La historia de búsqueda y prueba de Vanesa Prieto comienza mucho antes de su nacimiento hace cerca de 40 años. Evoca a sus raíces más íntimas, cuando las familias de los que serían sus padres cambiaron por completo su vida: “Siendo ambos adolescentes en Barcelona, los abuelos y padres de ambos se convirtieron en bloque del catolicismo, que vivían más como algo tradicional y no tan vivencial, a una nueva fe, la de los Testigos de Jehová. Desde entonces, toda nuestra familia pertenece a lo que yo hoy no dudo en calificar de secta”.
Y es que la primera parte de su vida, la infancia y la adolescencia, “estuvo marcada por abusos de todo tipo, tanto emocionales como físicos. Crecí en un ambiente en el que, desde muy temprano, supe que Dios no podía estar ahí… Notaba que algo esencial no funcionaba, no estaba bien. Eran demasiadas las contradicciones entre el mensaje que se predicaba y y las acciones que lo llevaban a la práctica”.
Años muy dolorosos
Fueron años muy dolorosos en los que sentía “la presión de ser muy buena a ojos de los demás para que mi entorno estuviera orgulloso de mí”. Y todo mientras sufría desgarros muy profundos, como saber de la existencia de dos hermanos suyos que fallecieron antes de nacer ella “casi por casualidad… Cuando preguntaba por ellos, apenas tenía respuestas. Mis padres no hablaban de ellos, era un tabú grandísimo. Lo que conozco es porque mis otros hermanos o abuelos en algún momento decían cosas sobre ese tema. Los dos nacieron con una enfermedad cardíaca congénita. Más allá de las circunstancias, lo que me entristece mucho es que no se hable de ellos, que no se les rememore, como si no hubieran existido”.
Además, ella misma fue víctima de abusos de distinto tipo por parte de quienes debían ser sus principales protectores. Una mirada retrospectiva de esa época lleva a Vanesa a lamentar con mucha tristeza el papel de su madre: “Era una mujer que siempre miró exclusivamente por mi padre, quien muchas veces actuaba con gran dureza contra sus hijos. No sé si fue por miedo o por sumisión, pero nunca nos protegió”.
Algo que se puso de manifiesto en el momento más complicado de esos años: “Cuando naces Testigo de Jehová, lo habitual es recibir el bautismo en la adolescencia. Cuando uno decide aceptarlo, lo hace con todas sus consecuencias y sabe que ya no hay salida posible de esa vida, salvo que se acepte romper radicalmente con todo. Es lo que me ocurrió… Yo me había bautizado por responsabilidad hacia la familia, pero atravesaba un período de cierta rebeldía. Tenía mis amigos fuera de ese ambiente y quería vivir mi vida, lo que generaba una gran tensión en mi casa. Hasta que todo se rompió”.
La expulsión
De pronto, un día su madre descubrió algo que la golpeó: “Supo que estaba con un chico y habíamos tenido relaciones. Sin dudarlo, me denunció ante la asamblea de ancianos y me sometieron a juicio. Yo reconocí que, a sus ojos, lo que había hecho era un pecado, pero no me podía engañar a mí misma y aclaré que, no solo no me arrepentía de nada, sino que no quería seguir formando parte de los Testigos de Jehová. El juicio acabó con mi condena y mi expulsión de la comunidad”.
“Cuando me echaron de la secta –continúa–, me fui de casa de mis padres y me independicé. Unos años después, cuando tenía 22, me casé con un chico. Después, nos divorciamos y, con 24, empecé a formarme y a trabajar como actriz. Me vine a París con 30 años. Durante los primeros años después de la ruptura familiar intenté seguir teniendo un contacto razonable con ellos. Les llamaba y acudía a verlos muy de vez en cuando. Hace unos años me di cuenta de que el movimiento solo iba de mí hacia ellos. Les llamaba, pero, si no lo hacía yo, ellos nunca me contactaban. Fui consciente de que podía estar viva o muerta y para ellos no tenía ninguna importancia, así que dejé de llamarlos. Desde entonces, el contacto es prácticamente nulo. Como mucho, un mensaje de texto alguna vez”.
