En los últimos días, muchos somos los que nos preguntamos una y otra vez por qué nos interesa tanto la liturgia. Por qué la publicación de Traditionis custodes nos ha puesto tan tristes y experimentamos de un modo agudo y poderoso el sentimiento de desolación, de vernos, una vez más, abandonados y perseguidos por quienes debieran ser nuestros pastores. Conozco a muchos buenos católicos, mucho más piadosos y santos que yo, que van diariamente a sus misas novus ordo, y que ni siquiera se han enterado del nuevo documento pontificio. ¿Por qué, entonces, somos parte de ese grupo reducido que pareciera que se regodea en crear un problema donde no lo habría?
Las razones son muchas, pero quiero en esta ocasión señalar una de ellas, que considero de las más importantes y a la que no siempre se le otorga el acento que merece. Bregamos por la liturgia tradicional por una cuestión de belleza; porque es una liturgia bella, al contrario de la liturgia moderna, que se distingue por su fealdad y vulgaridad. Y a Dios se le debe un culto digno y, por tanto, bello.
La liturgia es esencialmente belleza salvífica, o belleza performativa, para decirlo con lenguaje de John Austin. La repetida sentencia de Dostoevsky “La belleza salvará al mundo”, sólo puede ser entendida en ese sentido. Como cristianos, sabemos que la verdadera belleza es el rostro transfigurado de Cristo-hombre, y sabemos que se trata de una belleza que tiene su origen en la voluntad salvífica del Padre hacia la humanidad: Dios quiso que la belleza del Logos encarnado nos salvará. Y por eso los Padres, tanto de la Iglesia oriental como de la occidental, afirman que la liturgia es la obra salvífica del Unigénito Hijo de Dios que se continúa en nuestros tiempos.
Esta concepción de la liturgia como un entrocamiento sin solución de continuidad entre la vida del cielo y la de la tierra aparece con mucha más claridad en la teología bizantina que en la latina. Las iglesias y la liturgia que en ellas se celebra son una imagen del mundo divino, tal como afirma San Germán de Constantinopla (s. VIII): “El templo es el cielo en la tierra, donde el Dios del cielo habita y se mueve”. Y no se trata de una fantasía, sino que se enraíza en el misterio de la encarnación de Cristo, anunciado en las Escrituras y explicado en los textos litúrgicos. San Pablo le escribía a los filipenses (2, 6-11):
San Juan Damasceno (s. VIII) escribe: “En los tiempos antiguos Dios, incorpóreo y sin forma, no podía ser representado bajo ningún aspecto. Pero ahora, porque Dios ha sido visto mediante la carne […] yo represento aquello que de Dios ha sido visto”. En esta teología, la liturgia constituye tanto una representación cuanto una re-presentación —hacer de nuevo presente— la obra salvífica de Cristo sobre la tierra.
Al ingresar a una iglesia tradicional, que no ha sido mancillada por el arte contemporáneo ni por los dudosos gustos estéticos del párroco de turno, que cuelga pancartas de plástico de sus columnas y pega dibujos de niños en sus paredes, se experimenta el encontrarse en un lugar de misterio, un lugar santo, separado del mundo e inundado de la presencia de Dios. Y aún cuando el altar se encuentra alejado de los fieles y “de espaldas” a ellos, no se entiende como un obstáculo para la participación del pueblo en los misterios de la liturgia, sino más bien una ayuda. Si siempre todo es manifiesto, no hay manifestación. De allí la necesidad del ocultamiento, y de allí también que Nicolai Gogol haya escrito en referencia a la liturgia bizantina: “En este momento, las puertas reales son abiertas solemnemente, como si fueran las mismas puertas del reino de los cielos, y delante de los ojos de los fieles reunidos aparece radiante el altar, semejante a la morada de la gloria de Dios y lugar de la sabiduría celestial de la cual desciende sobre nosotros el conocimiento de la verdad y la proclamación de la vida eterna” (Meditazioni sulla Divina Liturgia, ed. S. Rapetti, Nova Millenium Romae, Roma, 2007, p 88).
En nuestro mundo sublunar, es este el único modo –el simbólico— en el que somos capaces de entrar “al interior del velo del santuario, donde Jesús entró por nosotros como precursor” (Heb. 9,11). Pero esta entrada no es menos real porque, desde el momento en que Cristo vino de una vez para siempre, se ha abierto una brecha en el muro del cielo y nosotros estamos en comunión con la liturgia celestial ofrecida por las potencias celestiales en torno al altar de Dios.
La liturgia celebrada en esta atmósfera de profundo simbolismo, a través del cual el esplendor sobrenatural de la inaccesible majestad de Dios se hace cercano, testimonia la exaltación y la santificación de lo creado, la majestuosa aparición de Dios que nos inunda, nos santifica, nos diviniza a través de la luz transfigurante de su gracia celestial. No se trata solo de “recibir los sacramentos” sino de vivir habitualmente dentro de una atmósfera que nos envuelve en cuerpo y alma, transfigurando la propia fe en una concreta visión de belleza y gozo sobrenatural.
