Mi declaración del 21 de noviembre de 1974, que desencadenó el proceso de que acabo de hablar, terminaba con estas palabras: "Al hacer esto estamos convencidos de que permanecemos fieles a la Iglesia católica y romana, a todos los sucesores de Pedro, y de que somos los fieles dispensadores de los misterios de Nuestro Señor Jesucristo".
El Osservatore Romano, al publicar el texto, omitió este párrafo. Desde hace más de diez años, nuestros adversarios están interesados en separarnos de la Iglesia y dan a entender que no aceptamos la autoridad del Papa. Sería más práctico hacer de nosotros una secta y declararnos cismáticos. ¡Cuántas veces se pronunció la palabra cisma en relación con nosotros!
Nunca dejé de repetirlo: Si alguien se separa del Papa, no seré yo. La cuestión se resume en esto: el poder del Papa en la Iglesia es un poder supremo, pero no un poder absoluto y sin límites, pues está subordinado al poder divino que se expresa en la tradición, las Sagradas Escrituras y las definiciones ya promulgadas por el magisterio eclesiástico. En realidad, ese poder tiene sus límites en el fin para el cual le ha sido dado en la tierra al vicario de Cristo, fin que Pío IX definió claramente en la constitución Pastor aeternus del concilio Vaticano I. De manera que al decirlo no expreso ninguna teoría personal.
La obediencia ciega no es católica; uno no está exento de responsabilidad si obedece a los hombres antes que a Dios, al aceptar órdenes de una autoridad superior, por más que sea la autoridad del papa, si esas órdenes se revelan contrarias a la voluntad de Dios tal como la tradición nos la hace conocer con toda certeza. No se puede considerar semejante posibilidad, por cierto, cuando el papa empeña su infalibilidad, pero el papa lo hace sólo en número muy reducido de casos. Es un error creer que toda palabra salida de la boca del papa es infalible.
Habiendo dejado en claro esto, diré que no soy de aquellos que insinúan o afirman que Pablo VI era herético y que, por el hecho mismo de su herejía, ya no era papa. En consecuencia, la mayor parte de los cardenales nombrados por él no serían cardenales ni habrían podido elegir válidamente a otro papa. Juan Pablo I y Juan Pablo II no habrían sido por consiguiente elegidos legítimamente. Esta es la posición de aquellos a quienes se llama los "sedevacantistas".
Hay que reconocer que el papa Pablo VI planteó un serio problema a la conciencia de los católicos. Ese papa causó a la Iglesia más daños que la revolución de 1789. Hechos precisos, como las firmas puestas al artículo 7 de la Institutio Generalis y al documento de la libertad religiosa, son escandalosos. Pero no es tan sencilla la cuestión de saber si un papa puede ser herético. Una serie de teólogos piensa que puede ser herético como doctor privado, pero no como doctor de la Iglesia universal. Habría que examinar pues en qué medida Pablo VI quiso empeñar su infalibilidad en casos como los que acabo de citar.
Ahora bien, pudimos ver que ese papa obró más como liberal que como partidario de la herejía. En efecto, desde el momento en que se le hacía notar el peligro que corría, hacía el texto contradictorio agregándole una fórmula opuesta a lo que se afirmaba en la redacción: es conocido el ejemplo famoso de la nota previa explicativa insertada en la constitución Lumen Gentium sobre la colegiación; o bien el Papa redactaba una fórmula equívoca como es propio del liberal que por naturaleza es incoherente.
El liberalismo de Pablo VI, reconocido por su amigo el cardenal Daniélou, basta para explicar los desastres de su pontificado. El católico liberal es una persona de doble rostro que vive en una continua contradicción. Quiere continuar siendo católico pero está poseído por la sed de gustar al mundo. ¿Puede un papa ser liberal y continuar siendo papa?
La Iglesia siempre amonestó severamente a los católicos liberales, aunque no siempre los excomulgó. Los "sedevacantistas" exponen otro argumento: el alejamiento de los cardenales de más de ochenta años de edad y los conventículos que prepararon los dos últimos cónclaves, ¿no hacen inválida la elección de esos papas? Inválida es afirmar demasiado, pero en todo caso sería dudosa. Sin embargo, la aceptación de hecho posterior a la elección y unánime por parte de los cardenales y del clero romano basta para dar validez a la elección. Ésa es la opinión de los teólogos.
