Por Monseñor Carlo Maria Viganò
En su afán por adaptarse a las demandas de la época, los defensores de la revolución conciliar y sinodal se han vuelto irrelevantes y superfluos. En el ámbito civil nos dicen que la globalización requiere sacrificios y que debemos renunciar a nuestra soberanía, empobrecernos, comer insectos, ser controlados en todos nuestros movimientos y sufrir reemplazo étnico. En el ámbito eclesiástico repiten el mismo mantra: la nueva religión conciliar y sinodal exige renunciar a la exclusividad del Evangelio para “reposicionarnos bajo la bandera del pluralismo”, es decir, apostatar de la Fe y abandonar el combate cristiano, el apostolado, la predicación y la defensa de los principios católicos.
Tanto el Estado profundo como la Iglesia profunda muestran que son el origen de la ruina inminente y exigen que nos rindamos al enemigo sin resistencia. Los partidarios de la disolución, al igual que sus cómplices globalistas, contemplan los escombros de sesenta años de apostasía como si la ruina que los rodea no tuviera nada que ver con su acción subversiva. Pero si las mentiras de los subversivos que socavan el orden social y religioso no sorprenden, la contradicción de quienes deploran los efectos de la revolución actual, pero se niegan a identificar a sus responsables es cada vez más evidente.
Con una mirada miope denuncian los horrores cotidianos de la Jerarquía y de los gobernantes civiles, pero no dudan en atacar a quienes, ante la cobarde fuga de la autoridad, intentan resistir lo mejor que pueden. Esta actitud esquizofrénica -hay que reconocerlo- es peor que la acción del enemigo declarado, es fuego amigo, es una puñalada por la espalda.
“Nadie puede servir a dos señores: porque o amará al uno y aborrecerá al otro, o preferirá al primero y despreciará al segundo. No se puede servir a Dios y a las riquezas” (Mt. 6:24).
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