lunes, 6 de noviembre de 2023

MONSEÑOR AGUER: ENFOQUES DE LA RADIOGRAFÍA ECLESIAL

Una diócesis con un buen clero, donde la Liturgia es bien cuidada, si se la exhibe, corre el riesgo de alguna forma de cancelación, que comienza cuando se fijan en ella y perciben “el aroma de la Tradición”.

Por Monseñor Héctor Aguer


Sacerdotes cancelados

No me ocuparé ahora de lo que ocurre en el ámbito internacional, sino de un fenómeno cada vez más frecuente en la Argentina, en diversas diócesis. 

“Cancelado” equivale a desplazado hacia la inexistencia en el número oficial de los presbíteros que integran el clero de una Iglesia particular. Se les priva de los medios para ejercer el ministerio y se los desautoriza ante los fieles. Son acusados de “tradicionalistas”, aun cuando no se mueven en función de una ideología. Ideológico es más bien el principio de la cancelación, a saber, un progresismo elemental y desvergonzado. Desgraciadamente, los autores son obispos. Tengo que pensar que no saben lo que hacen, el daño injusto que provocan, lo cual no los justifica como inocentes. Los canceladores son dramáticamente responsables de tal atentado contra la caridad, ellos que se llenan la boca hablando del “amor”. El número de sacerdotes cancelados ha crecido últimamente, y esta realidad exhibe un costado misterioso, porque es el misterio de la Iglesia el afectado, es la sustancia de la caridad la que sufre un menoscabo.

El remedio comienza a arbitrarse cuando se reconoce el hecho, que se desliza sin que el periodismo se ocupe del mismo, ni siquiera para desprestigiar a la Iglesia. 

Con esta breve mención del problema quiero alentar, una vez más, una posible y necesaria solución. Por otra parte, los sacerdotes “cancelados” –es inevitable que reconozcan su situación- tienen la providencial oportunidad de unirse a la Pasión del Señor y de no abrigar sentimientos de odio, sino fortalecerse en la esperanza y atender discretamente a los fieles que se les acerquen. 

“No hay mal que por bien no venga”, reza el refrán popular. Otro dicho: “No hay mal que dure cien años”. Al denunciar el fenómeno estoy contribuyendo a que se lo conozca públicamente; y pueda remediarse una situación causada por ese progresismo delicuescente que se extiende para daño de la Iglesia y para agravio del orden sacerdotal.

En este escrito quiero destacar un hecho que registra la radiografía eclesial si ésta ilumina la realidad de la Iglesia. El hecho es un contraste, o mejor el resultado de un contraste: se trata del “éxito” de una comunidad parroquial (análogamente podría eventualmente decirse de una diócesis) en la que se vive la Tradición. Escribo “éxito” entre comillas porque la palabra tiene un matiz de predominio mundano. Simplemente, allí se vive la realidad de la vida cristiana, tantas veces hoy día caída en la banalidad. 

El párroco y otros sacerdotes que allí sirven, predican sin tapujos la verdad; no la ideologizan, sino que la verdad se expresa con normalidad, como debería ser toda predicación. Se ofrece ampliamente a los fieles la posibilidad de confesarse, y en la confesión se aplican los criterios de la moral católica, sin compromisos con las líneas relativistas que se difunden con ubicuidad. La liturgia se destaca del conjunto difundido universalmente para daño del misterio litúrgico; se caracteriza por la exactitud, la solemnidad y la belleza. Los cantos proceden del acopio tradicional que se ha formado con los años, aunque también se incluyen piezas compuestas recientemente. Es música verdadera, no “guitarrismo” elemental… Los grupos juveniles, con muchos miembros, difunden en los nuevos componentes que se incorporan la auténtica vida espiritual y el talante misionero. Las prácticas de piedad se caracterizan por la seriedad, sin amaneramientos inconducentes al crecimiento personal y comunitario en la fe. En suma, son parroquias de hoy como siempre debieron ser, digamos –aunque parezca extraño el calificativo- normales, es decir tan católicas cuanto actualísimas. La Tradición es una realidad vivida, no declamada, es lo de siempre en cuanto que lo de siempre es actual, no una pieza de museo. No se trata entonces de tradicionalismo (en cuanto que el ismo significa una exageración por abuso y manoseo).


