La promulgación del motu proprio Traditionis custodes ha provocado en todo el ámbito tradicional una serie de reacciones que llenan, y continúan llenando, espacios físicos y virtuales. Prueba de ellos es el voluminoso libro editado por Peter Kwasniewski del que ya hablamos en este blog en el que se compendian sólo algunas de las primeras reflexiones sobre la cuestión.
El documento pontificio fue seguido por las respuestas a algunas dubia y se espera que en las próximas semanas aparezcan al menos otros dos documentos restringiendo aún más la Liturgia Tradicional y orientados, sobre todo, a los institutos Ecclesia Dei, como el de Cristo Rey, San Pedro o Buen Pastor. En estos casos la situación es más que compleja ya que la Congregación de Culto fue taxativa al afirmar la prohibición absoluta de usar el pontifical romano anterior a la reforma, con lo cual estos institutos deberían ordenar a sus sacerdotes según el rito de Pablo VI, lo cual implica que los principios mismos de su existencia quedaría devastados.
El ultramontanismo propio del espacio conservador tiene ya una solución a este problema: obedecer. El papa es el representantes de Cristo en la tierra; está asistido por el Espíritu Santo; el que obedece no se equivoca, y toda la cantinela que ya conocemos es remixada como argumentación definitiva a fin de ni siquiera cuestionar la norma. Un vistoso ejemplo de esta postura la tenemos los hispano-hablantes en un mediático y lastimoso sacerdote español quien desde su tribuna en un portal de noticias, comenzó denunciando a los “filo-lefebvrianos”, luego él mismo adoptó una postura muy cercana a la Misa Tradicional y, finalmente, luego de Traditionis custodes, volvió a abogar por la liturgia reformada. Se trata de un hombre de un solo principio: obedecer al papa diga lo que diga. Una actitud compartida por muchos —Opus Dei incluido—, y que tiene más de secta y de acomodo que de católico.
Quienes queremos ser católicos tradicionales en el sentido más propio y pleno del término, nos viene una y otra vez a la cabeza la posibilidad de desobedecer una ley que consideramos injusta. ¿Podría un obispo ordenar sacerdotes con el pontifical tradicional desobedeciendo de ese modo objetivamente una ley emanada por una autoridad competente? Yo no soy jurista ni canonista, pero conozco algo de historia, y todos sabemos que historia magistra vitae, como decía Cicerón. Veamos qué ocurrió con el tema de la obediencia al papado romano en un caso paradigmático y muy caro a los actuales vientos pontificios: la supresión de los jesuitas.
El 21 de julio de 1773, el Papa Clemente XIV abolió la Compañía de Jesús a través del breve pontificio Dominus ac Redemptor. Allí decía entre otras cosas:
25. […] con maduro acuerdo, de cierta ciencia, y con la plenitud de la potestad Apostólica, suprimimos, y extinguimos la sobredicha Compañía, abolimos y anulamos todos y cada uno de sus oficios, ministerios y empleos, Casas, Escuelas, Colegios, Hospicios, Granjas, y cualesquiera posesiones sitas en cualquiera Provincia, Reino, ó Dominio, y que de cualquiera modo pertenezcan á ella; y sus estatutos, usos, costumbres, decretos, y constituciones […].Como puede verse, las disposiciones pontificias fueron durísimas y clarísimas. Nadie podía hacerse el distraído. La Compañía de Jesús había dejado de existir para siempre, y quien quisiera o pensase otra cosa, no solamente faltaba gravemente contra la virtud de la obediencia, sino que quedaba excomulgado.
