viernes, 9 de junio de 2023

ANNA MARÍA TAIGI, ESPOSA, MÍSTICA Y PATRONA DE LAS MADRES DE FAMILIA

Tal vez no hubo en toda Roma, durante el siglo XIX, una mujer más notable que Ana María Taigi, la abnegada y trabajadora esposa de un criado y la madre ejemplar de muchos hijos, quien fue honrada con la particular estimación de tres sucesivos Pontífices


Anna María Taigi nació en Siena (Italia) el 29 de Mayo de 1769. Pertenecía a una honorable familia: su abuelo, Pietro Giannetti, dirigía una farmacia. Su hijo Luis, después de seguir los estudios que le permitieran suceder algún día a su padre, se casó con una buena cristiana: María Santa Masi. Ana María sería la única hija del matrimonio.

Fue bautizada al día siguiente de su nacimiento; recibió los nombres de Anna María Antonia Gesualda. Durante los seis primeros años se la veía jugar entre los viñedos, olivos y rosales que, como muralla roja, coronaban las arenosas llanuras de la Toscana.

La mala gestión económica del cabeza de familia les llevó a la ruina y terminaron mudándose a un barrio modesto de Roma. En esta situación de estrecheces transcurrió su infancia, pero tenía la gracia de poder acudir a la escuela gratuita de la Vía Graziosa, regentada por las Hermanas del Instituto Maestre Pie, fundado por Santa Lucía Filipini. Junto a las clases de religión y cálculo Anna María recibía las enseñanzas propias del hogar. Los Domingos asistía en la parroquia a la catequesis semanal.

La situación familiar empeoró: sin dinero y preso de la ira, Luis, el primer responsable, en vez de remediar su culpa, volvía sus mal humor contra su única hija, maltratándola a diario.

Despedida a poco de ir a la escuela por causa de una epidemia de viruelas, no podía volver a ella por tener que ayudar a su madre en los oficios de la casa. Había aprendido a leer, pero no a escribir, y jamás sabría otra cosa que apenas garabatear su firma.

El ambiente revolucionario y anticristiano de la época hacía mella en el alma de una adolescente piadosa como Anna María. A pesar de sus pocos años Annitta comienza a darse cuenta de todo esto. Oía las conversaciones de la calle y las noticias que contaban las compañeras del taller donde había comenzado a trabajar. Para llevar algún refuerzo al vacío erario familiar, cardaba la seda y cortaba las viejas ropas en una pequeña tienda propiedad de dos hermanas solteras. De regreso a su casa lavaba la ropa y hacía la comida, mientras su madre servía de asistente en varias casas para tener qué comer.

En 1787 Anna María abandona el taller para ocupar una plaza de doncella en el palacio donde trabaja su padre. La patrona, encantada de sus condiciones domésticas, le ofrece también un empleo a su madre, y desde entonces los Giannetti trasladan su residencia a dos habitaciones que amablemente les había cedido la señora Sierra, su patrona. La indigencia de la familia había terminado: su madre no tendría ya que ir de asistente por las casas y, al menos, no les faltaría comida y techo en que cobijarse.

En este palacio, mezcla de fortaleza y de convento, como todos los antiguos de Roma, fue donde conoció a un criado que, dos veces por semana, les llevaba provisiones desde el palacio Chigi. Domenico Taigi era hombre de buenas costumbres, de sólida piedad, aunque rudo, inculto y de vivo genio. Poco tiempo después se celebró la boda en la iglesia de San Marcelino y, como en todas las demás, había una buena comida, se bailó y se cantó hasta el cansancio. Anna María acababa de cumplir veinte años y su esposo veintiocho.

El Príncipe Chigi les cedió dos habitaciones de su palacio y allí pasarían su luna de miel y les nacerían seis de sus siete hijos. Llegó el año de 1790 y la tempestad que iba a purificar al mundo se encontraba próxima. Pero aún Dios no creía llegada la hora de su conversión. Durante los tres primeros años de su matrimonio Anna María seguía siendo la muchacha bonita, alegre y entusiasta de la vida mundana.

En París había estallado la revolución y la noticia corrió de boca en boca entre el estupor de algunos y la alegría de no pocos. En Roma, junto a la columnata de Bernini la dulce mirada de Anna María se cruzó con la de un religioso servita, el Padre Angelo. Este no había visto nunca a la joven, pero una voz interior le anunció de repente: “Presta atención a esa mujer. Yo te la confiaré un día; tú trabajarás por su conversión. Ella se santificará porque yo la he escogido para Santa”.


