Hay un pero muy grave a esta afirmación, un pero que habría que escribir con mayúscula: Nuestro Señor Jesucristo, ejemplo en todos los actos de su vida... desobedeció; es decir, nos dio ejemplo de la práctica de la virtud de la desobediencia.
¿Es o no una desobediencia que un niño de doce años se fugue de su casa y se esconda durante tres días de modo que sus padres no lo puedan encontrar? Podrá decirse que Jesús se limitó a no pedir permiso para quedarse en Jerusalén, de lo que se siguió que sus padres anduviesen angustiados buscándolo sin poderlo hallar (Cfr. Lc. II, 41-50). Pero todo niño de doce años sabe perfectamente que debe pedir permiso, más aún la Infinita Sabiduría que lo habitaba. Podrá insistirse aún y sostener que Jesús hizo esto para probar a sus padres y purificarlos en su amor hacia Él. Muy bien dicho, pero no podía utilizar un medio ilícito y aquí parece que lo usó; por lo que debe decirse que es ilícito desobedecer y, por lo tanto, hay una virtud que debería llamarse así: la virtud de la desobediencia.
El diálogo padres-Hijo que viene al final de la narración nos lo explica todo.
María reprende al Niño, con toda la delicadeza con que se puede reprender al Mesías: “Hijo, ¿por qué nos has hecho así? Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos buscándote”. María sabía perfectamente que Jesús no ignoraba cómo y cuánto lo habían buscado y cuán grande había sido su dolor, pero deseaba saber la razón del comportamiento de su Hijo. Este responde: “¿Por qué me buscabais?”... Jesús siempre exige más y más perfección de sus predilectos en su amor por Él. Quiere Incluso que sus predilectos amen sus imperfecciones porque, por ellas Él ejercerá su misericordia y perdonará sus faltas. Continúa el Redentor: “¿No sabíais que es preciso que me ocupe de las cosas de mi Padre?”. Con lo cual Jesús nos da la clave de toda su desobediencia legítima: la que obedece a una autoridad más alta.
Toda autoridad humana, y en este mundo todas lo son, incluida la eclesiástica, reciben su poder de Dios nuestro Señor y Creador. Por lo que la obediencia a tales autoridades implica un límite pasado el cual, se cae en el vicio del servilismo al que se opone lo que hemos llamado, de modo hiperbólico, la virtud de la desobediencia. Pues, como dice San Pedro: “Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos V, 29).
Jesús explica su proceder precisamente con esta doctrina: tenía que ocuparse en las cosas de su Padre, por lo que tuvo que desobedecer a sus padres legales. En otras palabras, estrictamente hablando no existe ninguna virtud de desobediencia, sino que existen casos en los que hay que desobedecer a la autoridad inferior para obedecer a la superior.
El problema está en saber cuándo se puede aplicar esta doctrina y cuándo no. Porque a la hora de cumplir con cargas públicas, o ser llamados al servicio militar ¡cuántos quisieran encontrar que tienen que practicar esta virtud! Pero ninguno de nosotros ha recibido, ni recibirá, una orden emanada de Dios Padre que le obligue a desobedecer a las autoridades legítimamente constituidas, tanto civiles como eclesiásticas, que para el caso obedecen a la misma doctrina. De modo que no podemos basarnos en una inspiración interior para hacer tal y la famosa objeción de conciencia carece de todo valor objetivo.
¿Queda, pues, en nada lo que hemos llamado la virtud de la desobediencia? Por supuesto que no. El servilismo, y así ha sido llamado por los grandes moralistas, sigue siendo un vicio y, como tal, es necesario evitarlo si queremos salvar nuestra alma. Y podemos caer en servilismo ante cualquier autoridad.
Todos sabemos que Santo Tomás de Aquino es el Doctor cuya doctrina más ha recomendado el magisterio pontificio en estos últimos siglos. Pues bien, él dice que los religiosos, que tienen voto de obediencia, como sabemos, no deben obedecer a su superior en aquellas órdenes que sean contrarias a la ley de Dios o a la regla de la Orden. Pero el Santo va más lejos y extiende el mismo criterio a los obispos (prelados) (3. Th. II - II q. 104 a. 4-5-6). Los obispos son el medio, el puente (pontífice), entre Dios y el hombre; por lo que parece que siempre debemos obedecerlos, so pena de que se corte el puente y no podamos llegar a Dios. Santo Tomás responde que ellos también son enseñados por la ley natural y por la Revelación, por lo que deben ser fieles a ellas, y si lo son, entonces son verdaderamente puentes entre Dios y el hombre; en caso contrario, dejan de serlo. Como todo el mundo sabe, cada autoridad tiene su esfera de poder delimitada por la ley: si se sale de ella carece de poder, lo que nos autoriza a desobedecerlo.
