Por el Arzobispo Carlo Maria Viganò
"EL ÚNICO HILO DEL QUE PENDE EL CONCILIO"
Et brachia ex eo stabunt,
et polluent sanctuarium fortitudinis,
et auferent juge sacrificium:
et dabunt abominationem in desolationem.
Y las armas se levantarán por su parte
y profanarán el santuario de la fortaleza,
y quitarán el sacrificio continuo:
y colocarán allí la abominación desoladora.
(Dan 11: 31)
El Vaticano II, al no ser un Concilio dogmático, no pretendió definir ninguna verdad doctrinal, limitándose a reafirmar indirectamente -y de forma a menudo equívoca- doctrinas previamente definidas clara e inequívocamente por la autoridad infalible del Magisterio. Fue indebida y forzadamente considerado como "el" Concilio, el "superdogma" de la nueva "Iglesia conciliar", hasta el punto de definir a la Iglesia en relación con ese acontecimiento. En los textos conciliares no se menciona explícitamente lo que se hizo después en el ámbito litúrgico, haciéndolo pasar por el cumplimiento de la Constitución Sacrosanctum Concilium. Por otra parte, hay muchas cuestiones críticas con la llamada "reforma", que representa una traición a la voluntad de los Padres conciliares y a la herencia litúrgica preconciliar.
Más bien deberíamos preguntarnos qué valor dar a un acto que no es lo que quiere parecer: es decir, si podemos considerar moralmente como "Concilio" un acto que, más allá de sus premisas oficiales -es decir, en los esquemas preparatorios formulados larga y detalladamente por el Santo Oficio- se mostró subversivo en sus intenciones inconfesables y malicioso en los medios a emplear por quienes, como se vio, pretendían utilizarlo para un fin totalmente opuesto a aquello para lo que la Iglesia instituyó los Concilios Ecuménicos. Esta premisa es indispensable para poder valorar objetivamente también los demás acontecimientos y actos de gobierno de la Iglesia que de él se derivan o a él se refieren.
Me explico. Sabemos que una ley se promulga sobre la base de una mens, es decir, de una finalidad muy precisa, que no puede separarse de todo el ordenamiento jurídico en el que nace. Estos son al menos los fundamentos de ese Derecho que la sabiduría de la Iglesia adquirió del Imperio Romano. El legislador promulga una ley con una finalidad y la formula de tal manera que sólo sea aplicable a esa finalidad específica; evitará, por lo tanto, cualquier elemento que pueda hacer equívoca la ley respecto a su destinatario, su finalidad o su resultado. La convocatoria de un Concilio ecuménico tiene como finalidad la convocatoria solemne de los Obispos de la Iglesia, bajo la autoridad del Romano Pontífice, para definir aspectos particulares de la doctrina, de la moral, de la liturgia o de la disciplina eclesiástica. Pero lo que cada Concilio define debe en todo caso entrar en el ámbito de la Tradición y no puede de ningún modo contradecir el Magisterio inmutable, porque si lo hiciera iría contra la finalidad que legitima la autoridad en la Iglesia. Lo mismo vale para el Papa, que tiene poder pleno, inmediato y directo sobre toda la Iglesia sólo dentro de los límites de su mandato: fortalecer a sus hermanos en la Fe, apacentar a los corderos y ovejas del rebaño que el Señor le ha confiado.
En la historia de la Iglesia, hasta el Vaticano II, nunca había sucedido que un Concilio pudiera anular de facto los Concilios que le precedieron, ni que un Concilio "pastoral" -una ἅπαξ del Vaticano II- pudiera tener más autoridad que veinte Concilios dogmáticos. Sin embargo, sucedió, en medio del silencio de la mayoría del episcopado y con la aprobación de cinco pontífices romanos, de Juan XXIII a Benedicto XVI. En estos cincuenta años de revolución permanente, ningún papa ha cuestionado jamás el "magisterio" del Vaticano II, ni se ha atrevido a condenar sus tesis heréticas o a aclarar sus equívocos. Por el contrario, todos los papas desde Pablo VI han hecho del Vaticano II y de su aplicación el fulcro programático de sus pontificados, subordinando y vinculando su autoridad apostólica a los dictados conciliares. Se han distinguido por un claro distanciamiento de sus predecesores y una marcada autorreferencialidad de Roncalli a Bergoglio: su "magisterio" empieza con el Vaticano II y termina ahí, y los sucesores proclaman “santos” a sus predecesores inmediatos por el solo hecho de haber convocado, concluido o aplicado el Concilio. El lenguaje teológico también se ha adaptado a la ambigüedad de los textos conciliares, llegando a adoptar como doctrinas definidas cosas que antes del Concilio se consideraban heréticas: pensemos en el laicismo del Estado, hoy dado por supuesto y loable; en el ecumenismo irenista de Asís y Astana; o en el parlamentarismo de las Comisiones, el Sínodo de los Obispos y la "vía sinodal" de la Iglesia alemana.