A partir de entonces, Anna María comenzó a no gustar las cosas de este mundo. Se despojó de su vanidad y buscó el consuelo a su insatisfacción en la piedad. Iba de uno a otro confesor en busca de consuelo y apoyo, hasta que un día entró en la iglesia de San Marcelo, donde se había casado. Había allí un confesionario y a él se dirigió; el confesor no era otro que el Padre Angelo, que la reconoció por la voz y le dijo: “¡Ah, al fin habéis venido, hija mía! El Señor os llama a la perfección y vos no debéis desatender su llamada”. Y acto seguido le contó el mensaje recibido en la plaza de San Pedro.

En 1808 tomó el hábito de Terciaria Trinitaria y quería perfeccionarse más, pero la verdadera perfección consistía, como le dijo el Señor en una de sus Apariciones, en la mortificación de la propia voluntad, en ocultar dentro de lo posible a los ojos de los hombres las obras que se hacían, en ser buena, caritativa y paciente. Y Anna María siguió fielmente estos consejos del Maestro, si bien sería guiada por el Padre Fernando, confesor también de Isabel Canori.

Quizá lo que más llama la atención de su vida es cómo supo conjugar o ser perfecta en su estado matrimonial, máxime con su esposo Domenico; con él mostraría continuamente su paciencia: ni una disputa, ni un mal gesto en sus cuarenta y ocho años de matrimonio. Humildad y confianza en Dios fueron siempre sus armas para salir de los malos trances. Dios mismo le había revelado: “Yo seré tu guía en la vida de perfección”.

Anna María vería morir a cuatro de sus hijos con santa resignación, aceptando siempre la Voluntad del Todopoderoso; sufrió calladamente las burlas de muchas personas que la consideraban una visionaria; jamás protestó por su humilde condición. Poco a poco, a través del dolor y el sufrimiento su alma se fue purificando.

Mientras, en Francia, Napoleón Bonaparte se había erigido emperador de los franceses. Sus ejércitos avanzaban incontenibles por todos los suelos de Europa. Se profanaron las iglesias, se hizo mofa de la religión, se predijo por doquier el fin de la cristiandad. Las ideas revolucionarias alcanzaron su máximo esplendor. Anna María es la respuesta de Dios a todas estas cosas: al racionalismo triunfante, al orgullo de los poderosos, al materialismo del siglo. El Señor seguía fiel a su promesa: “Ensalzaré a los humildes y abatiré a los orgullosos”.

El 24 de Mayo de 1814, Anna María saldría con los romanos a recibir con lágrimas de júbilo al Papa Pío VII, que volvía del destierro impuesto por Napoleón; el Pontífice, en agradecimiento a la Virgen María, instituyó entonces la Fiesta de Nuestra Señora Auxilio de los Cristianos.

La vida de Ana María es rica en hechos extraordinarios que se enlazan de nuevo, todos, con el sol misterioso que durante unos cuarenta siete años fue para ella manantial perenne de conocimientos sobre la vida presente y futura.

Atestiguó Monseñor Rafael Natali, confidente de Ana María y testigo ocular de numerosos hechos extraordinarios que vivió como huésped en la casa de Anna María durante unos veinte años: “El sol se le apareció en la habitación la primera vez mientras se daba la disciplina, era de una luz fosca y empañada; y a medida que ella progresaba en las virtudes, se volvía más claro y luminoso, y en poco tiempo se hizo más lúcido que siete soles juntos. Era, a su vista, de la grandeza de nuestro sol. Sorprendida Ana María por un sacro terror y por novedad tal, le preguntó al Señor su significado, y oyó que le respondían que era un espejo en el que vería el bien y el mal”.

Todos buscaban el consejo de Anna María Taigi: gobernantes, cardenales y embajadores iban a pedirle consejo o solución a sus problemas. Ella trataba a todos igual. Nunca rehusaba el consuelo y la ayuda a nadie y jamás admitió regalo ni limosna alguna. Y cuando, como en alguna ocasión, la Reina de Etruria María Luisa, desterrada en Roma, quiso ayudarla dándole una casa y oro, ella le respondió: “Señora, yo sirvo al más grande de los reyes y Él sabrá recompensarme espléndidamente”.


Pero aún debía purificarse más. Como si fuera poco lo que había tenido que sufrir, Dios le reservaba siete meses de dolorosa agonía. A pesar de ello su eterna sonrisa no desapareció de sus labios. Llevaba con alegría esta última prueba, sabiendo que sus días estaban contados. Por fin, el 26 de Noviembre de 1837, rodeada de su marido y tres hijos, dejó este mundo a los sesenta y ocho años de edad. Al día siguiente fue enterrada en el nuevo cementerio de Campo Verano.

El 4 de Marzo de 1906, el Papa San Pío X aprobó el decreto de virtudes heroicas declarándola Venerable. Anna María Taigi fue Beatificada el 30 de Mayo de 1920 por el Papa Benedicto XV; fue además declarada Patrona de las madres de familia y su cuerpo descansa, incorrupto, en la Basílica de San Juan Crisógono, de Roma.


Como Ovejas sin Pastor


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