Resumiendo. La obediencia rige siempre y no admite excepciones cuando se trata de obedecer a Dios. Si se trata de cualquier otra autoridad, pública o privada, civil o religiosa, debe evitarse el vicio del servilismo por lo que la obediencia encuentra un límite; o como diría Aristóteles, consistirá en un justo medio. Este límite puede ser determinado atendiendo a dos factores:
a) Que la orden esté dentro de la jurisdicción del que manda: autoridad que se extralimita deja de ser autoridad.
b) Que no se oponga a una orden de una autoridad superior. Dios, autoridad superior a todas, con su ley determina inmediatamente qué orden la viola, y, por lo mismo, no debe ser obedecida.
El primer punto creemos que no necesita mayor explicación, pues dependerá de lo que la ley determine como el campo de atribuciones propio de cada autoridad. Esto suele estar claro en la legislación misma y bastará referirse a ella.
El segundo punto sí que requiere una mayor explicación. Veamos el caso más simple y que sirve de modelo a cualquier otro. No podemos obedecer al alcalde que obra contra una orden emanada del ministerio del interior, ni al cura que actúa contra las determinaciones episcopales; porque cada autoridad subalterna se rige por lo que la autoridad superior ordene. Llegamos así a dos autoridades supremas, cada una de las cuales no reconoce autoridad superior su orden propio: el jefe del Estado y el Sumo Pontífice. ¿Carecerán, pues, de límite?
La ley de Dios obliga a todos. Nadie escapa a su imperio, incluido el Papa. Por lo mismo, cualquier orden emanada de una autoridad humana que se oponga a la ley divina debe ser desobedecida. Nuevamente Jesús nos da el ejemplo. Puede consultarse a Mt. XV, 1-9 o bien a Mc. XVI, 5-12, etc., en que Jesús nos dice que hay que obedecer a los fariseos y escribas, autoridades en Israel, pero no hacer las cosas como ellos las hacen y precaverse de sus doctrinas, además de acusar a los mismos de inventar leyes contrarias a la ley de Dios y defender ciertas desobediencias cometidas por sus discípulos, porque las órdenes y tradiciones de las autoridades de entonces evacuaban el sentido de la ley mosaica.
En otras palabras, si un superior me ordena realizar un acto pecaminoso y me consta que no hay motivo dirimente, debo desobedecerle. Incluso tal desobediencia me parece debe extenderse a aquellos actos que podrían justificarse en sí, pero que traerán, como directa consecuencia, actos contrarios a la ley moral o a la santa religión, o provocarán un escándalo que es mi deber evitar.
En algunos países, por encima del jefe de Estado está la constitución escrita, e, incluso, hay un tribunal que puede anular una ley por ser contraria a ella. En la Iglesia, por encima del Sumo Pontífice está la Tradición, por lo que Suárez no duda en acusar de cisma al Papa que osara abolir todas las ceremonias eclesiásticas afirmadas por la tradición apostólica y cita en su apoyo al Cardenal Cayetano y a Torquemada (De Caritate disp. 12, sec. I n? 2).
Es que la obediencia no es ciega ni propia de robots: es humana, es inteligente y libre. Y todo hombre culto y versado es capaz de juzgar la conducta de su Presidente a la luz de la Constitución política de la Nación y de la ley moral; como asimismo, juzgar la actitud de su obispo a la luz de las Sagradas Escrituras y la Tradición.
Cada autoridad puede mandar en la medida en que se somete a la autoridad de que depende. Y cualquier súbdito tiene derecho a invocar una autoridad superior para negar su obediencia. El punto es importante y delicado. En ello va nuestra salvación eterna.
El autor es Profesor de Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Chile, Licenciado en Filosofía y Letras y Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid (España).
Non Possumus
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