Cumplidos los cuarenta días (del nacimiento de Cristo) y llegado el día de la purificación de la madre, según la ley de Moisés, José y María llevaron el niño a Jerusalén para presentarle al Señor: Todo varón que nazca primogénito será consagrado al Señor, y para ofrecer un par de tórtolas o dos palominos.
Vivía a la sazón en Jerusalén un hombre justo y temeroso de Dios, llamado Simeón, el cual esperaba de día en día la consolación de Israel y la venida del Mesías prometido. Y el Espíritu Santo estaba en él con gracia de profecía, y le había revelado que no había de morir antes de ver entrar al templo el niño Jesús con sus padres José y María, para cumplir lo prescrito por la ley, Simeón tomó al niño con grande gozo en sus brazos, diciendo:
- Ahora, Señor, deja a tu siervo en paz, según la promesa de tu palabra porque ya han visto mis ojos al Salvador que has enviado para que, manifiesto a la vista de todos los pueblos, sea la lumbre de las Naciones y la gloria de tu pueblo Israel.
Escuchaban admirados y gozosos José y María las cosas que decía del niño, y Simeón bendijo a entrambos, y dijo a la madre:
- Mira que este niño está destinado para caída y para levantamiento de muchos en Israel y para señalar a la que se hará contradicción, lo cual será para ti una espada que atravesará tu alma, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones.
Hallábase asimismo en Jerusalén una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel de la tribu de Asser, la cual ya era de edad muy avanzada. Habíase casado en su juventud y vivido con su marido siete años; pero después se había conservado en su viudez hasta los ochenta y cuatro años, no saliendo del templo y sirviendo en él a Dios día y noche con ayunos y oraciones.
Ésta, pues, llegándose en aquella hora, prorrumpió en alabanzas de Dios y en hablar maravillas de aquel Niño a todos los que esperaban la Redención de Israel. (S. Luc. II).
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