Todo ello parte de un postulado que casi todo el mundo da por supuesto: que el Vaticano II puede reclamar la autoridad de un concilio ecuménico, ante el cual se supone que los fieles deben suspender todo juicio e inclinar humildemente la cabeza ante la voluntad de Cristo, infaliblemente expresada por los Sagrados Pastores, aunque sea en forma "pastoral" y no dogmática. Pero no es así, porque los Sagrados Pastores pueden estar siendo engañados por una colosal conspiración que tiene como finalidad la utilización subversiva de un Concilio.
Lo que sucedió a nivel mundial con el Vaticano II, tuvo lugar a nivel local con el Sínodo de Pistoia, en 1786, donde la autoridad del obispo Scipione de' Ricci -que pudo ejercer legítimamente convocando un Sínodo diocesano- fue declarada nula por Pío VI por haberla usado in fraudem legis, es decir, contra la ratio que preside y dirige toda ley de la Iglesia: porque la autoridad en la Iglesia pertenece a Nuestro Señor, que es su Cabeza, quien la concede en forma vicaria a Pedro y a sus legítimos Sucesores sólo en el marco de la Sagrada Tradición. No es, pues, una hipótesis impúdica suponer que una reunión de herejes hubiera podido organizar un verdadero golpe de Estado en el cuerpo eclesial, para imponer aquella revolución que con métodos semejantes organizó la masonería, en 1789, contra la monarquía de Francia, y que el cardenal modernista Suenens alabó como realizada en el Concilio. Esto tampoco está en conflicto con la certeza de la asistencia divina de Cristo a su Iglesia: non prævalebunt no nos promete la ausencia de conflictos, persecuciones, apostasías; nos asegura que en la furiosa batalla de las puertas del infierno contra la Esposa del Cordero, no lograrán destruir a la Iglesia de Cristo. La Iglesia no será derrotada mientras permanezca como Su Eterno Pontífice le ordenó que fuera. Además, la asistencia especial del Espíritu Santo sobre la infalibilidad papal no se cuestiona cuando el Papa no tiene intención de utilizarla, como en el caso de la aprobación de las actas de un Concilio pastoral. Desde un punto de vista teórico, por lo tanto, es posible el uso subversivo y malicioso de un Concilio; también porque los pseudochristi y pseudoprophetæ de los que habla la Sagrada Escritura (Mc 13,22) podrían engañar incluso a los mismos elegidos, entre ellos a la mayoría de los Padres conciliares, y con ellos a una multitud de clérigos y fieles.
Si, por lo tanto, el Vaticano II fue, como es evidente, un instrumento cuya autoridad y autoritatividad se utilizó fraudulentamente para imponer doctrinas heterodoxas y ritos protestantizados, cabe esperar que tarde o temprano el regreso al Trono de un pontífice santo y ortodoxo cure esta situación declarándolo ilegítimo, inválido y nulo, como el Conciliábolo de Pistoia. Y si la liturgia reformada expresa esos errores doctrinales y ese planteamiento eclesiológico que el Vaticano II contenía in nuce, errores cuyos autores pretendían manifestar en su alcance devastador sólo después de su promulgación, ninguna razón "pastoral" -como Dom Alcuin Reid quisiera sostener- puede justificar jamás ningún mantenimiento de ese rito espurio, equívoco, favens hæresim, tan absolutamente desastroso en sus efectos sobre el santo pueblo de Dios. El Novus Ordo no merece, pues, ninguna enmienda, ninguna "reforma de la reforma", sino sólo la supresión y la abrogación, como consecuencia de su irremediable heterogeneidad con respecto a la Liturgia Católica, al Rito romano del que pretendería presuntuosamente ser la única expresión, y a la doctrina inmutable de la Iglesia. "La mentira debe ser refutada, como insiste San Pablo, pero los que están enredados en sus trampas deben salvarse, no perderse", escribe Dom Alcuin: pero no en detrimento de la Verdad revelada y del honor debido a la Santísima Trinidad en el acto supremo del culto; porque al dar un peso excesivo a la pastoral acabamos poniendo al hombre en el centro de la acción sagrada, cuando en cambio debería colocar allí a Dios y postrarse ante Él en adorante silencio.
