Por Patricio Padilla
Manuel Carreño inicia su capítulo sobre los Deberes con la Sociedad con el importante tema de los Deberes con Nuestros Padres. Habla en tonos muy elevados del respeto que debemos a nuestros padres que se han dedicado a nuestra formación integral. Esta ternura y bondad que se nos ha mostrado desde la infancia debe ser retribuida con respeto filial.
No es difícil ver cómo la Revolución ha destruido esta primera y vital relación en la sociedad. Los niños se burlan, imitan, desprecian y vituperan abiertamente a sus padres. Los padres, a su vez, han jugado un papel importante en la pérdida de respeto que reciben. Los padres y las madres no se comportan ni se visten con dignidad, no mantienen la autoridad en el hogar ni defienden los principios católicos y se los enseñan a sus hijos.
La estabilidad familiar deriva de los principios católicos que aseguran a sus miembros, en particular a los hijos, un ambiente que desarrolla una sana individualidad así como una fortaleza moral y espiritual.
En su Manual de urbanidad y buenas costumbres, Carreño utiliza el lenguaje elevado del mundo católico español de mediados del siglo XIX para describir el amor y la benevolencia que los padres muestran a sus hijos desde el momento de su primera existencia. Luego presenta los deberes de respeto, honor y cuidado que los hijos tienen para con sus padres. Lo hace con calma y seguridad, describiendo las relaciones como si nunca pudiera imaginar que podrían cambiar.
Sus palabras pueden parecer anticuadas para nuestros oídos modernos. La culpa aquí, sin embargo, es de nuestro tiempo, no del pasado. Debemos comenzar a reafinar nuestros oídos, actitudes y formas de ser para corresponder a esos altos ideales para que se pueda construir un nuevo futuro contrarrevolucionario. El primer lugar para que comience esta reconstrucción es, por supuesto, en las relaciones familiares.
Procuren los padres católicos brindar a sus hijos el cuidado y la benevolencia constantes y desinteresados que Carreño describe como normales en su época. Que ellos también tomen una posición firme contra la vulgaridad, la inmoralidad y la blasfemia y se presenten en todo momento con dignidad. Entonces, muestren los niños el debido respeto y reverencia debido a esta autoridad amorosa, firme y honorable.
Pasamos ahora al texto de Carreño, algo adaptado al espíritu y los tiempos americanos, buscando un futuro que debe construirse sobre nuestro pasado católico.
Los autores de nuestros días, los que enjugaron nuestras primeras lágrimas y soportaron las miserias e inconvenientes de nuestra niñez, los que consagraron su esfuerzo a la difícil tarea de nuestra educación y a cultivar nuestra felicidad, deben ser para nosotros los seres más privilegiados y venerables que existen en la tierra.
El amor y los sacrificios de una madre comienzan desde el momento en que nos lleva en su vientre. ¡Cuántos sufrimientos físicos y privaciones soporta para conservar la vida del niño que la naturaleza ha identificado con su propio ser, y al que ya ama antes de que sus ojos lo hayan visto! Durante este tiempo, el padre cuida a su mujer con mayor ternura, la protege de los peligros y angustias que la puedan acosar, la acompaña en sus privaciones, la consuela en sus sufrimientos y se une a ella para custodiar el dulce fruto de su amor.
El niño finalmente nace, a costa del sufrimiento, y su primera señal de vida es un llanto, como si el destino estuviera allí para recibirlo en sus brazos e imprimirle el sello del sufrimiento que debe acompañarlo en su peregrinar desde la cuna hasta la tumba.
Sus padres lo saludan con un beso de bendición, le prodigan sus caricias, protegen su debilidad e inocencia. Aquí comienza ese cuidado, consideración y sacrificio exquisitos que triunfan sobre todos los obstáculos, vicisitudes e incluso a veces la ingratitud, y que sólo terminan con la muerte.
Cuán inagotable debe ser su paciencia para cuidarnos y buscar nuestro bien, utilizando la firmeza siempre que sea necesario, incluso desde la más tierna infancia, para mantenernos en el camino angosto hacia el Cielo. Porque son ellos los que imprimen en nuestra alma las primeras ideas, las que sirven de base para todos los conocimientos posteriores y de norma en el espinoso camino de la vida.
