jueves, 28 de septiembre de 2023

EL REINADO Y LA RUINA DEL PAPA

El culto papal que siguió creciendo desde el Concilio Vaticano I y alcanzó su cenit con Juan Pablo II se ha venido abajo con Francisco.

Por Michael Brendan Dougherty


Francisco cerró su verano elogiando a los imperios mongol y ruso por su “tolerancia y humanidad, antes de criticar a los católicos estadounidenses por su atraso y estrechez de miras. No, has leído bien la primera vez. Elogió a la horda de Genghis Khan y al imperialismo de los zares rusos por su “tolerancia”, y luego pasó a criticar a los católicos estadounidenses por un pecado inventado por él, llamado “indietrismo”, que significa retrógrados. Esto lo dice un hombre que ocupa un cargo cuyos ocupantes solían jurar derramar sangre si eso era lo que significaba mantener “inviolada la disciplina y el ritual de la Iglesia tal y como la encontré y recibí transmitida por mis predecesores”.

Ahora, de vuelta en Roma, Bergoglio está volviendo a uno de sus pasatiempos favoritos: rehabilitar a una peste sexual bien documentada porque tiene los “amigos” progresistas adecuados en la curia. Esta vez se trata del “padre” Rupnik, jesuita y artista claramente terrible. Rupnik abusó en serie de un grupo de monjas. La investigación del Vaticano sobre Rupnik y su centro religioso terminó con un informe -no es broma- en el que se elogiaba a sus cohermanos porque, a pesar del revuelo mediático, “optaron por guardar silencio” y “guardar sus corazones y no pretender ninguna irreprochabilidad con la que erigirse en jueces de los demás”. En otras palabras, un buen trabajo manteniendo la omertà y no juzgando tanto al delincuente sexual que hay entre vosotros.

Todo esto es una preparación para el publicitado “sínodo sobre la sinodalidad”, que es literalmente una conferencia de obispos dilatando sobre la autoridad de las conferencias de obispos. El objetivo del sínodo, claramente, es que un gran grupo de obispos debatan entre sí sobre el material de estudio que han guiado a un pequeño número de católicos laicos en sus diócesis, y si este montón de papeles da suficiente cobertura para que Bergoglio empiece a tirar por la borda ciertas enseñanzas morales y dogmáticas de la Iglesia en favor de “nuevas interpretaciones”. Es un ejercicio realmente extraño, destinado a oscurecer el papel del Papa en el cambio de la fe. Básicamente, va a pedir a un grupo de obispos que redacten un documento mostrando que la Iglesia en general ha llegado a “una nueva comprensión de sí misma”.

Es difícil desentrañar hasta qué punto esto ya es un fracaso. La sola idea de un “sínodo sobre la sinodalidad” es como tener una “reunión sobre reuniones”. Ese incómodo sonido gutural y el siseo que se escucha desde Roma es la serpiente eclesial ahogándose en su propia cola. Los constantes comentarios de Bergoglio sobre el “atraso” y las condenas de la “ideología” son su intento de superar la idea de que la Fe Católica tiene una verdadera sustancia intelectual que ha sido definida, clarificada y destilada a través de los tiempos. Este proceso por el que las primeras afirmaciones bíblicas y litúrgicas sobre la divinidad de Jesucristo, la naturaleza del Espíritu Santo y Dios padre se expresan -a lo largo de los siglos- en nuevos términos como “la Santísima Trinidad” es lo que San Juan Enrique Newman llamó el “desarrollo de la doctrina”. Newman tenía reglas para distinguir entre “desarrollo” verdadero y falso, que se remontan hasta San Vicente de Lérins. “Un verdadero desarrollo es el que es conservador de su original”, escribió Newman, “y una corrupción es la que tiende a su destrucción”. Se aplica la ley de no contradicción.

