miércoles, 15 de julio de 2020

EL RETORNO DE LOS GNÓSTICOS

Comencemos desambigüando el término. Me ha ocurrido muchas veces encontrarme con gente formada que considera que 'gnóstico' es un concepto unívoco cuando, en realidad, es equívoco, y la confusión trae problemas serios, como enemistades y prejuicios.

Como sabemos, gnóstico significa “el que se conoce”, o “conocedor”, y en una primera acepción tiene un sentido profundamente cristiano. El catecismo nos manda “conocer, amar y servir a Dios”; es decir, nos manda ser “conocedores” o gnósticos. Y el Nuevo Testamento está poblado de mandatos sobre la necesidad de “conocer” a Dios: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero” (Jn. 17,3); reciban “el Espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle…” (Ef. 1,17-18); “gracia y paz en abundancia para vosotros, mediante el conocimiento de Dios…” (2 Pe. 1,2), y así podríamos seguir con muchas citas más. Por supuesto, el conocimiento al que se alude no es una colección de saberes teóricos. Conocer a Dios y a Cristo significa vivir bajo la convicción de su presencia, una presencia que es invisible a los ojos del cuerpo pero que transforma el alma haciéndonos semejantes a Él. En pocas palabras, el conocedor o el gnóstico es la persona avanzada en la vida espiritual. Los Padres del Desierto llamaban gnóstico al maestro espiritual, el que podía enseñar a los demás los caminos de la santidad. Y en ese sentido, y con toda propiedad, podríamos llamar gnósticos o conocedores de Dios a los grandes maestros como Santa Teresa, San Juan de la Cruz o Santa Teresita, por nombrar sólo a algunos.

Es verdad, sin embargo, que con mayor frecuencia la palabra se emplea en un sentido completamente distinto y gnóstico designa al miembro de una gran y difusa religión de la antigüedad tardía, extremadamente peligrosa y cuyas aguas residuales, camufladas de diversos modos, llegan todavía hasta nosotros: el gnosticismo. Parasitaria del cristianismo, mereció la confutación y rechazo de grandes Padres y Doctores, como San Ireneo con sus Adversus haereses. Unas de las ideas que subyace en esa herejía es la de un conocimiento que es propiedad de unos pocos y en razón de lo cual se colocan en un estadio superior con respecto a los otros hombres que permanecen en una ignorancia relativa, incapaces de alcanzar las cumbres de esos secretos transmitidos solamente al grupo de iniciados y elegidos. Mucho se podría hablar de la doctrina del gnosticismo, intrincada y llena de mitos insostenibles. Y, aunque desaparecida como iglesia indentificable, su presencia permanece de diversos modos, por ejemplo, en la masonería, que consiste en un grupo de hombres iniciados, conocedores de ciertos rituales y secretos, con la misión de gobernar a quienes no pueden acceder ese conocimiento.

En nuestros días, la presencia de gnósticos renovados puede encontrarse en todos los ámbitos. El modernismo fue, en muchos aspectos, una herejía gnóstica: quienes lo sostenían era un grupo de académicos iluminados que había descubierto, por ejemplo, la verdad histórica de los Evangelios, quedando la verdad “mítica” de la fe para los no iniciados. El modernismo no se dio entre los fieles —tomando el término en el sentido newmaniano, es decir, englobando en él a los laicos y al bajo clero—, sino entre una élite de sabios. Y esa característica, con diversos matices, se ha seguido dando en el progresismo posterior. Todos recordamos como, en 2014, el cardenal Kasper dio a entender que la Iglesia no debería escuchar a los fieles africanos puesto que ellos aún tienen tabúes, entre los cuales está el de la homosexualidad. El conocimiento maduro y válido se encuentra en un grupo de escogidos católicos ilustrados, generalmente de raza germánica. O bien, aunque descendamos abruptamente en la calidad del personaje, hace dos días el vocero del obispado de San Rafael, padre José Antonio Álvarez, afirmó a la prensa que “No hay diferencia entre darla [a la comunión] en la boca o en la mano. Sólo hay motivaciones simbólicas”. Todo termina siendo un símbolo que es interpretado correctamente por él y por un grupo de esclarecidos; los que no consideran que se trate de un símbolo indiferente sino de una cuestión con una entidad e importancia mayor, son reducidos a la categoría de primitivos ignorantes, que no han alcanzado el conocimiento de los sabios y merecen, incluso, ser entregados a las autoridades civiles (literaliter).


La pandemia ha ocasionado, por otro lado, que el mundo entero esté gobernado por un grupo de gnósticos que asesoran, con el nombre de epidemiólogos, a todos los gobiernos. Ya hablamos en este blog de los esclarecidos científicos de Imperial College y del geniecillo de Silicon Valley que pronosticaban, para esta época, diez millones de muertos. Como nuevos alquimistas, manejan fórmulas matemáticas y misteriosas ecuaciones de las que brotan esos números intimidantes y mentirosos, que deciden la vida y la libertad de millones de personas. Como se ha dicho en otro sitio, la crisis del coronavirus ha demostrado cuán fácil resulta caer en manos de élites científicas hegemónicas.

En su columna de esta semana en La Nación, Mario Vargas Llosa nos enseña por qué Trump debe ser derrotado en las próximas elecciones. “Por su ignorancia y por su arbitrariedad, Trump ha conseguido que su país se distancie de sus aliados tradicionales y se acerque, más bien, a sus enemigos, sin siquiera darse cuenta cabal de que así procedía”. Trump, por lo visto, no es del grupo de los gnósticos, y tampoco lo es Putin, ni Duda ni Orban. Son ignorantes; no saben y, por tanto deben ser alejados del gobierno, el que pertenece exclusivamente al grupo de los iluminados que llevará al mundo a buen destino.

Finalmente, el martes pasado renunció a su puesto Bari Weiss, editora del New York Times, y publicó una larga carta dando sus razones. Este diario probablemente sea el más influyente del mundo y notable por su progresismo. Weiss, por su parte, no es una carmelita descalza. Sin embargo, como ella misma explica, le terminó resultando imposible aceptar el clima de censura y, sobre todo, autocensura que se vive en la redacción de ese medio frente a cualquier opinión que pueda contradecir en lo más mismo los diktate del progresismo. Y afirma: “Ha surgido un nuevo consenso en la prensa, pero quizás especialmente en este periódico: que la verdad no es un proceso de descubrimiento colectivo, sino una ortodoxia ya conocida por unos pocos iluminados cuyo trabajo es informar a todos los demás”. Lo que explica esta inobjetable fuente es que la información y la formación de la opinión a nivel mundial —con exclusión, por ahora, de las redes sociales—, surge de las decisiones de un pequeño grupo de clarividentes —los gnósticos—, que son los que establecen qué es la verdad y qué es la realidad.

El problema es que no tenemos un nuevo San Ireneo para combatir a este neognosticismo y, mucho me temo que, aunque lo tuviéramos, no sería suficiente con escribir un tratado teológico. Creo que está llegando la hora en que será preciso recurrir a armas más contundentes. Y no me refiero, claro, ni a lanzas o municiones. Me refiero simplemente a tratar de ponernos fuera del alcance del radar gnóstico. Creo que es lo único que a estas alturas podemos hacer.


Caminante-Wanderer



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