Por Stefano Fontana
Entre las palabras mágicas de la Iglesia de hoy está “discernimiento”. La Iglesia debe educar en el discernimiento, caminar junto a todos en el discernimiento, la sinodalidad está al servicio del discernimiento y viceversa, no hay que sustituir la conciencia sino educarla para discernir, los divorciados vueltos a casar emprenden un camino de discernimiento, la atención pastoral requiere un discernimiento comunitario, las leyes injustas deben ser evaluadas tras un discernimiento basado en el diálogo, etc.
El discernimiento es la palabra clave de la nueva teología moral y es el pan de cada día para los teólogos de las facultades de teología de Milán y Padua y, tras el cambio, también para los profesores del Instituto Juan Pablo II para las Ciencias del Matrimonio y de la Familia. Pero ahora también es pan de cada día en la sencilla práctica pastoral de la Iglesia de base. El problema es que detrás del nuevo sentido de la palabra “discernimiento” hay un cambio total de la doctrina moral católica.
No hay rastro de este nuevo sentido de discernimiento en la Veritatis splendor de Juan Pablo II, ni en el conjunto de la Doctrina Moral Católica Tradicional. Es un nuevo sentido que transmite una moral radicalmente distinta y nueva. El camino del cambio ha sido largo. Para Italia, el punto de inflexión decisivo se remonta a 1971, cuando el padre y filosofo Enrico Chiavacci dijo que el hombre tiene la naturaleza de no tener naturaleza, con lo que negaba la naturaleza como fuente final de los criterios éticos, algo que incluso el padre Maurizio Chiodi, teólogo y moralista heterodoxo, por citar sólo un nombre entre muchos, hace hoy en su “Manual de Teología Fundamental”.
¿Cuál es entonces este nuevo sentido de la palabra “discernimiento”? Se basa en un presupuesto agnóstico: nuestro conocimiento es siempre parcial e imperfecto porque es histórico y situacional. Es y sigue siendo siempre interpretación. Así, la moral tradicional es sistemáticamente acusada de intelectualismo, porque sostenía que el hombre, así como conoce la naturaleza de las cosas y a sí mismo, también conoce los principios de la vida moral, empezando por la ley de oro: haz el bien y evita el mal.
Los nuevos manuales de teología moral echan por tierra en pocas páginas partes enteras de la Summa Teologica de Tomás, acusándole de intelectualismo. Esta acusación significaría que la antigua teología moral asignaría al intelecto un papel cognoscitivo del bien en detrimento de otras potencias humanas como la voluntad o las pasiones, distinguiría extrínsecamente entre medios y fines y entre norma y situación. La moral tendría así un fundamento abstracto, teórico, doctrinal, objetivador, y no surgiría de la vida entera de la persona, sino sólo de su inteligencia.
Evidentemente, esto es una caricatura de Santo Tomás, que asignaba a cada potencia humana lo que le correspondía, y el conocimiento pertenece ciertamente a la inteligencia, que, aunque no está separada de las demás potencias humanas, es sin embargo capaz de cumplir su papel. Se hacía así posible conocer la ley moral y los preceptos morales sin excluir la imbricación concreta en la persona de todas sus facultades. El discernimiento era entonces el encuentro entre la norma así objetivamente conocida y las situaciones concretas y particulares en las que debe moverse la conciencia. No se trata de una oposición entre lo abstracto y lo concreto porque la norma vive aquí, iluminando la situación vital y dirigiendo -no moviendo- la voluntad.
La nueva teología moral acepta el principio agnóstico y protestante del pensamiento moderno y piensa que el hombre conoce no sólo con su intelecto sino también con su voluntad, deseos, pasiones, cultura, intenciones, emocionalidad, experiencia, de modo que la norma moral se produce y no simplemente se encuentra, tiene siempre un aspecto subjetivo y no sólo objetivo, tiene un significado hermenéutico relevante, es siempre histórica y nunca definitiva porque su formulación tiene su principio en la complejidad del aquí y ahora. Por eso, el juicio moral entendido en el sentido tradicional es sustituido ahora por el “discernimiento”.
La nueva teología moral quiere superar la distinción entre subjetivo y objetivo y entre intención y acción. La regla según la cual se actúa en función de lo que se piensa ya no es válida, porque la acción sería también la fuente del conocimiento ético y no sólo la intención. La situación con sus diversas circunstancias ya no sería sólo el campo de aplicación del juicio moral, sino que contribuiría al conocimiento de la propia norma. Por esta razón, debe superarse la noción de “acciones intrínsecamente malas”, que los nuevos teólogos daban por válida cuando se pensaba que el objeto material de la acción (lo que se hace), puesto de manifiesto por el intelecto, es el criterio fundamental del juicio moral.
Como es bien sabido, las dubia (todas de carácter moral) que los cuatro cardenales presentaron al papa Francisco no fueron respondidas. La teología moral contemporánea explica así esta falta de respuesta de Bergoglio: ¿cómo se podría responder a dubia formuladas de tal manera? Es decir, ¿de un modo intelectualista, objetivista y abstracto? Francisco, por lo tanto, no habría respondido porque esas dubia carecían de “discernimiento” e “impedían discernir”. De ahí que el nuevo discernimiento agnóstico haga imposible la enseñanza moral.
La Nuova Bussola Quotidiana
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