Para los cristianos que nos precedieron en la fe, la más humilde iglesia rural era siempre el cielo en la tierra, el lugar donde hombres y mujeres, según su capacidad y su deseo, se aferraban a la liturgia adorante del cosmos redimido, donde los dogmas no eran abstracciones estériles sino himnos de exultante alabanza, y la obra salvífica de la compasión divina –la cruz, el sepulcro, la resurrección al tercer día y la ascensión al cielo— se hacían presente y efectiva a través de la obra del Espíritu Santo que fue, es y será.
Para nosotros, modernos latinos y racionalistas, esto no parece más que poesía. Sin embargo, la liturgia es teofanía, terreno privilegiado de nuestro encuentro con Dios, donde los misterios son verdaderamente vistos con los ojos transfigurados de la fe. Es muy significativa la anécdota que relata un jesuita viajero en Rusia. Hablando con un batjushka, le explicaba su vulgata: lo importante de ser cristianos es la conversión de los pecadores, la confesión, la enseñanza del catecismo, la meditación diaria. Y, en todas estas actividades, la liturgia juega sólo un papel secundario. El anciano maestro ruso respondió: “Entre ustedes se trata solamente de una cosa secundaria. Pero entre nosotros no es así. La liturgia es nuestra oración común, introduce a nuestros fieles en el misterio de Cristo mejor que todo vuestro catecismo. Hace pasar delante de nuestros ojos toda la vida de Cristo… Para entender el misterio de Cristo resucitado, ni vuestros libros, ni vuestras predicaciones son de ayuda alguna. Para esto es necesario haber vivido con la iglesia bizantina la Noche Gozosa (la Pascua)”.
Cuando descendemos del mundo que nos habla en anciano ruso al que nos ofrece nuestra liturgia romana heredada de la reforma del papa Montini, nos pegamos un terrible porrazo. Porque la nueva liturgia apenas si puede transmitir migajas de belleza. No fue pensada para eso por los reformadores y, sobre todo, por los que dieron forma a esa liturgia. Ellos más bien, querían una reunión festiva de fieles animada por el sacerdote, que “preside la celebración” y oficia de showman. En las liturgias parroquiales habituales, la belleza y el misterio han sido suplantados por la chabacanería y el peor de los gustos; lo sobrenatural por lo sociológico; el cielo por la tierra. Hoy, no es la belleza la que salva el mundo y ni siquiera la razón.
Es por todo esto que la liturgia nos importa.
Addenda: Recomiendo visitar periódicamente este sitio que lleva una estadística actualizada de la aplicación de Traditionis custodes en el mundo.
Wanderer
Las razones son muchas, pero quiero en esta ocasión señalar una de ellas, que considero de las más importantes y a la que no siempre se le otorga el acento que merece. Bregamos por la liturgia tradicional por una cuestión de belleza; porque es una liturgia bella, al contrario de la liturgia moderna, que se distingue por su fealdad y vulgaridad. Y a Dios se le debe un culto digno y, por tanto, bello.
La liturgia es esencialmente belleza salvífica, o belleza performativa, para decirlo con lenguaje de John Austin. La repetida sentencia de Dostoevsky “La belleza salvará al mundo”, sólo puede ser entendida en ese sentido. Como cristianos, sabemos que la verdadera belleza es el rostro transfigurado de Cristo-hombre, y sabemos que se trata de una belleza que tiene su origen en la voluntad salvífica del Padre hacia la humanidad: Dios quiso que la belleza del Logos encarnado nos salvará. Y por eso los Padres, tanto de la Iglesia oriental como de la occidental, afirman que la liturgia es la obra salvífica del Unigénito Hijo de Dios que se continúa en nuestros tiempos.
Esta concepción de la liturgia como un entrocamiento sin solución de continuidad entre la vida del cielo y la de la tierra aparece con mucha más claridad en la teología bizantina que en la latina. Las iglesias y la liturgia que en ellas se celebra son una imagen del mundo divino, tal como afirma San Germán de Constantinopla (s. VIII): “El templo es el cielo en la tierra, donde el Dios del cielo habita y se mueve”. Y no se trata de una fantasía, sino que se enraíza en el misterio de la encarnación de Cristo, anunciado en las Escrituras y explicado en los textos litúrgicos. San Pablo le escribía a los filipenses (2, 6-11):
Cristo Jesús, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor, haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: “Jesucristo es el Señor”.El Salvador del mundo es Jesucristo resucitado, glorificado, ascendido a los cielos y sentado en la gloria a la derecha del Padre. Más bello que Él nada existió, nada existe y nada existirá. Y su manifestación es la liturgia.
San Juan Damasceno (s. VIII) escribe: “En los tiempos antiguos Dios, incorpóreo y sin forma, no podía ser representado bajo ningún aspecto. Pero ahora, porque Dios ha sido visto mediante la carne […] yo represento aquello que de Dios ha sido visto”. En esta teología, la liturgia constituye tanto una representación cuanto una re-presentación —hacer de nuevo presente— la obra salvífica de Cristo sobre la tierra.
