(Hasta el derramamiento de sangre)
Sobre los nombramientos del próximo Consistorio
Por Monseñor Carlo Maria Viganò
Sobre los nombramientos del próximo Consistorio
Por Monseñor Carlo Maria Viganò
Si pudiéramos preguntar a San Gregorio Magno, a San Pío V, al Beato Pío IX, a San Pío X, al Venerable Pío XII sobre la base de qué evaluaciones han elegido a los Prelados para ser condecorados con la Sagrada Púrpura, escucharíamos de todos, ninguno excluido, que el principal requisito para ser Príncipes de la Santa Iglesia Romana es la santidad de vida, la excelencia en las virtudes particulares, la erudición en las disciplinas eclesiásticas, la sabiduría en el ejercicio de la autoridad, la fidelidad a la Sede Apostólica y al Vicario de Cristo. Muchos de los Cardenales creados por estos Pontífices se convirtieron a su vez en Papas; otros se distinguieron por su aporte al gobierno de la Iglesia; otros más merecieron ser elevados a la gloria de los altares y proclamados Doctores de la Iglesia, como San Carlos Borromeo y San Roberto Bellarmino.
Asimismo, si pudiéramos preguntar a los cardenales creados por san Gregorio Magno, san Pío V, el beato Pío IX, san Pío X, el venerable Pío XII cómo concebían la dignidad a la que habían sido elevados, nos responderían, sin excluir a ninguno, que se sentían indignos del papel que desempeñaban y que confiaban en la ayuda de la Gracia del Estado. Todos ellos, desde los más distinguidos hasta los menos conocidos, consideraron esencial para su propia santificación dar pruebas de absoluta fidelidad al inmutable Magisterio de la Iglesia, de heroico testimonio de la Fe predicando el Evangelio y defendiendo las Verdades reveladas, de filial obediencia a la Sede de Pedro, Vicario de Cristo y Sucesor del Príncipe de los Apóstoles.
Si se plantearan estas preguntas a quien hoy se sienta en el Trono y a quienes ha elevado a la púrpura, se descubriría con gran escándalo que el nombramiento de un cardenal se considera a la altura de cualquier otro cargo de prestigio en una institución civil, y que no son las virtudes requeridas para ese cargo las que llevan a elegir a tal o cual candidato, sino su nivel de corruptibilidad, chantaje o pertenencia a tal o cual corriente. Y lo mismo, y tal vez peor, sucedería al suponer que, como en las cosas de Dios sus ministros deben ser ejemplos de santidad, así en las cosas del César los gobernantes deben guiarse por las virtudes de la gobernanza y moverse por el bien común.
Los cardenales nombrados por la iglesia bergogliana son perfectamente coherentes con esa iglesia profunda de la que son expresión, al igual que los ministros y funcionarios del Estado son elegidos y nombrados por el Estado profundo. Y si esto sucede, es porque la crisis de autoridad a la que asistimos desde hace siglos en el mundo y desde hace sesenta años en la Iglesia está haciendo metástasis.
Los líderes honestos e incorruptibles exigen y obtienen colaboradores convencidos y fieles, porque su consentimiento y colaboración derivan de compartir un buen fin -la santificación propia y ajena- utilizando instrumentos moralmente buenos. Del mismo modo, los líderes corruptos y traidores requieren subordinados no menos corruptos y dispuestos a la traición, porque su consentimiento y cooperación derivan de la complicidad en el crimen, del chantaje del asesino y del principal, de la falta de cualquier reparo moral en el cumplimiento de las órdenes. Pero la lealtad en el mal, no lo olvidemos, está siempre limitada en el tiempo, y sobre ella pende la espada de Damocles del mantenimiento del poder del amo y la ausencia de una alternativa más atractiva o remunerativa para quienes le sirven. Por el contrario, la lealtad en el Bien -es decir, fundada en Dios Caridad y Verdad- no conoce segundas intenciones, y está dispuesta a sacrificar su vida -usque ad effusionem sanguinis- por aquella autoridad espiritual o temporal que es vicaria de la Autoridad de Nuestro Señor, Rey y Sumo Sacerdote. Este es el martirio simbolizado por la túnica del cardenal. Esta será también la condena de quienes la profanen creyéndose protegidos por las Murallas Leoninas.
Por eso no es de extrañar que una autoridad basada en el chantaje se rodee de personas chantajeables, ni que un poder ejercido en nombre de un lobby subversivo quiera asegurar la continuidad en la línea emprendida, impidiendo que el próximo Cónclave elija a un Papa y no a un vendedor de vacunas o a un propagandista del Nuevo Orden Mundial.
Me pregunto, sin embargo, quiénes de los Eminentes que salpican las crónicas bocazas de la prensa con sus pintorescos apodos y el lastre de los escándalos financieros y sexuales estarían dispuestos a dar la vida, no sólo por su señor de Santa Marta -que se cuidaría de dar la vida por sus cortesanos-, sino también por Nuestro Señor, suponiendo que no lo hayan sustituido por la Pachamama.
Ahí: en esto, me parece, está el quid de la cuestión. Pedro, ¿me amas más que éstos? (Jn 21,15-17). No me atrevo a pensar lo que respondería Bergoglio; sé en cambio lo que respondería esta gente, conferida con el Cardenalato como Calígula [1] confirió el laticlavio a su caballo Incitatus desafiando al Senado romano: no lo conozco (Lucas 22: 54-62).
Que sea la principal tarea de los católicos -laicos y clérigos- implorar al Dueño de la Viña que venga a hacer justicia con los jabalíes que la asolan. Hasta que no se expulse del templo a esta secta de corruptos y fornicadores, no podemos esperar que la sociedad civil sea mejor que quienes deberían edificarla y no escandalizarla.
✟ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
2 de junio de 2022
Nota:
[1] “Extravagante, excéntrico y depravado. Las pocas fuentes historiográficas definen así el reinado de Calígula, el emperador romano que, según la leyenda, se atrevió a hacer senador a su caballo (que para que conste se llama Incitatus ). Al final de su reinado, Calígula pretendía llamarse Dios, que es un poco más que ungido por el Señor”.
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