Por Leonardo Lugaresi
No lo creo. Entre Cristo y sus discípulos existe una amistad, de hecho la más grande que se pueda concebir, porque da la vida por ellos y porque no les deja en la oscuridad, sino que les hace plenamente conscientes de la voluntad del Padre, pero es una amistad radicalmente asimétrica. Jesús nunca está al mismo nivel que los apóstoles. No “busca la Verdad con ellos”, porque la Verdad es Él; no “aprende de ellos”, como al menos a veces puede sucederle a un maestro humano, sino que enseña siempre y sólo como Maestro Divino. La forma del movimiento al que da vida con su predicación, por lo tanto, no es nunca la de una “asamblea” en la que cada uno da su opinión y luego un presidente -o más bien un “coordinador”, como es de buena educación decir hoy-, después de escuchar a todos, hace la síntesis (llevando el agua a su propio molino, es decir, haciendo prevalecer aquellas ideas y propuestas que le gustan y que ya había decidido en su corazón: así funciona la lógica del asamblearismo, desde tiempos inmemoriales; y así, es de temer, funciona la de la “sinodalidad” actual). En cambio, la forma del movimiento de Jesús es la de una escuela en la que Uno enseña y los demás intentan laboriosamente comprender las lecciones; y cuando intentan intervenir, la mayoría de las veces se equivocan y son reprendidos.
Esto me parece un hecho, al que ciertamente no se puede objetar citando el episodio de Mc 8,27-33 y paralelos (Mt 16,13-23 y Lc 9,18-22), en el que el Maestro pregunta: “vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. En realidad, no se trata en absoluto de una encuesta, sino de un examen; y cuando Pedro, inesperadamente, acierta la respuesta correcta (“Tú eres el Cristo”), Jesús lo declara “bienaventurado”, pero precisamente porque la respuesta no es suya, sino que le ha sido sugerida: “ni carne ni sangre te lo han revelado, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17).
Cumplidos y alabanzas -si no me falla la memoria-, Jesús nunca hace ninguno a sus discípulos, ni a nadie más (con un par de excepciones que mencionaré enseguida). Si esa respuesta le valió a Pedro el puesto de futuro jefe del colegio apostólico y la función de fundamento de la iglesia (Mt 16,18-19: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del reino de los cielos, y todo lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”) es precisamente porque no es obra suya.
Sobre este telón de fondo destaca, con irónico contraste y profundo significado teológico, que los dos únicos personajes -si no recuerdo mal- a los que Jesús rinde públicamente homenaje y los únicos por los que, en cierto sentido, “se deja ganar”, son dos paganos, dos que no pertenecen al pueblo elegido, dos que están fuera de la Alianza: en definitiva, dos nadies desde el punto de vista teológicamente correcto judío. Uno es el centurión de Cafarnaún, aquel cuyo siervo está enfermo, y a quien Jesús dice que irá a visitarlo a su casa (Mt 8,7) y él responde que no es digno y que ni siquiera hace falta: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo, sólo di la palabra y mi siervo sanará. Porque también yo, que soy subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a uno: 'Ve, y va'; y a otro: 'Ven, y viene'; y a mi siervo: 'Haz esto, y lo hace'” (Mt 8, 8-9). Frente a él, Jesús se queda boquiabierto (ἐθαύμασεν dice el texto, ¡y hace falta mucho para dejar con la boca abierta a quien tenía el conocimiento del hombre que tenía!) y sale con ese elogio estratosférico que todos conocemos ('En verdad os digo que con nadie he encontrado en Israel una fe tan grande') y se comporta exactamente como el otro le pidió, no como él había decidido: 'Ve y que se haga según tu fe'.
El segundo caso es precisamente el de la mujer cananea del evangelio (Mt 15,21-28 y paralelo Mc 7,24-30). Señalemos que quienes hoy tienden, aspiran o pretenden ser mejores que Jesús, leen ese episodio como la documentación de un camino de conversión que incluso Cristo debe recorrer, superando las cerrazones mentales y los prejuicios heredados del entorno, para abrirse a la misericordia. Nosotros, en cambio, que consideramos normativa la forma del hecho cristiano encarnada por Jesús, pensamos que hay una gran e irónica lección en el hecho de que los únicos personajes de todo el evangelio a los que el Hijo de Dios elige “escuchar”, dándoles la razón, y los únicos a los que rinde públicamente un elogio tan exigente como el que hemos mencionado, son dos que no pertenecen al pueblo. O sea, dos que en el sínodo -en cualquier sínodo- nunca podrían asistir y, en todo caso, no tendrían derecho a voto.