Y aunque esto pueda suscitar estupor en los partidarios de la hermenéutica de la continuidad concebida por Benedicto XVI, creo que Bergoglio tiene por una vez toda la razón al considerar la Misa Tridentina como una amenaza intolerable para el Vaticano II, ya que esa Misa es tan Católica que desautoriza cualquier intento de coexistencia pacífica entre las dos formas del mismo Rito romano. En efecto, es un absurdo poder concebir una forma montiniana ordinaria y una forma tridentina extraordinaria para un Rito que, como tal, debe representar la única voz de la Iglesia romana -una voce dicentes- con la muy limitada excepción de los venerables ritos de la antigüedad como el Rito Ambrosiano, el Rito Lionés, el Rito Mozárabe y las mínimas variaciones del Rito Dominicano y ritos similares. Repito: el autor de Traditionis Custodes sabe muy bien que el Novus Ordo es la expresión cultual de otra religión -la de la "Iglesia conciliar"- respecto a la religión de la Iglesia Católica de la que la Misa de San Pío V es una perfecta traducción orante. En Bergoglio no hay ningún deseo de zanjar el desacuerdo entre el linaje de la Tradición y el linaje del Vaticano II. Al contrario, la idea de provocar una ruptura es funcional a la exclusión de los católicos tradicionales, sean clérigos o laicos, de la "iglesia conciliar" que ha sustituido a la Iglesia Católica y que apenas (y a regañadientes) conserva su nombre. El cisma deseado por Santa Marta no es el de la vía sinodal herética de las diócesis alemanas, sino el de los católicos tradicionales exasperados por las provocaciones bergoglianas, por los escándalos de su Corte, por sus declaraciones destempladas y divisivas. Para conseguirlo, Bergoglio no dudará en llevar hasta sus últimas consecuencias los principios establecidos por el Vaticano II, a los que se adhiere incondicionalmente: considerar el Novus Ordo como la única forma del Rito Romano postconciliar, y abrogar consecuentemente cualquier celebración en el antiguo Rito Romano como completamente ajena a la estructura dogmática del Concilio.
Y es muy cierto, más allá de cualquier refutación posible, que no hay posibilidad de reconciliación entre dos visiones eclesiológicas heterogéneas, de hecho opuestas. O una sobrevive y la otra sucumbe, o una sucumbe y la otra sobrevive. La quimera de una coexistencia entre Vetus y Novus Ordo es imposible, artificial y engañosa: porque lo que el celebrante hace perfectamente en la Misa Apostólica le lleva natural e infaliblemente a hacer lo que la Iglesia quiere; mientras que lo que el presidente de la asamblea hace en la Misa Reformada se ve casi siempre afectado por las variaciones autorizadas por el propio rito, aunque en él se realice válidamente el Santo Sacrificio. Y es precisamente en esto en lo que consiste la matriz conciliar de la nueva Misa: su fluidez, su capacidad para adaptarse a las necesidades de las "asambleas" más dispares, para ser celebrada tanto por un sacerdote que cree en la transubstanciación y la manifiesta con las genuflexiones prescritas como por otro que cree sólo en la transignificación y da la Comunión a los fieles en sus manos.