Silenti opere (con el trabajo silencioso)

La expresión procede de la oración poscomunión de la Misa 8 del Misal Mariano. Se podría pensar que ese trabajo silencioso ha sido la ocupación de la Santísima Virgen y de San José, que obraron siempre en el silencio de Dios. Porque Dios es Sigé, es decir, silencio.

Para referir la expresión a la vida eclesial, y a la radiografía actual de la Iglesia, se la podría traducir como “es mejor que no se den cuenta”. Esta cautela libra de la exhibición –o del exhibicionismo- en la cual se oculta el orgullo, el pensamiento de que “somos mejores”. Además, rescata anticipadamente el cuerpo de alguna forma posible de cancelación. Este pensamiento es propio del realismo y del conocimiento de la vida de la Iglesia en el ámbito universal y nacional. Las figuras de María y de José son bien adecuadas; ellos pasaron inadvertidos para el mundo y el judaísmo de su tiempo. Siempre es peligrosa la exhibición, puede caer en el “run – run” del periodismo. Somos como somos para Dios, y únicamente para Él.

Anteriormente he dicho entre paréntesis que la descripción de una parroquia “exitosa” puede valer análogamente para una diócesis. En este caso el silenti opere y su traducción “es mejor que no se den cuenta” tienen asumida la pertenencia del obispo a la Conferencia Episcopal. En mi artículo “La Iglesia y el Episcopado” me he referido a esta organización que oprime a cada obispo y lo somete a proyectos y programas que se pretenden comunes a todos. Una diócesis con un buen clero, donde se predica la verdad católica, donde la Liturgia es bien cuidada y la atención de los fieles, con sus organismos de apostolado laico, es la adecuada, si se la exhibe corre el riesgo de alguna forma de cancelación, que comienza cuando se fijan en ella y perciben “el aroma de la Tradición”. Las Conferencias Episcopales suelen ser los organismos de la unificación progresista, y no toleran fácilmente que un obispo haga uso de su libertad como sucesor de los apóstoles y depositario de una autoridad originaria.


El Rosario de hombres

El pasado 7 de octubre se realizó en Buenos Aires la cuarta edición de el Rosario rezado por varones en Plaza de Mayo, frente a la Iglesia Catedral. En todo acto masivo es difícil acertar con el número de participantes; existe una tendencia espontánea a aumentarlo. Esta vez serían unos 300 (prefiero “quedarme corto”). Simultáneamente un rezo similar se realizaba en varios países. La fecha tenía un significado de profundo simbolismo: se cumplían ese día 452 años de la Batalla de Lepanto, triunfo de la armada cristiana sobre la otomana, que amenazaba la fe y la libertad de Europa. Las armas que combatían bajo la Cruz estaban al mando de Don Juan de Austria, hermano del Emperador Carlos V. El Papa San Pío V había encomendado la circunstancia a la Virgen Santísima y exhortó a invocarla rezando el Rosario; Ella sería Nuestra Señora de la Victoria, patrona de la Cruzada. Porque de una Cruzada se trataba, otro episodio de la resistencia cristiana al avance arrollador de la Media Luna.

En Plaza de Mayo se notaba la devoción sincera y ardiente de los participantes: yo he sido testigo. Aunque resulte curioso interpretar el episodio en términos culturales y sociológicos, hay que decir que fue una realización singular del fenómeno que se reconoce aplicando la “perspectiva de género”, esta vez reivindicando la identidad masculina. La cultura contemporánea, configurada por un feminismo extremo, repudia la condición viril y descarta la figura paterna; no reconoce en ella la proyección de la paternidad de Dios, según la lógica de la Encarnación. Además, solía calumniar a la actitud religiosa presentándola como una ocupación mujeril. La verdad es que el varón expresa orando su naturaleza viril como don y vocación de la Creación original, tal como Dios ha hecho las cosas; Él miró su obra y ésta había resultado muy buena. Así se lee en el Libro del Génesis (Gén 1, 12. 18. 25. 31).

