jueves, 14 de diciembre de 2023

LA SUSTITUCIÓN DEL CRISTIANISMO

La Navidad ha desaparecido; el nombre mismo ya no resuena más.

Por Monseñor Héctor Agüer


El Adviento carece, en la mayor parte de los fieles, de la misma intensidad espiritual de la Cuaresma. No tiene proyección alguna sobre la cultura. Esto es lo que yo observo en este lejano Sur, en el orden cultural, bien distante de los centros en los cuales floreció otrora la cultura cristiana. Pero no se puede negar que, en América, en las colonias, el Cristianismo se implantó en “un envase” que lo tornaba presente en las costumbres del pueblo, y en la incipiente organización de los Estados.

Quiero decir que la difusión de la Fe iba proyectándose en la vida social; se plasmaba una cultura cristiana. “Envase” he escrito; de Europa recibimos la predicación misionera, y una Tradición que era un eco de la larguísima y fecunda historia de la cultura cristiana. Podríamos preguntarnos qué resta hoy día de todo eso.

Este esbozo de reflexión surge de una experiencia de la inexistente presencia del Adviento en los medios masivos de comunicación, y en las redes sociales. A la altura de la segunda semana de ese tiempo litúrgico, antes de la mitad de diciembre, ya aparecen las consabidas ofertas que aprovechan el espectro de la Navidad para incitar al consumo en el período final del año, hasta el primer día del siguiente. En este Hemisferio Sur hace calor; así se insinúa el verano, que incluye las largas vacaciones. Pero, para nosotros, éstas se anticipan en el período que, en general, se conoce como “las Fiestas”. La invitación al consumo asume, en las publicidades comerciales –e invariablemente- la expresión “¡Llegan las Fiestas!”, a lo que se añade: “¡Celebremos!”.

La Navidad ha desaparecido; el nombre mismo ya no resuena más. Los símbolos que ahora se imponen son el arbolito, y Papá Noel. 


El árbol, cargado de adornos, y a cuyo pie se colocan los regalos, es una figura auténtica y tradicional en los países del norte de Europa. Su presencia se refiere al Nacimiento de la Vida (eso es, realmente, la Navidad). “Yo soy la Vida” (Jn 14, 6 -kai hē zōē-) ha dicho el Señor. 

Papá Noel es Santa Klaus, es San Nicolás. También este símbolo procede de las regiones árticas, donde diciembre trae consigo la nieve. De allí que al personaje robusto vestido de rojo solía presentárselo en un trineo, tirado por renos. En nuestro verano es la desubicación misma, y de San Nicolás no queda rastro alguno. Lo que ha desaparecido casi totalmente es la representación del Pesebre, del Belén.

En los países latinos éste era el símbolo por excelencia de la Navidad; se decía en plural, “los Belenes”. Me permito filtrar un recuerdo: hace cinco años, caminando por el centro de Nápoles, me llamó la atención que en todos los negocios se ofrecía un Belén, más bien pequeño, y eran iguales todos. Aquí también, en Argentina, el Pesebre era bastante común, incluso alguno de gran porte en sitios públicos.

En mi infancia, una tía y yo nos encargábamos de armar uno imponente en casa, con altas montañas. La gruta con el Niño, María, y José era el foco central. La costumbre indicaba que al Niño se lo ponía en su sitio la Nochebuena. “Nochebuena”, otro nombre que ha desaparecido. Es terrible: “Las Fiestas” la han devorado.

La reseña que he presentado muestra cabalmente la sustitución del Cristianismo. El efecto del cambio cultural se ha naturalizado, de tal modo que ni siquiera queda la nostalgia de los viejos; los jóvenes ignoran la Tradición cristiana, que se reflejaba en aquellas figuras. Todo eso ha desaparecido como un sueño que las nuevas generaciones no han vivido. Lo que he referido es lo que muestran la televisión, otros medios, y las redes, como lo único que existe. 

El Nombre Dulcísimo de Jesús también es algo del pasado. Podemos pensar que la Iglesia se ha recogido en el ámbito, que ya no tiene nada de recoleto, de los templos. La cultura, es decir, la vida común de los hombres, es una realidad ajena. Nuestro episcopado vive en la estratósfera; quizá el recuerdo de la Navidad le inspire una exhortación a la paz, una paz que no inquiete al mundo y para que la gente que la oiga no significa nada.

La sustitución del Cristianismo desafía al ámbito de la evangelización. Adornar esta realidad llamándola “Nueva” no altera el vacío que la cultura poscristiana impone a la Iglesia. Hay que comenzar todo de nuevo, como si nos halláramos en el siglo primero.



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