No me extrañaría, por lo tanto, que, en un futuro muy próximo, quienes están abusando de la autoridad apostólica para demoler la Santa Iglesia y provocar el éxodo masivo de los católicos "preconciliares" no duden no sólo en limitar la celebración de la Misa antigua, sino en prohibirla por completo, porque en esa prohibición se resume el odio sectario contra lo Verdadero, lo Bueno y lo Bello que animó la conspiración de los modernistas desde la primera Sesión de su ídolo, el Vaticano II. No olvidemos que, en coherencia con este planteamiento fanático y tiránico, la Misa Tridentina fue casualmente derogada con la promulgación del Missale Romanum de Pablo VI, y que quienes siguieron celebrándola fueron literalmente perseguidos, condenados al ostracismo, hechos morir con el corazón destrozado y enterrados con funerales en el nuevo rito, como para sellar una miserable victoria sobre un pasado a olvidar definitivamente. Y en aquellos tiempos nadie se interesaba por las motivaciones pastorales para derogar la dureza del derecho canónico, como hoy nadie se preocupa por las motivaciones pastorales que podrían inducir a muchos obispos a conceder esa celebración en el rito antiguo al que clérigos y fieles muestran particular apego.
El intento conciliador de Benedicto XVI, loable en sus efectos temporales de liberalización del Usus Antiquior, estaba destinado al fracaso precisamente porque surgía de la ilusión de poder aplicar la síntesis de Summorum Pontificum a la tesis tridentina y a la antítesis de Bugnini: esa visión filosófica influida por el pensamiento hegeliano no podía tener éxito por la propia naturaleza de la Iglesia (y de la Misa), que o es católica o no lo es. Y que no puede estar al mismo tiempo firmemente anclada en la Tradición y también sacudida por las olas de la mentalidad secularizada.
Por esta razón, me consterna enormemente leer que la Misa Apostólica es considerada por algunos como la "expresión de esa legítima pluralidad que forma parte de la Iglesia de Cristo", porque la pluralidad de voces se expresa legítimamente en una unidad sinfónica global, no en la presencia simultánea de armonía y ruido chirriante. Hay aquí un malentendido que debe ser aclarado cuanto antes, y que con toda probabilidad será sanado no tanto por la tímida y compuesta disidencia de quienes piden tolerancia para sí mismos mientras conceden la misma tolerancia a quienes sostienen principios diametralmente opuestos, sino más bien por la acción intolerante y vejatoria de quienes creen poder imponer su propia voluntad en oposición a la voluntad de Cristo Cabeza de la Iglesia, presumiendo de poder gobernar el Cuerpo Místico como una corporación multinacional.
Y, sin embargo, bien mirado, lo que está sucediendo hoy y lo que sucederá en un futuro próximo no es otra cosa que la consecuencia lógica de las premisas establecidas en el pasado, el siguiente paso de una larga serie de pasos más o menos lentos, cada uno de los cuales muchos han callado y han sido chantajeados para aceptar. Porque los que celebran habitualmente la Misa Tridentina pero siguen celebrando de vez en cuando el Novus Ordo -y no hablo de sacerdotes sometidos a chantaje sino de los que pudieron decidir por sí mismos o tuvieron libertad de elección- ya han cedido en sus principios, aceptando poder celebrar igualmente cualquiera de los dos, como si ambos fueran equivalentes, como si -precisamente- uno fuera la forma extraordinaria y el otro la forma ordinaria del mismo Rito. ¿Y no es esto lo que ha ocurrido, con métodos similares, en el ámbito civil, con la imposición de restricciones y la violación de derechos fundamentales, aceptados en silencio por la mayoría de la población, aterrorizada por la amenaza de una pandem1a? También en esas circunstancias, con motivaciones diferentes pero con fines similares, se ha chantajeado a los ciudadanos: "O te სαcunαs o no puedes trabajar, viajar o ir a restaurantes". ¿Y cuántos, aún sabiendo que se trataba de un abuso de autoridad, han obedecido? ¿Crees que los sistemas de manipulación del consenso son muy diferentes, cuando quienes los adoptan proceden de las mismas filas enemigas y están dirigidos por la misma Serpiente? ¿Creen ustedes que el plan del Gran Reseteo ideado por el Foro Económico Mundial de Klaus Schwab tiene propósitos diferentes a los establecidos por la secta bergogliana? El chantaje no será sanitario, sino doctrinal: se pedirá aceptar sólo el Vaticano II y el Novus Ordo Missae para poder tener derechos en la Iglesia conciliar; los tradicionalistas serán tachados de fanáticos al igual que los llamados "no-სαcunαdos".
