Hoy, la única historia que se comparte con los niños es la que socava a los grandes hombres del pasado amplificando sus defectos y minimizando sus virtudes. Los niños crecen sin ninguna conexión positiva con el pasado. ¿A qué precio?
Por Sarah Cain
Hace poco hablé con una antigua profesora de la escuela pública que ahora enseña en línea a los alumnos que se educan en casa. Ella había experimentado las depredaciones esperadas en el ámbito anterior: la introducción de la divisiva teoría “antiracista”, el “revisionismo histórico” y la impregnación de la ideología “revolucionaria” en cada grieta del plan de estudios. Pero había algo más.
“No podemos contar ninguna historia”, relató. Todas las historias que se han compartido a lo largo de las generaciones pueden ser (y han sido) mancilladas por quienes proclaman que su “misión de justicia social/racial” depende de la erradicación de la cultura occidental. La visión utópica que prometen los defensores de esta ideología radical sólo puede fructificar en las cenizas de la cristiandad, según afirman; así, pretenden destruir los sólidos cimientos sobre los que se asentó lo mejor de Occidente.
Los cuentos y las fábulas de otras culturas tampoco pueden compartirse en las aulas, para que el profesor no sea acusado de “apropiación cultural” -lo que no parece distinguirse fácilmente del reconocimiento cultural para el observador sensato-. Así pues, los niños se crían sin cuentos, sin literatura. Common Core (1) empeoró este problema al insistir en que los planes de estudio incluyan más no ficción que nunca. Horrorosamente, llamamos a todo esto "educación".
Los cuentos populares que se han repetido a lo largo de los tiempos no sólo comparten mensajes morales. Nos permiten examinar de forma abstracta las batallas espirituales que tienen lugar en nuestro interior, cuando luchamos por elegir los caminos que debemos abrazar en los momentos difíciles de la vida, a menudo mientras nos atraen nuestros vicios. Las historias perduran en el tiempo porque comparten estas verdades que hablan a nuestras almas y a nuestras experiencias. Los compartimos con nuestros hijos para enseñarles mensajes que podrían aprender más fácilmente de un libro que de una dolorosa prueba y error. Eran tan relevantes hace un siglo como lo son hoy porque el hombre tiene los mismos impulsos innatos, necesidades, deseos y tentaciones a través de los tiempos. Lo que convoca al hombre de hoy es también lo que le llamaba en el pasado. Cada uno fue hecho por Dios y nació después de la Caída.
Así, las obras de ficción intemporales son casi erradicadas del plan de estudios; y entonces, la única historia que se comparte con esos niños es la que socava a los grandes hombres del pasado amplificando sus defectos y minimizando sus virtudes. Los niños crecen sin ninguna conexión positiva con el pasado. ¿A qué precio?
La relación con los hombres del pasado puede ayudarnos a recordar, en los momentos difíciles, el sufrimiento y las tragedias que salpican todas las vidas humanas, no sólo la nuestra. También puede ayudar a contextualizar los acontecimientos históricos, para que podamos ver a esos hombres con los mismos defectos que nosotros, pero con las mismas aspiraciones innatas de mantener a sus familias y proteger a sus seres queridos de forma eficaz de la oscuridad del mundo.
En cambio, los niños se ven inmersos en una doctrina diseñada para enseñar las maldades de los antepasados, para revestir cada ladrillo colocado en la historia de Occidente con la sangre de las desventuradas víctimas. No hay ningún intento de anunciar las virtudes de aquellos que indiscutiblemente llevaron vidas más duras que las nuestras y lograron más de lo que la mayoría de nosotros puede imaginar o aspirar, ni de reconocer su humanidad.
Cuando era preadolescente, mi héroe era el almirante Horatio Nelson (2), probablemente porque perdió a su madre a una edad temprana, como yo, y luego alcanzó un estatus legendario como almirante y estratega de guerra. Si bien ese pudo ser un héroe atípico, lo que no era atípico era tener un héroe. Esa es una de las cosas de las que estamos privando a los jóvenes, con un efecto trágico.
