Por Fernando Beltrán
“¿Es que se olvidan que creemos que la tierra es un don de Dios y que nos la dejó para que la cuidásemos? (Gn 1-2)”, añadía con una cita del Génesis.
“Rezo para que los gobiernos acuerden medidas que protejan nuestra casa común”, concluía junto al ‘hastag’ COP26, en referencia a la Cumbre Climática que está teniendo lugar estos días en Glasgow; a la que no ha acudido, por cierto, China, el país más contaminante del mundo con amplísima diferencia.
No, eminencia, no. Al margen de que los cambios climáticos se han producido a lo largo de la historia de este planeta ―y se producirán siempre―, y no poniendo en duda que se esté produciendo en estos momentos, lo preocupante no es que la Iglesia se preocupe por la Creación, no.
Claro que cualquier católico tiene que ver su entorno natural como un don de Dios; efectivamente, así lo han visto las Escrituras y la Tradición desde el Génesis. No, no es eso, eminencia, lo que no se entiende.
Lo que algunos católicos no entienden es la obsesión en la que se ha convertido este tema. Y una obsesión mundanizada; porque, excepto algunas vagas referencias a Dios o a la Creación, se habla de esto, en los ambientes eclesiales, a tiempo y a destiempo, utilizando el mismo lenguaje que utilizan desde los políticos, hasta las ‘celebrities’; desde las grandes empresas y los bancos, hasta los magnates de las Gigantes Tecnológicas.
La Iglesia se convierte así en una ONG más en este maremágnum de organizaciones supranacionales, asociaciones, intereses económicos y políticos; en el brazo espiritual de las Naciones Unidas; un papagayo que repite las consignas globalistas, barnizadas por el halo misterioso y místico que aún le queda por el peso de su bimilenaria historia y la autoridad que le dio Cristo.
La Iglesia, eminencia, claro que debe preocuparse por el cuidado de la Creación ―prefiero esta palabra a planeta o ‘casa común’―; de esto y de tantas otras cosas. Pero, primero, no debería ser un tema tan obsesivo y, segundo, desde luego no enfocarlo calcando el mensaje apocalíptico thunbergiano ni el deseo del gran reseteo de Davos.
Estamos en una época con multitud de amenazas contra la naturaleza del hombre, contra la antropología cristiana, de indiferencia hacia Dios y hacia su Iglesia; un tiempo en el que se ven como derechos que las madres maten a sus hijos en el vientre, o que los hijos animen a sus padres a suicidarse mediante la eutanasia; unos días en los que, en Occidente, ya no se tienen hijos, se prefieren perros o, muy a menudo, la situación económica y laboral lo convierten en una odisea sólo apta para héroes; un momento de la historia en el que la apostasía es masiva, y vemos como miríadas de católicos abandonan las iglesias.
Por lo tanto, monopolizar el discurso y los diversos mensajes episcopales y de entidades católicas ―o, al menos, gran parte de ellos― con el Cambio Climático, lleva a la triste conclusión de que, más que una preocupación, parece un peloteo al Mundo; un sumarse a la moda para no parecer el rarito de la clase, para caer bien, ser ‘mainstream’.
¿Entender la preocupación por la naturaleza que Dios nos ha regalado? Sí. ¿Entender una obsesión de la Iglesia por el Cambio Climático y un seguir a pies juntillas los eslóganes del establishment? No, eminencia.
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