martes, 8 de septiembre de 2020

SAN PEDRO CLAVER, “ESCLAVO DE LOS AFRICANOS PARA SIEMPRE”

Era un día del año 1610, cuando eran recogidas las velas del galeón San Pedro, que atracaba en la bella bahía de Cartagena de Indias. La más preciosa carga que portaba el galeón no era ninguna de sus mercancías, sino un religioso jesuita, noble, que marcaría la historia del Virreinato de la Nueva Granada y de América entera, Pedro Claver, el santo de hoy.

Nacido en Verdú, España, en 1580, a los 22 años Pedro golpeó las puertas del noviciado jesuita, donde fue admitido.

Enviado al Colegio de Montesion, en Mallorca, encontró ahí a un Santo, San Alonso Rodríguez, hermano coadjutor y portero, quien afirmó la vocación de San Pedro, y le dio consejos de oro, además de incentivarlo a misionar en América.

En una visión San Alonso contempló muchos tronos en el cielo, ocupados por bienaventurados, y un trono vacío. Entonces una voz le dijo: “Este es el lugar preparado para tu discípulo Pedro, como premio de sus muchas virtudes y por las innumerables almas que convertirá en las Indias, con sus trabajos y sufrimientos”.

San Pedro Claver terminó su formación en la casa de los jesuitas de la Nueva Granada, hoy Colombia. Y ahí fue ordenado sacerdote, el 19 de marzo de 1616.

Se calculaba que cerca de 10.000 esclavos llegaban anualmente a Cartagena de Indias. A ellos consagraría su vida.

Cuando San Pedro emitió los votos solemnes de pobreza obediencia y castidad, firmó el documento con la fórmula que resumiría su vida: “Pedro Claver, esclavo de los africanos para siempre”.

Cuando un navío llegaba a la ciudad, San Pedro Claver acudía inmediatamente a la embarcación, llevando bizcochos, frutas y bebidas. Los esclavos, que lo miraban al principio con desconfianza, terminaban vencidos por sus palabras trasmitidas por intérpretes (tenía más de 10), y por su caridad.

Primero atendía a los niños enfermos, después a los adultos, y realmente se convertía en su siervo.


Un catequista perfecto

Todos los días, acompañado de un bastón y un crucifijo, se dedicaba a la catequesis de estos esclavos. Tuvo que enfrentar no sólo las dificultades materiales para esta labor, sino también las críticas e incomprensiones de sus hermanos de vocación, pero nada atenuaba su ardor y caridad.

A los señores de la ciudad les imploraba que fueran caritativos, y que hicieran donaciones para los esclavos, y no fueron raras las ocasiones en que nobles capitanes, caballeros y ricas damas lo acompañaron en sus andanzas apostólicas a las moradías de los esclavos.


Al llegar a estos lugares, primero iba a los enfermos.

Les lavaba el rostro, curaba sus heridas, repartía comida. Luego los reunía en un improvisado altar, iniciaba la catequesis que adaptaba a sus mentes: Colgaba una tela con la figura de Jesús Crucificado, del costado de Cristo salía una fuente de sangre y a los pies de la cruz un sacerdote bautizaba varios negros con esta sangre, los cuales aparecían bellos, brillantes; más abajo, un demonio intentaba devorar algunos negros que no habían sido bautizados. Les explicaba que debían dejar las supersticiones y ritos que practicaban en sus tribus de origen.

Después de enseñarles la señal de la cruz, explicábales los misterios básicos de la fe, Trinidad, Encarnación, Pasión del Señor, mediación de la Virgen, Cielo e Infierno, y para ello usaba muchas estampas. Y cuando los consideraba preparados, los bautizaba.

Se calcula que en su vida bautizó 300.000 esclavos, lo que hacía en una ceremonia con solemnidad, donde pedía que los bautizandos estuviesen limpios como símbolo de la limpieza de alma que ahí adquirirían.

“El tiempo que le quedaba libre después de confesar, catequizar e instruir a los negros, lo dedicaba a la oración”, dice un testigo presencial de su vida. Todos los días, antes de su celebración eucarística, se preparaba con una hora de antelación, y luego duraba media hora en acción de gracias, sin permitir ninguna interrupción. Rezaba el Rosario todos los días, homenajeaba especialmente a la Virgen en sus fiestas.

Cuando tenía 70 años de edad cayó gravemente enfermo, paralizándose sus miembros. Sus últimos 4 años de vida los pasó paralizado en la enfermería del convento, y aunque parezca increíble, pasaba su tiempo en el olvido y el abandono.


Su amor a los esclavos, purificado hasta lo sublime

Un joven esclavo fue designado para cuidar del enfermo, pero ese enfermero no pasaba de bruto alguacil. Se comía la mejor parte de los alimentos destinados al paralítico, “también lo martirizaba cuando lo vestía, tratándolo con brutalidad, torciéndole los brazos, golpeándolo y tratándolo con tanta crueldad como desprecio”, contó un testigo. Y él nunca tuvo una palabra de queja.

Previó su muerte y le preguntó a un hermano si quería que hiciera algo por él en la otra vida.

Y cuando murió ocurrió lo no previsible, y es que Cartagena despertó de su letargo y se dio cuenta que “Murió el santo”, según se comenzó a decir. Aun en plena agonía, muchos pasaron por su ser a oscular sus manos y pies, a tocar objetos con su cuerpo. Los jesuitas no podían cerrar las puertas del convento porque todos querían tener un último contacto con su gran benefactor.

Murió el 8 de septiembre de 1654.


Con información de “San Pedro Claver: El esclavo de los esclavos”, por el P. Pedro Morazzani Arráiz, EP


Gaudium Press






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