El razonamiento de quienes afirman la inexistencia del papa coloca a la Iglesia en una situación muy complicada. La cuestión de la visibilidad de la Iglesia es demasiado necesaria a su existencia para que Dios pueda omitirla durante decenios. ¿Quién nos dirá dónde está el futuro papa? ¿Cómo se podrá designarlo si ya no hay cardenales? Aquí vemos un espíritu cismático. Nuestra Fraternidad se niega de manera absoluta a entrar en semejantes razonamientos. Nosotros queremos permanecer unidos a Roma, al sucesor de Pedro, y repudiamos el liberalismo de Pablo VI por fidelidad a sus predecesores.
Es evidente que en casos como el de la libertad religiosa, la hospitalidad eucarística autorizada por el nuevo derecho canónico o la colegiación concebida como la afirmación de dos poderes supremos en la Iglesia, todo clérigo y católico fiel tiene el deber de resistirse y de negar su obediencia.
Esa resistencia debe ser pública si el mal es público y representa un motivo de escándalo para las almas. Por eso, remitiéndonos a santo Tomás de Aquino, el 21 de noviembre de 1983, monseñor de Castro Mayer y yo enviamos una carta abierta al papa Juan Pablo II para rogarle que denunciara las causas principales de la situación dramática en que se debate la Iglesia. Todos los trámites que realizamos en privado durante quince años resultaron vanos y callarnos nos parecía que nos convertía en cómplices de los autores de la desazón que padecen las almas en el mundo entero.
En aquella carta decíamos: "Santo Padre, es urgente que desaparezca este malestar, pues el rebaño se dispersa y las ovejas abandonadas siguen a mercenarios. Os conjuramos, por el bien de la fe católica y de la salvación de las almas, a reafirmar las verdades contrarias a estos errores".
Nuestro grito de alarma resultaba más vehemente aún a causa de las vaguedades del nuevo derecho canónico, por no decir de sus herejías, y por las ceremonias y discursos registrados en ocasión del quinto centenario del nacimiento de Lutero.
No obtuvimos respuesta alguna, pero nosotros hicimos lo que debíamos hacer. No podemos desesperar como si se tratara de una empresa humana. Las convulsiones actuales pasarán, como pasaron todas las herejías. Algún día habrá que retornar a la tradición; algún día tendrán que aparecer de nuevo en la autoridad del pontífice romano los poderes significados por la tiara; será necesario que un tribunal de la fe y de las costumbres celebre de nuevo sesión permanente y que los obispos recuperen sus poderes y sus iniciativas personales.
Habrá que liberar al verdadero trabajo apostólico de todos los impedimentos que lo paralizan hoy y que hacen desaparecer lo esencial del mensaje; habrá que volver a dar a los seminarios su verdadera función, volver a crear sociedades religiosas, restaurar las escuelas y universidades católicas desembarazándolas de los programas laicos del Estado, sostener las organizaciones patronales y obreras decididas a colaborar fraternalmente en el respeto de los deberes y de los derechos de todos a fin de impedir el azote social de la huelga que no es otra cosa que una guerra civil fría; será necesario por fin promover una legislación civil de acuerdo con las leyes de la Iglesia y ayudar a designar a representantes católicos movidos por la voluntad de orientar la sociedad hacia un reconocimiento oficial de la realeza social de Nuestro Señor.
Porque en definitiva, ¿qué decimos todos los días cuando rezamos? "Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo". ¿Y en el Gloria de la misa? "Tú eres el único Señor, Jesucristo". ¿Cantaremos esas cosas y apenas salidos de la iglesia diremos: "Ah, no, esas nociones están superadas; en el mundo actual es imposible hablar del reino de Jesucristo"? ¿Vivimos pues ilógicamente? ¿Somos cristianos o no lo somos?
Las naciones se debaten en dificultades inextricables, en muchos lugares la guerra se eterniza, los hombres tiemblan al pensar en la posible catástrofe nuclear, se piensa en medidas capaces de hacer revertir la situación económica, capaces de hacer que el dinero rinda beneficios, que desaparezca el desempleo, que las industrias sean prósperas.
Pues bien, aun desde el punto de vista económico es necesario que reine Nuestro Señor, porque ese reinado es el de los principios de amor, de los mandamientos de Dios que crean un equilibrio en la sociedad y aportan la justicia y la paz. ¿Piensa el lector que es una actitud cristiana cifrar las esperanzas en este o en aquel hombre político, en una determinada combinación de partidos imaginando que un día tal vez un programa mejor que otro resolverá los problemas de manera segura y definitiva, en tanto que deliberadamente se descarta "al único Señor", como si éste nada tuviera que ver con las cuestiones humanas, como si ellas no le incumbieran?
