El Padre Demaris fue Profesor de Teología, Misionero de San José, en Lyon, Francia (1801)
Prefacio del editor:
Durante la Revolución Francesa, muchos obispos y sacerdotes fueron martirizados por su fe, al igual que muchos laicos destacados. Las propiedades de la iglesia fueron incautadas por el gobierno masónico. Eso dejó a la gente sin sus sacerdotes y sin un lugar para ir a Misa y recibir los sacramentos. Fue durante ese período que el Padre Demaris escribió la siguiente carta a los católicos preocupados de su época. En el momento actual (año 2023), la Iglesia se encuentra en una situación EXACTAMENTE paralela a la época del Padre Demaris. Si él estuviera escribiendo esta carta hoy, con toda probabilidad escribiría exactamente las mismas palabras. Por lo tanto, la carta del padre Demaris se presenta a continuación en su totalidad. Léala con un ojo en la historia y un ojo en el presente. Que os traiga coraje y consuelo.
Carta del padre Demaris a los católicos que han sido privados de un sacerdote
Queridos hijos:
1. En medio de las vicisitudes humanas y de los estragos de la conmoción del sentimiento, expresáis vuestros temores a vuestro Padre y le pedís una norma de conducta. Voy a mostrárosla y a tratar de infundir en vuestras almas el consuelo que necesitáis.
2. Jesucristo, el Modelo de los cristianos, nos enseña con su conducta lo que debemos hacer en la dolorosa situación en que nos encontramos, y San Lucas nos dice (Cap. 13,31) que unos fariseos, acercándose a Nuestro Señor, le dijeron: “Vete de aquí, que Herodes te quiere hacer matar”. Él respondió: “Id a decirle a ese zorro que todavía tengo que expulsar demonios y dar la salud a los enfermos, hoy y mañana y al tercer día mi vida estará acabada. De todos modos, debo seguir hoy y mañana y pasado y un profeta sólo debe morir en Jerusalén”.
3. Estáis asustados, hijos míos, por lo que veis: todo lo que oís es aterrador, pero consolaos con que es la voluntad de Dios que se cumple. Vuestros días están contados. Su Providencia vela por nosotros.
4. Apreciad a esos hombres que os parecen salvajes. Son los medios que el Cielo utiliza en sus planes, y como un mar tempestuoso, no pasarán la línea prescrita contra las olas contrarias y amenazadoras. La tempestuosa turbulencia de la revolución que golpea a diestra y siniestra, y los sonidos que os alarman son las amenazas de Herodes. Que no os disuadan de las buenas obras, ni cambien vuestra confianza, ni marchiten la lluvia de virtudes que os atan a Jesucristo. Él es vuestro modelo, Las amenazas de Herodes no cambian el curso de su destino.
5. Sé que os pueden privar de vuestra libertad, que incluso pueden intentar mataros. Yo os diría lo que San Pedro dijo a los primeros fieles: Lo que agrada a Dios es que, con el fin de agradarle, soportemos todos los dolores y sufrimientos que se nos dan injustamente. ¿Qué gloria tendríais si por vuestros pecados soportarais malos tratos? Pero si haciendo el bien, sufrís con paciencia, eso es agradable a Dios. Porque para esto habéis sido llamados, ya que Jesucristo padeció por nosotros, dejándoos el ejemplo a seguir... Él, que no había cometido pecado alguno; Cuya boca ningún agravio había pronunciado: Cuando le echaron maldiciones, no las devolvió; cuando le maltrataron, no profirió amenazas, sino que se entregó en manos de quien le juzgaba injustamente... (1 Pedro 2: 19-23).
6. Los discípulos de Jesucristo en su fidelidad a Dios son fieles a su patria y llenos de sumisión y respeto a toda autoridad - adorando la voluntad de Dios, no deben huir cobardemente de la persecución. Cuando uno ama la Cruz, no tiene miedo de besarla y hasta gozar de la muerte. Es necesario para nuestra unión íntima con Jesucristo. Puede ocurrir en cualquier instante pero no siempre es tan meritorio o glorioso. Si Dios no os llama a ello, seréis como aquellos ilustres confesores de los que decía San Cipriano, que sin morir por el verdugo, han ganado los méritos del martirio, porque estaban preparados para él.
7. La conducta de San Pablo mencionada en los Hechos de los Apóstoles, nos dice cómo uno debe modelarse en Jesucristo. “Yendo a Jerusalén, supo en Cesarea que allí sería perseguido. Los fieles le suplicaron que no fuera, pero él se creyó llamado a ser crucificado con Jesucristo si tal era Su voluntad. Su única respuesta para ellos fue: “Dejen de ablandar mi corazón con sus lágrimas. Os digo que estoy dispuesto a sufrir en Jerusalén, no sólo la cárcel, sino hasta la muerte por Jesucristo”.
8. Tales deben ser, hijos míos, vuestras disposiciones. El escudo de la fe debe armaros, la esperanza sosteneros y la caridad guiaros en todo. Si, en todo y siempre debemos ser sencillos como las palomas y prudentes como las serpientes. Os recordaré aquí una máxima de San Cipriano que en estos tiempos debe ser la regla de vuestra fe y de vuestra piedad: “No busquéis demasiado”, decía este ilustre mártir, “la ocasión de un combate, pero tampoco la esquivéis”. Esperemos la orden de Dios, y esperemos sólo su misericordia. Si Dios nos pide una confesión humilde más que una protesta feroz, entonces la humildad es nuestra mayor fuerza.
