Por David González Alonso Gracián
Esto es como decir que no hay que arrojar sobre el cristiano el tremendo peso de tener que ser santo. La proposición muestra un pesimismo escéptico que pasma, viniendo de un documento que se titula Amoris laetitia.
En comentarios anteriores hemos visto el estado deplorable en que se encuentra el matrimonio adámico, herido por el pecado. Pero cómo, por contra, la Buena Nueva de Nuestro Señor Jesucristo es motivo de confianza y alegría, porque viene a remediar los males del pecado y a iluminar las mentes oscurecidas, fortaleciendo voluntades con su gracia.
Es por ello que, para el cristiano, la vida sacramental es fuente de esperanza sobrenatural. No en las propias potencialidades, no porque la causa segunda pueda, por sí sola, autorredimirse; sino porque Dios mismo, Causa Primera, viene en su auxilio. Es por ello que Nuestro Señor llama a su Iglesia al desesperado hombre adámico para fortalecerlo y redimirlo, utilizando palabras que reflejan la eficacia de Sacrificio y la potencialidad vivificante de sus sacramentos. Por eso, por el poder real de la gracia, y por los méritos de su Pasión, el yugo de Nuestro Señor es dulce y su peso es liviano:
«En aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera"» (Mt 11,28-30).Pero he aquí que este pasaje de Amoris laetitia, en lugar de transmitir la confianza que se debe a los auxilios divinos, como es propio de la esperanza teologal, transmite en cambio desconfianza y escepticismo. El yugo de Cristo sería un peso tremendo para las personas, que, debido a sus limitaciones propias y situacionales, no podrían más que aspirar al ideal teórico del matrimonio cristiano. Por eso no se les debería exigir nada más, sino que se vayan moviendo como puedan hacia ese pesado y tremendo ideal, amenazante como una losa que pende sobre el matrimonio, cual espada de Damocles.
Pero hay más.
La razón que debe apartar a los bautizados divorciados en nueva unión de la comunión sacramental, es el estado de contradicción en que viven, pues el adulterio ofende y contradice directa y manifiestamente la unión de Cristo con su Iglesia. Y dado que «el ministro de la Comunión no podría juzgar de la imputabilidad subjetiva», la prohibición de comulgar se fundamenta en el pecado grave objetivamente entendido, en la obstinada perseverancia en el mal, en «el carácter manifiesto de la situación de pecado grave habitual» (Pontificio consejo para los textos legislativos, Declaración sobre la admisibilidad a la sagrada comunión de los divorciados que se han vuelto a casar, n. 2, 24 de junio de 2000).
En definitiva, la imposibilidad de acceso a la comunión se fundamenta en que el adulterio desfigura públicamente la unión de Cristo con su Iglesia, que es precisamente aquello que el pasaje citado niega que se deba exigir a las personas, por constituir, supuestamente, un peso tremendo (como si la gracia no fuera eficaz al respecto).
No podemos dejar, ante esto, de recordar el pesimismo antropológico del protestantismo y su desconfianza radical en la eficacia real de la gracia en orden a la perfección humana. Y aún más, no podemos dejar de recordar el escepticismo propio del pensamiento moderno, que a través de la mentalidad humanista católica pretende rebajar la cruz de Cristo y bajar el listón de la vida cristiana para acomodar la religión al nuevo orden postrevolucionario.
Si no hay que exigir al matrimonio cristiano que figure la unión de Cristo y su Iglesia mediante el estado de gracia de los cónyuges y la rectitud de su vida matrimonial, entonces se podría vivir en adulterio sin ofender al matrimonio. Se podría, incluso, estar en adulterio y estar en gracia de Dios. Se podría, incluso, pecar sin perder la salvación.
Las consecuencias de esta inversión son desastrosas para el catolicismo hodierno. Si la Iglesia enseña al mundo que el yugo de Cristo es áspero y su carga insoportable, ¿quién querría venir a Cristo? Mejor sería, pensaría el mundo, continuar en estado caído, mantenerse en enemistad con Dios, antes que posicionarse voluntariamente bajo una losa tan tremenda. Que cada cual permanezca en su propia religión u opinión personal, con tal de librarse de yugo tan opresor. Al fin y al cabo, ¿no hay semillas de verdad en todas las religiones y en toda opción espiritual? ¿No es indiferente, en el matrimonio, como afirma Amoris laetitia n.77, la religión que se profese?
La incoherencia de este tipo de pastoral salta a la vista. Pero no es nueva, la venimos sufriendo desde hace décadas, con la oficialización del humanismo católico, y su difusión masiva en iglesias locales cada día más descristianizadas. En su esencia, no es verdadera misericordia ni verdadera preocupación pastoral, sino un intento de acomodar el numen católico al espíritu del mundo moderno.
La Mirada en Perspectiva
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Usted puede opinar pero siempre haciéndolo con respeto, de lo contrario el comentario será eliminado.