Por Richard Spinello
En su historia magistral The Decline and Fall of the Roman Empire (La decadencia y caída del Imperio Romano), Edward Gibbon identificó la pérdida de la virtud cívica como el “veneno secreto” que socavó este imperio mundial en expansión y condujo inevitablemente a su desaparición. La Iglesia Católica no está a punto de desintegrarse del mismo modo que el Imperio Romano, pero su unidad, basada en el infalible magisterio papal, parece estar deshaciéndose, y sus doctrinas eternas ya no están a salvo de una revisión radical.
Probablemente podemos aislar varios venenos de este tipo en la Iglesia que socavan el depósito de la fe, pero hay uno que es particularmente insidioso. Se trata de una desviación de lo que los teólogos liberales consideran una “moral sexofóbica”, y explica documentos profanos como Fiducia Supplicans. Como todo el mundo sabe ya, esta declaración del Dicasterio de la Doctrina de la Fe sanciona la bendición de parejas del mismo sexo y de otras relaciones irregulares, siempre que esas bendiciones no sean litúrgicas y no den “la impresión de matrimonio”.
Fiducia Supplicans se deriva directamente de los principios y premisas articulados en la exhortación apostólica Amoris Laetitia. Siguiendo el camino decadente de la teología moral de la década de 1970, Amoris Laetitia malinterpreta los mandatos autorizados de Dios como “reglas” que expresan “ideales” a los que todos deberíamos aspirar. Ignora el hecho de que algunos de estos mandamientos, como la prohibición divina del adulterio, no admiten excepciones. Por el contrario, estas normas están sujetas a excepciones, excusas y circunstancias atenuantes.
Dada nuestra debilidad y disposición a la fragilidad noética y moral, no es posible para todos seguir estas reglas, especialmente las que se refieren a la moral sexual. Según Amoris Laetitia, algunos católicos “no están en condiciones de cumplir plenamente las exigencias objetivas de la ley” (295). Bergoglio procede a explicar que quienes se encuentran en situaciones irregulares, como los católicos divorciados y vueltos a casar sin anulación, no viven necesariamente en estado de pecado mortal, aunque no ignoren la norma correspondiente. “Un sujeto puede conocer la regla, y sin embargo... encontrarse en una situación concreta que no le permite actuar de otro modo y decidir lo contrario” (301).
Amoris Laetitia sugiere claramente que la concepción tradicional de la Iglesia del matrimonio indisoluble y monógamo, anclada en las palabras del propio Jesús, es uno de esos elevados ideales. Se refiere al “ideal del matrimonio, marcado por el compromiso de exclusividad y estabilidad” (34). Aunque este “ideal” no puede negarse, es necesaria una mayor flexibilidad para lograr el equilibrio psicológico de quienes no pueden estar a la altura de sus exigencias. La Iglesia debe empezar a modificar y limitar sus anticuadas ideas sobre la sexualidad, aunque lo haga de formas esencialmente contradictorias.
Así, Amoris Laetitia presenta a los fieles una actitud revisada sobre el pecado (y en particular sobre el pecado sexual) que suaviza la necesidad urgente de conversión y arrepentimiento. El pecado se concibe no tanto como una ofensa a Dios, sino como una insuficiencia en las aspiraciones. Algunos católicos no pueden cumplir los mandamientos de Dios y se enfrentan a la perspectiva de vivir alejados de ideales como el matrimonio indisoluble o la castidad. De esta nueva teología se deduce que las parejas del mismo sexo merecen la bendición de la Iglesia, ya que su única falta es no estar a la altura de unos ideales morales que a menudo resultan demasiado gravosos.
Al responder a la dubia de cinco cardenales presentada justo antes del Sínodo sobre la Sinodalidad, Bergoglio escribió que, si bien la relación sexual de estas parejas del mismo sexo puede no ser moralmente aceptable desde un punto de vista objetivo, “la caridad pastoral exige que no tratemos simplemente como 'pecadores' a otras personas cuya culpa o responsabilidad puede estar atenuada por diversos factores...” (énfasis añadido).
Además, según Amoris Laetitia, “un pastor no puede sentir que basta con aplicar leyes morales a quienes viven en situaciones 'irregulares' como si fueran piedras que tirar a la gente” (305). En lugar de arrojar esas piedras como los fariseos del Evangelio de Juan, se imparte una bendición, reconociendo los elementos positivos de la relación: “todo lo que es verdadero, bueno y humanamente válido en sus vidas” (Fiducia Supplicans, 31). Esos elementos positivos sugieren al menos una vivencia imperfecta del ideal, y una bendición expresa la esperanza de que esta pareja se esfuerce por crecer en plena fidelidad al Evangelio. Sin embargo, la única manera de lograr realmente esa fidelidad es la continencia o la disolución de esta relación gravemente pecaminosa. La dolorosa realidad de que estas parejas están involucradas en actividades inmorales, en sodomía o adulterio, es ignorada y oscurecida por una enmarañada red de eufemismos.
Encontramos este mismo razonamiento altamente cuestionable en las respuestas a la reciente dubia presentada por el Cardenal Duka sobre la recepción de la Confesión y la Eucaristía para aquellos católicos divorciados que han entrado en una segunda unión civil. Dicha dubia pretendía aclarar la ambigüedad de Amoris Laetitia sobre esta cuestión. Esta declaración afirma que, tras un período de discernimiento, los católicos divorciados pueden recibir la absolución sacramental y la Sagrada Eucaristía aunque no vivan castamente en la segunda relación.