Su primer cuidado es hacernos conocer a Dios. Ellos son los primeros en darnos una idea de ese Ser infinitamente grande, poderoso y bueno, ante Quien se postra el universo entero. Son ellos quienes nos enseñan a amarlo y adorarlo y a pronunciar sus alabanzas.
No escatiman esfuerzos para brindarnos educación, ofreciendo desde el hogar la base sólida para discernir lo que está bien y lo que está mal para ese momento en que ingresamos al mundo exterior. Luego, después de esforzarse asiduamente en alimentarnos, vestirnos, educarnos y formarnos y proporcionarnos toda clase de inocentes placeres, no abandonan en nuestra edad madura esa dulce tarea de hacernos el bien.
Nuestros padres son al mismo tiempo nuestros consultores naturales, nuestros fieles confidentes. El egoísmo, la envidia, la hipocresía y todas las demás pasiones tributarias de interés personal quedan excluidas de sus relaciones con nosotros. Ellos nos ofrecen los frutos de su experiencia y sus intuiciones, y confiamos gustosamente en ellos porque sabemos que están firmemente arraigados en la Fe y la Moral católicas que nos han transmitido.
Las lecciones que han recibido en la escuela de la vida, los descubrimientos que han hecho en sus oficios, ciencias y artes, los útiles secretos que poseen, todo es para nosotros, todo nos es transmitido. Y si los vemos aún en edad avanzada trabajando activamente y con dedicación por la conservación y mejoramiento de sus bienes, sabemos que lo que los mueve es que ese legado nos lo dejen para nuestra futura seguridad y comodidad.
Si, pues, son tantos y tan elevados los beneficios que recibimos de nuestros padres, ¿cuál será el alcance de nuestros deberes para con ellos? ¡Ay de aquel que, al llegar a la edad de la razón, no haya medido ya esta deuda con la noble y segura balanza de la gratitud!
Porque, a decir verdad, el que a esa edad no ha podido entender lo que debe a sus padres, tampoco entenderá lo que debe a Dios. Y para estas almas bajas e ingratas no hay felicidad posible ni en esta vida ni en la venidera.
La piedad filial es uno de los sentimientos que más honra y ennoblece el corazón humano y que más lo dispone a la práctica de las virtudes. Tan convencidos estamos de esta verdad, que para juzgar el carácter y el valor moral de una persona que queremos acercar a nosotros, naturalmente investigamos su comportamiento hacia sus padres. Si encontramos que es bueno, sentimos una simpatía y un profundo sentimiento de estima y benevolencia hacia él. Cuando un padre cariñoso considera un posible pretendiente para su hija, una de sus primeras preocupaciones es ver cómo ese joven trata a sus padres.
Debemos, por lo tanto, regocijarnos en el cumplimiento de los deberes que la ley divina y la misma naturaleza nos han impuesto para con nuestros padres. Amarlos, honrarlos, respetarlos y obedecerlos, estos son estos grandes y sagrados deberes.
Siempre debemos testimoniar nuestro amor y gratitud a nuestros padres, pero especialmente cuando se encuentran azotados por la desgracia, o cuando el peso de la vejez los abruma y los reduce a ese estado en que necesitan nuestra asistencia. Entonces, recordemos cuánto les debemos. No les retengamos nada en sus necesidades, ni creamos que somos demasiado probados en los inconvenientes que nos causan sus fatigados años.
Este amor puro debe naturalmente hacernos honrarles siempre, contribuyendo por todos los medios a nuestro alcance a su estima social, y ocultando cuidadosamente a los extraños las faltas y debilidades a que, como seres humanos, puedan estar sujetos. Porque la gloria del hijo es la honra del padre.
En cuanto a nuestra obediencia, ésta no debe reconocer más límites que los de la Fe, la Moral y la razón. En casos tan lamentables tenemos la obligación de hacerles nuestras observaciones y objeciones de manera amable y respetuosa, y, lamentablemente, a veces incluso de abstenernos de contactar con ellos.