Pero Bergoglio no opera así. Ya ha pretendido “desarrollar” la Doctrina para convertir en pecado la idea de la pena de muerte, formalmente reconocida como moralmente permisible por la Iglesia. Lo hizo afirmando que “una nueva comprensión de la dignidad humana había surgido en la historia”. Y esta nueva comprensión, combinada con una serie de observaciones y opiniones sociales mal definidas de que las prisiones eran ahora suficientes para proteger al público de los criminales, hacía que la pena de muerte fuera “moralmente inadmisible”.

Hay varias cosas sorprendentes en esto. En primer lugar, estas afirmaciones no interactuaban con el vasto corpus de reflexión moral y teológica sobre este tema en la historia de la Iglesia, ni siquiera pretendían hacerlo. En segundo lugar, estas afirmaciones sociales estaban abiertas a serios desafíos. ¿Realmente habían mejorado tanto las prisiones en todo el mundo en tan sólo unas décadas? ¿No era evidente que algunos criminales como el Chapo Guzmán eran capaces de dirigir empresas criminales asesinas incluso estando encarcelados? Pero lo más asombroso de todo era que “la nueva enseñanza” no tenía justificación religiosa alguna en las Sagradas Escrituras, los concilios ecuménicos, los Doctores de la Iglesia, los fieles cristianos o el Magisterio. A lo largo de la historia, la Iglesia se entendió a sí misma como guardiana e intérprete de la Revelación Divina, aquellos misterios que Dios reveló mediante una acción especial en la historia. Pero en esta revisión de su Doctrina Moral, la Iglesia afirmaba y esperaba demostrar su competencia para extraer conclusiones morales radicales directamente de su propia lectura de las condiciones sociales actuales de la humanidad, al margen de la Revelación.

En el siglo XIX, cuando la Iglesia Católica respondía a la era de las revoluciones afirmando la infalibilidad de su autoridad docente y el peculiar carisma de infalibilidad del Papa, a algunos críticos les preocupaba que la autoridad papal empezara a parecer una baratija especial que los ocupantes del cargo pudieran utilizar para “innovar”. Newman fue enfático al afirmar que la infalibilidad papal estaba íntimamente ligada a la infalibilidad de la Iglesia en su conjunto, y que el poder era en gran medida negativo, creado con el propósito de condenar el error. Ciertamente no para ser pioneros de “nuevas verdades”.

Pero está bastante claro en estos días que los mayores fans de Bergoglio quieren que use la autoridad papal para condenar a los tradicionalistas morales, sociales y litúrgicos, e incluso para revisar o reformar significativamente la enseñanza de la Iglesia sobre las cuestiones asociadas con los tradicionalistas morales y sociales: la prohibición de la Iglesia sobre la anticoncepción artificial, su reserva del Santo Matrimonio a hombres y mujeres, su reserva de las Órdenes Sagradas a los hombres. El actual jefe de la Congregación para la Doctrina de la Fe -la oficina que antiguamente se utilizaba para ayudar a los papas a velar por la ortodoxia- habla ahora atrevidamente de la “doctrina del santo padre” como si los entusiasmos morales personales del “papa Francisco” fueran vinculantes para todos los cristianos. Incluso a veces hablan del deber cristiano hacia “el Magisterio actual” de la iglesia, en lugar del “perenne”.

Pero tengo que advertirles que el esfuerzo es contraproducente. Una iglesia de hoy que pretende liberarnos de la Iglesia de ayer es una iglesia que confiesa su irrelevancia. Al fin y al cabo, implica la existencia de una “iglesia del futuro”, que bien puede ser cualquier cosa. Desde los tiempos de los Apóstoles, el papado se ha encargado de la preservación y la conservación, no de la innovación. Por eso sus ocupantes solían hacer juramentos tan escalofriantes prometiendo fidelidad a lo que se les entregaba. El intento de utilizarlo para otros fines sólo dañará el cargo. De hecho, eso es precisamente todo lo que ha conseguido el “papa Francisco”. El culto papal que siguió creciendo desde el Concilio Vaticano I y alcanzó su cenit con Juan Pablo II se ha venido abajo. Y aún le queda mucho por caer.





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