El quinto centenario de Martín Lutero, responsable en gran parte de la revolución protestante del siglo XVI, suscitó manifestaciones de simpatía en ciertos círculos católicos que hace cinco años se habrían considerado absolutamente imprevisibles. Entre estas manifestaciones estuvo la visita de Juan Pablo II a la “Christus Kirche” (Iglesia de Cristo), el templo protestante en Roma.
No entiendo cómo los hombres de la Iglesia de hoy, incluidos algunos de los más cultos, eruditos e ilustres, mitifican la figura de Lutero, el hereje, en su afán por favorecer un acercamiento ecuménico directamente con el protestantismo e indirectamente con todas las religiones, escuelas de filosofía, etc.
¿No perciben el peligro que nos acecha a todos al final de este camino, es decir, la formación a escala mundial de un siniestro supermercado de religiones, filosofías y sistemas de todo tipo, en el que la verdad y el error se romperán en pedazos, se mezclarán en una confusión cacofónica? Lo único que le faltaría al mundo sería —si pudiéramos llegar a tal punto— toda la verdad, es decir, la fe católica, romana y apostólica, sin mancha ni arruga.
Hoy presento algunos datos sobre Lutero que apuntan claramente al olor que su figura sublevada esparciría en aquel supermercado, o mejor dicho, esa morgue de las religiones, de las filosofías y del propio pensamiento humano. A él le corresponde, desde cierto punto de vista, el papel de ser el punto de partida en esta marcha hacia la confusión total.
He extraído estos pasajes de la magnífica obra del P. Leonel Franca, SJ, A Igreja, a Reforma, e a Civilização [La Iglesia, la Reforma y la Civilización] (Río de Janeiro, 1934).
Un elemento singularmente característico de la enseñanza de Lutero es la doctrina de la justificación solo por la fe. Dicho más simplemente, esto significa que los méritos sobreabundantes de Nuestro Señor Jesucristo, solos y por sí mismos, sin nuestra cooperación, aseguran la salvación eterna del hombre, para que pueda llevar una vida de pecado en este mundo sin remordimiento de conciencia ni temor a la justicia de Dios.
Para Lutero, la voz de la conciencia no era la de la gracia, ¡sino la del diablo!
Por eso, le escribió a un amigo que un hombre inflamado por el Diablo debería de vez en cuando “beber más abundantemente, apostar, entretenerse y hasta cometer algún pecado por odio y despecho al Diablo para no darle oportunidad de perturbar nuestras conciencias con nimiedades. Todo el decálogo debería ser borrado de nuestros ojos y de nuestras almas, de nosotros que somos tan perseguidos y molestados por el Diablo” (1).
En la misma línea también escribió: “Dios sólo os obliga a creer y a confesar (la fe). En todo lo demás os deja libre, señor y amo, para hacer lo que queráis sin peligro de vuestra conciencia; por el contrario, es cierto que, en lo que a Él se refiere, no importa si dejas a tu mujer, huyes de tu señor o eres infiel a todas las obligaciones. ¿Qué le importa a Él si haces o no haces tales cosas?” (2).
La incitación al pecado dada en una carta a Melanchton el 1 de agosto de 1521 es quizás aún más categórica: “Sé pecador, y peca fuertemente (esto peccator et pecca fortiter), pero cree y regocíjate aún más firmemente en Cristo, el vencedor del pecado, de la muerte y del mundo. Durante esta vida, tenemos que pecar. Es suficiente que, por la misericordia de Dios, conozcamos al Cordero que quita el pecado del mundo. El pecado no nos separará de Él, aunque fuéramos a cometer mil homicidios y mil adulterios por día” (3).
Esta doctrina es tan extraña que incluso el mismo Lutero difícilmente podría llegar a creer en ella: “No hay religión en todo el mundo que enseñe esta doctrina de la justificación. Yo mismo, aunque lo enseño públicamente, tengo una gran dificultad para creerlo en privado” (4).
El mismo Lutero reconoció los efectos devastadores de su predicación, reconocidamente insincera: “El Evangelio encuentra hoy adeptos que están convencidos de que no es más que una doctrina que sirve para llenar sus vientres y dar rienda suelta a todos sus impulsos” (5).
Y añadió Lutero, respecto a sus secuaces evangélicos, que “son siete veces peores que antes. Después de la predicación de nuestra doctrina, los hombres se han entregado al robo, a la mentira, a la impostura, al libertinaje, a la embriaguez y a toda clase de vicios. Un demonio hemos expulsado (el papado), y han entrado siete peores” (6).
“Después de entender que las buenas obras no son necesarias para la justificación, me volví mucho más negligente y frío en hacer el bien... y si pudiéramos volver ahora al antiguo estado de cosas y si la doctrina de la necesidad de las buenas obras para ser santos pudiera ser revivida, nuestra presteza y prontitud en hacer el bien sería diferente” (7).
Todas estas locuras hacen comprensible cómo Lutero llegó a un frenesí de orgullo satánico, diciendo de sí mismo: “¿No te parece que este Lutero es un excéntrico? En lo que a mí respecta, creo que él es Dios. De lo contrario, ¡cómo podrían sus escritos o su nombre tener el poder de transformar a los mendigos en señores, a los asnos en doctores (de la ciencia), a los falsificadores en santos, al fango en perlas!” (8)
En otras ocasiones, la opinión de Lutero sobre sí mismo era mucho más objetiva: “Soy un hombre expuesto y envuelto en la sociedad, el libertinaje, los movimientos carnales, en la negligencia y otros disturbios, a los que se suman los de mi propio oficio” (9).
Excomulgado en Worms en 1521, Lutero se entregó a la ociosidad y la pereza. El 13 de julio de ese año escribe a Melanchton: “Me encuentro aquí insensato y endurecido, asentado en la ociosidad. ¡Ay! Orando poco, y dejando de gemir por la Iglesia de Dios, porque mi carne indómita arde en grandes llamas. En fin, yo, que debo tener el fervor del espíritu, tengo el fervor de la carne, del libertinaje, de la pereza, de la ociosidad y de la somnolencia” (10).
En un sermón predicado en 1532 dijo: “En cuanto a mí confieso, y muchos otros indudablemente podrían hacer una confesión igual, que soy negligente con la disciplina y el celo. Soy mucho más negligente ahora que bajo el papado; nadie tiene ahora ardor por el Evangelio como el que se solía ver” (11).
Entonces, ¿qué se puede encontrar en común entre esta moral y la de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana?
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