jueves, 16 de abril de 2020

MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE: NUEVO BAUTISMO, NUEVO MATRIMONIO, NUEVA PENITENCIA Y NUEVA EXTREMAUNCIÓN (CAPÍTULO VI)

Tanto el católico practicante regular como aquel que reencuentra el camino de la Iglesia en los grandes momentos de su vida se sienten impulsados a hacerse preguntas de fondo tales como ésta: ¿qué es el bautismo?

Éste es un fenómeno nuevo; no hace mucho tiempo, cualquiera sabía responder a esa pregunta y, por lo demás, nadie se la hacía. El primer efecto del bautismo es la redención del pecado original; eso se sabía de padres a hijos.

Pero ocurre que ahora en ninguna parte se habla de este hecho. La ceremonia simplificada que tiene lugar en la iglesia evoca el pecado en un contexto tal que parece tratarse del pecado o de los pecados que habrá de cometer en su vida el bautizado y no de la falta original con que todos nacemos.

El bautismo se manifiesta ahora simplemente como un sacramento que nos une a Dios o más bien nos hace adherir a la comunidad cristiana. Así se explica el "rito de acogida" que se impone en ciertos lugares como una primera etapa en una primera ceremonia. Y esto no se debe a iniciativas particulares, puesto que encontramos amplias consideraciones sobre el bautismo por etapas en las fichas del Centro Nacional de la Pastoral Litúrgica. Se lo llama también el bautismo diferido.

Hay varias fases, después de la acogida , el “progreso”, la “búsqueda” y por fin el sacramento, se administra o no se administra cuando el niño pueda, según los términos utilizados, determinarse libremente a recibirlo, lo cual puede ocurrir a una edad bastante avanzada, a los ocho años o más.

Un profesor de dogmática, muy versado en la nueva Iglesia estableció una distinción entre los cristianos cuya fe y cultura religiosa él certifica y otros cristianos -más de tres cuartos del total- a los que sólo atribuye una fe supuesta cuando piden el bautismo para sus hijos. Esos cristianos "de la religión popular" son detectados en el curso de las reuniones de preparación y persuadidos de que no pasen más allá de la ceremonia de acogida. Esta manera de obrar estaría "más adaptada a la situación cultural de nuestra civilización".

Recientemente un cura de la región de Somme debía inscribir a dos niños para la comunión solemne y entonces reclamó las partidas de bautismo que le fueron enviadas por la parroquia de origen de la familia. Entonces el sacerdote comprobó que uno de los niños había sido efectivamente bautizado, en tanto que el otro no lo estaba, contrariamente a lo que creían sus padres. El niño simplemente había sido inscripto en el registro de acogida. Ésta es la clase de situaciones que resultan de semejantes prácticas; lo que se da es, en efecto, un simulacro de bautismo, que los asistentes toman de buena fe como el verdadero sacramento.

Es bien comprensible que todo esto desconcierte profundamente. Además, sobre este punto hay que afrontar una argumentación capciosa que figura hasta en los boletines parroquiales, generalmente en la forma de indicaciones o de testimonios firmados con nombres de pila, es decir, anónimos. En uno de ellos leemos que Alain y Evelyne declaran “El bautismo no es un rito mágico que borre por milagro un cierto pecado original. Nosotros creemos que la salvación es total, gratuita y para todos: Dios eligió a todos los hombres en su amor, sin condiciones. Para nosotros, hacerse bautizar es decidir cambiar de vida, es un compromiso personal que nadie puede asumir en el lugar de uno, es una decisión consciente que supone una enseñanza previa, etcétera”.

¡Cuántos monstruosos errores en unas pocas líneas! Estas palabras tienden a justificar otro procedimiento: la supresión del bautismo de los niños pequeños. Esta es otra aproximación al protestantismo con desprecio de la enseñanza de la Iglesia desde sus orígenes, como lo atestigua san Agustín a fines del siglo IV: “La costumbre de bautizar a los niños no es una innovación reciente, sino que es el eco fiel de la tradición apostólica. Esa costumbre, por sí sola e independientemente de todo documento escrito constituye la regla cierta de la verdad”.