34. Prohibimos que después que hayan sido hechas saber, y publicadas estas nuestras Letras, nadie se atreva á suspender su ejecución, ni aun socolor, ó con título y pretexto de cualquiera instancia, apelación, recurso, consulta ó declaración de dudas, que acaso pudiesen originarse, ni bajo de ningún otro pretexto previsto, ó no previsto. Pues queremos que la extinción y abolición de toda la sobredicha Compañía, y de todos sus Oficios, tenga efecto desde ahora é inmediatamente, en la forma y modo que hemos expresado arriba, sopena de excomunión mayor ipso facto incurrenda […]
35. Además de esto mandamos, é imponemos precepto en virtud de santa obediencia, á todas y á cada una de las personas eclesiásticas, así regulares, como seculares, de cualquiera grado, dignidad, condición y calidad que sean, y señaladamente á los que hasta aquí fueron de la Compañía, y han sido tenidos por individuos suyos, de que no se atrevan á hablar, ni escribir en favor, ni en contra de esta extinción, ni de sus causas y motivos, como ni tampoco del instituto, de la regla, de las constituciones y forma de gobierno de la Compañía, ni de ninguna otra cosa perteneciente á este asunto, sin expresa licencia del Pontífice Romano. […]
Sin embargo, conocemos la historia. Cuarenta y un años después, en 1814, el Papa Pío VII, de clara inspiración liberal, restauró la Compañía, que enseguida volvió a florecer. Nos preguntamos entonces, cómo fue esto posible, si no habían ya jesuitas capaces de refundarla. Tengamos en cuenta que los miembros de esta congregación hacen su profesión religiosa más bien tarde, en torno a los 30 años. Entonces, un jesuita recién profeso de esa edad cuando se dictó la supresión, en el momento de la restauración habría tenido 70 años, si es que quedaba alguno vivo teniendo en cuenta el promedio de vida de la época. La restauración, consecuentemente, no pudo hacerse con jesuitas originales. ¿Es que, entonces, habrán desobedecido las contundentes órdenes pontificias y seguido formando miembros de la Compañía suprimida? Efectivamente, eso sucedió. Y utilizaron dos vertientes.
En primer lugar, la protección de príncipes que no eran católicos: el rey Federico de Prusia y la zarina Catalina de Rusia. En ambas naciones, el breve pontificio no fue acatado y allí los buenos padres de la Compañía siguieron trabajando como si nada hubiese pasado, obedeciendo a los deseos de los príncipes temporales y desoyendo los claros mandatos pontificios. De hecho, para la restauración de la provincia francesa, se “utilizaron” 34 jesuitas que estaban en la casa de formación de Polotsk (actual Bielorusia): 18 eran franceses y 9 eran polacos.
La segunda vertiente, fueron los criptojesuitas que, desobedeciendo los mandatos pontificios, fundaron congregaciones fantasmas, en las que la Compañía siguió viva y plenamente activa. Por ejemplo, la Sociedad de Padres del Sagrado Corazón de Jesús, la Sociedad del Corazón de Jesús, los Padres de la Fe y los Padres Pobres, entre otras, fundados por ex-jesuitas y allegados, tales como Pierre Picot de Clorivière, Charles de Broglie, Joseph Varin d’Ainville y el italiano Niccola Paccanari (Cf. Jean Lacouture, Jesuits, London: Harvill Press, 1995, 301-351).
La conclusión que surge de estos hechos históricos es evidente: los jesuitas, y con ellos un sinfín de obispos y laicos que los apoyaban, no tuvieron ningún problema en desobedecer las órdenes del Romano Pontífice en un tema que ellos consideraban injusto, haciendo caso omiso a las penas de excomunión y demás cesuras previstas por el breve Dominus ac Redemptor. Y, por cierto, tampoco acusaron ningún problema de conciencia en cuanto al acto de desobediencia formal en el que caían. Y lo más curioso de todo esto, es que nadie se los reprochó, o en todo caso, quienes lo hicieron fueron los monarcas seculares, principalmente españoles. La Iglesia guardó silencio y dejó hacer, y en su momento, “utilizó” a los desobedientes, que teóricamente estaban excomulgados, para restaurar la Compañía.
Si los hechos son tal como los hemos narrado, ¿por qué, entonces, tendríamos algún prurito en desobedecer una manifiesta orden injusta, como Traditionis custodes y sus hijuelas posteriores? Y notemos que en ambos casos hay una diferencia fundamental: el Papa Clemente XIV tenía todo el derecho y la potestad para suprimir una orden religiosa. En el mismo Dominus ac Redemptor enumera todos los casos en los que los papas anteriores a él hicieron lo propio. En el caso de la supresión de la Liturgia Tradicional, por el contrario, es discutible que un pontífice, por más romano que sea, tenga autoridad suficiente para abrogar una Liturgia que posee más de mil quinientos años de antigüedad, declarando, además, que pertenece a una lex credendi que ya ha sido superada por la Iglesia conciliar. Más aún, contradiciendo in terminis lo dispuesto por su inmediato antecesor, aún vivo, en Summorum Pontificum que estableció que Liturgia Tradicional nunca había sido abrogada y que nunca podría serlo (art. 1).
Los canonistas podrán, seguramente, echar más luz sobre este tema. La historia también ilumina y nos dice qué hacer en el caso de que las cosas sigan agravándose.
Wanderer
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