El 7 de octubre se rezó especialmente por el pueblo argentino, y por la conversión de sus dirigentes. Al concluir el Rosario se rodeó la Plaza pasando frente a la Casa Rosada, sede del gobierno nacional. No hace falta destacar el simbolismo de este gesto; encomendamos a la misericordia de Dios la penosa situación que vive la Argentina, con un 41 por ciento de pobreza y una indigencia de nivel nunca antes sufrido.


Querellas litúrgicas

Las diferencias sobre los temas litúrgicos se insinuaron durante las sesiones del Concilio Vaticano II, pero adquirieron la dimensión de enfrentamiento en el período posconciliar. El primer documento aprobado por la gran asamblea conciliar fue la Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la Sagrada Liturgia. Este texto expresaba un grado razonable de renovación, pero fue luego calificado de “conservador”; tal juicio es sin duda exagerado, pero sugiere notar que la Constitución Conciliar contiene una severa advertencia, que cito ad sensum: “Que nadie, aunque sea sacerdote, cambie, añada o quite algo por su propia autoridad en la Liturgia”. El verdadero problema, y las consiguientes querellas, se verificó en 1969 con la promulgación por Pablo VI de la “nueva misa”, es decir, la reforma del Rito Romano del Santo Sacrificio, obra del Consilium ad exequendam Constitutionem de Sacra Liturgia, presidido por Mons. Annibale Bugnini. Este prelado, universalmente reputado como masón, fue el responsable del cambio del Misal publicado en 1962 por Juan XXIII, por la “nueva misa”, de Pablo VI. El calificativo de “nueva” se justifica plenamente: es una creación de un rito que difiere en casi todo del consagrado por una Tradición de muchos siglos y que, desde San Pío V, en el siglo XVI, se había conservado invariable. Las críticas apuntaron a lo esencial, la ambigüedad de un texto en el cual se “evaporaba” la noción de sacrificio.

La querella contra esta creación fue planteada como principal protagonista por el arzobispo Marcel Lefebvre, un eclesiástico ejemplar y consagrado misionero. La querella se desencadenó por la obligatoriedad del nuevo rito y la persecución de los disconformes. Abrevio el curso de los hechos para indicar que Lefebvre creó el Instituto San Pío X, sobre el que recayó la sanción romana, la cual llevó a un involuntario cisma. Asombra la pertinacia de Pablo VI en imponer como absoluta la obligatoriedad de adaptar el nuevo Misal de 1969. Poco a poco fue percibiéndose con claridad que otro debió haber sido el camino. La posición de Mons. Lefebvre fue ampliamente compartida durante más de veinte años; se creó una insólita división que dañaba la unión de disciplina que en la Iglesia es expresión de la caridad. Fue Juan Pablo II quien comenzó a poner en práctica una conducta de comprensión y consiguiente tolerancia en muchos casos. Su sucesor, Benedicto XVI, puso remedio a la insoportable situación al permitir ampliamente el uso del Misal publicado por Juan XXIII, en 1962. Esta posición quedó consagrada por el motu proprio Summorum Pontificum, el 12 de septiembre de 2007, recibido con alivio y gozo por el Cuerpo de los fieles, salvo los sectores progresistas.

Lamentablemente, esta situación de paz fue alterada por el actual Sumo Pontífice, quien en el motu proprio Traditiones custodes, publicado el 16 de julio de 2021 puso enorme dificultad a la anteriormente amplia posibilidad de valerse del Misal de 1962. Ahora quedaba a la discreción de los obispos diocesanos el conceder permiso para celebrar según el rito secular que Benedicto XVI autorizó, afirmando que la antigua Misa nunca fue abolida. El papa Ratzinger devolvió la paz a la Iglesia, perturbada por las querellas litúrgicas. Esta última observación permite mensurar el daño infligido por el motu proprio 
Traditiones custodes; los obispos no son siempre custodios de la Tradición, sino que muchos la ignoran o la combaten.

La radiografía eclesial revela, sin duda, numerosos problemas que podrían ser enfocados y de los cuales me ocuparé –con la permisión benevolente del Señor- en otras entregas; no deseo alargar la presente.

+ Héctor Aguer

Arzobispo Emérito de La Plata


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