Por Bruno M.
Participante invitado: El P. Robert Longshanks es un antiguo anglocatólico que cruzó el Tíber hace cincuenta años. Conocido (a sus espaldas) por sus compañeros sacerdotes como Father “Battleaxe” Bob, se comenta que su propio obispo le tiene algo de miedo desde que le dijo que “el problema de Inglaterra ha sido siempre que sus obispos no están dispuestos a morir mártires”.
Actualmente ejerce la cura de almas en una pequeña parroquia de Sussex.
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Aunque para ciertas señoras bienintencionadas el colmo de la piedad sea poner los ojos en blanco y asegurar que “Don Fulano es un santazo” o “el P. Mengano es como un ángel”, lo cierto es que los curas somos tan pecadores como los demás.
Quizá se note menos porque, como me decía un parroquiano, “es más difícil encontrar a un cura confesándose que a un murciélago blanco”. Así es, tristemente. Nostra culpa, nostra culpa, nostra maxima culpa. Ver a un sacerdote esperando con paciencia para confesarse en la misma cola que sus parroquianos valdría, sin duda, por tres o cuatro sermones de campanillas y ayudaría a disipar la imagen distorsionada del clero que a veces tienen los fieles.
En cualquier caso y se note o no, curas muy santos hay pocos. Tampoco hay muchos que sean grandes pecadores. La mayoría somos del montón, pecadores ma non troppo, simples aficionados en eso del pecado, y pecamos a menudo pero con pecados poco graves. Veamos, por ejemplo, los pecados contra el octavo mandamiento. Los sacerdotes, desgraciadamente, también mentimos a veces. Estamos muy lejos del gran San Juan Enrique, que enseñaba que era preferible que el sol y la luna cayeran del cielo que decir una sola falsedad intencionadamente. Siendo hijos de Adán (y, ejem, de Eva), decimos mentiras, embustes, engaños y patrañas, mentirijillas y mentirigordas, algunas mentirilistas y muchas mentiritontas.
¿Qué son las mentirilistas? Las mentiras que se dicen con astucia y habilidad para que no se noten, de modo que el que las escucha crea que son verdades. Mentirilistas se dicen pocas, porque hace falta pensar para decirlas y mantenerlas y eso, como todo el mundo sabe, cuesta trabajo.
Mentiritontas, en cambio, son las mentiras que, por falta de habilidad al idearlas, se pueden detectar inmediatamente como tales y con las cuales solo se consigue quedar fatal. Son más numerosas que los croissants en Francia. Como me dijo mi padre en cierta memorable ocasión en que intenté insinuar que mis malas notas se debían a una supuesta afición del profesor a la bebida, “hijo mío, además de mentiroso eres tonto”. Tras los saludables azotes de rigor, que son los que hicieron que la ocasión fuera memorable, me explicó que el profesor en cuestión era abstemio y un conocido defensor de las leyes contra la venta de alcohol.
Un claro ejemplo de mentiritontas clericales son las rutinarias afirmaciones de preocupación por la escasez de vocaciones sacerdotales. Es muy frecuente que sacerdotes, obispos y cardenales se quejen lastimeramente de que no hay vocaciones y faltan sacerdotes. En general, se trata de una mentiritonta. No me interpreten mal: es cierto que faltan sacerdotes. Lo que no es cierto es la parte de la preocupación de muchos de los clérigos que se quejan de ello.
Les propongo una sencilla regla del nueve para saber si esa preocupación es sincera o no en un caso concreto. Si un sacerdote manifiesta su preocupación por la falta vocaciones sacerdotales, pero no tiene monaguillos en su parroquia, está mintiendo. Lo mismo se puede decir de un obispo en cuya diócesis hay parroquias sin monaguillos o, peor aún, parroquias con monaguillas. No hace falta nada más para saber que se está engañando a sí mismo e intenta engañarnos a nosotros.
Los monaguillos han sido históricamente una gran fuente de vocaciones sacerdotales, quizá la mayor y, desde luego, la más sencilla de fomentar, porque está en manos de cualquier parroquia. Yo mismo, si me perdonan que me ponga como ejemplo, sentí los primeros deseos de ser sacerdote cuando hacía de monaguillo para el P. Aloysius, de bendita memoria, y podrían decir lo mismo otros muchísimos sacerdotes diocesanos. ¿Qué sentido tiene, entonces, quejarse de que no hay vocaciones al tiempo que se desprecia en la práctica la fuente más inmediata y a su alcance de esas vocaciones? Es, en palabras del bardo de Stratford, “por mi alma, una mentira, una malvada mentira”. En este caso, una mentiritonta y de las peores y más burdas.
Para ser justos, podemos hacer una excepción en el caso de los párrocos de aldeas perdidas y abandonadas por la gente joven, en las que ya no queden niños, pero no hay otras excepciones. Si hay niños, debe haber monaguillos. La finalidad principal, por supuesto, es ofrecer culto a Dios con la solemnidad que merece, pero se da la feliz coincidencia de que hay pocas herramientas mejores para suscitar en los muchachos el amor a la Liturgia, a la Iglesia y al sacerdocio.
Cuando un sacerdote de verdad está preocupado por la falta de vocaciones, lo primero que hace (después de rezar) es procurar por todos los medios que haya monaguillos en sus Misas. Cuantos más mejor, desde que son pequeños y abarcando todas las edades hasta los veinte años por lo menos. Y hará lo posible por tener monaguillos con sotanas y roquetes, con velas y campanas y normas y jerarquías, con instrucción para aprender a manejar el fascinante incensario o los misteriosos nombres de manutergios y humerales, con retiros periódicos para avivar el amor a nuestro Señor y, no hay ni que decirlo, con merendolas frecuentes y dicharacheras. Cueste lo que cueste y por mucho que puedan distraer los niños al celebrar (y a menudo lo hacen, Dios los bendiga). No hay mejor preparación para acoger la vocación al sacerdocio.
Obras son amores y no buenas razones o, como dicen algo bruscamente nuestros primos del otro lado del Atlántico, menos hablar y más trabajar. Si queremos vocaciones sembrémoslas y, por el amor de Dios, dejémonos de esas mentiritontas tan poco varoniles y tan poco inglesas.
Espada de Doble Filo
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