9. Este dicho nos invita a meditar sobre la fuerza, la paciencia y la alegría con que sufrieron los santos. Mirad lo que decía San Pablo, y os convenceréis de que cuando uno está animado por la fe, las aflicciones sólo nos afligen por fuera y no son más que instrumento de batalla que corona la victoria. Esta verdad consoladora sólo puede ser apreciada por los justos, y no os sorprendáis si en vuestro propio tiempo, veis como San Cipriano vio en el suyo - que la mayoría de los fieles sucumbieron.
10. Amar a Dios y temerle sólo a Él, tal es la suerte de un pequeño número de los elegidos. Es este amor y este miedo lo que hace mártires al separar a los fieles del mundo y unirlos a Dios y a su santa ley. Para sostener este amor y este miedo, en vuestros corazones, velad y orad. Aumentad vuestras buenas obras y unid a ellas el acto edificante del que nos han dado ejemplo los primeros fieles. Mezclaos con los seguidores de la fe, y glorificad entonces al Señor como hacían los primeros cristianos que rememoramos en el capítulo cuarto de los Hechos de los Apóstoles.
11. Esta práctica será mucho más saludable, puesto que estáis privados de los ministros del Señor que alimentaban vuestras almas con el pan de la palabra. Lloráis por estos hombres preciosos para vuestra piedad. Aprecio toda vuestra pérdida. Vosotros os sentís solos, ¿pero esta soledad no podría seros saludable a los ojos de la fe? Es por la fe que los fieles se unen para sondear esta verdad, encontramos que la ausencia del cuerpo no rompe esta unidad, ya que no rompe los lazos de la fe, sino que la aumenta privándola de todo sentimiento.
12. Si estabais unidos por esos lazos a los ministros del Señor que lamentáis, consolaos; su ausencia purifica y aviva el amor que os unía. La fe nos da ojos tan penetrantes que podemos verlos dondequiera que estén, cuando están en los confines de la tierra y cuando la muerte los ha separado del mundo. Nada está lejos en la fe. Sondea las profundidades de la tierra como las alturas de los cielos. La fe está más allá de los sentidos, y su imperio más allá del poder de los hombres. ¿Quién puede impedirnos amar a quien deseamos? ¿Quién puede robarnos la memoria? ¿Quién puede impedirnos presentar a Dios a quienes amamos, y pedirle el pan nuestro de cada día, mediante oraciones en unión con aquellos a quienes amamos? No basta, hijos míos, consolaros por la ausencia de los ministros del Señor y secar las lágrimas que derramáis por sus cadenas. Esta pérdida os priva de los sacramentos y del consuelo espiritual; vuestra piedad emprende el vuelo; se ve sola. Sin embargo, a través de vuestra desolación, no olvidéis nunca que Dios es vuestro Padre, y si permite que os privéis de la dispensación de los misterios, eso no significa que os cierre los medios de sus gracias y misericordias. Voy a ofreceros como la única fuente a la que podéis acudir para purificaros. Leed lo que escribo con la misma intención que yo tengo al escribiros. No busquéis más que la verdad, y nuestra salvación es la abnegación, en nuestro amor a Dios y una sumisión a su santa voluntad.
Sacramentos
13. Conocéis la eficacia de los sacramentos; sabéis de la obligación que os es impuesta de recurrir al sacramento de la Penitencia para limpiaros de vuestros pecados. Pero para aprovechar estos canales de misericordia, se requieren ministros del Señor. En nuestra posición sin culto, sin altar, sin sacrificio, sin sacerdotes, solo vemos el Cielo y ya no tenemos mediadores entre los hombres. ¡Que este abandono no nos desanime! Ponemos nuestra fe en Jesucristo nuestro Mediador Inmortal. Él lee nuestros corazones. Él comprende nuestros deseos. Él coronará nuestra fidelidad. Estamos ante los ojos de Su misericordia omnipotente. El enfermo de ochenta y ocho años, de quien se dice que Él curó, no consiguió que alguien lo metiera en la bañera, sino que saliera de su lecho y caminara. Si los acontecimientos de la vida cambian la posición de los fieles, los acontecimientos cambian nuestras obligaciones. Antes éramos los siervos que recibían cinco talentos, teníamos el ejercicio pacífico de nuestra religión. Hoy sólo tenemos un talento: nuestro corazón. Hagámoslo fructificar y nuestra recompensa será igual a la de cinco. Dios es justo. No nos pide lo imposible. Respetuoso de las leyes Divinas y Eclesiásticas que nos recuerdan el sacramento de la Penitencia, debo deciros, que en estas circunstancias, estas leyes no obligan. Escuchad lo que os digo. Es esencial para vuestro aprendizaje y un consuelo que conozcáis estas circunstancias, para que no aceptéis vuestra propia mente por la de Dios. Las circunstancias en que estas leyes no obligan, son aquellas en que la Voluntad de Dios se manifiesta para obtener Nuestra salvación sin intermediación del hombre. Dios no necesita a nadie más que a Él mismo para salvarnos cuando así lo desea. Él es la fuente de la vida, y da a todos los medios ordinarios que ha dispuesto para efectuar nuestra salvación por medios extraordinarios que Su misericordia nos dispensa según nuestras necesidades. Es un Padre amoroso que por medios inefables ayuda a sus hijos, cuando creyéndose abandonados, le buscan y anhelan. Si en el curso de nuestra vida hubiéramos descuidado en lo más mínimo los medios que Dios y su Iglesia nos han proporcionado para nuestra santificación, habríamos sido hijos ingratos, pero si creyéramos que en las circunstancias extraordinarias no podríamos prescindir de medios aún mayores, estaríamos olvidando e insultando a la Sabiduría divina que nos pone a prueba, y que, al desear que nos privemos de ella, nos compensa con su Espíritu.
