martes, 1 de noviembre de 2022

ANÉCDOTAS Y CURIOSIDADES DE LOS MONASTERIOS VISIGODOS (IV)

¿Había monasterios femeninos? ¿Cómo rezaban? ¿Guardaban silencio? ¿Cómo era su vida cotidiana?

Por el padre Pablo Sierra López


Alguna amable lectora planteaba preguntas sobre la vida y espiritualidad en los monasterios visigodos, por lo que intentaremos en este artículo asomarnos a las reglas monásticas de la España visigoda. Encontramos recogidas en el tomo segundo de “Santos Padres Españoles” publicado por la BAC en los años setenta, además de las “Sentencias” de san Isidoro de Sevilla, las siguientes:
● Libro de la educación de las vírgenes y del desprecio del mundo, de san Leandro de Sevilla.

● Regla de monjes, de san Isidoro de Sevilla.

● Regla de monjes, de san Fructuoso de Braga.

● Regla común o Regla de los abades
También encontramos una presentación del panorama monástico de la España del siglo VI en el libro “Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva” que publicó el jesuita Francisco de B. Vizmanos en la BAC en 1949. Ursicino Domínguez del Val tiene publicado igualmente un estudio sobre la regla femenina de san Leandro en el Instituto de Estudios Visigótico-Mozárabes de San Eugenio (Toledo, 1981). Y más recientes son los libros de José Orlandis que ya hemos citado en artículos anteriores.

Por supuesto que había monasterios femeninos, y quizás tan abundantes como los masculinos. Siendo san Ildefonso monje en el monasterio agaliense de Toledo fundó uno femenino, y antes san Leandro había dirigido su libro sobre las vírgenes a su hermana santa Florentina, que había profesado los votos, y que llegaría a ser abadesa.

Santa Florentina

El concilio II de Sevilla (año 619) prescribía la muy habitual costumbre de que los cenobios femeninos fueran protegidos y guiados por una comunidad de monjes a modo de padres espirituales para la enseñanza, la celebración litúrgica y la defensa de sus intereses. Esta cercanía y hermanamiento entre comunidades masculinas y femeninas favorecía la mutua ayuda, y las diversas reglas prescribían normas muy estrictas acerca de los encuentros y lugares de cada monasterio, para evitar tentaciones y alejar posibles murmuraciones. Por ejemplo, quedaba recogida la distancia que debía haber de una casa a otra, las normas de la clausura, la prohibición de que los monjes entraran ni siquiera al vestíbulo del edificio de las monjas, o que sólo el abad podía hablar con la abadesa, y esto en presencia de dos o tres hermanas.

El concilio de Lérida del año 546 dejaba a la prudencia de las superioras la síntesis y aplicación de las variadas reglas de vida que existían, a no ser que el obispo hubiera fijado de antemano una de ellas. Eran las escritas en Oriente por san Pacomio, san Macario, san Basilio, y otras. Ya escritas en el reino visigodo, aparecieron posteriormente las que hemos dicho de san Leandro, de su hermano san Isidoro, de san Fructuoso y la conocida como Regla Común.

San Leandro recomendaba a su hermana una estricta clausura, evitando el trato tanto con varones como con mujeres que no hubieran profesado la virginidad, a fin de proteger el corazón:

Si te retirares a tu celda en compañía de tus pensamientos, si si te apartares del ruido y del tumulto del mundo, en el silencio y esperanza estribará tu fortaleza; y hasta atraerás a Cristo a tu corazón, descansará en tu cámara y gozará de tus abrazos.

A fin de proteger dicha clausura, san Isidoro establece que haya una sola puerta en el monasterio, y que se construyan muy alejados de la ciudad. Son interesantes las instrucciones que presenta acerca de los distintos espacios y cómo debían situarse (iglesia, celdas, enfermería, refectorio, despensa, huerto).