Finalmente, dentro de los deberes que nos ocupan está el respeto a nuestros mayores y maestros, y especialmente a aquellos que han tenido un papel benéfico en nuestra formación. A ellos también se debe la más pura gratitud.
Un hogar católico es un nido de armonía, que hace que cada individuo sienta su distinción y, aprovechando y construyendo sobre la herencia psicológica y genética de la familia, le da la posibilidad de desarrollar un fuerte y personalidad única
Un hermoso ejemplo de un hogar y una familia de este tipo es el del Sr. y la Sra. Louis y Zelie Martin y sus cinco hijas, Maria, Paulina, Leonia, Celina y Teresa.
No es difícil ver cómo la Revolución ha destruido esta primera y vital relación en la sociedad. Los niños se burlan, imitan, desprecian y vituperan abiertamente a sus padres. Los padres, a su vez, han jugado un papel importante en la pérdida de respeto que reciben. Los padres y las madres no se comportan ni se visten con dignidad, no mantienen la autoridad en el hogar ni defienden los principios católicos y se los enseñan a sus hijos.
La estabilidad familiar deriva de los principios católicos que aseguran a sus miembros, en particular a los hijos, un ambiente que desarrolla una sana individualidad así como una fortaleza moral y espiritual.
En su Manual de urbanidad y buenas costumbres, Carreño utiliza el lenguaje elevado del mundo católico español de mediados del siglo XIX para describir el amor y la benevolencia que los padres muestran a sus hijos desde el momento de su primera existencia. Luego presenta los deberes de respeto, honor y cuidado que los hijos tienen para con sus padres. Lo hace con calma y seguridad, describiendo las relaciones como si nunca pudiera imaginar que podrían cambiar.
Sus palabras pueden parecer anticuadas para nuestros oídos modernos. La culpa aquí, sin embargo, es de nuestro tiempo, no del pasado. Debemos comenzar a reafinar nuestros oídos, actitudes y formas de ser para corresponder a esos altos ideales para que se pueda construir un nuevo futuro contrarrevolucionario. El primer lugar para que comience esta reconstrucción es, por supuesto, en las relaciones familiares.
Procuren los padres católicos brindar a sus hijos el cuidado y la benevolencia constantes y desinteresados que Carreño describe como normales en su época. Que ellos también tomen una posición firme contra la vulgaridad, la inmoralidad y la blasfemia y se presenten en todo momento con dignidad. Entonces, muestren los niños el debido respeto y reverencia debido a esta autoridad amorosa, firme y honorable.
Pasamos ahora al texto de Carreño, algo adaptado al espíritu y los tiempos americanos, buscando un futuro que debe construirse sobre nuestro pasado católico.
Deberes para con la Familia
Los autores de nuestros días, los que enjugaron nuestras primeras lágrimas y soportaron las miserias e inconvenientes de nuestra niñez, los que consagraron su esfuerzo a la difícil tarea de nuestra educación y a cultivar nuestra felicidad, deben ser para nosotros los seres más privilegiados y venerables que existen en la tierra.
El amor y los sacrificios de una madre comienzan desde el momento en que nos lleva en su vientre. ¡Cuántos sufrimientos físicos y privaciones soporta para conservar la vida del niño que la naturaleza ha identificado con su propio ser, y al que ya ama antes de que sus ojos lo hayan visto! Durante este tiempo, el padre cuida a su mujer con mayor ternura, la protege de los peligros y angustias que la puedan acosar, la acompaña en sus privaciones, la consuela en sus sufrimientos y se une a ella para custodiar el dulce fruto de su amor.
El niño finalmente nace, a costa del sufrimiento, y su primera señal de vida es un llanto, como si el destino estuviera allí para recibirlo en sus brazos e imprimirle el sello del sufrimiento que debe acompañarlo en su peregrinar desde la cuna hasta la tumba.
Sus padres lo saludan con un beso de bendición, le prodigan sus caricias, protegen su debilidad e inocencia. Aquí comienza ese cuidado, consideración y sacrificio exquisitos que triunfan sobre todos los obstáculos, vicisitudes e incluso a veces la ingratitud, y que sólo terminan con la muerte.