Regla de conducta
14. Para mostraros, hijos míos, vuestra regla exacta de conducta, voy a aplicar a vuestra situación, los principios de la fe, y algunos ejemplos de la historia de la Religión que deben desarrollar todos los sentidos y consolaros en el uso que podáis hacer de ellos. ¡Es de la fe, el primero y más necesario de todos los sacramentos, el Bautismo! Es la puerta a la salvación y a la vida eterna. Sin embargo, el deseo del Bautismo es suficiente en ciertos casos. Los catecúmenos que fueron sorprendidos por la persecución, sólo lo recibieron en sangre, que derramaron por la fe. Hallaron la gracia de todos los sacramentos en la libre posesión de su fe, y fueron recibidos en la Iglesia por el Espíritu Santo, que es el lazo que une a todos los miembros a la Cabeza. Así se salvaron los mártires, su sangre sirviendo de Bautismo (los Santos Inocentes). Será así que os salvaréis. El bautismo de deseo es para todos aquellos que, instruidos en nuestros misterios, deseen, según su fe, recibirlo. Tal es la ley de la Iglesia, fundada en lo que decía San Pedro de que no se puede negar el agua del Bautismo a quien ha recibido el Espíritu Santo. Cuando uno tiene el espíritu de Jesucristo, uno no puede estar separado de Jesucristo. Cuando somos perseguidos por amor a Él, privados de toda ayuda, amontonados con cadenas cautivas, cuando somos conducidos al patíbulo, entonces tenemos todos los sacramentos en la Cruz. Este instrumento de nuestra redención abarca todo lo necesario para nuestra salvación. La Tradición y la historia de los mejores días de la Iglesia, confirman esta verdad dogmática. Los fieles que deseaban los sacramentos, los confesores y los mártires se salvaban sin los sacramentos ya que no podían recibirlos. De ahí nos resulta sencillo concluir que ningún sacramento es necesario cuando es imposible recibirlo, y esta conclusión es la creencia de la Iglesia... San Ambrosio consideraba al piadoso emperador Valentiniano como un santo, aunque murió sin el bautismo de agua aunque lo deseaba, pero que no había podido recibir. “Es el deseo y la voluntad lo que nos salva en este caso”. Dijo el doctor de la Iglesia: “Quien no recibe los sacramentos de la mano de los hombres, los recibe de Dios; quien no es bautizado por su piedad y deseo, es bautizado por Jesucristo”.
15. Lo que este gran hombre dijo del Bautismo, digámoslo nosotros de todos los sacramentos, de todas las ceremonias y de todas las oraciones de que podemos privarnos actualmente. Aquel que no puede confesarse con un sacerdote, pero que, teniendo todas las disposiciones necesarias para el sacramento, el deseo, y en la forma el deseo más firme y constante, oye a Jesucristo que, conmovido y testigo de su fe, le dice lo que una vez dijo a las mujeres pecadoras: “Id, os es perdonado porque habéis amado mucho”. San León dijo que el amor a la justicia contiene en sí toda la autoridad apostólica, y en ello ha expresado la creencia de la Iglesia.
Confesión
16. La aplicación de esta máxima tiene lugar para todos los que, como nosotros, se ven privados del ministerio apostólico por la persecución que elimina o encarcela a todos los verdaderos ministros de Jesucristo dignos de la fe y de la piedad de los fieles. Tiene lugar sobre todo si somos azotados por la persecución; sufrimos entonces por justicia. La Cruz de Cristo no deja mancha cuando se abraza y se lleva como es debido. Aquí, en lugar de razonar, escuchemos el lenguaje de los santos. Los confesores y mártires de África, escribiendo a san Cipriano, decían con valentía que uno renovaba su conciencia pura y sin mancha en los tribunales cuando había confesado el nombre de Jesucristo. No decían que se acudía allí con la conciencia pura. Nada acalla los escrúpulos como la Cruz. Rodeados de medidas drásticas que son la prueba de los santos, si no podemos confesar nuestros pecados a los sacerdotes confesémoslos a Dios. Siento, hijos míos, que vuestra preocupación y vuestros escrúpulos se desvanecen y que vuestra fe y vuestro amor a la Cruz aumentan. Decid a vosotros mismos, y con vuestra conducta decid a todos los que os ven, lo que decía San Pablo: “¿Quién podrá separarme del amor de Jesucristo? ¿Será la tribulación, el hambre, la desnudez...?”. (Romanos 8) San Pablo, pues, estaba en vuestra situación, y no decía que ningún ministro del Señor, donde pudiera encontrarlo, pudiera separarle de Jesucristo y cambiar su amor por Él. Sabía que, despojado de toda ayuda humana y privado de un intermediario entre él y el Cielo, encontraba en su amor, su celo por el Evangelio y en la Cruz, todos los sacramentos son medios de salvación, necesariamente.