Para Juan Pablo II y Benedicto XVI, estos sacramentos sólo eran posibles para las parejas que llevaban una vida casta. Pero según la dubia, redactada por el “cardenal” Fernández, “Francisco mantiene la propuesta de la continencia plena para los divorciados vueltos a casar en nueva unión, pero admite que puede haber dificultades para practicarla y, por lo tanto, permite en ciertos casos, tras un adecuado discernimiento, la administración del sacramento de la Reconciliación [y de la Sagrada Eucaristía] aunque no se sea fiel a la continencia propuesta por la Iglesia”. Así pues, las parejas católicas en segundas nupcias no tienen que cesar las relaciones sexuales si llegan a la conclusión de que tal acción no es posible.
Por supuesto, hay muchas deficiencias graves en el razonamiento teológico de Amoris Laetitia. La suposición de que cumplir los mandamientos de Dios es imposible para algunos es completamente incongruente con la Escritura y la Tradición. Jesús nos dice que “todo lo que pidáis en la oración, creed que lo habéis recibido, y os será dado” (Marcos 11:24). También podemos consolarnos con la instrucción de Jesús a San Pablo: “Te basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Corintios 12:9).
La doctrina heterodoxa de Amoris Laetitia también contradice la clara enseñanza de Trento: “Dios no manda lo imposible; pero al mandar te advierte tanto que hagas lo que puedas como que reces por lo que no puedas, y te ayuda para que puedas hacerlo”. La gracia de Dios, por lo tanto, permite a todo cristiano evitar el pecado grave. También se pasa por alto en Amoris Laetitia la larga e inquebrantable tradición de la Iglesia de prohibir absolutamente los pecados de la carne, incluidos el adulterio, la fornicación y la actividad homosexual, de la que han dado testimonio muchos mártires, desde santas como Águeda e Inés hasta santa María Goretti.
Juan Pablo II no fue ajeno a los argumentos resucitados por Bergoglio y los abordó de manera bastante explícita en Veritatis Splendor:
Sería un error gravísimo concluir... que la norma enseñada por la Iglesia es en sí misma un “ideal” que ha de ser luego adaptado, proporcionado, graduado a las —se dice— posibilidades concretas del hombre: según un “equilibrio de los varios bienes en cuestión”. Pero, ¿cuáles son las “posibilidades concretas del hombre”? ¿Y de qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia, o del redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de la redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que él nos ha dado la posibilidad de realizar toda la verdad de nuestro ser; ha liberado nuestra libertad del dominio de la concupiscencia (103).A diferencia del Bergoglio, Juan Pablo II creía, como siempre ha creído la Iglesia, que la persona redimida, a pesar de su debilidad, es muy capaz de vivir las exigencias del Evangelio y alcanzar “toda la verdad de su ser”. Esa verdad significa que las relaciones sexuales ordenadas a la procreación son el privilegio exclusivo de un hombre y una mujer casados que “ya no son dos, sino uno solo” (Mateo 19:5).
Los aliados de Bergoglio, como el arzobispo Paglia, se han referido a Amoris Laetitia como “un cambio de paradigma”, y esta exuberante afirmación no es sólo una hipérbole. Como tal, no sólo abre la puerta a sacrilegios como la bendición de las relaciones entre personas del mismo sexo. En palabras del filósofo italiano Augusto Del Noce, también inaugura una transición del “cristianismo ascético” a un cristianismo más “secularizado”. Esto último conducirá lentamente a una inversión completa de la enseñanza católica sobre la sexualidad que se afirma tan claramente en el Evangelio. Como señala Del Noce, esta nueva actitud permisiva borra del horizonte las “virtudes pasivas y mortificantes” como la castidad y la pureza. Estas virtudes privadas se consideran ahora “represivas”, aunque las autoridades eclesiásticas no se atrevan a admitirlo explícitamente.
Dada la deteriorada teología propuesta por el Bergoglio en Amoris Laetitia, no sorprende que no se reúna con grupos como Courage, que llaman a los homosexuales activos a vivir una vida de castidad. Prefiere, en cambio, apoyar el trabajo de Dignity y New Ways Ministry, que no exigen tanto a sus seguidores. Bergoglio también ha hablado varias veces de nuestra excesiva preocupación por los “pecados por debajo de la cintura”. En una entrevista con los jesuitas portugueses durante la Jornada Mundial de la Juventud, Bergoglio lamentó que la Iglesia siga mirando con “lupa” los llamados “pecados de la carne”, mientras que otros males -como la explotación de los trabajadores, la mentira y el engaño- se minimizan. La implicación es que las virtudes políticas deberían tener prioridad sobre las privadas.
Pero, ¿tiene razón Bergoglio en su aparente rechazo del cristianismo ascético y el ostracismo de virtudes como la castidad y la pureza? Y ¿estaba tan equivocado el magisterio de la Iglesia hasta Bergoglio en preservar y promover esas virtudes como parte integral de la Fe y de nuestra salvación?
Crisis Magazine
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