miércoles, 27 de octubre de 2021

LA MALDICIÓN DEL PAPA FRANCISCO (II)

El segundo daño que ha hecho el papa Francisco debido a su torpeza, si somos generosos en señalar una causa, es el que se refiere al ‘cuidado del medio ambiente’ o, como diría un cristiano, de la Creación.


Sucede que frecuencia que las buenas causas, cuando son promocionadas por las personas equivocadas, despiertan rechazo. Y es lo que sucede en este caso. Que la insistencia en cuidar la naturaleza venga impulsada por la ONU, Greta, Bill Gates y, lo que es peor, el papa Francisco, despierta en muchos —en mí, por ejemplo—, una inmediata desconfianza y el casi irreprimible deseo de hacer lo contrario. Pero soy consciente que actuar de ese modo sería dejarme llevar por las emociones y no por la razón; sería una insensatez.

Cualquier persona sensata estará de acuerdo en que debemos cuidar la naturaleza y el medio ambiente, y acordará también que las condiciones en la que se da el actual crecimiento de la población mundial implica un peligro [destaco que el problema no está en el crecimiento de la población, sino en las condiciones en las que sucede]. Los bosques y selvas tienden a desaparecer para dejar lugar a cultivos intensivos; los ríos y mares tienden a contaminarse con los productos químicos y deshechos de las megápolis; las especies animales tienden a extinguirse por falta de habitat, etc. Nadie está conforme con ver islas de botellas plásticas flotando en el océano, o con la devastación del Amazonas, o con el derretimiento de los glaciares. Desde hace más de un siglo grandes autores nos alertan con sus obras literarias acerca de este peligro. Basta leer a William Blake o a J.R.R. Tolkien.

La Creación le fue dada al hombre para que se sirviera de ella a fin de conservarse en la existencia, y no para que la explotara a fin de aumentar desmesuradamente sus riquezas artificiales. Hay un deber de conciencia hacia el cuidado y el buen uso de los recursos naturales que son, en definitiva, regalos de Dios.

El problema de Bergoglio y de su corte de aduladores, es que defienden esta buena causa con los peores argumentos, con aquellos que les provee el establishment del mundo, y son incapaces, por cobardes o impíos, de recurrir a los argumentos que nos da nuestra fe cristiana, y que son los únicos válidos. Es verdad que el capítulo II de Laudato sì ofrece los fundamentos cristianos del cuidado de la Creación, pero ese capítulo ha pasado sin pena ni gloria. Nadie lo recuerda y nadie lo cita. Se perdió en medio de la cháchara progresista del resto del documento.

El problema nuestro es que, sin darnos cuenta, podemos contaminarnos con el concepto moderno del sujeto individual, herencia del dualismo cartesiano, y abandonar la cosmovisión tradicional cristiana, y descuidar completamente el cuidado de la Creación.

En el universo bíblico el cuerpo no es nunca algo diferente del hombre. El acto de conocer no es producto de una inteligencia separada del cuerpo. El hombre es una criatura de Dios, del mismo modo que lo es el conjunto del mundo. El mundo fue creador por la Palabra. Dios dijo y todo fue hecho; ordenó, y todo existió. La materia es, entonces, una “emanación” del habla, no está fija ni muerta, fragmentada, sin solidaridad con las otras formas de vida. No es indigna como en el dualismo. La encarnación —y el mundo creado—, es el hecho del hombre, no su artefacto.

Estas consideraciones filosóficas no son más que la racionalización de lo que el hombre medieval, el que habitaba la Cristiandad, vivía cotidianamente. Él estaba inmerso en una totalidad social y cósmica, en la que participaba del destino común a los animales, a las plantas y al mundo invisible. Cuando venían sequías o heladas, el hambre y el frío era sentido y sufrido por los hombres, por los animales y por las plantas. Todo estaba vinculado, todo resonaba en conjunto, nada era indiferente, todo acontecimiento significaba. Existía una relación de simpatía con todas las formas animadas e inertes que se juntan en el medio en que vivía el hombre. Era una suerte de “comunidad de todo lo viviente”, que imposibilitaba la separación de una forma de vida del resto del mundo.

Es la modernidad, con su dualismo y con su endiosamiento de la razón y consiguiente desprecio del cuerpo y de lo material, la que hace posible el desprecio por la naturaleza y por las otras formas de vida que no gozan del privilegio de la razón. El hombre dejó de ser el rey de la creación, tal como lo había constituido Dios, para convertirse en su tirano y dueño absoluto.

Pero hay otra razón aún más importante. Todos los seres de la Creación, aún los más pequeños e insignificantes, son una huella de Dios. Ellos nos permiten conocer más al Creador y acercarnos más a Él, y no a través de un silogismo, como parecen sugerir algunos decadentes manuales escolásticos, sino porque el cristiano percibe en ellos el eidos divino, o las razones de Dios. En la plaza de la ciudad en la que nací, había una Victoria de Samotracia hecha en yeso. La escultura descabezada no me llamaba particularmente la atención, y hasta me parecía fea. Pero cuando visité por primera vez el Louvre, y subiendo distraídamente la escalera Daru, me topé en el descanso con la escultura original, quedé fascinado. Recuerdo que no podía moverme del lugar; estuve un largo rato contemplándola, atraído, casi imantado por la belleza de la escultura griega. El eidos del artista aún habitaba en aquel trozo de mármol y ejercía una suerte de magia hacia quienes lo contemplaban. Algo similar sucede con los seres de la Creación. En ellos habita el eidos o la razón que fue concebida por el Verbo y que luego plasmó en ese ser particular. Y lo que digo no es poesía filosófica; es la enseñanza pura de los maestros cristianos, desde los Padres a San Juan de la Cruz. ¿Qué otra cosa sino esa, explica en su Cántico espiritual
Mil gracias derramando, 
pasó por estos sotos con presura,
y yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura. 

Sí, la Creación es el reflejo de la hermosura de Dios. Y por eso mismo merece el cuidado y respeto.

La Creación es una escala descendente de teofanías o manifestaciones de Dios. Dios desciende hasta nosotros a través de sus “energías” que lo manifiestan, y nosotros ascendemos a Él a través de la contemplación de esas “energías”, o “razones” o eidos que encontramos en las cosas. La Creación es, en definitiva, un instrumento privilegiado e imprescindible del progreso espiritual, de la santidad.

Estos son sintéticamente los motivos por los cuales un cristiano debe cuidar y preocuparse por la Creación —que no del medio ambiente, término pagano—, y se trata de un deber que obliga en conciencia.

Sin embargo, ¿hemos escuchado a Bergoglio aludir a razones cristianas en su arranques amorosos por la Pachamama? Claro que no. Las suyas son las razones del mundo; son las razones de Greta Thunberg; son, en el mejor de los casos, las razones del paganismo redivivo que él alienta irresponsablemente.

Una vez más, el papa Francisco ha manchado y arruinado una causa buena y justa. Es esa su maldición. Las consecuencias las paga la Iglesia y todos los fieles católicos.

Primera parte:
La Maldición del papa Francisco (I)


Wanderer


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