17. Por lo que acabo de decir, es fácil que veáis una gran verdad, propia para vuestro consuelo y para daros valor. Es que vuestra conducta es una verdadera confesión ante Dios y ante los hombres. Si la confesión debe preceder a la absolución, vuestra conducta aquí, precede a las gracias de santidad y de Justicia que Dios os da y es confesión, pública y continua. “La confesión es necesaria” -decía San Agustín- “porque abarca la condena del pecado”. Aquí lo condenamos de una manera tan pública y tan solemne, que es conocida por todos, y esta condenación es por lo que no podemos ir a un sacerdote; ¿no es más satisfactoria y edificante? La condenación secreta de nuestros pecados a un sacerdote nos cuesta poco, mientras que ésta que hacemos hoy se apoya en el sacrificio general de nuestros bienes, de nuestra libertad, o de nuestro descanso, de nuestra reputación, ¡y tal vez incluso de nuestra vida! La confesión que haríamos al sacerdote sólo nos beneficiaría a nosotros mismos, mientras que la que hacemos actualmente es útil a nuestros hermanos y puede servir a toda la Iglesia. Dios nos confiere, indignos como somos, la gracia de querer servirse de nosotros para mostrar que es un crimen enorme ofender a la verdad y a la justicia, y nuestra voz será mucho más inteligible cuando suframos males mayores con más paciencia. Nuestro ejemplo, dice a los fieles que hay más bien de lo que se piensa en hacer lo que es la verdad, que es la confesión más noble, y la más necesaria en estas circunstancias. No confesamos nuestros pecados en secreto, confesamos la verdad en público. Somos perseguidos, la verdad no es cautiva, y tenemos este consuelo en la esperanza que sufrimos. Que no retengamos la verdad y la justicia de Dios, como dice el apóstol de las naciones, y que enseñemos a nuestros hermanos a no retenerla.
18. Finalmente, si no confesamos nuestros pecados, la Iglesia los confiesa por nosotros. Tales son las reglas admirables de la Providencia, que permite que estas pruebas nos hagan obtener méritos y nos hagan reflexionar seriamente sobre el uso que hemos hecho de los sacramentos. El hábito y la facilidad que teníamos para confesarnos a menudo nos volvían tibios. En cambio, como ahora, privados de un confesor, uno se vuelve sobre sí mismo, y el fervor aumenta. Miremos esta privación como un ayuno para nuestras almas y una preparación para recibir el pan de la penitencia que, muy deseado, se convertirá en un alimento más saludable. Esforzaos por desterrar de vuestra conducta, que es vuestra confesión ante los hombres y vuestra acusación ante Dios, todas las faltas que pudieran haberse deslizado en vuestras confesiones ordinarias; sobre todo, aspirad a la humildad interior. Lo que he dicho es más que suficiente. Sin embargo, no estoy seguro de haber podido tranquilizaros sobre las ansiedades y escrúpulos que se conjuran en un alma que tiene que juzgarse a sí misma, y seguir sus propias indicaciones. Percibo, hijos míos, toda la importancia de vuestra solicitud, pero cuando se confía en Dios, no hay que hacerlo a medias, pues esto mostraría falta de confianza, viendo los medios extraordinarios por los que Dios llama y mantiene a sus elegidos en justicia. Encontrasteis en la sabiduría, madurez y experiencia de los ministros del Señor, consejos y sabias prácticas para evitar el pecado, hacer el bien y ganar en virtud. Todo eso no era de carácter sacramental, sino de iluminación privada. Un amigo virtuoso, celoso, ilustrado y caritativo, podía ser en este punto su juez y guía. Las personas piadosas no acudían al tribunal de la penitencia sólo en busca de instrucción e iluminación. Abrían su corazón a personas ilustres por su santidad en sus conversaciones íntimas. Haced lo mismo, pero que reine la caridad más discreta en estos intercambios mutuos de vuestras almas, de vuestras voluntades y deseos. Dios los bendecirá, y encontraréis en ellos la guía que necesitáis. Si este medio no se os ofrece, confiad en la Misericordia de Dios. Él no os abandonará. Su espíritu mismo hablará a vuestros corazones por santas inspiraciones que los inflamarán y dirigirán hacia los altos objetivos de vuestro destino.
19. Me encontráis conciso en este tema, vuestros deseos van mucho más allá, pero tened paciencia y el resto responderá plenamente a vuestras expectativas. No se puede decir todo a la vez, sobre todo en un asunto tan delicado que exige la mayor exactitud. Voy a seguir hablándoos como me hablo a mí mismo. Alejados de los recursos del santuario y privados de todo ejercicio del sacerdocio, no nos queda más mediador que Jesucristo. Es a Él a quien debemos acudir para nuestras necesidades. Ante Su Majestad Suprema debemos rasgar sin rodeos el velo de nuestras conciencias, y en la búsqueda del bien y del mal que habremos hecho. Agradecedle sus gracias; confesad vuestros pecados y pedidle perdón y que os muestre el camino. Esto, hijos míos, es lo que yo llamo confesarse con Dios. En tal confesión, bien hecha, Dios mismo os absolverá.
20. Es el Evangelio el que nos lo enseña, al darnos el ejemplo del publicano, que, humillándose ante Dios, salió justificado; pues el mejor signo de absolución es la justicia, que no se puede atar, porque desata. Por eso, en el total aislamiento en que nos encontramos, eso es lo que debemos hacer. La Sagrada Escritura esboza aquí nuestros deberes. Todo lo que se une a Dios es santo. Cuando sufrimos por la verdad, nuestros sufrimientos son los de Jesucristo, Quien nos honra entonces con un carácter especial de semejanza a Él con Su Cruz. Esta gracia es la mayor felicidad que le puede suceder a un mortal en esta vida. Así sucede en todas las situaciones dolorosas que nos privan de los sacramentos. Llevar la cruz como un cristiano es la fuente de la remisión de nuestros pecados; como una vez la llevó Jesucristo, fue por los pecados de todo el género humano. Dudar de esta verdad es herir al Salvador Crucificado. Es confesar que uno no se da cuenta con suficiente profundidad, de la virtud y los méritos de la cruz. Decidme, ¿sería posible que el Buen Ladrón recibiera en la cruz el perdón de todos sus pecados, y al fiel que lo da todo por su Dios no se le perdonaran los suyos? Los Santos Padres observaron que el ladrón fue ladrón hasta la cruz para demostrar que era fiel; es lo que debéis esperar de esta cruz cuando la abrazáis y permanecéis unidos a ella por la justicia y la verdad. Jesús terminando sus sufrimientos entró en el Cielo por la Cruz. Para ser santificados por la cruz, nuestras acciones deben reflejar las virtudes de Jesús. No es suficiente en estos tiempos, que animado con Su amor, como San Juan, apoyéis vuestra cabeza en Su pecho. Debéis servirle con firmeza y constancia, en el Calvario y en la cruz. Allí, al confesaros con Dios, si vuestra confesión no es coronada por la imposición de las manos del sacerdote, lo será por la imposición de las manos de Jesucristo. Mirad esas manos adorables que parecían tan pesadas por naturaleza, y que son tan ligeras para los que le aman. Se extienden sobre vosotros de la mañana a la noche, para amontonaros toda clase de bendiciones, si vosotros mismos no le rechazáis. No hay bendición como la de Jesús Crucificado, cuando bendice a sus hijos desde la Cruz.