¿Qué fe es la de aquellos que dividen su vida en dos partes, como compartimientos estancos, entre su religión y sus otras preocupaciones políticas, profesionales, etcétera? Dios, que creó el cielo y la tierra, ¿no será capaz de poner solución a nuestras miserables dificultades materiales y sociales? Si el lector ya le dirigió sus oraciones cuando se encontraba en malos momentos de su vida, sabe por experiencia que Dios no da piedras a los hijos que le piden pan.
El orden social cristiano se sitúa en el extremo opuesto de las teorías marxistas que nunca aportaron, en las partes del mundo en que fueron aplicadas, más que miseria, opresión de los más débiles, desprecio del hombre y muerte. El orden cristiano respeta la propiedad privada, protege la familia contra todo lo que la corrompe, fomenta el desarrollo de la familia numerosa y la presencia de la mujer en el hogar, deja una legítima autonomía a la iniciativa privada, alienta a la pequeña y a la mediana industria, favorece el retorno a la tierra y estima en su justo valor la agricultura, preconiza las uniones profesionales, la libertad escolar, protege a los ciudadanos contra toda forma de subversión y de revolución.
Este orden cristiano se distingue abiertamente también de los regímenes liberales fundados en la separación de la Iglesia y del Estado y cuya impotencia para superar las crisis es cada vez más manifiesta. ¿Cómo podrían superarlas después de haberse privado voluntariamente de Aquel que es "la luz de los hombres"?
¿Cómo podrían reunir las energías de los ciudadanos, siendo así que ya no tienen otro ideal que el de proponerles el bienestar y la comodidad?
Pudieron mantener la ilusión durante algún tiempo porque los pueblos conservaban hábitos de pensamiento cristianos y porque sus dirigentes mantenían de manera más o menos consciente algunos valores. En la época de los "cuestionamientos", las referencias implícitas a la voluntad de Dios desaparecen, los sistemas liberales librados a ellos mismos y sin estar ya movidos por alguna idea superior se agotan y son fácil presa de las ideologías subversivas.
De manera que hablar de un orden social cristiano no es aferrarse a un pasado caduco; por el contrario significa una posición de futuro que el católico no debe tener miedo de manifestar. El católico no libra un combate de retaguardia, es de aquellos que saben, porque reciben sus lecciones de Aquel que dijo: "Yo soy el camino, la verdad, la vida". Nosotros tenemos la superioridad de poseer la verdad; eso no es mérito nuestro del que debamos enorgullecemos, pero debemos obrar en consecuencia; la Iglesia tiene sobre el error la superioridad de poseer la verdad. A ella le corresponde, con la gracia de Dios, difundirla y no ocultarla como con vergüenza. Y menos aún le corresponde mezclarla con la cizaña, como vemos que se hace constantemente.
En el Osservatore Romano y con la firma de Paolo Befani 17 encuentro un artículo interesante sobre el favor concedido al socialismo por el Vaticano. El autor compara la situación de América Central y la de Polonia y dice:
"La Iglesia, dejando de lado la situación de Europa, se encuentra, por una parte, frente a la situación de los países de América Latina y la influencia de los Estados Unidos que se ejerce en ellos y, por otra parte, la situación de Polonia que es un país que se halla dentro de la órbita del imperio soviético.
Topando con estas dos fronteras, la Iglesia, que con el concilio asumió y superó las conquistas liberales y democráticas de la Revolución Francesa y que en su marcha hacia adelante (véase la encíclica Laborem exercens) se presenta como un 'después' de la revolución rusa marxista, ofrece una solución al fracaso del marxismo en esta 'clave' de un 'socialismo post marxista, democrático, de raíz cristiana, de gestión propia no totalitaria'.
La respuesta al Este está simbolizada por Solidarnosc, que planta la cruz frente a los Astilleros Lenin. América Latina comete el error de buscar la solución en el comunismo marxista, en un socialismo de raíz anticristiana".
¡En esto consiste el ilusionismo liberal que asocia palabras contradictorias con la convicción de estar expresando una verdad! A estos soñadores adúlteros, obsesionados por la idea de casar la Iglesia y la revolución, debemos el caos del mundo cristiano que abre las puertas al comunismo. San Pío X decía de los sillonistas: "Anhelan el socialismo con la mirada fija en una quimera".
