lunes, 21 de marzo de 2022

DESPOTISMO PAPAL Y UNA HERMENÉUTICA DE LA CONTINUIDAD

La Iglesia está en muy serios problemas desde mucho antes del Vaticano II, acontecimiento que no hizo más que exponerlos a la luz del día y disparar la debacle.


La remoción de Mons. Daniel Fernández de su sede por parte del Romano Pontífice sin justa causa -no lo son las que sus hermanos obispos portoriqueños aducen- y sin posibilidades de defensa, no deja de escandalizarme. ¿Cómo es posible que Francisco, por más romano y pontífice que sea, cometa este enésimo acto de poder omnímodo y absoluto con un sucesor de los apóstoles? ¿Cómo es posible que nadie diga nada? ¿Cómo es posible que el resto del colegio episcopal permita mansamente esta tropelía, excepción hecha de Mons. Héctor Aguer? ¿No es que estamos en la Iglesia de la “sinodalidad”, de la “escucha” y de la “misericordia”? ¿Nadie es capaz de reaccionar frente a tamaña y flagrante hipocresía?

Dicen que “la historia es fuente de gran consuelo”. Y efectivamente, leyendo el último y excelente libro de Yves Chiron, Histoire des tradionalistes (Tallandier, Paris, 2022), he descubierto el para mí inconcebible poder despótico que ejercieron los papas modernos, y los obispos después de ellos, no sólo hacia los clérigos sino también hacia los laicos, muchas veces por razones prudenciales y que nada tenían que ver con la fe y el dogma. Y ofrezco aquí un ejemplo, quizás de los más resonantes, y que tiene como protagonista al Papa Pío XI, considerado “liberal” como Bergoglio, en su condena de la Acción Francesa.

Si bien es verdad que el creador de este movimiento monárquico, Charles Maurras, era agnóstico, la Acción Francesa estaba integrada mayoritariamente por católicos sinceros y “comprometidos”. Pero, ciertamente, era una piedra en el zapato de la República Francesa, y la iglesia romana ayudó a expulsar esa molesta piedrita. En 1926, Pío XI condenó la Acción Francesa aduciendo motivos religiosos ya que su doctrina y su práctica adherían a un naturalismo o un “modernismo político” que desconocía la enseñanza tradicional de la Iglesia en esa materia. El pontífice se refería a lo que él mismo había enseñado en su encíclica Ubi arcano Dei: todos los dominios de la verdadera paz vienen solamente de Cristo y de su Iglesia, y es necesario establecer el Reino de Cristo en la familia, en la escuela y en la sociedad. Y más o menos esto mismo es lo que decía y practicaba la Acción Francesa pero, según el Papa Ratti, su doctrina desconocía las relaciones necesarias del dogma y la moral con la política.

Más allá de lo más o menos acertado que pudiera estar el juicio pontificio, lo cierto es que se trataba de una cuestión prudencial y que se movía en la esfera propia de los juicios prudenciales de los laicos. El Papa, por un acto simplemente voluntarista, determinó que la Acción Francesa era contraria al dogma y a la moral católica y, consecuentemente, los católicos no podían adherir a ella. La República Francesa, feliz y agradecida.

Los franceses no obedecieron mansamente, y la aplicación de la condena de Pío XI fue dolorosa y traumática, además de cruel. La víctima más conocida fue el cardenal Louis Billot. Un jesuita, insigne teólogo tomista y cercanísimo a San Pío X -se dice que fue él quien redactó la encíclica Pascendi- fue creado cardenal por el Papa Sarto. Apoyaba a la Acción Francesa y reclamaba para ella “la libertad de acción en el ámbito político”. Y vaya si no tenía argumentos teológicos para hacerlo quien era el teólogo más esclarecido de la época. Pío XI lo presionó de tal modo, que el cardenal Billot renunció a la púrpura, volvió a ser un simple sacerdote jesuita sujeto a la obediencia, y el prepósito general lo envió a pasar sus últimos años en una aislada casa religiosa cerca de Roma, para tenerlo vigilado. Muchos afirman que, en realidad, el Sumo Pontífice lo descardenalizó en una audiencia -tal como hizo Francisco con Becciu- y que, para maquillar la cuestión, se fingió la renuncia.

Pero lo que más desconcierta es la crueldad pontificia hacia los laicos. Los fieles que continuaban leyendo L’Action française -el periódico del movimiento- fueron privados de los sacramentos y excluidos de las organizaciones católicas. Entre el otoño de 1927 y 1940, más de 120 entierros se realizaron sin misa de funeral porque los últimos sacramentos les habían sido negados por la Iglesia a los moribundos por ser adherentes a la Acción Francesa. Fueron muchos los matrimonios de lectores del periódico que debieron celebrarse en la sacristía, como se hacía en la época en el caso de que un católico desposara a un no bautizado: quienes adherían a ese grupo eran equiparados a un no-bautizado.

Los seminaristas que guardaban simpatías por la Acción Francesa fueron durante mucho tiempo considerados como “impropios para el estado clerical”. Para los sacerdotes, se previó una gradación de sanciones. Una de ellas, por ejemplo, establecía que aquel que continuaba absolviendo a los fieles simpatizantes del movimiento, cometían pecado mortal y sólo podía ser absuelto por el Papa.

Las sanciones a los que adherían a la Acción Francesa fueron levantadas por el Papa Pío XII en 1939. Parece que después de todo, no estaba tan mal pertenecer a ella. Pero, en medio, más de cien católicos murieron sin sacramentos y otros miles fueron privados durante más de diez años de la confesión, la comunión y el resto de los sacramentos imprescindibles para la vida cristiana. Y todo por un capricho o conveniencia política de Pío XI.

Todas estas medidas, tomadas por un Papa hace menos de un siglo, nos parecen hoy disparatadas, tan disparatadas e irritantes como nos parecen las medidas tomadas por Francisco. La Iglesia está en muy serios problemas desde mucho antes del Vaticano II, acontecimiento que no hizo más que exponerlos a la luz del día y disparar la debacle que venía siendo contenida por estructuras viejas y quizás un poco anquilosadas, pero aún efectivas; pero una efectividad que, ciertamente, no iba a durar mucho tiempo más.

Por eso, las medidas vesicantes que toma el papa Francisco y que son leídas desde una hermenéutica jesuita y peronista, deben ser leídas también desde una hermenéutica de la continuidad: no está haciendo ni más ni menos de lo que hicieron sus predecesores.


Wanderer


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