Cuán inagotable debe ser su paciencia para cuidarnos y buscar nuestro bien, utilizando la firmeza siempre que sea necesario, incluso desde la más tierna infancia, para mantenernos en el camino angosto hacia el Cielo. Porque son ellos los que imprimen en nuestra alma las primeras ideas, las que sirven de base para todos los conocimientos posteriores y de norma en el espinoso camino de la vida.
Su primer cuidado es hacernos conocer a Dios. Ellos son los primeros en darnos una idea de ese Ser infinitamente grande, poderoso y bueno, ante Quien se postra el universo entero. Son ellos quienes nos enseñan a amarlo y adorarlo y a pronunciar sus alabanzas.
No escatiman esfuerzos para brindarnos educación, ofreciendo desde el hogar la base sólida para discernir lo que está bien y lo que está mal para ese momento en que ingresamos al mundo exterior. Luego, después de esforzarse asiduamente en alimentarnos, vestirnos, educarnos y formarnos y proporcionarnos toda clase de inocentes placeres, no abandonan en nuestra edad madura esa dulce tarea de hacernos el bien.
Nuestros padres son al mismo tiempo nuestros consultores naturales, nuestros fieles confidentes. El egoísmo, la envidia, la hipocresía y todas las demás pasiones tributarias de interés personal quedan excluidas de sus relaciones con nosotros. Ellos nos ofrecen los frutos de su experiencia y sus intuiciones, y confiamos gustosamente en ellos porque sabemos que están firmemente arraigados en la Fe y la Moral católicas que nos han transmitido.
Las lecciones que han recibido en la escuela de la vida, los descubrimientos que han hecho en sus oficios, ciencias y artes, los útiles secretos que poseen, todo es para nosotros, todo nos es transmitido. Y si los vemos aún en edad avanzada trabajando activamente y con dedicación por la conservación y mejoramiento de sus bienes, sabemos que lo que los mueve es que ese legado nos lo dejen para nuestra futura seguridad y comodidad.
Los deberes de los hijos
Si, pues, son tantos y tan elevados los beneficios que recibimos de nuestros padres, ¿cuál será el alcance de nuestros deberes para con ellos? ¡Ay de aquel que, al llegar a la edad de la razón, no haya medido ya esta deuda con la noble y segura balanza de la gratitud!
Porque, a decir verdad, el que a esa edad no ha podido entender lo que debe a sus padres, tampoco entenderá lo que debe a Dios. Y para estas almas bajas e ingratas no hay felicidad posible ni en esta vida ni en la venidera.
La piedad filial es uno de los sentimientos que más honra y ennoblece el corazón humano y que más lo dispone a la práctica de las virtudes. Tan convencidos estamos de esta verdad, que para juzgar el carácter y el valor moral de una persona que queremos acercar a nosotros, naturalmente investigamos su comportamiento hacia sus padres. Si encontramos que es bueno, sentimos una simpatía y un profundo sentimiento de estima y benevolencia hacia él. Cuando un padre cariñoso considera un posible pretendiente para su hija, una de sus primeras preocupaciones es ver cómo ese joven trata a sus padres.
Debemos, por lo tanto, regocijarnos en el cumplimiento de los deberes que la ley divina y la misma naturaleza nos han impuesto para con nuestros padres. Amarlos, honrarlos, respetarlos y obedecerlos, estos son estos grandes y sagrados deberes.
Siempre debemos testimoniar nuestro amor y gratitud a nuestros padres, pero especialmente cuando se encuentran azotados por la desgracia, o cuando el peso de la vejez los abruma y los reduce a ese estado en que necesitan nuestra asistencia. Entonces, recordemos cuánto les debemos. No les retengamos nada en sus necesidades, ni creamos que somos demasiado probados en los inconvenientes que nos causan sus fatigados años.
Este amor puro debe naturalmente hacernos honrarles siempre, contribuyendo por todos los medios a nuestro alcance a su estima social, y ocultando cuidadosamente a los extraños las faltas y debilidades a que, como seres humanos, puedan estar sujetos. Porque la gloria del hijo es la honra del padre.
En cuanto a nuestra obediencia, ésta no debe reconocer más límites que los de la Fe, la Moral y la razón. En casos tan lamentables tenemos la obligación de hacerles nuestras observaciones y objeciones de manera amable y respetuosa, y, lamentablemente, a veces incluso de abstenernos de contactar con ellos.