El concilio de Cartago del año 251 prescribía que el bautismo fuera administrado a los niños "aun antes de su octavo día" y la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe recordaba la obligación de hacerlo así el 21 de noviembre de 1980 fundándose en "una norma de tradición inmemorial" 6.

Es necesario que los padres católicos sepan esto para hacer valer un derecho sacro cuando se pretende negarles el bautismo a sus hijos recién nacidos y no dejarlos participar en la vida de la gracia. Los padres no esperan a que su hijo tenga diez años para decidir en su lugar cuál será su régimen alimentario o si necesita una operación quirúrgica a causa de su estado de salud.

En el orden sobrenatural, el deber de los padres es aún más imperioso cuando el niño no es capaz de asumir él mismo un "compromiso personal" con la fe de la Iglesia. Piénsese en la espantosa responsabilidad de un padre que priva a su hijo de la vida eterna en el paraíso. Nuestro Señor lo dijo de manera clara: "Nadie, a menos que renazca del agua y del Espíritu, puede entrar en el Reino de Dios".

Los frutos de esta singular pastoral no se han hecho esperar. En la diócesis de París de 1965, de dos niños era bautizado uno, pero en 1976 de cuatro sólo se bautizaba uno. El clero de una parroquia de los arrabales observa, sin manifestar empero mucha pena, que en 1965 hubo cuatrocientos sesenta bautismos y en 1976 ciento cincuenta. En el conjunto de Francia se registra una caída general. De 1970 a 1981 la cifra global descendía de 596.673 a 530.385, cuando la población crecía en más de tres millones durante ese lapso.

Todo esto se debe a que se ha falseado la definición del bautismo. Desde el momento en que se dejó de decir que el bautismo borraba el pecado original, la gente se preguntó: "¿Qué es el bautismo?" e inmediatamente después: "¿Para qué es el bautismo?" Si no llegaron a formularse estas preguntas, por lo menos deben de haber reflexionado en los argumentos que se les exponían y admitido que no se imponía urgencia alguna ya que después de todo el niño siempre podría en la adolescencia ingresar, si así lo quería, en la comunidad cristiana, de la misma manera en que uno se inscribe en un partido político o en un sindicato.

La cuestión se ha planteado de la misma manera en el caso del matrimonio. El matrimonio siempre se definió por su finalidad primera, que era la procreación, y por su finalidad secundaria, que era el amor conyugal.

Pues bien, en el concilio, se ha querido transformar esta definición y decir que ya no había un fin primario, sino que los dos fines que acabo de mencionar eran equivalentes. El cardenal Suenens fue quien propuso este cambio y todavía me acuerdo de cómo el cardenal Brown, ministro general de los dominicos, se levantó para decir: "Caveatis, caveatis! (¡Tened cuidado!). Si aceptamos esta definición, vamos contra toda la tradición de la Iglesia y pervertiremos el sentido del matrimonio. No tenemos el derecho de modificar las definiciones tradicionales de la Iglesia".

Y entonces citó textos en apoyo de su advertencia; se suscitó gran emoción en la nave de San Pedro. El Santo Padre rogó al cardenal Suenens que moderara los términos que había empleado y aun que los cambiara. Pero de todos modos la Constitución pastoral Gaudium et Spes no deja de contener un pasaje ambiguo en el que se pone el acento en la procreación "sin subestimar por ello los otros fines del matrimonio". El verbo latino proshabere permite traducir: "sin colocar en segundo término los otros fines del matrimonio", lo cual significaría colocarlos todos en el mismo plano. Así se quiere entender hoy el matrimonio, todo lo que se dice de él tiene que ver con la falsa noción expresada por el cardenal Suenens según la cual el amor conyugal — que pronto se dio en llamar simplemente y de manera mucho más cruda "sexualidad"— es el primero de los fines del matrimonio. Consecuencia: en nombre de la sexualidad están permitidos todos los actos: anticoncepción, limitación de los nacimientos, en fin, aborto.

Basta una mala definición para vernos en pleno desorden.

La Iglesia en su liturgia tradicional hace decir al sacerdote: "Señor, asistid con vuestra bondad a las instituciones que habéis establecido para la propagación del género humano..."