El hecho es que, en ambos casos, Jesús no 'les da la razón', sino a su fe en Él. No hay “base”, no hay “pueblo”, no hay “periferia existencial”, no hay “humanidad abandonada” o “lejana” que sea portadora de una verdad de la que incluso Cristo debe aprender.
Sobre este telón de fondo destaca, con irónico contraste y profundo significado teológico, que los dos únicos personajes -si no recuerdo mal- a los que Jesús rinde públicamente homenaje y los únicos por los que, en cierto sentido, “se deja ganar”, son dos paganos, dos que no pertenecen al pueblo elegido, dos que están fuera de la Alianza: en definitiva, dos nadies desde el punto de vista teológicamente correcto judío. Uno es el centurión de Cafarnaún, aquel cuyo siervo está enfermo, y a quien Jesús dice que irá a visitarlo a su casa (Mt 8,7) y él responde que no es digno y que ni siquiera hace falta: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo, sólo di la palabra y mi siervo sanará. Porque también yo, que soy subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a uno: 'Ve, y va'; y a otro: 'Ven, y viene'; y a mi siervo: 'Haz esto, y lo hace'” (Mt 8, 8-9). Frente a él, Jesús se queda boquiabierto (ἐθαύμασεν dice el texto, ¡y hace falta mucho para dejar con la boca abierta a quien tenía el conocimiento del hombre que tenía!) y sale con ese elogio estratosférico que todos conocemos ('En verdad os digo que con nadie he encontrado en Israel una fe tan grande') y se comporta exactamente como el otro le pidió, no como él había decidido: 'Ve y que se haga según tu fe'.
El segundo caso es precisamente el de la mujer cananea del evangelio (Mt 15,21-28 y paralelo Mc 7,24-30). Señalemos que quienes hoy tienden, aspiran o pretenden ser mejores que Jesús, leen ese episodio como la documentación de un camino de conversión que incluso Cristo debe recorrer, superando las cerrazones mentales y los prejuicios heredados del entorno, para abrirse a la misericordia. Nosotros, en cambio, que consideramos normativa la forma del hecho cristiano encarnada por Jesús, pensamos que hay una gran e irónica lección en el hecho de que los únicos personajes de todo el evangelio a los que el Hijo de Dios elige “escuchar”, dándoles la razón, y los únicos a los que rinde públicamente un elogio tan exigente como el que hemos mencionado, son dos que no pertenecen al pueblo. O sea, dos que en el sínodo -en cualquier sínodo- nunca podrían asistir y, en todo caso, no tendrían derecho a voto.
El hecho es que, en ambos casos, Jesús no 'les da la razón', sino a su fe en Él. No hay “base”, no hay “pueblo”, no hay “periferia existencial”, no hay “humanidad abandonada” o “lejana” que sea portadora de una verdad de la que incluso Cristo debe aprender.
Existe la fe, la fe desnuda y pura que puede trascender las fronteras de la pertenencia, pero que sólo es tal en la medida en que es fe en Él. La misma fe que inspiró la respuesta de Pedro. Cuando Pedro (como todos los demás) se propone en cambio mirar dentro de sí mismo, hurgar en su propio saco y extraer su propia harina, es rechazado por Jesús con una dureza sin precedentes: “¡Quítate de en medio, Satanás! Porque no piensas según Dios, sino según los hombres” (Mc 8,33).
Sentarse en círculo, mirarse a la cara, escarbar en nuestro interior para expresar nuestros deseos, intercambiar nuestros pensamientos y discutir nuestras propuestas pueden ser actividades respetables, quizá incluso útiles en algunos casos, pero Jesús nos pide esencialmente otra cosa: volver la mirada y mantenerla fija en Él, escuchar su palabra y creer. El sentido cristiano de la palabra “sínodo”, por lo tanto, no puede ser “reunirnos entre nosotros para hablar de nosotros”, ni siquiera “reunirnos entre nosotros para hablar de Cristo”, sino “caminar juntos hacia Cristo”.
Vanitas ludus omnis
Sentarse en círculo, mirarse a la cara, escarbar en nuestro interior para expresar nuestros deseos, intercambiar nuestros pensamientos y discutir nuestras propuestas pueden ser actividades respetables, quizá incluso útiles en algunos casos, pero Jesús nos pide esencialmente otra cosa: volver la mirada y mantenerla fija en Él, escuchar su palabra y creer. El sentido cristiano de la palabra “sínodo”, por lo tanto, no puede ser “reunirnos entre nosotros para hablar de nosotros”, ni siquiera “reunirnos entre nosotros para hablar de Cristo”, sino “caminar juntos hacia Cristo”.
Vanitas ludus omnis
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Usted puede opinar pero siempre haciéndolo con respeto, de lo contrario el comentario será eliminado.