Los sucesores de los sillonistas continúan por el mismo camino.
¡Después de la democracia cristiana, el socialismo cristiano! Terminaremos por llegar al cristianismo ateo.
La solución pasa por encima no sólo del fracaso del marxismo, sino también del fracaso de la democracia cristiana que ya no es necesario demostrar. ¡Basta de componendas, de uniones contra la naturaleza!
¿Qué vamos a buscar en esas aguas turbias? El católico posee la verdadera "clave" y tiene el deber de trabajar con todo su poder, ora empeñándose personalmente en la política, ora mediante su voto, para dar a su patria alcaldes, consejeros, diputados resueltos a restablecer el orden cristiano, el único capaz de procurar la paz, la justicia, la verdadera libertad. No hay otra solución.
17 Osservatore Romano, 18.1.1984.
No obtuvimos respuesta alguna, pero nosotros hicimos lo que debíamos hacer. No podemos desesperar como si se tratara de una empresa humana. Las convulsiones actuales pasarán, como pasaron todas las herejías. Algún día habrá que retornar a la tradición; algún día tendrán que aparecer de nuevo en la autoridad del pontífice romano los poderes significados por la tiara; será necesario que un tribunal de la fe y de las costumbres celebre de nuevo sesión permanente y que los obispos recuperen sus poderes y sus iniciativas personales.
Habrá que liberar al verdadero trabajo apostólico de todos los impedimentos que lo paralizan hoy y que hacen desaparecer lo esencial del mensaje; habrá que volver a dar a los seminarios su verdadera función, volver a crear sociedades religiosas, restaurar las escuelas y universidades católicas desembarazándolas de los programas laicos del Estado, sostener las organizaciones patronales y obreras decididas a colaborar fraternalmente en el respeto de los deberes y de los derechos de todos a fin de impedir el azote social de la huelga que no es otra cosa que una guerra civil fría; será necesario por fin promover una legislación civil de acuerdo con las leyes de la Iglesia y ayudar a designar a representantes católicos movidos por la voluntad de orientar la sociedad hacia un reconocimiento oficial de la realeza social de Nuestro Señor.
Porque en definitiva, ¿qué decimos todos los días cuando rezamos? "Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo". ¿Y en el Gloria de la misa? "Tú eres el único Señor, Jesucristo". ¿Cantaremos esas cosas y apenas salidos de la iglesia diremos: "Ah, no, esas nociones están superadas; en el mundo actual es imposible hablar del reino de Jesucristo"? ¿Vivimos pues ilógicamente? ¿Somos cristianos o no lo somos?
Las naciones se debaten en dificultades inextricables, en muchos lugares la guerra se eterniza, los hombres tiemblan al pensar en la posible catástrofe nuclear, se piensa en medidas capaces de hacer revertir la situación económica, capaces de hacer que el dinero rinda beneficios, que desaparezca el desempleo, que las industrias sean prósperas.
Pues bien, aun desde el punto de vista económico es necesario que reine Nuestro Señor, porque ese reinado es el de los principios de amor, de los mandamientos de Dios que crean un equilibrio en la sociedad y aportan la justicia y la paz. ¿Piensa el lector que es una actitud cristiana cifrar las esperanzas en este o en aquel hombre político, en una determinada combinación de partidos imaginando que un día tal vez un programa mejor que otro resolverá los problemas de manera segura y definitiva, en tanto que deliberadamente se descarta "al único Señor", como si éste nada tuviera que ver con las cuestiones humanas, como si ellas no le incumbieran?
¿Qué fe es la de aquellos que dividen su vida en dos partes, como compartimientos estancos, entre su religión y sus otras preocupaciones políticas, profesionales, etcétera? Dios, que creó el cielo y la tierra, ¿no será capaz de poner solución a nuestras miserables dificultades materiales y sociales? Si el lector ya le dirigió sus oraciones cuando se encontraba en malos momentos de su vida, sabe por experiencia que Dios no da piedras a los hijos que le piden pan.