La Iglesia eligió el pasaje de la Epístola de san Pablo a los Efesios que precisa los deberes de los esposos y que hace de sus relaciones recíprocas una imagen de las relaciones que unen a Cristo con su Iglesia. Muy frecuentemente los futuros cónyuges son invitados a componer ellos mismos su misa sin que se les obligue a elegir la epístola en los libros santos, pues pueden reemplazarla por un texto profano o tomar un pasaje del Evangelio que no tenga ninguna relación con el sacramento recibido. En su exhortación, el sacerdote se guarda bien de mencionar las obligaciones a que deben someterse los cónyuges por temor a presentar una imagen poco atractiva de la Iglesia y a veces por no chocar a los divorciados presentes en la ceremonia.

Lo mismo que en el caso del bautismo, se han realizado experiencias de matrimonios por etapas o de matrimonios no sacramentales que escandalizan a los católicos; son experiencias toleradas por el episcopado que se desarrollan según esquemas suministrados por organismos oficiales y alentadas por responsables diocesanos. Una ficha del Centro Jean-Bart indica algunas maneras de proceder.

Véase una: "Lectura del texto: lo esencial es invisible a los ojos (Epístola de san Pedro). No hubo intercambio de consentimientos, sino una liturgia de la mano, signo del trabajo y de la solidaridad obrera. Intercambio de las alianzas (sin bendición) en silencio. Alusión al oficio de Robert: aleación, soldadura (Robert es plomero). El beso. El Padrenuestro recitado por los creyentes de la concurrencia. El Avemaría. Los jóvenes cónyuges colocan un ramo de flores frente a la estatua de María".

¿Por qué Nuestro Señor habría instituido sacramentos? ¿Para que luego fueran reemplazados por este tipo de ceremonia exenta de todo elemento sobrenatural con la excepción de las dos oraciones que la concluyen?

Hace algunos años se habló mucho de Lugny en la región del Saona y el Loira. Para motivar esa "liturgia de la acogida" se decía que se deseaba dar a las jóvenes parejas el deseo de volver a la iglesia para casarse posteriormente de manera formal. Dos años después, de unos doscientos falsos matrimonios, ninguna pareja regresó para regularizar su situación. Si lo hubieran hecho, no por eso el cura de esa iglesia habría dejado de estar oficializando y cubriendo con su garantía, sino ya con su bendición, durante dos años lo que no era otra cosa que un concubinato. Una encuesta de origen eclesiástico reveló que en París el veintitrés por ciento de las parroquias ya habían hecho este tipo de celebraciones no sacramentales con parejas, uno de cuyos miembros (o los dos) no era creyente, y habían procedido así con la intención de complacer a las familias o a los novios mismos a menudo por cuestiones de conveniencia social.

Por supuesto que a un católico no le está permitido asistir a semejantes comedias. En cuanto a los presuntos casados, siempre podrán decir que estuvieron en la iglesia y terminarán sin duda por creer que su situación es regular a fuerza de ver que sus amigos hacen lo mismo. Los fieles desorientados se preguntan si al fin de cuentas no es mejor eso que nada. La indiferencia se difunde; la gente está dispuesta a aceptar cualquier otra fórmula, como por ejemplo, el simple casamiento en la alcaldía o hasta la cohabitación de los jóvenes, sobre la cual tantos padres dan pruebas de "comprensión", para llegar por fin a la unión libre. La descristianización total ha llegado al fin de su camino; a los cónyuges les faltarán las gracias que proceden del sacramento del matrimonio para educar a sus hijos, suponiendo que consientan en tenerlos. Las rupturas de esos hogares no santificados se multiplican hasta el punto de preocupar al Consejo económico y social, uno de cuyos informes recientes muestra que hasta la sociedad laica tiene conciencia de que corre a su perdición a causa de la inestabilidad de las familias o de las seudofamilias.