Con todo, pese a que “salí de esa experiencia hecha polvo”, de algún modo “no me alejé de Dios por completo. Siempre he sido una persona espiritual y creo en un Dios que da sentido a todo. Tal vez por eso, ahí empezó para mí una etapa de mucha búsqueda. Me interesaba por el hinduismo, frecuentaba ciertas terapias o quería conocer la New Age. Me movía con mucha libertad e inquietud en distintos ambientes, pero nunca quería comprometerme con nada. El solo concepto de jerarquía o la presencia de sacerdotes me echaba para atrás, me repelía en lo más profundo. No quería formar parte de nada y, según empezaba a conocer algo, en seguida veía en ello el eco de una secta”.
Camino de sanación
Fue un “camino de sanación que tenía que hacer en solitario, fiel a mí misma”. En este sentido, “el catolicismo no entraba para nada en mis planes. Veía demasiados puntos en común con los Testigos de Jehová y lo rechazaba. Y eso que, en el tiempo en el que aún pertenecía a la secta, en parte por rebeldía y en otra porque me sentía bien, me gustaba entrar a las iglesias vacías y sentarme un rato en sus bancos. Era una sensación extraña, pues era algo que no me estaba permitido y, sin embargo, me daba una gran sensación de paz”.
Entonces, años después, sucedió algo que lo volvió a cambiar todo: “Conocí a Olivier, quien al poco se convirtió en mi pareja. Era católico y estaba haciendo los ejercicios espirituales ignacianos. Cuando me hablaba de estas cosas, yo era muy reacia y lo veía carca. Se abría y me explicaba cómo era su fe, ¡y hasta me invitaba a ir a misa con él! Me daba algo de miedo todo eso, pero, al mismo tiempo, me sorprendía porque con él todo era distinto. Veía coherencia entre lo que decía y hacía. Sin ser un camino ni mucho menos perfecto, le veía feliz, demostraba que era algo natural a él y que le hacía mejor. Además, en un ambiente de mucha libertad, participamos juntos en iniciativas ecuménicas, conocimos varios carismas y valoré la diversidad del mundo católico”.
Fue así como consiguió romper con sus prejuicios y se decidió a dar un paso muy importante: “Poco a poco noté cómo el catolicismo empezaba a resonar en mi interior y sabía que, de algún modo, era un encuentro natural con la fe de mis ancestros, antes de abandonar su religión. No le dije nada a casi nadie, pues quería que fuera algo propio e íntimo, pero decidí inscribirme en una catequesis para conocer profundamente la fe católica. En ese momento lo hice por probar, por darle una oportunidad a esa experiencia, pero sin saber si la completaría hasta el final o no”.
Bautismo, comunión y confirmación
Ese tiempo de formación en un ambiente parroquial, acompañada por un matrimonio “cuyo testimonio personal de coherencia también fue clave”, desembocó en un día inolvidable para ella: “En la vigilia pascual de 2019, el 20 de abril, recibí en la misma ceremonia el bautismo, la comunión y la confirmación. El pasado año recibí otro sacramento, el del matrimonio, al casarme con Olivier”.
Una nueva vida en la que Vanesa continúa caminando en la fe: “He completado dos años de formación en Teología. Lo he hecho por conocer más cosas cada día y porque lo que más me fascina del catolicismo es que, al abrir mi alma, tengo muchas más preguntas que respuestas. Y eso es apasionante”.
Además, esta joven actriz está encarnando esa espiritualidad en su último proyecto: “Es un taller de lectura, fe y arte sobre santa Teresa de Lisieux con el que estamos recorriendo las parroquias de París. Es una puesta en escena muy sencilla, pero muy bonita y a mí me permite estrechar aún más en mi vida la relación con la fe”.
Dinamismo espiritual
Con todo, si se tiene que quedar con unos instantes que simbolicen este complejo camino, el primero es el que se dio hace tres años, al principio de esta nueva etapa: “Fue una ceremonia en Notre Dame poco antes del incendio. Fue un momento de gran belleza, reflejo del dinamismo espiritual que se percibe en ciertos ambientes de la ciudad. Aquí la llaman la ‘llamada decisiva’. Éramos unas 800 personas y para mí tuvo un significado muy emotivo, pues era la ceremonia previa al bautismo”.
El recorrido vital de Vanesa ha estado marcado por el dolor tanto como por la aspiración a la belleza y el deseo de jamás dejar de ser ella misma. Y siempre con un gran mar de fondo: la búsqueda espiritual. Porque, como concluye, “a veces Dios viene a buscarnos a los lugares más insospechados”.
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