El orden social cristiano se sitúa en el extremo opuesto de las teorías marxistas que nunca aportaron, en las partes del mundo en que fueron aplicadas, más que miseria, opresión de los más débiles, desprecio del hombre y muerte. El orden cristiano respeta la propiedad privada, protege la familia contra todo lo que la corrompe, fomenta el desarrollo de la familia numerosa y la presencia de la mujer en el hogar, deja una legítima autonomía a la iniciativa privada, alienta a la pequeña y a la mediana industria, favorece el retorno a la tierra y estima en su justo valor la agricultura, preconiza las uniones profesionales, la libertad escolar, protege a los ciudadanos contra toda forma de subversión y de revolución.
Este orden cristiano se distingue abiertamente también de los regímenes liberales fundados en la separación de la Iglesia y del Estado y cuya impotencia para superar las crisis es cada vez más manifiesta. ¿Cómo podrían superarlas después de haberse privado voluntariamente de Aquel que es "la luz de los hombres"?
¿Cómo podrían reunir las energías de los ciudadanos, siendo así que ya no tienen otro ideal que el de proponerles el bienestar y la comodidad?
Pudieron mantener la ilusión durante algún tiempo porque los pueblos conservaban hábitos de pensamiento cristianos y porque sus dirigentes mantenían de manera más o menos consciente algunos valores. En la época de los "cuestionamientos", las referencias implícitas a la voluntad de Dios desaparecen, los sistemas liberales librados a ellos mismos y sin estar ya movidos por alguna idea superior se agotan y son fácil presa de las ideologías subversivas.
De manera que hablar de un orden social cristiano no es aferrarse a un pasado caduco; por el contrario significa una posición de futuro que el católico no debe tener miedo de manifestar. El católico no libra un combate de retaguardia, es de aquellos que saben, porque reciben sus lecciones de Aquel que dijo: "Yo soy el camino, la verdad, la vida". Nosotros tenemos la superioridad de poseer la verdad; eso no es mérito nuestro del que debamos enorgullecemos, pero debemos obrar en consecuencia; la Iglesia tiene sobre el error la superioridad de poseer la verdad. A ella le corresponde, con la gracia de Dios, difundirla y no ocultarla como con vergüenza. Y menos aún le corresponde mezclarla con la cizaña, como vemos que se hace constantemente.
En el Osservatore Romano y con la firma de Paolo Befani 17 encuentro un artículo interesante sobre el favor concedido al socialismo por el Vaticano. El autor compara la situación de América Central y la de Polonia y dice:
"La Iglesia, dejando de lado la situación de Europa, se encuentra, por una parte, frente a la situación de los países de América Latina y la influencia de los Estados Unidos que se ejerce en ellos y, por otra parte, la situación de Polonia que es un país que se halla dentro de la órbita del imperio soviético.
Topando con estas dos fronteras, la Iglesia, que con el concilio asumió y superó las conquistas liberales y democráticas de la Revolución Francesa y que en su marcha hacia adelante (véase la encíclica Laborem exercens) se presenta como un 'después' de la revolución rusa marxista, ofrece una solución al fracaso del marxismo en esta 'clave' de un 'socialismo post marxista, democrático, de raíz cristiana, de gestión propia no totalitaria'.
La respuesta al Este está simbolizada por Solidarnosc, que planta la cruz frente a los Astilleros Lenin. América Latina comete el error de buscar la solución en el comunismo marxista, en un socialismo de raíz anticristiana".
¡En esto consiste el ilusionismo liberal que asocia palabras contradictorias con la convicción de estar expresando una verdad! A estos soñadores adúlteros, obsesionados por la idea de casar la Iglesia y la revolución, debemos el caos del mundo cristiano que abre las puertas al comunismo. San Pío X decía de los sillonistas: "Anhelan el socialismo con la mirada fija en una quimera".
Los sucesores de los sillonistas continúan por el mismo camino.
¡Después de la democracia cristiana, el socialismo cristiano! Terminaremos por llegar al cristianismo ateo.
La solución pasa por encima no sólo del fracaso del marxismo, sino también del fracaso de la democracia cristiana que ya no es necesario demostrar. ¡Basta de componendas, de uniones contra la naturaleza!
¿Qué vamos a buscar en esas aguas turbias? El católico posee la verdadera "clave" y tiene el deber de trabajar con todo su poder, ora empeñándose personalmente en la política, ora mediante su voto, para dar a su patria alcaldes, consejeros, diputados resueltos a restablecer el orden cristiano, el único capaz de procurar la paz, la justicia, la verdadera libertad. No hay otra solución.
17 Osservatore Romano, 18.1.1984.
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