La extremaunción ya no es más realmente el sacramento de los enfermos a punto de morir; ahora es el sacramento de los viejos; ciertos sacerdotes lo administran a las personas de la tercera edad que no presentan ningún signo particular de muerte inminente. Ya no es más el sacramento que prepara para el último momento, que borra los pecados antes de la muerte y que prepara para la unión definitiva con Dios. Tengo ante mi vista una nota distribuida en una iglesia de París a todos los fieles para hacerles conocer la fecha de la próxima extremaunción: "El sacramento de los enfermos se celebra para las personas aún hábiles en medio de toda la comunidad cristiana durante la celebración eucarística. Fecha: el domingo tal en la misa de las once". Este tipo de extremaunción no es válido.

El mismo espíritu colectivista puso en boga las llamadas ceremonias penitenciales. El sacramento de la penitencia no puede ser sino individual. Por definición y de conformidad con su esencia, este sacramento es, como lo recordé antes, un acto judicial, un juicio.

No se puede juzgar sin haber instruido una causa; hay que oír la causa de cada uno para juzgarla y luego se podrán perdonar o no los pecados. Su Santidad Juan Pablo II insistió muchas veces en este punto, y especialmente el 1* de abril de 1982 dijo a los obispos franceses que la confesión personal de las faltas seguida de la absolución individual "es ante todo una exigencia de orden dogmático".

En consecuencia, es imposible justificar esas ceremonias de "reconciliación" explicando que la disciplina eclesiástica se ha hecho más flexible y que se adaptó a las exigencias del mundo moderno. Ésta no es una cuestión de disciplina.

Antes había una excepción: la absolución general dada en caso de naufragio, de guerra, etcétera. Y aun así se trata de una absolución cuyo valor es por lo demás discutido por los autores. No es lícito convertir la excepción en una regla. Si se consultan las Actas de la Sede Apostólica, se encuentran las siguientes expresiones tanto en los labios de Pablo VI como en los de Juan Pablo II en diversas ocasiones: "el carácter excepcional de la absolución colectiva", "en caso de grave necesidad", "en situaciones extraordinarias de grave necesidad", "carácter enteramente excepcional", "circunstancias excepcionales"...

Sin embargo, las celebraciones de este tipo se han convertido en una costumbre, aunque no son frecuentes en una misma parroquia por falta de fieles dispuestos a ponerse en regla con Dios más de dos o tres veces por año. Ya no se experimenta esa necesidad, como era de prever, puesto que la idea del pecado se ha borrado en los espíritus. ¿Cuántos sacerdotes recuerdan a los fieles la necesidad del sacramento de la penitencia? Un fiel me dijo que se confiesa en una u otra de las iglesias de París y que lo hace donde sabe que puede encontrar a un "sacerdote de acogida"; así recibe frecuentemente las felicitaciones o las expresiones de agradecimiento del sacerdote sorprendido de tener un penitente.

Esas celebraciones que están sujetas a la creatividad de los "animadores" comprenden cantos o bien se pone un disco. Luego se da un lugar a la liturgia de la palabra antes de recitarse una oración o letanía en la que la asamblea dice: "Señor, ten piedad del pecador que yo soy" o se realiza una especie de examen de conciencia general. El "yo me confieso" precede a la absolución dada de una vez por todas y a todos los asistentes, lo cual no deja de plantear un problema: una persona presente que no la deseara, ¿habrá de recibir la absolución a pesar de sí misma? Veo en una hoja mimeografiada que se distribuyó a los participantes de una de esas ceremonias en Lourdes que el responsable consideró esta cuestión: "Si deseamos recibir la absolución, vengamos a sumergir nuestras manos en el agua de la fuente y tracemos sobre nosotros el signo de la cruz" y al final "Sobre aquellos que se marcaron con el signo de la cruz con el agua de la fuente, el sacerdote impone las manos (!), Unámonos a su oración y recibamos el perdón de Dios".

El diario católico inglés The Universe apoyaba hace algunos años una operación lanzada por dos obispos que consistía en el intento de hacer que se acercaran a la Iglesia fieles que habían abandonado la práctica religiosa desde mucho tiempo atrás. El llamado lanzado por los obispos se parecía a esos avisos publicados por las familias de adolescentes fugitivos: "El pequeño X puede regresar a la casa, sin que se le haga ningún reproche".