Les estamos formando para que crean que no se basan en otra cosa que en el sometimiento de los demás, y que su principal trabajo es vivir así en rechazo de sus antepasados; derribar lo que se construyó antes que ellos. Se les niegan las historias de los mártires que lucharon y se sacrificaron para que nosotros pudiéramos perdurar; los que lo dieron todo para proteger la cristiandad y las libertades de los que tuvieron la suerte de nacer en su territorio.
La ignorancia inculcada a nuestros jóvenes hace que no vean que los momentos dolorosos a lo largo de su propia vida no son catastróficos ni insuperables. Hay que enseñarles y advertirles de la certeza de tales acontecimientos -hecho histórico a través de la literatura- para que en los momentos de abatimiento crean que sus batallas no son únicas, que no existen aisladas, sino que comparten las cargas que otros tuvieron a lo largo del tiempo. El suicidio es la principal causa de muerte en los adolescentes y las cifras empeoran, pero esto no debería sorprendernos.
Al negarles su historia y las historias de antaño, les empujamos al aislamiento en el presente. Les negamos la verdad del parentesco, la comprensión de que sus luchas han sido experimentadas por otros y superadas. Insistimos en que vivan en un presente intemporal, sin vínculos ni afecto por las personas del pasado repudiado y sin deber nada a la posteridad. Si no debemos nada a nuestros antepasados, ¿qué debemos transmitir a la siguiente generación? Si nosotros mismos no ganamos nada de los que vinieron antes, ¿por qué la siguiente generación debería estar mejor?
Si la última generación y todas las anteriores se definen por sus peores acciones, impotentes para influir en nosotros por la mancha de sus pecados más graves, ¿por qué no habríamos de definirnos también nosotros por los nuestros? Cada hombre conoce la capacidad de su propia malevolencia y los sórdidos capítulos de su propia historia. Si los cuentos de antaño son arrojados al agujero del olvido por sus peores atributos, hay poca esperanza para cualquiera de nosotros. La vida queda despojada de sentido en la medida en que se despoja de la redención.
No es así como los cristianos deben definirse a sí mismos ni a sus hermanos. Nos definen nuestros bautismos; nuestros pecados pueden tener redención si la buscamos, una verdad que ofreció esperanza a quienes nos precedieron. Nuestros antepasados libraron las mismas batallas contra el vicio y la tentación, a menudo fracasando, como nosotros, pero siempre en el camino de vuelta a casa. No tenemos que creer en personas perfectas para ver el valor de las batallas luchadas y ganadas, para darnos cuenta de que tienen cosas que enseñarnos.
Por supuesto, el sistema escolar público es secular, y cuando niegas a Cristo, caes en el nihilismo de definir a las personas por la matriz inmoral del teatro político actual. No los ves como hijos e hijas de Dios, con valor y dignidad inherentes. El plan de estudios descrito es, pues, consecuencia de una educación sin fe. Negarse a ver lo bueno cada vez que también hay defectos es preparar a nuestros jóvenes para que se desmoronen ante la adversidad y sean incapaces de soportar su propio reflejo. Los prepara para la desesperación y los empapa de una ideología secular que, por definición, carece de esperanza y de sentido.
Algunos envían a sus hijos a las escuelas y trabajan incansablemente para estar al tanto de lo que se enseña, para protegerlos de las degeneraciones de nuestra época. Aunque hay que reconocer esos esfuerzos, el daño puede producirse por la ausencia de conocimiento, por lo que no se enseña. Debemos trabajar para corregir esta privación antes de que lo que queda de nuestra cultura se pierda porque las próximas generaciones no tengan ningún recuerdo de lo que una vez fue.
Notas:
(1) Common Core es el conjunto de estándares académicos en matemáticas y artes del lenguaje inglés que definen lo que un estudiante debe aprender al final de cada año escolar desde el jardín de infantes hasta el grado 12.
2) El vicealmirante Horatio Nelson fue un oficial de bandera británico en la Royal Navy. Su liderazgo inspirador, comprensión de la estrategia y tácticas poco convencionales dieron lugar a una serie de victorias navales británicas decisivas durante las guerras revolucionarias francesas y napoleónicas.
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