Al ingresar a una iglesia tradicional, que no ha sido mancillada por el arte contemporáneo ni por los dudosos gustos estéticos del párroco de turno, que cuelga pancartas de plástico de sus columnas y pega dibujos de niños en sus paredes, se experimenta el encontrarse en un lugar de misterio, un lugar santo, separado del mundo e inundado de la presencia de Dios. Y aún cuando el altar se encuentra alejado de los fieles y “de espaldas” a ellos, no se entiende como un obstáculo para la participación del pueblo en los misterios de la liturgia, sino más bien una ayuda. Si siempre todo es manifiesto, no hay manifestación. De allí la necesidad del ocultamiento, y de allí también que Nicolai Gogol haya escrito en referencia a la liturgia bizantina: “En este momento, las puertas reales son abiertas solemnemente, como si fueran las mismas puertas del reino de los cielos, y delante de los ojos de los fieles reunidos aparece radiante el altar, semejante a la morada de la gloria de Dios y lugar de la sabiduría celestial de la cual desciende sobre nosotros el conocimiento de la verdad y la proclamación de la vida eterna” (Meditazioni sulla Divina Liturgia, ed. S. Rapetti, Nova Millenium Romae, Roma, 2007, p 88).
En nuestro mundo sublunar, es este el único modo –el simbólico— en el que somos capaces de entrar “al interior del velo del santuario, donde Jesús entró por nosotros como precursor” (Heb. 9,11). Pero esta entrada no es menos real porque, desde el momento en que Cristo vino de una vez para siempre, se ha abierto una brecha en el muro del cielo y nosotros estamos en comunión con la liturgia celestial ofrecida por las potencias celestiales en torno al altar de Dios.
La liturgia celebrada en esta atmósfera de profundo simbolismo, a través del cual el esplendor sobrenatural de la inaccesible majestad de Dios se hace cercano, testimonia la exaltación y la santificación de lo creado, la majestuosa aparición de Dios que nos inunda, nos santifica, nos diviniza a través de la luz transfigurante de su gracia celestial. No se trata solo de “recibir los sacramentos” sino de vivir habitualmente dentro de una atmósfera que nos envuelve en cuerpo y alma, transfigurando la propia fe en una concreta visión de belleza y gozo sobrenatural.
Para los cristianos que nos precedieron en la fe, la más humilde iglesia rural era siempre el cielo en la tierra, el lugar donde hombres y mujeres, según su capacidad y su deseo, se aferraban a la liturgia adorante del cosmos redimido, donde los dogmas no eran abstracciones estériles sino himnos de exultante alabanza, y la obra salvífica de la compasión divina –la cruz, el sepulcro, la resurrección al tercer día y la ascensión al cielo— se hacían presente y efectiva a través de la obra del Espíritu Santo que fue, es y será.
Para nosotros, modernos latinos y racionalistas, esto no parece más que poesía. Sin embargo, la liturgia es teofanía, terreno privilegiado de nuestro encuentro con Dios, donde los misterios son verdaderamente vistos con los ojos transfigurados de la fe. Es muy significativa la anécdota que relata un jesuita viajero en Rusia. Hablando con un batjushka, le explicaba su vulgata: lo importante de ser cristianos es la conversión de los pecadores, la confesión, la enseñanza del catecismo, la meditación diaria. Y, en todas estas actividades, la liturgia juega sólo un papel secundario. El anciano maestro ruso respondió: “Entre ustedes se trata solamente de una cosa secundaria. Pero entre nosotros no es así. La liturgia es nuestra oración común, introduce a nuestros fieles en el misterio de Cristo mejor que todo vuestro catecismo. Hace pasar delante de nuestros ojos toda la vida de Cristo… Para entender el misterio de Cristo resucitado, ni vuestros libros, ni vuestras predicaciones son de ayuda alguna. Para esto es necesario haber vivido con la iglesia bizantina la Noche Gozosa (la Pascua)”.
Cuando descendemos del mundo que nos habla en anciano ruso al que nos ofrece nuestra liturgia romana heredada de la reforma del papa Montini, nos pegamos un terrible porrazo. Porque la nueva liturgia apenas si puede transmitir migajas de belleza. No fue pensada para eso por los reformadores y, sobre todo, por los que dieron forma a esa liturgia. Ellos más bien, querían una reunión festiva de fieles animada por el sacerdote, que “preside la celebración” y oficia de showman. En las liturgias parroquiales habituales, la belleza y el misterio han sido suplantados por la chabacanería y el peor de los gustos; lo sobrenatural por lo sociológico; el cielo por la tierra. Hoy, no es la belleza la que salva el mundo y ni siquiera la razón.
Es por todo esto que la liturgia nos importa.
Addenda: Recomiendo visitar periódicamente este sitio que lleva una estadística actualizada de la aplicación de Traditionis custodes en el mundo.
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