Entonces se les dijo a estos futuros hijos pródigos: "Vuestros obispos os invitan a regocijaros y a celebrar esta cuaresma. A imitación de Cristo, la Iglesia ofrece a todos sus hijos el perdón de sus pecados, con toda libertad y facilidad, sin que ellos lo merezcan y sin que lo pidan. La Iglesia los urge a aceptar ese perdón y les suplica que retornen a su casa. Muchos de ellos desean retornar a la Iglesia después de años de alejamiento, pero no pueden resolverse a confesarse. En todo caso, no en seguida..."

De manera que esos cristianos podían aceptar el ofrecimiento siguiente: "En la misa a la que asistirá el obispo de vuestro deanato (aquí se menciona el día y la hora) todos los que estén presentes serán invitados a aceptar el perdón de todos sus pecados pasados. No es necesario que se confiesen en ese momento. Bastará con que estén arrepentidos de sus pecados y tengan el deseo de retornar a Dios y de confesar más tarde sus pecados, después de haber sido recibidos de nuevo en el seno de la Iglesia. Mientras tanto, sólo deben dejar que Nuestro Padre de los Cielos 'los apriete en sus brazos y los abrace tiernamente'. Mediante un generoso acto de arrepentimiento, el obispo acordará a todos los presentes que lo deseen el perdón de sus pecados, de manera que inmediatamente puedan acudir a la santa comunión..."

Le Journal de la Grotte, publicación bimensual de Lourdes, al reproducir esta curiosa disposición episcopal impresa con el título "General Absolution. Communion now, confession later'' (Absolución general. Comunión ahora, confesión después), lo comentaba así: "Nuestros lectores podrán advertir el espíritu profundamente evangélico que lo inspiró así como la comprensión pastoral de las situaciones concretas de las personas."

No sé qué resultado se obtuvo, pero la cuestión es otra: la amnistía pronunciada por los dos obispos hace pensar en la liquidación de las existencias comerciales al final de la quincena. ¿Puede la pastoral imponerse a la doctrina hasta el punto de hacer comulgar el cuerpo de Cristo a fieles, muchos de los cuales estén probablemente en estado de pecado mortal después de tantos años de no practicar la religión? Ciertamente no. ¿Cómo se puede considerar tan ligeramente pagar con un sacrilegio la conversión de unos cristianos? ¿Y hay posibilidades de que esa conversión sea seguida por la perseverancia? En todo caso podemos comprobar que antes del concilio y antes de la aparición de esta pastoral de acogida en Inglaterra había de cincuenta mil a ochenta mil conversiones por año. Ahora se han reducido casi a cero. El árbol se conoce por sus frutos.

Los católicos están tan perplejos en Gran Bretaña como en Francia. Un pecador o un apóstata que habiendo seguido el consejo de su obispo se presentara para esa absolución colectiva y acudiera a la santa mesa en tales condiciones, ¿no tendrá tendencia a perder su confianza en la validez de sacramentos tan fácilmente otorgados cuando él tiene todas las razones para no considerarse digno? ¿Qué ocurrirá si posteriormente no se pone en regla y no se confiesa? Su retorno fallido a la casa del Padre hará aún más difícil una conversión definitiva. A estas situaciones se llega con el laxismo dogmático. En las ceremonias penitenciales que se practican de una manera menos extravagante en nuestras parroquias, ¿qué seguridad tiene el cristiano de estar verdaderamente perdonado? Queda librado a las inquietudes que conocen los protestantes, a los tormentos interiores provocados por la duda. Ciertamente no habrá ganado con el cambio. Si la cuestión ya es mala en el plano de la validez, también lo es en el plano psicológico. Así, es un absurdo otorgar perdones colectivos (salvo en el caso de personas con pecados graves) con la condición de confesar sus pecados personalmente después. Es evidente que la gente no se descubrirá ante los demás como personas que tienen graves pecados sobre la conciencia. Sería como si se violara el secreto de la confesión.

Hay que agregar que el fiel que haya comulgado después de la absolución colectiva no verá la necesidad de presentarse de nuevo al tribunal de la penitencia, y esto se comprende. Las ceremonias de reconciliación no se agregan pues a la confesión auricular, sino que la eliminan y la suplantan. Así nos encaminamos hacia la desaparición del sacramento de la penitencia instituido como los otros sacramentos por Nuestro Señor mismo.