Si Roma proscribiera la celebración de la Misa antigua en todas las iglesias del mundo, quienes creyeron que podían servir a dos señores -la Iglesia de Cristo y la Iglesia conciliar- descubrirán que han sido engañados, como les sucedió a los Padres conciliares antes que a ellos. En ese momento tendrán que hacer la elección que se engañaron creyendo que podían evitar: una elección que les obligará a desobedecer una orden ilícita para obedecer al Señor, o bien a inclinar la cabeza ante la voluntad del tirano, incumpliendo sus deberes como ministros de Dios. Que reflexionen, en su examen de conciencia, sobre cuántos han evitado apoyar a los pocos, poquísimos de sus hermanos sacerdotes que han sido fieles a su propio Sacerdocio aunque hayan sido señalados como desobedientes o inflexibles simplemente porque previeron el engaño y el chantaje.
Aquí no se trata de "vestir" la Misa montiniana como la Misa antigua, tratando de ocultar con ornamentos y canto gregoriano la hipocresía farisaica que la concibió; no se trata de recortar la Prex eucharistica II o de celebrar ad orientem: la batalla debe librarse sobre la diferencia ontológica entre la visión teocéntrica de la Misa tridentina y la visión antropocéntrica de su falsificación conciliar.
No es otra cosa que la batalla entre Cristo y Satanás. Una batalla por la Misa, que es el corazón de nuestra Fe, el trono al que desciende el Divino Rey Eucarístico, el Calvario en el que se renueva de forma incruenta la inmolación del Cordero Inmaculado. No es una cena, ni un concierto, ni un espectáculo para exhibir excentricidades o un púlpito para herejes, ni un podio para celebrar mítines.
Es una batalla que se fortalecerá espiritualmente en la clandestinidad de los sacerdotes fieles a Cristo, considerados excomulgados y cismáticos, mientras que dentro de las iglesias, junto al rito reformado, triunfarán la infidelidad, el error y la hipocresía. Y también la ausencia: la ausencia de Dios, la ausencia de sacerdotes santos, la ausencia de buenas almas fieles. La ausencia de la unidad entre la Cátedra y el Altar, entre la sagrada autoridad de los Pastores y su misma razón de ser, siguiendo el modelo de Cristo, dispuestos a ser ellos mismos los primeros en subir al Gólgota, en sacrificarse por el rebaño. Quien rechaza esta visión mística de su propio Sacerdocio termina ejerciendo su autoridad sin la ratificación que sólo viene del Altar, del Sacrificio y de la Cruz: de Cristo mismo que reina desde esa Cruz sobre los soberanos espirituales y temporales como Rey y Sumo Sacerdote.
Si esto es lo que quiere Bergoglio para afirmar su poder avasallador en medio del clamoroso silencio del Sagrado Colegio y del episcopado, que sepa que se encontrará con la oposición firme y decidida de muchas almas buenas dispuestas a luchar por amor al Señor y por la salvación de sus propias almas, que, en un momento tan terrible para el destino de la Iglesia y del mundo, están decididas a no ceder ante quienes desean cancelar el Sacrificio perenne, como para facilitar el ascenso del Anticristo a la jefatura del Nuevo Orden Mundial. Pronto comprenderemos el significado de las terribles palabras del Evangelio (Mt 24,15), en las que el Señor habla de la abominación de la desolación en el templo: el abominable horror de ver proscrito el tesoro de la Misa, despojados nuestros altares, cerradas nuestras iglesias y forzadas nuestras ceremonias litúrgicas a la clandestinidad. Esta es la abominación de la desolación: el fin de la Misa Apostólica.
Cuando Inés, de 13 años, fue conducida al martirio el 21 de enero de 304, muchos fieles y sacerdotes habían apostatado de la fe bajo la persecución de Diocleciano. ¿Debemos temer el ostracismo de la secta conciliar, cuando una muchacha nos ha dado tal ejemplo de fidelidad y fortaleza ante el verdugo? Su heroica fidelidad fue elogiada por San Ambrosio y San Dámaso. Hagamos que nosotros, por indignos que seamos, podamos merecer en el futuro la alabanza de la Iglesia, mientras nos preparamos para esas pruebas en las que damos testimonio de que pertenecemos a Cristo.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
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