y día por construir su arca. Se decían: ¡Qué loco, qué visionario! Eso duró hasta el día en que sobrevino el diluvio, y se tragó toda la tierra: ‘venit diluvium et perdidit omnes’ (Lc. 17 27).
Así, la catástrofe final se producirá cuando el mundo se creerá en la seguridad más completa; la civilización se encontrará en su apogeo, el dinero abundará en los comercios, jamás los fondos públicos habrán conocido un alza tan grande. Habrá fiestas nacionales, grandes exposiciones; la humanidad, rebosando de una prosperidad material inaudita, dirá como el avaro del Evangelio: ‘Alma mía, tienes bienes para largos años, bebe, come, diviértete…’ Pero de repente , en medio de la noche, ‘in media nocte’ -porque en las tinieblas, y en esa hora fatídica de la medianoche en que el Salvador apareció una primera vez en sus anonadamientos, volverá a aparecer en su gloria-, los hombres, despertándose sobresaltados, escucharán un gran estrépito y un gran clamor, y se dejará oír una voz que dirá: Dios está aquí, salid a su encuentro, 'exite obviam ei'” (Mt. 25 6)».
Y el autor añade que los hombres no tendrán tiempo de arrepentirse. En este punto disentimos de él. La gran catástrofe, en efecto, será precedida de signos aterradores cuyo conjunto formará un supremo llamado de la divina misericordia. ¡Muy ciego y endurecido será quien resista a él!
El sol se oscurecerá, como agotado por una pérdida de luz. La luna no recibirá ya una irradiación lo suficientemente viva como para brillar ella misma. El cielo se enrollará como un libro, invadido por una oscuridad espesa. Las fuerzas del cielo se tambalearán; pues las leyes de los movimientos de los cuerpos celestiales parecerán suspendidas. Habrá una profunda turbación en el mar, un gran estrépito de olas levantadas, y la tierra se verá sacudida de movimientos insólitos; y los hombres no sabrán dónde refugiarse para huir de los elementos desencadenados. Finalmente la tierra se abrirá, y lanzará globos de llamas que producirán un incendio general, mientras que en los aires aparecerá una cruz esplendorosa que anunciará la venida del sumo Juez.
¿Cuánto tiempo durarán estas señales? Nadie lo sabe. Lo que la Escritura nos dice, es que los hombres se secarán de espanto. Sucederá con ellos lo que sucedió con los contemporáneos de Noé. Mientras éste proseguía la construcción del arca, todo el mundo se burlaba de él; pero cuando el Diluvio comenzó a invadirlo todo, todo el mundo tembló, y muchos hombres, según el testimonio de San Pedro, se convirtieron. Del mismo modo, nos está permitido esperar que al acercarse el juicio, una buena parte de los hombres, viendo cómo los cielos se velan y sintiendo fallar la tierra bajo sus pies, harán un acto de contrición suprema y volverán a entrar en gracia con Dios.
Por lo que mira a los justos, levantarán la cabeza con confianza; y la cruz que resplandecerá los llenará de alegría.
La carrera mortal de la Iglesia habrá concluido. El mundo esperará, para acabar, a que Ella haya recogido al último de sus elegidos.
Continúa...
Tomado del libro “El Drama del Fin de los Tiempos”
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