Son el don callado del Espíritu, los que nos enseñan donde están la perla preciosa y el tesoro escondido, los que predican a tiempo y a destiempo, los que buscan a las ovejas perdidas, enviados por el único Pastor.
Este verano vino a visitarnos un amigo sacerdote, simplemente para estar un rato con nosotros y comprobar cómo estábamos. Pasamos un rato agradable en el jardín, merendando mientras charlábamos de mil y una cosas, desde acontecimientos familiares hasta el estado de la Iglesia.
Mientras le escuchaba hablar, me quedé pensando en lo asombrosos que son los buenos curas. No me refiero a las cualidades humanas, porque unos las tienen y otros no, como todo el mundo, sino a su cualidad sobrenatural de ser milagros andantes. Con su sola presencia, transforman el mundo a su alrededor. Y me refiero a los curas normales, los que simplemente hacen lo que deben hacer: esos son los curas buenos.
Los buenos curas de parroquia tienen el carisma de la santidad cotidiana, de la familiaridad con las cosas santas, que no llama la atención pero es la columna vertebral de la Iglesia. Sin que hablen, sin que resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón. Al igual que Abraham, por donde pasan van dejando la bendición de Dios, como lo más normal del mundo. Al llegar a una casa, como mandó Cristo a sus discípulos, llevan con ellos la paz del cielo con sus palabras y su presencia. Qué hermosos sobre los montes son los pies del mensajero que trae la paz.
En ellos, por la gracia, se cumplen las palabras del Señor: el que cree en mí, hará las obras que yo hago y aún mayores. Cristo repartió los panes y los peces entre cuatro mil y después entre cinco mil hombres, pero ellos, en su nombre, reparten el Pan vivo del cielo durante años, día a día, a innumerables fieles. Cristo resucitó a Lázaro, al hijo de la viuda y a la hija de Jairo, pero ¿quién sabe a cuántos pecadores salva un sacerdote de la muerte eterna en el confesionario? En Caná, Jesús transformó el agua en vino, pero ellos convierten el vino en la Sangre preciosa del Cordero degollado, que nos libra de la muerte y del pecado. Nuestro Señor ofreció su sacrificio de una vez para siempre en el Calvario y ellos lo hacen presente y lo ofrecen al Padre una y otra vez entre nosotros, para la salvación del mundo.
Como Samuel, viven humildemente junto a la Presencia y son los guardianes del Santo de los santos. Al igual que Moisés en Refidín, alzan los brazos en oración permanente, rezando la liturgia de las horas día y noche, para que su pueblo salga triunfante en las luchas. Como San Juan Bautista, han sido llamados a disminuir para que Él crezca, hasta que quien los vea, esté viendo al mismo Cristo, al que permanecen unidos con un vínculo eterno. De sus manos nacemos para la vida eterna, cuando nos casamos son para nosotros testigos del amor de Cristo por su Iglesia, que no se puede romper, y en la enfermedad y en la muerte nos acompañan en nombre del divino Médico.
Son el don callado del Espíritu, los que nos enseñan donde están la perla preciosa y el tesoro escondido, los que predican a tiempo y a destiempo, los viñadores que acudieron a primera hora a cuidar de la viña, pero aguantando sin quejarse el calor del día y la jornada para que los demás recibiesen su misma recompensa. Son maestros que nos hablan del único Maestro y pastores que buscan a las ovejas perdidas, enviados por el único Pastor.
No nos los merecemos. ¡Qué gran regalo nos hace Dios con ellos!
Espada de Doble Filo
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