Estaba perfectamente dicho cuáles eran las funciones del abad, los prepósitos, los decanos, los monjes, los conversos (hoy diríamos postulantes, puesto que quien llegaba al monasterio debía pasar un tiempo de prueba antes de unirse a los monjes). Los monjes realizaban trabajos manuales tanto para su propio sustento, como para atender a los necesitados. Evidentemente se dispensaba a los que estaban enfermos, y mientras trabajaban, tenían que meditar o cantar salmos para aliviar su trabajo con el gusto de la Palabra de Dios. San Isidoro dice que en verano debe trabajarse desde la mañana hasta la hora tercia; de tercia a sexta ha de vacarse a la lectura; después debe descansarse hasta la nona; después de nona hasta el tiempo de vísperas de nuevo ha de trabajarse… Y en otras épocas del año se modificaba el horario, según la luz solar, el frío y el calor. Todos trabajaban para la comunidad.

La oración principal era el canto del oficio, en el que estaba reglamentado, por ejemplo, que al acabar cada salmo todos juntos se postraran en adoración, así como las horas de cada oración (medianoche, amanecer, mediodía, atardecer y al acostarse). Tres veces por semana el abad o el maestro les impartía una conferencia con saludables enseñanzas.


Las diversas reglas establecían con detalle el austero modo de vestir de los monjes y de las monjas, preocupándose por que fuera digno y suficiente para soportar los rigores del tiempo. Se daban instrucciones muy concretas para las diversas épocas del año, e igualmente para el abrigo en el lecho.

Lo mismo ocurría con respecto al alimento, que se buscaba fuera suficiente para el sustento de quienes trabajaban duramente, pero sin desorden ni intemperancia: verduras, legumbres secas, y muy poca carne con legumbres los días de fiesta. Hay tres clases de gula, según san Leandro: la apetencia desordenada de lo prohibido, la apetencia de lo permitido preparado con refinamiento y derroche, y no saber aguardar los tiempos de comer los manjares permitidos. Las normas recogidas en las reglas determinaban los castigos para los que incumplían lo que estaba establecido en cada monasterio. Mientras comían en silencio, se leía la Palabra de Dios y otros textos espirituales.

Encontramos también algunas reglamentaciones que hoy nos pueden resultar chocantes y hasta graciosas, como la de no bañarse por lustre del cuerpo, sino sólo como remedio de la salud en caso de enfermedad. Las culpas leves o graves contra las obligaciones estaban perfectamente establecidas, así como la pena que conllevaban, y algunas también son curiosas, como la falta leve de el que usare los libros con negligencia, perfectamente comprensible para cualquier bibliófilo que se precie.

Los castigos consistían en ayunos, penitencias, trabajos, azotes, días de excomunión (es decir, estar apartados de la comunidad) e incluso un tiempo de encierro en una celda. Según hubiera sido la falta, así era la satisfacción, que concluía entrando el culpable en el coro a pedir perdón a todos, después de que todos con el abad hubieran rezado por él.

La Regla de san Fructuoso podemos decir que mostraba una auténtica “tolerancia cero” para los casos de actitud vergonzosa con niños o jóvenes:
…una vez comprobada con toda evidencia en derecho por acusadores verídicos o por testigos, será azotado públicamente y perderá la tonsura que lleva en la cabeza. Rapado por ignominia, quedará expuesto a los oprobios y recibirá los ultrajes de verse cubierto de los salivazos de todos en el rostro; y, sujeto con grillos de hierro, será encerrado en estrecha cárcel por seis meses; y tres veces por semana se alimentará con una porción reducida de pan de cebada al caer de la tarde. Después de cumplidos esos seis meses, durante otros seis, bajo la guarda de un anciano espiritual, viviendo en una celda separada, se dedicará sin interrupción al trabajo y a la oración. A fuerza de vigilias, lágrimas, humillaciones y de expresiones de arrepentimiento logrará el perdón, y siempre andará en el monasterio bajo la custodia y vigilancia de dos monjes espirituales, sin juntarse en adelante con los jóvenes en conversaciones o tratos privados.
La Regla Común recogía cómo se organizaba la vida de las familias que entraban a vivir en los monasterios bajo la autoridad del abad, hecho que fue muy corriente en la época visigoda como dijimos en otro artículo. La delicadeza que muestran estas normas para el cuidado de los niños es conmovedora, y el objetivo de la instrucción, de las correcciones y de toda la labor era el de enseñarles con todo interés a aprovechar en la santidad.


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