Finalmente, dentro de los deberes que nos ocupan está el respeto a nuestros mayores y maestros, y especialmente a aquellos que han tenido un papel benéfico en nuestra formación. A ellos también se debe la más pura gratitud.
Dos ejemplos: los Martin y la madre de San Juan Bosco
Un hogar católico es un nido de armonía, que hace que cada individuo sienta su distinción y, aprovechando y construyendo sobre la herencia psicológica y genética de la familia, le da la posibilidad de desarrollar un fuerte y personalidad única
Un hermoso ejemplo de un hogar y una familia de este tipo es el del Sr. y la Sra. Louis y Zelie Martin y sus cinco hijas, Maria, Paulina, Leonia, Celina y Teresa.
Una profunda calma y confianza en los designios de la Divina Providencia marcó intensamente a la familia Martín. La fuerte formación que los padres dieron a sus hijos desde la infancia fue tal que cuando murió su madre, la pequeña Teresa, que sólo tenía cuatro años, tuvo la estabilidad de persona para realizarse como una gran santa.
Otro ejemplo proviene del hogar más humilde pero no menos católico de San Juan Bosco. Su padre murió cuando él tenía apenas 21 meses. Su madre, Margarita Occhiena, se hizo cargo de sus dos hijos y del hijo del primer matrimonio del padre de Don Bosco.
Todos los ingredientes estaban ahí para formar lo que ahora se llama "una familia disfuncional": es decir, un hogar monoparental, hijos de dos matrimonios, conflictos, peleas, vicios, etc.
¿Qué lo impidió? La fe y la práctica de la virtud.
De manera similar al caso de Santa Teresa del Niño Jesús, el hogar de Don Bosco se nutrió constantemente del espíritu católico. Mama Margarita, como se la llama, brindó un hogar con firme disciplina, oración y aceptación de lo que la Divina Providencia dispuso para ellos. Vivían con dignidad en sus humildes circunstancias. El resultado: con la ayuda de la gracia divina formó el alma de un santo renombrado por su generosidad y celo apostólico que da una enorme gloria al mundo católico.
En dos culturas diferentes, en dos familias diferentes, en dos escenarios sociales y económicos diferentes, la apertura a la gracia produjo resultados virtuosos en lo que hoy consideraríamos situaciones domésticas difíciles. Así es como la práctica de la virtud y las buenas costumbres, combinadas con un profundo ambiente católico en el hogar, pueden vencer todos los obstáculos materiales.
Esto demuestra bien la importancia de las relaciones adecuadas en una familia y de una fuerte convivencia católica en el hogar. No es solo una cuestión de la cantidad de tiempo lo que hace una buena formación, también hay que considerar el elemento sobrenatural.
Continuará...
Tradition in Action
Otro ejemplo proviene del hogar más humilde pero no menos católico de San Juan Bosco. Su padre murió cuando él tenía apenas 21 meses. Su madre, Margarita Occhiena, se hizo cargo de sus dos hijos y del hijo del primer matrimonio del padre de Don Bosco.
Todos los ingredientes estaban ahí para formar lo que ahora se llama "una familia disfuncional": es decir, un hogar monoparental, hijos de dos matrimonios, conflictos, peleas, vicios, etc.
¿Qué lo impidió? La fe y la práctica de la virtud.
De manera similar al caso de Santa Teresa del Niño Jesús, el hogar de Don Bosco se nutrió constantemente del espíritu católico. Mama Margarita, como se la llama, brindó un hogar con firme disciplina, oración y aceptación de lo que la Divina Providencia dispuso para ellos. Vivían con dignidad en sus humildes circunstancias. El resultado: con la ayuda de la gracia divina formó el alma de un santo renombrado por su generosidad y celo apostólico que da una enorme gloria al mundo católico.
Esto demuestra bien la importancia de las relaciones adecuadas en una familia y de una fuerte convivencia católica en el hogar. No es solo una cuestión de la cantidad de tiempo lo que hace una buena formación, también hay que considerar el elemento sobrenatural.
Continuará...
Tradition in Action
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