21. El sacramento de la Penitencia es para nosotros en este momento como el pozo de Jacob, cuya agua era pura y saludable, pero el pozo es profundo. Sin ayuda no podemos entrar. Este es el cuadro de nuestra situación. Mirad las acciones de nuestros perseguidores como un castigo por nuestros pecados. Es cierto que si pudiéramos acercarnos al pozo con fe, encontraríamos allí a Jesús hablando con la samaritana. Pero no nos desanimemos, bajemos al valle de Betulia, donde encontraremos varios manantiales que no están vigilados, donde podremos saciar tranquilamente nuestra sed. Dejemos que Jesucristo viva en nuestro corazón y que su Espíritu Santo lo inflame, y encontraremos para nosotros el manantial de agua viva que da vida y compensa el pozo de Jacob. Como Soberano Pontífice, Jesucristo mismo, hace, de manera inefable en la confesión que hacemos a Dios, lo que los hombres no pueden quitar. Así, llevando en nosotros a Jesús, que nos cuida continuamente, podemos hacerlo en cualquier momento, lugar y disposición. Es algo digno de admiración y reconocimiento ver que lo que el mundo nos hace para alejarnos de Él, sólo nos acerca más a Él. La confesión no debe ser sólo un remedio para los pecados pasados, sino que debe ser un preservativo de los pecados venideros. Si reflexionamos seriamente sobre esta doble eficacia del sacramento de la penitencia, podremos tener mucho de qué humillarnos y de qué lamentarnos, y estaremos tan mejor fundados en ella, que nuestro avance hacia la virtud habrá sido más lento, y que estaremos fundados igual, todavía, antes y después de la confesión. Ahora podemos reparar las faltas, que provienen de una confianza demasiado grande en la absolución y de no haber examinado suficientemente a fondo las propias debilidades. Obligada a lamentarse ahora ante Dios, el alma fiel considera todas sus deformidades. Y allí, a los pies de Nuestro Salvador, golpeada por el dolor del arrepentimiento, permanece en silencio, hablando sólo con lágrimas, como hizo la mujer pecadora del Evangelio. Viendo por un lado toda su miseria y por otro, la bondad de Dios, se postró ante Su Majestad hasta que sus pecados fueron limpiados por una de Sus miradas. Así es como la Luz Divina ilumina un corazón contrito y humilde, hasta las partículas que pueden oscurecerlo. Que esta confesión a Dios sea para vosotros una práctica diaria breve, pero ferviente, y que de tiempo en tiempo, la hagáis de una época u otra como la habéis venido haciendo diariamente. El primer fruto que sacareis de ella, además de la remisión de vuestros pecados, será aprender a conoceros a vosotros mismos y a conocer a Dios, y el segundo será, estar siempre dispuestos a presentaros al sacerdote, si podéis, enriquecido en carácter por la misericordia del Señor. Creo haber dicho todo lo que debía, hijos míos, sobre vuestras acciones durante la privación del sacramento de la Penitencia. Voy a hablaros también de la privación de la Eucaristía y después, de todas esas cosas que mencionáis en vuestra carta.
La Santa Eucaristía
22. La Sagrada Eucaristía tuvo para vosotros muchas alegrías y ventajas cuando pudisteis participar de este Sacramento de Amor, pero ahora que estáis privados de ella por ser defensores de la verdad y de la justicia, vuestras ventajas son las mismas. Pues, ¿quién se hubiera atrevido a acercarse a esta temible mesa si Jesucristo no nos hubiera dado un precepto, y si la Iglesia, que desea que nos fortifiquemos con este Pan de Vida, no nos hubiera invitado a comer por la voz de sus ministros, que nos volvieron a vestir con un traje nupcial? Todo fue obediencia, pero si comparamos la obediencia por aquello de que estamos privados, con la que nos condujo hasta allí, será fácil juzgar el mérito. Abraham obedeció al inmolar a su hijo y al no inmolarlo, pero su obediencia fue mayor cuando tomó la espada en su mano que cuando la devolvió a su vaina. Somos obedientes al comulgar, pero al abstenernos del sacrificio, nos inmolamos. Apagada la sed de justicia y privados de la Sangre del Cordero que es la única que puede saciarla, sacrificamos nuestra propia afición tanto como está en nosotros hacerlo. El sacrificio de Abraham fue por un instante, y un ángel detuvo el cuchillo, el nuestro es diario, renovándose cada día, cada vez que adoramos con sumisión la Mano de Dios que nos aleja de Sus altares, y este sacrificio es voluntario. Es privarse ventajosamente de la Eucaristía, para levantar el estandarte de la Cruz por la causa de Cristo y la Gloria de Su Iglesia. Observad, hijos míos, que Jesús, después de haber dado su Cuerpo, no encontró ninguna dificultad en morir por nosotros. En las persecuciones está la acción del cristiano; la cruz sigue a la Eucaristía. Que el amor a la Eucaristía no nos aleje de la cruz. Es levantarse y avanzar gloriosamente en la gracia del Evangelio, salir del Cenáculo, ir al Calvario. Sí, no temo decirlo. Cuando la tempestad de la malicia de los hombres ruge contra la verdad y la justicia, es más ventajoso para el fiel sufrir por Cristo que participar de Su Cuerpo por la Comunión. Me parece oír al Salvador que nos dice: “No temáis ser separados de Mi mesa por la confesión de Mi Nombre: es una gracia que os concedo, que es muy rara. Reparad con esta privación humillante que me glorifica, todas las Comuniones que me deshonran. Sentid esta gracia. No podéis hacer nada por Mí, y Yo pongo en vuestras manos un medio de hacer lo que Yo he hecho por vosotros, y de devolverme con magnificencia, lo que os he dado en la mayor medida. Yo os he dado Mi Cuerpo, y vosotros me lo devolvéis, ya que estáis separados de Él en Mi servicio. Me devolvéis la verdad que habéis recibido de Mi amor. No podría haberos dado nada más grande. Vuestra gratitud está a la altura; la gracia que os he dado, el mayor de los Dones que os he hecho. Consolaos si no os llamo a derramar vuestra sangre como los mártires; ahí está la mía para compensaros. Cada vez que se os impide beberla, lo considero igual que si hubierais derramado la vuestra; y la Mía es más preciosa”.