Para que un sacramento sea válido es menester la materia, la forma y la intención. Y esto no lo puede cambiar ni el mismo Papa: la materia es de institución divina; el Papa no puede decir: "Mañana se usará alcohol o leche para bautizar a los niños". Tampoco puede cambiar esencialmente la forma porque aquí hay palabras esenciales, por ejemplo, no se puede decir: "Yo te bautizo en nombre de Dios" pues el propio Cristo fijó la forma: "Bautizaréis en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo"

El sacramento de la confirmación se maneja igualmente mal. Una fórmula corriente hoy es: "Te signo con la cruz y recibe el Espíritu Santo" pero el ministro no precisa entonces cuál es la gracia especial del sacramento por el cual se da el Espíritu Santo, de modo que el sacramento no es válido.

Por eso yo siempre accedo a las solicitudes de los padres que tienen dudas sobre la validez de la confirmación de sus hijos o temen que se la administren de una manera inválida al ver lo que ocurre alrededor. Los cardenales ante quienes tuve que explicarme en 1975 me lo han reprochado y a partir de entonces continúan publicando comunicados de reprobación de lo que hago. Expliqué por qué yo procedía de esa manera. Satisfago el deseo de los fieles que me piden una confirmación válida, aunque no sea lícita, porque estamos en un tiempo en que el derecho divino natural y sobrenatural debe imponerse al derecho positivo eclesiástico cuando éste se le opone en lugar de servirle de canal. Nos hallamos en una crisis extraordinaria, de modo que no hay que asombrarse de que yo a veces adopte una actitud que sale de lo corriente.

La tercera condición de validez del sacramento es la intención. El obispo o el sacerdote deben tener la intención de hacer lo que quiere la Iglesia. Ni el mismo Papa puede tampoco cambiar esto.

La fe del sacerdote no es un elemento necesario; un sacerdote o un obispo puede no tener ya fe; otro puede tener menos fe y otro una fe no del todo íntegra. Esto no tiene una influencia directa en la validez de los sacramentos, pero puede tener una influencia indirecta. Recuérdese al papa León XIII quien proclamaba que todas las ordenaciones anglicanas no eran válidas por falta de intención. Ahora bien, esto se debe a que han perdido la fe que no es solamente la fe en Dios, sino la fe en todas las verdades contenidas en el Credo, incluso Credo in unam sanctam catholicam et apostolicam Ecclesiam, es decir, "Creo en la Iglesia que es una"; por eso, los anglicanos no pueden hacer lo que quiere la Iglesia.

¿No ocurrirá lo mismo con nuestros sacerdotes que pierden la fe? Ya vemos cómo algunos no celebran el sacramento de la Eucaristía según la definición del concilio de Trento. "No, dicen estos sacerdotes, hace mucho tiempo que se reunió el concilio de Trento. Después tuvimos el concilio Vaticano II. Hoy se trata de la transignificación, de la transfinalización. ¿La transubstanciación? No, eso ya no existe. ¿La presencia real del Hijo de Dios en las especies del pan y del vino? ¡Vamos, en nuestra época, no!"

Cuando un sacerdote dice tales cosas la consagración no es válida y entonces no hay misa ni comunión. Pues los cristianos están obligados a creer hasta el fin de los tiempos lo que definió el concilio de Trento sobre la Eucaristía. Se podrán hacer más explícitos los términos de un dogma, pero ya no se los puede cambiar, eso es imposible. El concilio Vaticano II no agregó nada ni quitó nada; por lo demás, no hubiera podido hacerlo. Pero quien declara que no acepta la transubstanciación, está, según los términos del mismo concilio de Trento, anatematizado y, por lo tanto, separado de la Iglesia.

Por eso, los católicos de fines de este siglo XX tienen la obligación de ser más vigilantes de lo que fueron sus padres. Hoy se intentará imponerles cualquier cosa en esta materia y en nombre de la nueva teología, de la nueva religión; lo que quiere esa nueva religión no es lo que quiere la Iglesia.


6) Instrucción Pastorialis actio.





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