23. Así es como encontramos la Eucaristía, incluso durante la privación de la Eucaristía. Desde otro punto de vista, ¿qué es capaz de separarnos de Cristo y de su Iglesia al acercarnos a sus altares por la fe de una manera mucho más eficaz ya que es espiritual y más alejada de los sentidos? Es lo que yo llamo comunicarse espiritualmente al unirse con los fieles que son capaces de hacerlo en diferentes lugares de la tierra. Conocíais este tipo de Comunión en los tiempos en que podíais acudir a la Santa Mesa. Conocíais las ventajas y el modo de hacerlo, por lo que no voy a discutirlo con vosotros, sino que voy a mostraros lo que la Sagrada Escritura y los anales de la Iglesia ofrecen en las reflexiones sobre la privación de la Misa, y la necesidad del sacrificio continuo para los fieles en tiempos de persecución.
24. Prestad especial atención, hijos míos, a los principios que os recuerdo. Son para vuestra edificación. Nada sucede sin la Voluntad de Dios. Tanto si tenemos un culto que nos permita asistir a Misa, como si nos vemos privados de ello, sometámonos a Su Santa Voluntad, pero en toda circunstancia seamos dignos. El culto que debemos a Cristo depende de la asistencia que Él nos presta y de la necesidad que tenemos de su ayuda. Este culto nos traza nuestros deberes como fieles aislados, tal como nos los trazó antes, en el ejercicio público de nuestra religión. Como hijos de Dios, según el testimonio de los Santos Pedro y Juan, participamos del Sacerdocio de Jesucristo para ofrecer oraciones y promesas. Si no tenemos derecho al sacrificio en los altares visibles, no estamos sin ofrenda, ya que podemos ofrecerla en el culto por nuestro amor al sacrificar nosotros mismos a Cristo a Su Padre en el altar invisible de nuestros corazones. Fieles a este principio, recogeremos todas las gracias que habríamos podido recoger si hubiéramos podido asistir al Santo Sacrificio de la Misa. La caridad nos une a todos los fieles del universo que ofrecen este Divino Sacrificio, o que asisten a él. Si nos falta el altar material y las especies sensibles, ya no hay en el cielo donde se ofrezca a Jesucristo de la manera más perfecta. Sí, hijos míos, los fieles que están sin sacerdote, ofrecen sus sacrificios sin templo, sin ministro y sin nada sensible. Sólo necesitan a Jesucristo para ofrecerlo. Para el sacrificio del corazón, en el que la Víctima debe ser consumida por el fuego del amor al Espíritu Santo, se requiere estar unido a Jesucristo -decía San Clemente de Alejandría- por las palabras, por las obras y por el corazón. Estamos unidos a Él por las palabras cuando son verdaderas, por nuestras acciones cuando son justas, por nuestros corazones cuando la caridad los inflama. Por lo tanto, no digáis más que la verdad, no sigáis más que la verdad, no améis más que la verdad. Entonces daréis a Dios la gloria que le corresponde. Cuando somos verdaderos en nuestras palabras, justos en nuestras acciones, nos sometemos a Dios en nuestros deseos y pensamientos, al hablar sólo por Él, al alabarle por sus dones, al humillarnos por nuestros pecados, ofrecemos a Dios un sacrificio agradable y que no nos puede ser quitado. Me queda considerar la Eucaristía como un último sacramento. Podríais ser privados de ella al morir, por lo que debo ilustraros y preveniros contra tan terrible privación.
Último sacramento
25. Dios, que nos ama y nos protege, quiere darnos su Cuerpo al acercarse la muerte, para quitarnos el miedo en este último camino. Cuando miráis al futuro y os veis en vuestro propio lecho de muerte, sin el Último Sacramento, sin la Extremaunción y sin ninguna ayuda por parte de los ministros del Señor, os veis abandonado de la manera más triste y terrible. Consolaos, hijos míos, en la confianza que tenéis en Dios. Este tierno Padre derramará sobre vosotros sus gracias, sus bendiciones y sus misericordias, en estos momentos terribles que teméis, con más abundancia que si estuvierais siendo asistidos por sus ministros, de los que os habéis sido privados sólo porque no quisisteis abandonarle a Él mismo. El abandono y desamparo que tememos por nosotros mismos, se parece al del Salvador en la Cruz cuando dijo a su Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me habéis abandonado?” (Salmo 21).¡Ay! ¡Cuán constructivas y consoladoras son estas palabras! Vuestros dolores y abandonos os conducen a vuestro Destino Glorioso de terminar con vuestra Vida como Jesús acabó con la Suya. Jesús, en Sus sufrimientos, Su abandono y Su muerte, estuvo en la más íntima unión con su Padre. En vuestras penas y abandonos, estad igualmente unidos a Él, y que vuestra última señal sea como la Suya: que se haga la voluntad de Dios. Estando privado de la Extremaunción, y en manos de personas que no sólo no me ayudan, sino que también me insultan, seré mucho más feliz de que mi muerte tenga más conformidad con la de Jesús, que fue espectáculo de oprobio para todo el mundo. Crucificado por las manos de sus enemigos, Fue tratado como un ladrón y murió entre dos ladrones. Él era la sabiduría misma y fue tomado por un idiota. Él era la verdad, y fue tomado por un tramposo y engañador. Los fariseos y los escribas triunfaron sobre Él y en Su presencia. Finalmente fueron saciados con Su Sangre. Cristo murió en la tortura y los dolores insoportables de la Cruz. Cristianos, si vuestro último momento y vuestra muerte son ocasión para que vuestros enemigos os traten con insultos y oprobios, ¿qué fueron los últimos momentos de Jesús? No estoy seguro de que el ángel que fue enviado para compensar la dureza de corazón y la insensibilidad de los hombres no fuera para enseñarnos que, en circunstancias similares, recibimos el consuelo del Cielo cuando falta el de los hombres. No fue sin un plan especial de Dios, que los Apóstoles que deberían haber consolado a Jesús, permanecieron en un sueño profundo. Así el fiel no debe extrañarse de encontrarse sin sacerdote en sus últimos momentos. Jesús reprochó a sus apóstoles que durmieran, pero no dijo que lo dejaran sin consuelo, para enseñarnos, que si vamos al Huerto de los Olivos, si subimos al Calvario, si morimos solos y sin ayuda humana, Dios vela por nosotros, nos consuela, y eso basta. Fieles, tenéis miedo de lo que sigue al tiempo presente. Levantad vuestros ojos a Jesús; mantenedlos en Él; contempladlo. Él es vuestro Modelo.
26. Después de haber contemplado en Él, ¿podríais aún temer la privación de las oraciones y ceremonias de la Iglesia que fue establecida para santificar y honrar nuestros últimos momentos, nuestra muerte y sepultura? Recordad que la causa por la que sufrimos y morimos da a esta privación una nueva gloria y nos concede el mérito de la última semejanza que podemos tener con Jesucristo. La Providencia ha querido y permitido para nuestra instrucción, que los fariseos pusieran guardias en el Sepulcro para custodiar el Cuerpo de Jesús Crucificado. Incluso ha querido que después de Su muerte Su Cuerpo permaneciera en manos de Sus enemigos, y eso para enseñarnos que por larga que sea la dominación de nuestros enemigos, debemos sufrirla con paciencia y orar por ellos. San Ignacio, el Mártir, que tenía tanto ardor en ser devorado por las fieras, ¿no prefería tenerlas por sepulcro que el más bello mausoleo? Incluso los primeros cristianos que fueron entregados al verdugo, todos los confesores y todos los mártires, nunca se preocuparon de su último momento ni de su tumba. Ninguno de ellos se preocupó por lo que debía ser de sus cuerpos. Sí, hijos míos, cuando uno ha confiado en Jesucristo toda su vida, sigue confiando en Él después de su muerte. Jesús en la Cruz y cerca de la muerte, vio a las mujeres que le habían seguido desde Galilea. Su Madre y María Magdalena y Su amado Apóstol estaban cerca de la Cruz en pena, silencio y dolor. Ahí, hijos míos, está el cuadro que veréis, la mayoría de los cristianos se compadecen de los fieles que se ven perseguidos, pero se mantienen apartados, mientras que algunos como la Madre de Jesús, van a los inocentes, que la maldad derriba. Observo como con San Ambrosio, que la Madre de Jesús, que permaneció al pie de la Cruz, sabía que su Hijo moría por la redención de la humanidad, y deseando morir con Él por la realización de esta gran obra, no se rasgó las vestiduras para molestar a los judíos con su presencia y deseó morir con su Hijo. Cuando veáis morir a alguien completamente desamparado, hijos míos, o por la espada de la persecución, imitad a la Madre de Jesús, y no a las mujeres que le habían seguido desde Galilea, pero que se mantuvieron rezagadas al pie de la Cruz. Debéis ser penetrados por esta verdad: que el tiempo más glorioso y saludable para morir es cuando la virtud es más fuerte en nuestro corazón. Nunca hay que temer por un amigo de Jesucristo cuando está sufriendo. Ayudadle incluso con vuestras miradas y vuestras lágrimas. Esto, hijos míos, es lo que creo que tenía que deciros. Creo que es suficiente para responder a vuestras preguntas y calmar vuestros temores. He expuesto los principios sin entrar en detalles, lo que me parece inútil. Vuestras reflexiones lo compensarán sin duda, y nuestras conversaciones, si la providencia lo permite alguna vez, versarán sobre lo que habéis hecho y lo que os inspirará nuevos deseos.
27. Debo deciros, hijos míos, que no os preocupéis por lo que estáis presenciando. La fe no está aliada con estos terrores. El número de los elegidos siempre fue pequeño. Sólo temed que Dios no os reproche la falta de fe y el no haber podido velar una hora con Él. Admito, sin embargo, que la humanidad puede afligirse, pero al decir esto, añadiré que la fe debe alegrarse. Dios lo hace todo. Soporta este juicio. Es el único digno de vosotros. Los mismos incrédulos pronunciaron este juicio cuando el Salvador hacía curaciones milagrosas. Lo que Él está haciendo ahora es mucho mayor. En su vida mortal curaba el cuerpo, pero ahora cura las almas y completa con pruebas el número de los elegidos.
28. Cualesquiera que sean los planes de Dios para nosotros, adoremos la profundidad de sus juicios y pongamos en Él toda nuestra confianza. Si Él quiere librarnos, el tiempo está cerca. Todo se vuelve contra nosotros, nuestros amigos nos oprimen; nuestros parientes nos tratan como extraños; los fieles que solían adorar con nosotros nos apartan con una sola mirada. No tememos decir que no solo son diferentes a nosotros, sino que son fieles a su país y se someten a sus leyes (buenas o malas) y también afirman ser fieles a Dios. Temen decir que nos aman, o incluso que nos conocen. Si estamos sin ayuda al lado de los hombres, estamos seguros de la ayuda de Dios, quien según el Profeta Rey, librará a los pobres de los poderosos, porque no tienen otra ayuda.
29. El universo es obra de Dios. Él reina sobre él, y todo lo que sucede está de acuerdo con los planes de Su providencia. Cuando creemos que la deserción va a ser general, olvidamos que basta un poco de fe para dar fe a la familia de Jesús, como un poco de levadura hace crecer toda la masa. Estos eventos extraordinarios donde la turba empuña el hacha para socavar la obra de Dios, sirven maravillosamente para mostrar Su omnipotencia. En cada país se verá lo que vio el pueblo de Dios. Cuando Gedeón quiso que el Señor mostrara Su poder contra los madianitas, le hizo devolver la mayor parte de su ejército. Trescientos hombres solamente y sin armas para que pareciera que la victoria era de Dios. Este pequeño número de soldados de Gedeón, es el número de los fieles elegidos de este siglo. Habéis visto con el más triste asombro, hijos míos, que de todos los llamados, siendo toda Francia cristiana, la mayor parte, como el ejército de Gedeón, permaneció débil, tímida y temerosa de perder sus intereses temporales. Dios los devuelve, para utilizarlos en Su justicia. Dios sólo quiere a los que se entregan enteramente a Él. No te sorprendas del gran número de los que renuncian. La Verdad vence, por pequeño que sea el número de los que le aman y permanecen unidos a Él. Por mi parte, sólo tengo un deseo, el deseo de San Pablo. Como hijo de la Iglesia, como soldado de Cristo, deseo morir bajo Su estandarte.
30. Si tenéis las obras de San Cipriano, leedlas, hijos míos. Hay que remontarse a los primeros siglos de la Iglesia para encontrar ejemplos dignos que sirvan de modelo. Es en estos libros sagrados y en los de los primeros defensores de la fe donde hay que formarse una idea precisa del objeto del martirio y de la confesión de Jesucristo. Es verdad y justicia. Estos son los objetos augustos, eternos e inmutables de la fe que hay que confesar. Es el Evangelio. Las instrucciones humanas, por sabias que sean, son temporales y cambiantes. Pero el evangelio y la ley de Dios permanecen para la eternidad. Al reflexionar sobre esta distinción, veréis claramente lo que es de Dios y lo que es del César. Como por el ejemplo de Cristo debéis rendir a Uno con respeto, y al otro lo que le es debido.
31. Cada siglo, la Iglesia está de acuerdo, que no hay nada más glorioso y santo que confesar el Nombre de Jesucristo. Pero acordaos, mis queridos hijos, de confesarlo de una manera digna de la corona que deseamos. Es durante el tiempo que más se sufre cuando se debe tener la mayor santidad. No encuentro nada más hermoso que las palabras de San Cipriano cuando elogia todas las virtudes cristianas en los confesores de Jesucristo. “Habéis observado siempre” -les dice- “el mandato del Señor con una severidad digna de vuestra firmeza, habéis conservado la sencillez y la inocencia, la caridad y la concordia, la modestia y la humildad. Habéis llevado a cabo vuestro ministerio con cuidado y exactitud. Habéis estado vigilantes para ayudar a los que lo necesitaban, para tener compasión de los pobres, de la constancia en la defensa de la verdad y de la disciplina, para que no falte nada a estos grandes ejemplos de virtud que hasta ahora habéis dado. Con vuestra confesión y vuestros generosos sufrimientos animáis altamente a vuestros hermanos al martirio y les mostráis el camino”.
32. Espero, hijos, aunque Dios no os llame al martirio ni a una angustiosa confesión de su Nombre, poder hablaros un día como en el ejemplo de este ilustre mártir cuando habló a los confesores Celerio y Areie, y alabar en vosotros vuestra humildad más que vuestra firmeza y glorificaros más por vuestra santidad que por vuestros sufrimientos y heridas. Mirando hacia este feliz momento, aprovechaos de mis consejos y sosteneos con mi ejemplo, si es necesario.
33. Dios vela por nosotros; nuestra esperanza está justificada. Nos muestra o que la persecución cesa, o que la persecución será nuestra corona. En la alternativa de una u otra, veo el cumplimiento de nuestro destino. Que se haga la voluntad de Dios, pues de cualquier manera que nos libre, se derraman sobre nosotros sus eternas misericordias. Termino, mis queridos hijos, abrazándoos y rogando a Dios por vosotros como mi fe y como mi sincera resignación es no tener otra voluntad que la de Dios.
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